Revista Axxón » «¡ARGENTINOS, A VENCER! – 3 – Bernardo», Juan Simeran - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

 

[ANTERIOR]

 


 

 

. 3 .

Bernardo

 

 

Luego de pasarse los últimos veinte años de su vida doce horas diarias tras el mostrador de una sedería, Bernardo camina por la calle, ocioso, un día laborable, con el paso vacilante de un marinero recién bajado a tierra. «No tengo que levantar ninguna cortina metálica, ni abrir ninguna caja registradora, ni atender ningún proveedor, ni soportar a ningún cliente», piensa satisfecho. Hubo días en que lo único que ingresaba al comercio eran intimaciones de pronto pago. O visitas de los muchachos de «morosos incobrables».

Sus pasos lo llevan, sin que lo pueda evitar, por las familiares calles del Once. Por Oribe, casi llegando a Pasteur, mira la franja roja que cruza el cartel en su local, o mejor dicho, del que había sido su local:

 

VENDIDO

 

Se siente bien, observa con absoluta indiferencia las siete letras blancas que indican que ese lugar ya no le pertenece. «No entiendo cómo no tomé esta decisión antes».

El tiempo libre es una rara novedad y lo llena, por ahora, deambulando sin rumbo por el Once, el Centro y la decrépita zona de los docks abandonados de Puerto Madero, con una edición barata de Moby Dick por todo equipaje. Bernardo, lector incansable, gusta de parafrasear a un personaje de Raymond Chandler que dice: «Me dedico a matar el tiempo, pero éste no se deja matar tan fácilmente». Con la diferencia que el personaje de Chandler era rico, y a él apenas le quedaron treinta mil dólares luego de liquidar su comercio y cancelar cuantiosas deudas. «Treinta mil dólares, suma chica para ser grande y grande para ser chica. Treinta dineros, como Judas», piensa, «y aunque busque en todo el Once no encontraré una sola morera donde ahorcarme».

Sigue caminando por Oribe, sin apuro, la mente en blanco. En la zona de la Facultad las calles están llenas de estudiantes. Bernardo observa a los muchachos trajeados y de pelo corto. Los colores que predominan son el gris arratonado y el azul marino. Las chicas visten polleras escocesas tableteadas, camisas blancas y usan el pelo recogido. De los bares, Bernardo percibe el alegre bullicio de la muchachada. Ese barullo le parece lo único vivo a lo largo de Oribe.

Pasando Levingston, los estudiantes se transmutan en un ejército de abogados, que hormiguean abriéndose paso con los brazos soldados a maletines.

En Plaza Oribe camina observando las baterías antiaéreas, los puestos de libros, el eternamente plácido devenir del tiempo en el Petit Colón. «Los puestos de libros son territorio hostil, sé que encontraré innumerables versiones de Protocolos de los Sabios de Sión, Mi lucha o Cómo gané la guerra, así que mejor ni me acerco. La última vez que me tenté y me puse a mirar libros casi me trompeo con el librero».

Bernardo se detiene a esperar el semáforo en Conscripto Hernán Sosa.

Ve las manchas de sangre alrededor de la Plaza de la Patria. Viscosas, irregulares; no hay dos iguales. Empleados de limpieza se afanan por sacarlas, como así también las chamusquinas de fogones encendidos en pleno centro, tanto en el césped de la Plaza como sobre el asfalto. Huele los aromas de leña y grasa quemada que aún perduran.

En la intersección con Soberanía Nacional, bajo el obelisco, se halla la cripta ardiente del Conscripto Hernán Sosa. Bernardo recuerda que unos días atrás se habían realizado los festejos del aniversario de la batalla de Monte Longdon, en los cuales los cuchilleros correntinos habían degollado cerdos con la bandera de Inglaterra estampada en el lomo. Luego se había asado la carne. El olor a carne asada llegó desde Revolución Libertadora hasta San Martín. El bacanal había durado hasta la madrugada; Bernardo se descompone de sólo imaginarlo: ese día ni siquiera miró televisión, porque los festejos se habían transmitido en Cadena Nacional.

Sigue caminando, ya entrando en la populosa Oribe de la zona de los cines.

Ve los pósters de promoción del último éxito de Palito Ortega: los actores sonrientes entre los paisajes nevados, el mar plomizo. «Un chanta en Puerto Argentino».

Los locales exhiben remeras estampadas con Patoruzúes aplastando coronados leones decrépitos. Otro motivo recurrente es el rostro de Carlos Gardel, enfundado en uniforme de camuflaje militar. «Cada día mata mejor», se lee en la estampa. Otros productos, bolsos, camperas, retratan a Galtieri y al conscripto Hernán Sosa. La inconfundible silueta de las Islas se repite en termos, mates y hasta en lencería femenina.

Esta es una de las pocas zonas de la ciudad donde se aventuran los turistas. Bernardo deambula incómodo y temeroso entre ruidosos skinheads europeos que toman cerveza en mesitas sobre la peatonal. Es la única zona de la ciudad donde Bernardo ve computadoras portátiles, la otra es la zona de la Bolsa. Los 4C patrullan cada centímetro de Oribe haciendo la vista gorda con los vendedores de hash, crack o heroína, productos que sólo consumen los extranjeros. Pero mantienen un férreo control ante pedigüeños de toda laya: Bernardo no ve un solo desharrapado en todo Oribe. En cada esquina, hay un hombre vestido de negro con brazaletes dorados: 4C. Comando de Caza del Crimen Común.

Las prostitutas dejan circular en paz a Bernardo; con ojo clínico adivinan al compatriota sin dinero ni deseo. El aroma a fritura inunda el aire ya desde temprano, y de los restaurantes emana el olor a parrilla que enloquece a los extranjeros. En locales a la calle se ofrecen los Patriotic tours. Bernardo lee:

 

YOU CAN BE AN OTHER PROUDLY ARGENTINIAN SOLDIER

FIGHTING AGAINST THE BRITISH IMPERIA.

WE TAKES YOU FOUR DAYS TO THE ISLANDS TOUR BY ONLY

2,500 DOLLARS

YOUR PERSONAL SECURITY ARE GARANTEED.

SEE THE PLACE WHERE THE REAL ACTION IS !!!

ENJOY THE AUTHENTIC ARGENTINIAN EXPERIENCE !!!

VISA AND AMERICAN EXPRESS ARE ACCEPTED

 

«¿Qué gringo puede ser suficientemente boludo para pagar 2.500 dólares para ir cuatro días a las Islas a ver cómo caen misiles?», se sorprende Bernardo. Si bien su inglés es bastante flojo, entiende bien lo de authentic argentinian experience. «¿Quieren sentir la auténtica experiencia argentina, gringos del carajo? Métanse en un armario treinta años, taládrense el cráneo, cósanse la boca y después me cuentan».

Bernardo odia circular por esta zona de la ciudad y apura inconscientemente el paso. Su mayor placer es llegar, pasando el Bajo, a la semiabandonada zona de Puerto Madero. Allí cesa todo el ajetreo ciudadano, los yuyales primero se insinúan entre bloques rajados de asfalto y van avanzando de a manchones hasta explotar en un verde compacto. El río ronronea su aliento pestilente. Enormes ratas saltan como canguros entre cubos de hormigón de los que sobresalen hierros retorcidos. Bernardo avanza sintiendo el barro bajo la suela de sus zapatos, hasta que no puede caminar más.

Se sienta a fumar el primer cigarrillo de la mañana sobre un montículo de escombros de construcción: grandes trozos de estuco y argamasa muestran sus entrañas de ladrillos color terracota.

Una gaviota emite chirridos horribles. Bernardo eyecta el pucho aún encendido, haciendo resorte con sus dedos pulgar e índice, y la gaviota se abalanza sobre la supuesta comida.

Los lanchones de la Marina patrullan de derecha a izquierda, de izquierda a derecha, tejiendo una red de acero en las aguas encrespadas. Tras esa red, tras la prohibición de emigración del ’87, Bernardo lo sabe: «El mundo siguió su curso normal, el tiempo no se congeló en un único fotograma. Además de computadoras, televisores de plasma y teléfonos celulares existe, del otro lado, la libertad».

Bernardo pasa extático el tiempo muerto, mirando con fijeza el horizonte, las nubes como ubres gigantescas casi tocando la línea marrón del río. Se imagina caminando en las calles de Montevideo. El libro permanece cerrado mientras murmura palabras con los ojos entrecerrados, como si rezara un mantra tibetano: «Canelones… Rocha… Pocitos… Carmelo… Durazno».

No le importan los calambres que torturan sus glúteos, ni el frío que le hace castañetear los dientes. Cuando tiene hambre, camina hasta un destartalado puestito que vende sándwiches de bondiola. El pan es duro, la bondiola tiene más grasa que carne y el chimichurri de gusto ácido le deja picando la lengua por un rato largo. De postre se fuma un cigarrillo.

Ya hace dos semanas que repite esta rutina. «El tiempo libre y este único sándwich que almuerzo todos los días como un oficinista puntual son los máximos lujos que me dí en los últimos diez años. Sé que esta situación no puede ser eterna, sé que a mi hijo debo darle algo más que la imagen de hombre abúlico y triste que pierde su tiempo en la contemplación del río. Sé que debo hacer algo para recuperar, aunque más no sea, un brillo de respeto en la mirada de Marita. Ni hablar de deseo, o cariño; no pretendo tanto».

La grasa de la bondiola manchó el cuello de su camisa a rayas blancas y rojas. Una fea mancha en una camisa impecable. «Y las manchas de grasa no salen con nada. Si no trabajo, si no gano dinero, no podré renovar mis camisas, y éstas se cubrirán de manchas. Los colores se irán destiñendo, y mi aspecto no será muy diferente del de los ‘crotos’ que mi papá me señalaba de chico como el ejemplo de una vida desaprovechada».

Se le empañan lo ojos. El dilema se le presenta insoluble. «No quiero quedarme acá, pero tampoco quiero alejarme de mi hijo. De Marita me siento cada vez más lejano; desde que trabaja como secretaria en el ministerio una frialdad se interpuso entre nosotros. Más Marita se afianza en su puesto, más yo siento ganas de rajar del país».

Por las veredas destruidas de los que alguna vez fuera la Costanera Sur camina entre condones tirados, botellas vacías, colillas y otros residuos. Donde algún ciruja duerme al lado de una botella de vino, el olor a mugre le hace insoportable el paso. Un cuzco se le pegó moviendo la cola y lo acompaña hace ya tres cuadras. Un par de prostitutas desdentadas, flacas —con flacura de hambre—, esperan su improbable clientela. El perro parece contento. «Se contenta con poco», piensa Bernardo. Siente deseos de comprar un choripán para alimentarlo, pero se avergüenza de pensar eso donde se adivina el hambre de sus semejantes. Finalmente ni alimenta al cuzco ni a ningún indigente.

A medida que se va acercando nuevamente al Centro, las calles pierden ese aspecto de barco naufragado que tienen en la ribera. El perro lo acompaña sólo hasta antes de cruzar Antártida Argentina, trotando luego en dirección al río, quizá adivinando que su compañero no es más que un flaneur que vuelve al cobijo tibio de la civilización.

Entra en un cafetín enclavado en una esquina, llamado pomposamente «Rey de Copas». Desea calentarse un poco y pedir una ginebra. El cafetín es propiedad de un jugador de fútbol, vieja gloria del club Independiente. Bernardo mira las paredes que lucen fotos enmarcadas, viejas tapas descoloridas de El Gráfico y Goles, camisetas rojas con el número 9. Alguna que otra foto del jugador dándose la mano con algún militar. Las seis mesas del café están vacías, no obstante el mozo se toma su tiempo para dejar de leer el El Caudillo Deportivo y atenderlo. Tras la caja registradora ve la misma cara que se repite en las fotos, surcada de arrugas bajo un pelo negrísimo y rígido. Bernardo mira admirado los detalles: un pañuelo de seda bordó con minúsculos lunares blancos al cuello, abierta camisa de cuello ancho color canela y saco azul cruzado con botones dorados y escudo en el bolsillo, donde asoma un pañuelo al tono. «Un dandyd e algún tango de los ’40», piensa.

Escucha la voz nasal de Julio Sosa que, desde una radio, frasea «qué me van a hablar de amor». Bernardo, el libro abierto sobre la mesa de fórmica, conversa sobre el amor con el difunto cantante: «Mi mujer me dejó por un milico. A mí también me están sobrando los consejos».

Ingresa al establecimiento un hombre que saluda al dueño por su apodo, «Ñato». Se dan palmadas afectuosas. El hombre, joven, tiene para Bernardo un aire familiar. Lo reconoce: es Javier, a quien no ve hace años, no recuerda cuántos. Javier, compañero del secundario y de la abandonada carrera de Arquitectura. «Qué raro que pueda tener algo en común con el dueño del bar», piensa.

«Javier, el más brillante y carismático de la camada, el único que se atrevía a seducir profesoras».

A Bernardo no le sorprende que su viejo compañero no lo reconozca. «La vida sedentaria de comerciante ha hecho estragos en mi cuerpo, y los kilos se me fueron adosando con igual ferocidad que las deudas». Se para y se dirige al encuentro del otro, que tarda en reconocerlo. El rostro afilado de Javier se enciende con una alegría sincera.

—Berni viejo y peludo… estás igual… pero, por favor, no me preguntes igual a qué.

—Bueno, me lo puedo imaginar. «Igual a un tonel» no sonaría tan mal…

Los dos amigos se quedan observando el paso del tiempo en el otro. Javier reacciona, como siempre, con reflejos rapidísimos.

—Mirá Bernardo, necesito terminar unos negocios acá con el caballero… Si podés, pasado mañana estoy en el centro. A las once, puedo estar en La Giralda. Prometo solemnemente dedicarte toda la mañana. Y llevar tinta rotring para brindar por los viejos buenos tiempos.

Bernardo comprende que, si bien Javier quiere sinceramente encontrarse tranquilo con él, en ese momento su presencia molesta. «Vaya a saber qué clase de negocio tiene que cerrar con el tipo, que ya me mira impaciente». Se levanta y el de la caja le hace claros gestos de que no pague

—Dale, yo llevo el papel vegetal. Con un buen gramaje, hasta podemos hacer un tostado. Entonces, pasado mañana a las once…

—En La Giralda. Donde…

—Ni me lo digas. Donde ambos esperábamos que Marita saliera de las clases de teatro.

Javier es cauteloso, simula indiferencia:

—¿Y Marita cómo anda?

—Imagino que bien. Nos separamos. Es la madre de mi hijo. Es secretaria en un ministerio. Pero ya vamos a hablar con tiempo, el tiempo me sobra. Ahora te dejo hacer, trabajá tranquilo.

Bernardo se aleja, luego de darse efusivamente la mano con Javier. Éste apoya el maletín sobre el mostrador y lo abre con un chasquido metálico. El interior es un muestrario de talonarios de colores. Javier simula entusiasmo, habla en voz baja y mirando de costado:

—Ñato, hoy te traje merca de primera. Elegí, hay del Banco que quieras. Y todos de Zona Norte. Los del Estrella Federal te los agarra cualquiera, entran por un tubo. Cuentas limpias, eh, sabés que no te meto en quilombos. ¿Cuántos te separo?

 

 


¡ARGENTINOS A VENCER!

Manual del Alumno Patriota – Editorial Sudatlántica

Hojas de Trabajo Nros. 51-52 – Tercera graduación (Alferecitos)

Con Supervisión del Ministerio de Planificación Escolar Estratégica

(Pruebas de galera)

 

JUVENTUD DE HERNÁN SOSA

 

Uno solo era el anhelo del joven Hernán Sosa: conocer todos y cada uno de los rincones de su querida Patria, y por otra parte nada hubiera deseado menos que a sus padres les faltara su indispensable ayuda, ni que a sus 12 hermanitos les faltara su consejo, guía y ejemplo. Imaginen sus tribulaciones, su lágrimas que se confundían con el rocío de la mañana. Sólo Malvinita era depositaria de su único secreto. Pero como al ojo omnisciente del Señor nada se escapa, y como Hernán Sosa desnudara sus más recónditos pensamientos en confesión ante el curita del convento de Yapeyú, éste decidió poner manos a la obra y ayudar a Hernán. Sus doce hermanitos fueron distribuidos entre generosas familias que les darían cobijo, alegrías y ejemplos de rectitud; la Santa Madre de Hernán pasó a desempeñarse como auxiliar pupila en el Convento de Novicias del Sagrado Corazón de Yapeyú y el padre de Hernán pasó a ser el Carpintero Oficial de la Guarnición Militar y comenzó a realizar las culatas de rifles que el Ejército tanto necesitaba para mejor defender a la Patria. Hernán, con lágrimas en los ojos, besó la diestra del curita el día que se despidió del pueblo, como bien verán en la ilustración que prosigue. Con la sola compañía de su yegua Malvinita y su facón MATASIETE, Hernán abandona Yapeyú para adentrarse en los senderos más lejanos de nuestra amada Patria.

ILUSTRACIÓN. Hernán de rodillas besando la diestra del curita. Los observan Malvinita y Jesucristo.

Niños, jamás se acerquen a un apátrida. Son ellos, en su ignominia, en su odio feroz, quienes jamás lograrán entender todo el amor que tiene para darnos el Conscripto Hernán Sosa. Son ellos quienes en su desesperación, quizá intentarán hacernos creer que Hernán Sosa no fuera más que un maleante, un violador, un borracho, un asesino u otras categorías de la nefasta mal vivencia. Niños patriotas, repudien a la Antipatria. Y antes de proseguir con las aventuras de Hernán Sosa en su periplo por los caminos de la Patria, aquí va una ilustración de un Apátrida, para que nunca se equivoquen y vayan a prestar oídos a sus embustes.

ILUSTRACIÓN. Foto de Mick Jagger envuelto en la bandera inglesa.

 

 


 

[SIGUIENTE]

 

 


Axxón 275

Novela de autor latinoamericano (Novela : Fantástico : Ciencia Ficción : Ucronía, Distopía : Argentina : Argentino).

Deja una Respuesta