«¡ARGENTINOS, A VENCER! – 4 – Marita», Juan Simeran
Agregado en 10 julio 2016 por dany in 275, Ficciones, tags: Novela
. 4 .
Marita
Subiendo las escaleras de mármol Marita siente un escalofrío. Aún le cuesta considerar como real su rutina de traspasar las alturas inaccesibles del Poder. Su atractivo es un imán para las miradas masculinas, a las que está tan acostumbrada que ya ni nota.
Piensa: «Todo cambió en mi vida desde que conocí a Archimbaldo. Una historia de Cenicienta, donde Archimbaldo ha calzado en mi diminuto pie un borceguí de faena en lugar del zapatito de cristal». El chiste es tan estúpido que ríe, cosa que no hace muy seguido.
El Ministerio de Planificación Escolar Estratégica se ubica en Retiro, en el viejo edificio llamado desde siempre «El elefante blanco».
Un conscripto armado con un FAL espera para revisar su credencial y escanear su bolso. Es su primera cola del día, antes de las que ya divisa en el hall circular al que dan las puertas de cada uno de los catorce ascensores.
Tito se acerca a saludarla y a ofrecerle el primer café de la mañana. Uniforme marrón de solapas amarillas, carrito con termos multicolores y estampa discepoliana.
Pero cómo le va doctora Marita, la más hermosa secretaria de este patriótico Ministerio. Permítame ofrecerle un cafecito en esta mañana de tanto frío, la casa invita y para mí es un honor. ¿Cortado, capuchino? ¿Tal vez un té, doctora?
Marita sonríe ante la inofensiva galantería: el coqueteo inocente se considera un detalle de delicadeza naval. «No hay hombre en todo el Ministerio, desde el capitán general hasta el último guardiamarina, que no sepa que soy mina de Archimbaldo».
Como todos los días, ella no permite que Tito le regale el café. Que sí, que no, que faltaba más, el regateo posterior forma parte de sus rituales cotidianos.
El cafetero susurra, mientras guarda el dinero:
Hoy no andan bien ni el cuatro, ni el seis, ni el doce. No se clave, doctora. Los que están en esas filas tienen para dos horitas por lo menos.
Marita agradece con una mirada que todavía conserva el brillo de su primera juventud.
Mira su pequeño reloj un Rolex de oro con incrustaciones, regalo de Archimbaldo:las siete menos veinticinco. El reloj del hall está detenido en las once menos dos minutos. A pesar de haber tres ascensores menos llegaría a punto para las siete; nada molesta más a Archimbaldo que la impuntualidad. Tarda en la cola del ascensor lo mismo que en llegar desde su casa, viajando en colectivos abarrotados.
«Menos mal que ya tengo en trámite la solicitud para que me comisionen un vehículo de uso propio. Ya Archimbaldo consiguió que me autoricen el uso de un teléfono celular y el acceso de una hora diaria a Internet. Ya quisieran Dora o Vane tener mail«, piensa satisfecha.
El celular duerme inútil en el fondo de su cartera: ni sus amigas, ni su familia, ni su ex tienen alguno. Igual situación le sucede con Internet, y le cuesta recordar su dirección electrónica.
El ascensor se va tragando porciones de la cola que repta como una serpiente china.
Como todos los días, dentro del ascensor ve las fotografías de batallas colgadas de la pared: Monte Longdon, Pradera del Ganso, Puerto Argentino. Fotos en blanco y negro de soldados semihundidos en pozos de zorro, aferrados a sus ametralladoras. El blanco enceguecedor de la nieve difumina los contornos. En la parte superior de las paredes se lee la consigna en placa de bronce:
¡ARGENTINOS A VENCER!
El ascensorista luce como un botones de hotel de alguna película de los’50. Marita saca un pequeño espejo y acomoda su cabello. «Tengo tiempo: el viaje hasta el piso 14 demora unos quince minutos». El ascensor, a la mañana, es un muestrario de perfumes, colonias y lociones after-shave. «Huelo Atkinson, huelo Old Spice, yo misma huelo al Channel que Archimbaldo trajo de contrabando». Por las tardes nada puede disimular el olor a sudor, las ojeras y las barbas incipientes.
En el pasillo hay Guardiamarinas custodiando cada una de las puertas que dan a los despachos. Los soldados se cuadran a su paso: «No dejo de ser una civil pero soy la mina de Archimbaldo, y guay del que no se cuadre». Al paso de un Infante, los taconeos se escuchan secos, las manos enguantadas vuelan hasta detenerse rígidas a un milímetro de la sien.
En el centro del pasillo está la misma escultura que ve todos los días: la de las Madres de los Caídos en la Lucha contra la Subversión.
En el despacho Archimbaldo la recibe con una sonrisa felina, levantando las comisuras de la boca bajo los frondosos bigotes, los ojos estallando en una red de arrugas. «Aunque abundan los Infantes de vientres enormes y rostros abotagados, él aún tiene la estampa que todo militar debiera tener», piensa ella.
Él luce con orgullo sus condecoraciones de guerra. Marita, ante la inexistencia de anécdotas de las Islas, llegó a la conclusión que él no tendría demasiado qué contar. Se pregunta, siempre, si las condecoraciones no provendrían de apuestas ganadas a camaradas, quizás en el mismísimo Casino de Oficiales.
Ambos saben que un destino en el Ministerio de Planificación Escolar Estratégica es deshonroso para un Infante. «Lo que se puede morder con compras de pupitres o impresiones de manuales no tiene comparación con la torta que se reparten los que compran y venden armas», recuerda Marita la letanía que él repite, quejoso, en largas tardes en que no tienen demasiado qué decirse.
Marita se sienta en su escritorio. Por la ventana alcanza a ver tres portaaviones atracados en las aguas marrones del río. Un helicóptero sobrevuela la costa a baja altura, haciendo temblar el vidrio del enorme ventanal.
Archimbaldo está reunido con Zylberstein, el proveedor de tizas. Le guiña un ojo; ella se dispone a no oír lo que, inevitablemente, escuchará aunque no quiera. Se concentra en una mosca que golpea contra la ventana. Tac. Tac. Le abre la ventana, pero el insecto no sale. «¿Cómo se llamará la mosca? ¿Marita?».
Che, ruso, no me vas a decir que no me podés mandar cincuenta mil tizas para la semana que viene.
El tono es inapelable. Marita oye cómo Zylberstein se revuelve incómodo, carraspea, antes de contestar:
Mi Capitán, se lo ruego: libéreme algún pago. Un año de atraso es demasiado, usted bien sabe que yo tengo que pagar…
Sí, ruso, los sueldos y los remedios de tu santa viejita. Oíme, ¿cuántas veces te tengo que decir que yo no tengo nada que ver con la Subse de Finanzas? ¿O te parezco un contador, yo? ¿O te pensás que esa guita la tengo yo en mi bolsillo? Yo te pido tizas, y tus problemas contables los dirigís a quien corresponde, si corresponde. Y si no tenés para pagar los sueldos, en lo que a mí respecta, podés ir a asaltar a los caminos. ¿Comprendido? Marita lo escucha alzar la voz, desencajado. ¿O qué pretendés, que los maestros escriban con los dedos porque un ruso de mierda no tiene para pagar los sueldos?
El silencio repentino es como una masa sólida. Marita mira disimuladamente al comerciante: está lívido. «Pero ni amaga con irse y aún no firma la aceptación de la orden de compra. Le sostiene la mirada a Archimbaldo, con ojos helados. Qué huevos tiene este tipo», piensa.
Marita conoce de memoria lo que sigue, y no se sorprende cuando Zylberstein arriesga:
Mi Capitán, yo estoy dispuesto a retribuir su generosidad y sus molestias…
¿Retribuir, señor Zylberstein? ¿A qué se refiere exactamente? Archimbaldo mira el techo.
«Le volvieron los colores a la cara, a Zylberstein. Pasó de ‘ruso de mierda’ a ‘señor’, va bien encaminado», casi se divierte Marita. O se descompone, o ya ni sabe qué la divierte y qué la descompone.
Cincuenta por ciento, mi Capitán.
Archimbaldo masajea sus sienes, como si estuviera por resolver un difícil problema. Finalmente, carraspea y se dispone a emitir su veredicto:
Usted hará carrera como proveedor del Ministerio. Y en lugar de cincuenta mil tizas le duplico el pedido a cien mil. ¿Cuánto es lo que se le debe, señor Zylberstein?
Catorce millones y medio de patriotas, aproximadamente.
¿Trajo recibo?
Por supuesto, mi Capitán Marita capta un tono cínico. «Y si no trajo recibo a qué diablos vino», piensa.
Archimbaldo se dirige a Marita:
¿A partir de qué horario abre la caja de Logística Estratégica?
«Cómo se hace el boludo. Como si no supiera que está abierta, como si no supiera desde el primer momento que le iba a robar a este pobre tipo la mitad de la facturación».
Se esfuerza para que el disgusto no se le transparente en la voz:
Ya está abierta, mi Capitán.
Bueno, Doctora, redacte una orden de pago estratégico a cuenta de catorce millones y tráigamela para la firma.
Comprendido, mi Capitán.
Marita introduce un formulario en una vieja máquina de escribir y teclea.
Archimbaldo se para e introduce los pulgares en el cinturón, abombando el pecho. Zylberstein lo observa sentado: sabe que debe esperar la orden para ponerse de pie.
Rusito, hoy te vas de acá con siete palos. Esperá afuera, la doctora te acompaña a la Subse. Firmame la orden de compra y mandame la semana que viene cien mil tizas. Ahora no me vengás con la milonguita de que no tenés para los sueldos, eh.
Por supuesto que no, mi Capitán, la semana que viene tiene la mercadería. El dinero…
El dinero se lo das a la Doctora y no te equivoques al contarlo, que te mando cortar los dedos… Espérela afuera.
La orden es terminante y Zylberstein sale del despacho.
Marita, hoy nos patinamos estos siete palos. ¿Qué querés hacer?
La sonrisa felina de Archimbaldo estira su bigote hasta los pómulos y un haz de arrugas convergen en el ángulo de sus ojos amarillos.
«Hoy será una noche larga, una noche de juerga», piensa Marita con fastidio. Ella no siente ningún placer en despilfarrar dinero: la austeridad es un valor que le han inculcado desde niña. «Y además me siguen faltando cosas básicas, como una buena heladera o un lavarropas. Y sigo viviendo en un departamentito sin luz en un barrio horrible. Pero él es así: el dinero, como entra, sale». Sonríe, se supone que debería mostrar entusiasmo. «Mi hombre-cazador ha cazado siete millones y por una noche se va a sentir como un predador satisfecho. Tú-Tarzán, mí-Jane. La gacela está servida». Se esfuerza en que la pregunta suene insinuante:
¿Y… adónde me querés llevar?
¿Te parece al Hipercasino de Recoleta?
Marita suspira aliviada. «Ruleta, nada de sexo: los últimos fiascos lo asustaron. Como mucho, ese dinero durará un par de horas. No tengo el más mínimo deseo de acostarme demasiado tarde; igual tengo que conseguir alguien que cuide de Jaime por si Archimbaldo quisiera dormir en una suite del hotel del Hipercasino y volver a probar si la cosa funciona».
Como quieras. Lo que vos quieras está bien, mi amor. Firmame y vuelvo en un ratito.
Sale y recorre los pasillos, seguida de Zylberstein. Se menea provocativa, gira para hablarle consciente del vaivén exacto de su cabello, la blancura marmórea de su cuello.
Vamos,señor Zylberstein. Tenga la bondad de acompañarme.
La mirada del hombre es curiosa.
Doctora Muller, ¿me permitiría preguntarle de qué parte de Alemania proviene su familia?
Marita se sorprende por la pregunta, su estudiada seguridad se desarma un poco.
Por supuesto, señor Zylberstein, pero mi familia no proviene de Alemania. Eran alemanes que vivían en Lvov, Polonia.
Mis padres eran también de Lvov. Somos coterráneos, en cierta forma ¿no? Deutsche polishers.
Ambos ríen. Zylberstein prosigue:
Doctora, me gustaría preguntarle algo que quizá le parezca una impertinencia. Le ruego me crea si le digo que sólo me anima una curiosidad… casi científica. No hay resentimiento en lo que le quiero preguntar. Si usted lo permite, por supuesto.
El comerciante ha despertado su curiosidad. Habían ingresado en un pasillo sin guardiamarinas, pero aún así hablan en susurros: el Ministerio está sembrado de cámaras y micrófonos.
Pregunte por favor, señor Zylberstein. Pregunte tranquilo.
¿Pero me promete, doctora, que no se va a enojar?
Prometido, palabra de… alemana de Lvov. Deutsche polisher.
Zylberstein dispara:
¿En cuánto tiempo se gastarán los siete millones que me rob… que me sacaron hoy?
Marita se para en seco. Zylberstein la sorprendió. Lo mira a los ojos. A esos gélidos ojos grises, imperturbables. Como si conversaran sobre el tiempo, un resultado deportivo o cualquier otro tema indiferente.
Le cree a Zylberstein. Decide, como extraña reparación por las humillaciones recibidas, no mentirle.
En dos horas, señor Zylberstein.
Los ecos de sus pasos y el zumbido de una fotocopiadora son lo único que se escucha en el pasillo. Marita prosigue:
En una juerga de dos horas. Pero no se sienta mal…
Un duende malévolo se instala en su cabeza y le dicta qué hacer. Sabe que es una locura, pero no puede detener el placer de tirarse al vacío. Por su cabeza pasan las imágenes del último fracaso de Archimbaldo, de sus excusas. Con lo que ella sabe, es poderosa. Y, por lo que está aprendiendo en el Ministerio, el que tiene poder lo usa. Acerca su boca al oído del hombre y le dice en un susurro:
La juerga es en el casino, pero créame que usted la pasa mejor en su casa, con su esposa. El Capitán es total, absolutamente impotente.
Prosiguen caminando. El pasillo termina en una escalera, allá al fondo. Zylberstein sonríe, Marita también. Por un momento le viene a la mente el recuerdo de Bernardo. «Por lo menos, con ese infeliz cada tanto cogía», piensa, y se ríe despacito.
No se dio cuenta, pero ha vuelto a menearse provocativamente.
¡ARGENTINOS A VENCER!
Manual del Alumno Patriota – Editorial Sudatlántica
Hojas de Trabajo Nros. 53-56 – Tercera graduación (Alferecitos)
Con Supervisión del Ministerio de Planificación Escolar Estratégica
(Pruebas de galera)
LOS 6 AJUSTICIAMIENTOS DE HERNÁN SOSA
Hernán Sosa viajó a lo ancho y largo de la Patria. En Misiones trabajó en un leprosario ayudando a buen morir a pobrecillos enfermos agonizantes. En las selvas chaqueñas estuvo escondido, vigilando la actividad de los paraguayos y deteniendo un tren que transportaba armas al Paraguay. ¡Armas argentinas, cuyas culatas quizá fueran hechura de su propio padre, para mejor servir al enemigo! ¡Horrorícense, niños, como se horrorizó nuestro héroe! A Tierra del Fuego llegó en un bote (el Grandepá) junto a sus doce hermanos, bajo el fuego nutrido de los chilenos. En las llanuras pampeanas vivió en las tolderías de los ranqueles, luego de haber matado un negro en un baile. En La Rioja mató un tigre que lo tuvo cercado en un algarrobo toda una noche. Son en total seis los ajusticiamientos que realizó Hernán Sosa, antes del último, de su formidable ataque al Ejército Inglés. Y todos con su facón MATASIETE. Luego de las ilustraciones, pasaremos a relatar los seis gloriosos ajusticiamientos de Hernán.
3 ILUSTRACIONES. 1-Hernán Sosa cruza Los Andes. 2-Hernán Sosa en las tolderías ranqueles, fumando la pipa de la paz. 3-Hernán Sosa desembarca en Tierra del Fuego.
AJUSTICIAMIENTO Nº 1: Un negro apátrida se burla de Hernán, de su yegua, de su Santa Madre, de la Iglesia y de la Patria.
AJUSTICIAMIENTO Nº 2: Un enorme tigre sitia en los Llanos a Hernán Sosa por una noche. Sosa baja, pelea con el tigre y lo degüella.
AJUSTICIAMIENTO Nº 3: Matando al General Paraguayo Pirrón para detener el tren.
AJUSTICIAMIENTO Nº 4: Matando a un leproso que se lo solicitó.
AJUSTICIAMIENTO Nº 5: Matando a un pervertido que dudara de su hombría, en su paso por Buenos Aires, en el bar La Biela.
AJUSTICIAMIENTO Nº 6: Matando a un usurero levantino que pretendía dejar a una humilde familia en la calle, en su paso por Buenos Aires, en el barrio de Once.
Niños, recuerden siempre lo justo de la causa de Hernán Sosa. Las seis páginas que siguen, van una para cada una de las ilustraciones de cada uno de los ajusticiamientos de Hernán, realizadas por los más importantes artistas plásticos del país. Estas pinturas se hallan en la Cripta Ardiente donde reposa el cuerpo de Sosa, en el centro de Buenos Ayres y en la Avenida que lleva su nombre. Recuerden todas y cada una de las hazañas de Hernán Sosa. Las pequeñas hazañas. Pues ya estamos llegando a su hazaña mayor, a su proeza inmortal. Estamos llegando a…
Axxón 275
Novela de autor latinoamericano (Novela : Fantástico : Ciencia Ficción : Ucronía, Distopía : Argentina : Argentino).