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 ESTADOS UNIDOS |
Con seguridad era una migraña.
La agonÃa me aferraba ambas sienes, y la luz detrás de la cortina me atravesaba los párpados con dagas. Me di vuelta para taparme la cabeza con una almohada y de pronto sentà una corriente de aire que me daba en la espalda.
Me senté, con los ojos entrecerrados, notando que una bata de hospital me tironeaba la garganta. No tenÃa idea de lo que me habÃa pasado. Mi último recuerdo era de estar en mi laboratorio, poniéndome en la cabeza el conjunto de electrodos y conectándome a los monitores neurales.
Pulsé el botón de llamada y empecé a mecerme de atrás hacia adelante, tratando de contener la migraña. No respondió ninguna enfermera, y al cabo de un rato dejé de esperar que viniera alguna. Me levanté, tambaleante, visitante en mi propio cuerpo.
Avancé a tropezones hacia el pasillo, y me tranquilizó ver un logo conocido en los carteles de orientación. TodavÃa estaba en el Santa Ana, la sede de mi trabajo, donde Kim Stanley y yo realizábamos trabajos pioneros en neurologÃa de resonancia espacial: la extensión de la red cerebral a su espacio circundante, creando percepción más allá de nuestros cuerpos.
Los pasillos estaban llenos de pacientes que parecÃan tan confundidos como yo. Aparentemente algunos tenÃan dolores de cabeza peores que el mÃo, porque se apoyaban en las paredes, se aferraban las sienes o la náusea los hacÃa vomitar en el piso. El personal, abrumado, corrÃa en todas direcciones. Nadie me prestaba la menor atención.
En la sala de enfermeras conseguà un guardapolvo blanco de técnico; ya no querÃa tener el trasero expuesto. Mientras me lo ponÃa, se le levantó el cuello; aun con de diez años de práctica, todavÃa no conseguÃa que me quedara plano. Miré alrededor, con un ojo cerrado por el dolor de cabeza, y traté de entender lo que pasaba. Tanta gente con dolor de cabeza y náusea. ¿Un escape de gas? No habÃa olor a gas natural. ¿Monóxido de carbono? El hospital tenÃa detectores de CO en todos los pasillos, pero no sonaban alarmas. Mi teléfono estarÃa en la oficina. PodÃa llamar a emergencias y salir del hospital.
Bajé un piso, yendo por la escalera para evitar a la multitud gritona en la planta baja del ascensor, y llegué a mi oficina. Cuando vi por primera vez mi nombre en la placa de imitación de bronce montada en la puerta, «Dra. Ellen Wojicki», me habÃa parecido una victoria personal. Ahora no me servÃa de nada; por supuesto, la puerta estaba cerrada con llave.
Un poco más allá en el pasillo estaba la entrada a nuestro laboratorio. También estaba cerrado, pero con un teclado numérico de seguridad. Pulsé el código de acceso y entré. En la habitación habÃa tres figuras, una de las cuales reconocà de inmediato.
—Kim —dije, o al menos lo intenté.
La palabra me salió como un graznido de la garganta y los labios resecos. ¿Cuánto tiempo habÃa estado inconsciente?
—Kim —dije, más alto. Las figuras se volvieron hacia mÃ.
Junto a mi compañera Kim habÃa una mujer que me resultaba conocida en una forma que me confundÃa. DebÃa de haber estado en la cámara de expansión neural; todavÃa tenÃa una tiara de sensores en el cuero cabelludo, con los cables colgando por sobre el cuello levantado de su guardapolvo. Sin aliento, me forcé a volver a mirarlas.
Detrás de Kim y la mujer, una adolescente estaba sentada en un banquito. TenÃa una bata de hospital y entrecerraba los ojos como si la luz le causara dolor. Mientras yo miraba, le aferró el brazo a Kim.
—Soy yo. —El tono de ruego en su voz era angustioso—. Soy Ellen.
Hubo un golpe, y un hombre obeso en bata de hospital abrió las puertas a tropezones.
—Kim, algo salió mal —dijo—. Me desperté en otro…
La voz se volvió inaudible mientras miraba a la mujer al lado de Kim.
—Ay, Dios —dijo.
Sentà un pico de dolor cuando la migraña volvÃa con toda su fuerza. Levanté la mano para masajearme la sien y vi mi brazalete de identificación en la muñeca, con el nombre y número de habitación impreso sobre el plástico especial. Aparentemente me llamaba Carol Jones.
Por encima del hombro escuchaba pies arrastrándose, un coro creciente de voces que decÃan «Kim… por favor, Kim…», mientras más y más pacientes entraban al laboratorio. Hice lo que pude para ignorar el coro creciente de voces diciendo «Soy Ellen», porque me anudaban el estómago y volvÃan a hacerme subir la náusea.
Para distraerme traté de hacer cuentas, recordando el alcance de nuestros dispositivos. Calculé la densidad de población de San Diego y traté de calcular cuántas personas ahora darÃan vuelta el cuello de sus guardapolvos y tomarÃan el café con crema, como a mà me gustaba. Finalmente me di por vencida, porque no sabÃa si aún tenÃa alguna importancia. Me tapé los ojos, tanto por el cruel brillo fluorescente de las luces como porque no querÃa seguir mirando a la mujer tan conocida que estaba parada al lado de Kim. Con los ojos cubiertos me hamaqué sin descanso, tratando inútilmente de protegerme de la migraña que, lo sabÃa, sólo se pondrÃa peor.
Dan Stout vive en Columbus, Ohio (EE. UU.), donde escribe noir con una pizca de magia y luces disco. Su ficción abreva en sus viajes por Europa, Asia y la Costa del PacÃfico, asi como en su historial de empleos, que abarcan el heterogéneo espectro que va desde un mensajero de citaciones judiciales hasta un auxiliar de perforación de pozos.
Las historias han aparecido en Saturday Evening Post, Nature y Mad Scientist Journal. Su próxima novela Titan Song es el tercer volumen de la saga The Carter Archives.
Puede encontrárselo en Twitter o en Facebook, asà como en su sitio web, http://www.danstout.com