Revista Axxón » «Los Santos conspiradores del tiempo: IV, V, VI, VII», Marcelo Artal - página principal

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 ARGENTINA

IV

El mosquito aterriza sobre el escritorio.

—Hágame caso, tome asiento, por favor —insiste Mitos—. La noticia que le doy es fuerte, pero el mareo y la falta de aire se deben en realidad a que en su cuerpo aún circulan toxinas propias del somnífero —señala al insecto—. Si todavía no tuvo tiempo de preguntárselo, su desmayo anoche se debió a que fue atacado por éstos.

Santos se incorpora y recoge el minúsculo cadáver metálico.

—Robo-mosquitos —escucha, mientras lo analiza detenidamente—, desarrollados bajo los estándares más modernos de la nanotecnología. Por supuesto, los primeros prototipos no estarán disponibles hasta bien entrada la próxima década.

José levanta sus ojos para observar al empresario.

—¿Qué necesidad tiene alguien con acceso a tecnología del futuro de importar androides nipones? —pregunta, y arroja de vuelta el mosquito sobre el escritorio.

Mariano Mitos sonríe, aceptando el desafío que plantea el interrogante.

—Los materiales que preciso para diseñar robo-mosquitos puedo ingresarlos al país en un bolso de mano. En el caso de androides humanoides, sin embargo, es más complejo. No puedo importar los insumos necesarios para montar una línea de producción de humanoides sin despertar sospechas, por eso es mejor importarlos desde Japón y adaptarlos aquí. Seguramente habrá notado que Ingrid poseía cualidades excepcionales. Eso es porque su inteligencia artificial fue manipulada y reprogramada en mi laboratorio. Un envase del presente con talento del futuro.

José escruta. Revuelve su intelecto en busca de preguntas incisivas.

—Imagino que ya no tiene caso pedirle que se siente —menciona Mitos mientras se acomoda en su silla—. Haga lo que quiera. Sé que lo que le cuento requiere un tiempo de maduración. Yo, si usted me lo permite, seguiré hablando, de manera de facilitarle el proceso.

>>Usted es una persona informada y conoce mi enigmático comienzo en este negocio. Un extranjero surgido de la misma nada que de repente invierte cifras siderales para la revolución de la energía en el país. Ha sido parte del trato con el poder no indagar acerca de mis antecedentes. A mí no me conviene explicar la génesis de mi patrimonio y a ellos, siempre y cuando cumpla con mi compromiso, no les importa. La cultura neoperonista está desprovista de escrúpulos, como bien sabe. Sinceramente no se me ocurre qué piensan ellos de mi pasado. La base de mi riqueza proviene de inversiones extraordinariamente rentables, y si bien son lícitas, no hace falta ser actuario para saber que es imposible haber gozado de semejante suerte. Pero como dije, a la política no le interesa inmiscuirse. Podrá inferir a esta altura que el secreto de mi éxito no es una casualidad del destino, sino más bien una causalidad por el conocimiento del mismo. Venir del futuro tiene múltiples ventajas, y entre ellas, la fortuna. Saber a qué número apostar en la lotería y posteriormente en qué acciones invertir la ganancia es una virtud próspera, que genera rendimientos vertiginosamente exponenciales. No soy un empresario de instintos infalibles, soy un prodigio. En su tiempo —lo señala—, en este preciso instante, tengo 11 años y en algún lugar de Argentina estoy comenzando a descifrar el misterio de la multidimensionalidad. Me llevará otros 12 redondear mi tesis y 25 más llevarla a la práctica. No ahondaré en detalles de mi identidad de infante por precaución, pero ya debe usted sospechar que Mariano Mitos es apenas un nombre artístico.

—¿Y su retina?

—Borrada en el futuro vía métodos aún inexistentes y recodificada hace más de veinte años, como fue el caso de cualquier ciudadano. Arribé al pasado en 2024. Los registros retinales recién comenzaron en 2031, por lo que en aquel entonces sólo hizo falta declararme extranjero y tramitar un DNI de residente vía presentación de documentos falsificados que acreditaran mi identidad.

—Declaró entonces mayor edad de la que tenía —interrumpe Santos.

—No —Mitos vuelve a sonreír—, mi edad es certera. Tengo 79 años, pero en su tiempo aparento menos. La esperanza de vida en 2092 es de 104 años. En 2073 se descubrirá una proteína revolucionaria que, entre otras cosas, estimula la regeneración celular y previene el cáncer.

José arquea sus cejas.

—Sí, efectivamente. No todas son malas noticias de aquí en adelante, salvo que esté usted pensando en cambiar de profesión y dedicarse a la medicina. Los médicos no cobran bien en el futuro. A los futbolistas, en cambio, les va mejor. Juegan hasta los 45.

—Y asumo que usted sabe la forma de sintetizar esa proteína —dice el espía.

El magnate asiente con orgullo.

—Pero no tiene intenciones de compartirlo.

Mitos transmite dudas a través de una mueca.

—Soy partidario de pensar que no debe intervenirse en aquellas cosas que siguen su curso natural. Mínimas modificaciones producen alteraciones abismales en la realidad futura. El destino no necesita ser adelantado…

—Pero sí evitado —completa Santos.

El millonario se echa hacia atrás y afirma: —Sí, evitado sí, en ciertas circunstancias.

—¿Y cuáles son esas circunstancias?

La cara de Mitos se inmoviliza por completo. Su expresión se endurece; las pupilas se ensanchan e invaden el terreno ocular, ensombreciéndole la mirada.

—Imagine una eternidad neoperonista, en que la conducción política ya no está a cargo de seres humanos, sino de máquinas; inteligencia artificial diseñada para gobernar con despotismo y conservar el poder a toda costa y sin contemplaciones. Intente proyectar la peor de las culturas políticas en un chip, que desprovisto de todo rasgo de humanidad impone las reglas, una y otra vez, para siempre. ¿Cómo definiría usted esas circunstancias?

José se mantiene en silencio.

—El futuro es inhabitable en Argentina, Santos. Los mismos militantes que contribuyeron a la creación del aparato de inteligencia artificial estatal hoy son presos políticos o están muertos. La OTAN comienza a desplegar sus fuerzas en el territorio. La guerra, a instancias de mi huída, era inminente. Ésas son, para mí, circunstancias a evitar.

Santos Moreira se toma unos segundos para digerir las palabras del magnate. Luego se sienta y lo enfrenta: —Supongamos que estoy dispuesto a creerle, a pesar de que su historia suene a disparate; primero me gustaría saber cómo viaja en el tiempo.

—En ese caso, es tarde para sentarse —Mariano Mitos se levanta—. Sígame.

Atraviesan el despacho hacia la plataforma. Mitos, en movimiento, parece de 50. El agente secreto no descuida sus mañas y lo radiografía cuadro por cuadro. No lo pierde de vista. El multimillonario saca de su bolsillo un pequeño objeto que coloca en la yema de su dedo índice. Al montarse en la plataforma, lleva la mano a la sien y ésta despega en ascenso. José primero mira hacia abajo, por reflejo, y luego hacia arriba.

—¿Esta plataforma tiene acceso a más de dos niveles? —consulta.

—Sí.

—¿Y dónde está el tablero de control?

—Acá —muestra Mitos, exhibiendo su dedal—. Comando telekinético.

José observa el dispositivo con extrañeza.

—Sí, ya sé, no me diga nada. No estará disponible hasta dentro de tantos años…

—Precisamente.

La distancia vertical es amplia. Santos es bueno para los cálculos métricos mentales, siempre y cuando la velocidad no complique la ecuación. Le es difícil definir cuán rápido se mueven, y como no ha visto el edificio desde afuera, no puede ni siquiera estimar a qué altura se encuentran cuando la plataforma se detiene.

—Por acá —Mitos desciende en un hall inmenso y vacío, en cuyo extremo puede verse una doble puerta que a la distancia, y en perspectiva, pareciera ser pequeña—. Voy a serle sincero, no tengo el más mínimo interés en que comprenda lo que voy a explicarle. No porque no quiera compartir mi descubrimiento, sino porque sé que es imposible que lo entienda. —Se detiene a mirarlo—. No es una subestimación personal, es apenas una realidad. Mi secreto está resguardado por un escudo prácticamente impenetrable de complejidad, lo que garantiza que casi ningún ser humano pueda descifrarlo.

—Sea básico, Mitos. No me interesa convertirme en científico a esta altura de mi vida.

—Muy bien —el empresario asiente y reanuda su curso—. Lo fundamental es olvidarse del tiempo. Rompa el paradigma del reloj y piense, en cambio, en dimensiones en movimiento. Todo, en el universo, está en movimiento; espacios gravitacionales separados por distancias fijas y variables, desplazándose a distintas velocidades. Eso es el universo: un espacio multidimensional infinito; y esto —señala la puerta a la que se aproximan—, un vehículo que atraviesa la insignificante distancia existente entre apenas dos dimensiones.

—Un portal —dice, Santos.

—Llámele como quiera. Técnicamente, lo que he descubierto es un agujero gravitacional de distancia invariable que une dos dimensiones, ambas moviéndose a exactamente la misma velocidad relativa.

José evita denotar sorpresa. Un espía posee mecanismos inconscientes de defensa que repelen la realidad observable y audible, por más reveladora que sea. Mariano Mitos se lleva la mano a la sien nuevamente y abre las puertas. Acortada la distancia y superada la perspectiva, las dos hojas metálicas macizas son inmensas. Atraviesan el umbral y penetran la penumbra. Las puertas vuelven a cerrarse. La completa oscuridad dura apenas segundos y luego es contrastada por un show de luces rítmico que ilumina gradualmente el perímetro circular que los envuelve. Santos reconoce el formato de la estructura: un inmenso cilindro vacío con medio puente cruzándolo, y en el centro, una isla sobre la cual descansa una bóveda esférica plateada.

—Le presento a Newton 2.0 —el magnate señala la isla.

—¿Dos punto cero?

—Sí, la segunda versión —Mitos avanza sobre el puente iluminado. José especula con que sería sencillo empujarlo al abismo debajo de ellos, pero también contraproducente—. Tanto el vehículo como la vía son completamente nuevos. La vía, por razones obvias: la primera quedó en el futuro.

Santos se asoma al precipicio.

—Ésta sería la vía… —comenta, calculando la infinidad del vacío.

—Sí, un cilindro nuclear que genera un campo electromagnético… —voltea para mirarlo—. Lo que usted llama portal.

—¿Y la pelota? —José cabecea hacia la esfera plateada.

—El vehículo que preserva las condiciones relativas de supervivencia del tripulante. El tejido humano no resiste la velocidad de traspaso de una dimensión a la otra —asegura el magnate, que al arribar a la nave la palpa con una clara expresión de nostalgia—. Ni siquiera la vía la tolera. La fuerza gravitacional es tanta, que inmediatamente absorbe toda partícula de energía y destruye el agujero.

—Eso, sospecho, quiere decir que no se puede regresar.

—Hm, no. En realidad, eso sugiere que el campo electromagnético no se puede volver a utilizar, al menos hasta refaccionar el cilindro nuclear. Lo que garantiza, sin embargo, que no se pueda regresar…

—Es la inexistencia de una vía en el pasado —interrumpe, el espía, acercándose. Mitos cierra los ojos y hace una pausa. Espera a que José descargue su verborragia. Cuando advierte que éste ya no tiene nada que decir, continúa.

—Incluso si existiera una vía en el pasado, no se podría regresar, porque la gravedad es unidireccional. Este agujero en particular comunica dos dimensiones en un solo sentido, que difieren en distancia y velocidad unos veinticuatro mil setecientos cuarenta y nueve días invariables. Casi sesenta y ocho años. Cuando viajé en 2092, arribé al 2024. Si viajara hoy, arribaría en 1987.

—Y esto —Santos vuelve a dirigir su mirada a la bóveda—… ¿aterriza?

—En coordenadas precisas.

—Pero, ¿aterriza o colisiona?

—Colisiona es una definición más atinada… Pero sin consecuencias drásticas. Las coordenadas están direccionadas al océano y el impacto no es percibido por el tripulante. Como le expliqué, la condiciones relativas de supervivencia están garantizadas dentro de la bóveda.

—¿En el mar?

—Sí, en el mar. A kilómetros y kilómetros de distancia de la costa argentina, por seguridad y también por precaución. Éste es un secreto que vale la pena resguardar.

—¿Y qué me va a decir, que nadó hasta la costa?

Mitos se toca la sien y destraba la escotilla de la bóveda.

—No creo haber podido sobrevivir a tal desafío. Venga, entre —propone, al tiempo que sube por la escalera. José lo sigue de cerca.

El interior de la bóveda se reduce a un habitáculo asfixiante en el que no cabe mucho más que la cápsula horizontal dispuesta en su centro. Su inventor desciende y se sienta junto a la misma.

—¿Una cápsula criogénica? —pregunta, Santos, al poner sus pies en el piso de la nave.

—No, el viaje es rápido. No es necesario congelar al tripulante. Es un submarino —aclara el magnate. El espía abre los ojos—. Cuando la bóveda impacta en el mar, automáticamente lo eyecta y el tripulante arriba a la costa atlántica vía piloto automático.

—Está todo pensado.

—Todo.

—Muy bien, suponiendo que toda esta película fuera cierta… ¿Qué rol tengo yo en la misma? —Santos se sienta frente al millonario.

—Por fin se distiende, Santos —Mariano Mitos se inclina hacia adelante para acortar la distancia de interlocución—. Como ya le dije, lo que tengo para proponerle es una unión de esfuerzos.

—Una confabulación —Santos repite la palabra que le había escuchado pronunciar antes.

—Sí, exactamente. Usted y yo conspiramos, cada uno por su lado, y no logramos mucho, pero juntos podríamos aunque sea intentar evitar el destino fatídico de esta nación.

—Déjeme adivinar. Usted aporta el vehículo y yo conduzco.

—Sí, algo así.

—¿Y qué, voy al pasado y asesino a Perón?

—Perón ya estará muerto.

—Entonces es tarde, me tendría que haber llamado hace ya cuánto, unos 10 o 15 años atrás.

—Nunca fue mi intención asesinar a nadie. Además, un cambio tan drástico en el pasado tendría consecuencias insondables en el presente. Recuerde lo que le dije: pequeñas modificaciones son suficientes para distorsionar el curso de la historia.

—¿Y cuál sería su propuesta de pequeña modificación?

—Dígamelo usted. Después de todo, un espía conoce las entrañas antropológicas de su patria, ¿no es así? ¿Qué cree que sería necesario y suficiente para reencauzar el destino de nuestro país del modo menos traumático? Abra su mente y piense más allá de los hechos. No busque cambios directos y radicales, sino lo contrario. Necesitamos modificar eventos aislados y especular con que la causa consecuencia haga el resto de modo natural e imperceptible en el tiempo.

El agente se toma su tiempo, pero conoce la respuesta. La sabía mucho antes de enterarse de que se podía viajar en el tiempo.

—Hay que evitar la clonación de Perón —dice. Mitos sonríe. Comienza a percibir que se están entendiendo.


V

¿Dónde estás, papá?, se pregunta José, mientras intenta rescatar algún rasgo de identidad en los ojos de su padre. La mirada extraviada del viejo no ofrece la más mínima esperanza de respuesta. Permanece inmóvil, postrado en su silla anti-gravedad y mentalmente perdido en dios sabe qué limbo subconsciente. Donde sea que esté, hace mucho tiempo que no puede hallarlo.

—Estuvo así todo el día —comenta el enfermero—. Es normal.

José hace caso omiso. No le interesa en lo más mínimo su opinión.

—Mirale el lado positivo, José. Te imaginás si tu viejo supiera que lo clonaron a Perón y que va a ganar las elecciones. Se moriría de un infarto.

Santos prolonga el silencio, señal suficiente para que el enfermero soslaye la mirada y los deje solos.

—¿Qué hago, papá? —pregunta, sabiendo que no habrá respuesta.

¿Qué hace? Mitos redujo su espectro de alternativas a básicamente dos: intervenir o no. No hay mucho más que pensar. Tiene menos de tres meses para decidirse. Su fecha límite no es futura, sino pasada: junio de 1987; alguna noche de ese mes la tumba de Perón será profanada. Una ventana de oportunidad única, aseguró el magnate, porque la logística está garantizada. El cementerio de la Chacarita, en una imprecisa velada en particular, será zona liberada. Difícil saber cuándo exactamente, porque la historia no ha podido dilucidarlo, pero es sólo cuestión de vigilia averiguarlo. Para alguien como él, un espía del futuro, no significará un problema mayor reducir a los profanadores y apenas alterar las circunstancias de los hechos. Hay que hacer desaparecer las manos y todo rastro de ADN. Al general poco va a importarle, como a cualquier otro muerto. De hecho, se permitió especular Mitos, me inclinaría por pensar que el general apoyaría sacrificar su cadáver por el futuro de la Nación. Incomprobable. Perón era impredecible.

El sacrificio es inmenso. Santos lo sabe y Mitos no lo desmiente. El pasaje es sólo de ida y la misión, asumiendo que fuera exitosa, tendrá consecuencias que él desconocerá por completo. Viajar al pasado, incinerar a Perón y aspirar a que haya suerte. Se irá a la tumba sin saber si ha logrado salvar el futuro.

Las circunstancias, de cualquier manera, incluso siendo inciertas son más alentadoras que en la actualidad. El empresario fue claro: se trata de un intento nada más, pero uno que vale la pena. Una potencial incertidumbre de salvación es mejor que una certeza apocalíptica, después de todo.

Tres meses pasan volando, pero ni siquiera eso tiene. Mariano Mitos le recomendó, de decidir partir, hacerlo cuanto antes: adaptarse al pasado lleva su tiempo. Mínimamente, debería arribar dos semanas antes de la misión, pero el magnate no se lo recomienda. No hay garantías en la manipulación inter temporal, pero la mejor manera de aproximar el éxito es siendo prudente. Los plazos urgen. Una decisión responsable debería ser de carácter inminente, por sí o por no. Si fuera lo segundo, al menos le daría tiempo a Mitos de buscar una alternativa. ¿Pecaría de cobarde si se negara a resignarlo todo sin siquiera pensarlo? Su vida, su presente, su futuro. Mira alrededor. ¿Qué es todo?, se pregunta y por enésima vez rastrea la respuesta en las pupilas vacías de su padre. No puede contener las lágrimas. No es un llanto desconsolado, sino dos pequeños hilos húmedos colgando de sus párpados. Acaricia el rostro del viejo con ambas manos y se va, cabizbajo y taciturno. No le pesa tener que irse. Lo que duele es saber que a veces todo es nada.

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Ilustración: Pedro Bel

Cuando entra en su casa, la decisión ya está tomada, pero de cualquier modo necesita hacerle la pregunta. Llama a Mitos a través del intercomunicador en su pulsera comando. Éste atiende de inmediato.

—Santos.

—¿Por qué yo? —pregunta—. Si me convence, mañana mismo parto.

—¿Quién más? —Para el millonario, la respuesta al interrogante es obvia—. Esta comunicación reúne a los únicos dos conspiradores subsistentes en el país, y yo no soy un hombre de acción. Usted sí lo es. No es que sea un cobarde, es que simplemente soy realista: la misión tiene muchas más chances de éxito con usted que conmigo.

—No somos las únicas dos alternativas. ¿Por qué no enviar a uno de sus poderosos androides?

—¿Acaso no es evidente? —Mitos ríe—. Envié a mi mejor androide a por usted y duró menos de 5 minutos con la cabeza sobre los hombros…

Hay una pausa en el diálogo, un tiempo comunicacional muerto en que las partes especulan, cada uno desde su posición. Mitos se pregunta si ha sido lo suficientemente convincente con su escueto argumento y Santos procesa la información.

—¿De verdad viaja al pasado esa porquería? —el espía rompe el silencio.

—Sin temor a equivocarme, sí.

—Y no vuelve…

—No, no vuelve.

—¿Qué hay de verdad en eso que dicen que en el pasado las mujeres eran menos putas? Mi viejo siempre me contaba eso.

—No sabría decirle, Santos. Yo soy del futuro. Allí sólo se intercambian fluidos con androides, para prevenir enfermedades venéreas.


VI

—¿Tiene miedo?

—Todavía no.

Mitos voltea para mirarlo. La plataforma asciende a alta velocidad.

—¿Cómo sería eso? —indaga.

—En mi oficio, uno aprende a convivir con el miedo. Viene y va. Es un instinto, no una carga.

—El miedo es su amigo —bromea, el millonario.

—No tengo amigos. Si los tuviera, tarde o temprano tendría que matarlos.

—Difícilmente lograría matar al miedo —sentencia, el empresario. Luego vuelve a mirar hacia el frente—. Si yo fuera usted, en el pasado me empezaría a tomar las cosas con otra filosofía.

Arriban al hall. Allí los aguardan dos colaboradoras. Una de ellas sostiene una percha con indumentaria. Mitos la señala.

—Le hemos ajustado el vestuario a la época. La apariencia es fundamental.

El espía recoge la percha y la gira.

—Parecen harapos, pero están a la moda —asegura la colaboradora.

Santos no tiene amigos ni pudor. Deja el morral que lleva colgando en el piso, se despoja de su vestimenta y rápidamente se vuelve a vestir, según los estándares de 1987.

—¿Qué trae en el morral? —consulta, el empresario.

—El kit básico que todo espía lleva consigo de viaje…

Mitos mueve su cabeza en sentido al mismo y la colaboradora lo recoge. Luego pasa inventario: —Una pistola biométrica, dos explosivos plásticos no nucleares, un dispositivo hipnótico de ondas binaurales y un par de lentes.

—Muy bien —el magnate asiente y hace un gesto a su otra colaboradora—. Es una persona simple, Santos. Me gusta eso de usted.

—Por favor, autorice la conexión —solicita la dama.

José levanta el brazo y toca la pantalla de su pulsera comando. La transmisión es instantánea.

—Su base de datos ha sido actualizada.

Mitos apunta su dedo índice a la pulsera comando: —Series de precios de activos desde 1987 a la fecha. También incluimos todos los números ganadores de la lotería y otros cientos de miles de resultados de diversas actividades en las que se puede apostar. Mi recomendación es que sea moderado. Cuando uno tiene la certeza de hacerse millonario, la gradualidad es menos sospechosa.

—No es lo que hizo usted.

—Es cierto, pero yo tenía urgencias que usted no tendrá.

El empresario reanuda el trayecto hacia la puerta. Santos recupera el morral y le copia los pasos.

—Comience despacio y haga una progresión de recursos. Cambie de juegos de azar, varíe de estrategia. La verdad es que en 1987 la información es caos en estado puro y es imposible que lo descubran, pero siempre es mejor ser precavido. Cuando haya acumulado una masa crítica de dinero, conviértase en un inversor sofisticado y especule en la bolsa. No debería tener mayores inconvenientes.

La inmensa puerta obedece al estímulo telekinético, abriéndose de par en par. El cilindro, a diferencia de la vez anterior, ya se halla completamente iluminado.

—Acerca de esa proteína… —menciona, José.

—No —Mitos es cortante.

—No es para mí —aclara el espía y el magnate se detiene.

—Ya lo sé. Es para su padre.

Santos advierte no ser el único que está completamente informado acerca del otro. No le sorprende. Seguramente no exista información a la que el rey de la energía no tenga acceso, clasificada o no.

—No es viable —continúa, Mitos—. No tenemos forma de suministrarle los aminoácidos a su padre sin despertar sospecha. Usted entiende los riesgos.

José no responde.

—Deje que la vida siga su curso natural, Santos. Hay un orden en el universo que no debería alterarse.

—¿Y ese orden lo define usted? —reacciona, el agente.

Mitos cierra los ojos y niega con la cabeza.

—Sea justo conmigo. Yo sólo intento reparar lo que destruye el hombre. En lo demás no interfiero. ¿Qué cree que sucedería si su padre fuera curado milagrosamente? Y no me refiero a los riesgos de que la proteína fuera descubierta antes de tiempo, sino a las implicancias emocionales que tal evento pudiera tener sobre alguien que, luego de años de naufragar en un limbo, despierta y no tiene a nadie a quien querer. Usted se va para siempre. ¿Qué favor le hace a un octogenario al que cura y abandona al mismo tiempo?

Santos Moreira deja caer los párpados. No dice nada. Sólo gira y vuelve a caminar en dirección a la nave.

—Confío en usted, Santos —afirma, Mitos, desde atrás—. Allí, en el pasado, hará lo que quiera, y no tengo forma de saber si eso es lo planeado, pero yo confío en que sí. —José detiene el paso—. Ayer me preguntó por qué lo elegía, y gran parte de esa respuesta se basa en el hecho de que tengo fe en usted… Le pido a cambio que usted también tenga fe en mí. Interferir en el orden natural de las cosas nunca termina bien.

El espía asiente sin voltear.

—Usted encienda esta lata —mira la esfera—, que yo me encargo del resto.

El resto será historia, literalmente.

Abordan el vehículo desde la escotilla. La cápsula se encuentra descubierta y lista para ser ocupada. Mitos mira hacia los cuatro costados, cerciorándose de que no haya ningún detalle librado al azar. Luego se dirige al pie del receptáculo.

—Oprima el botón verde del tablero —le pide a Santos. Éste se agacha, localiza el botón y lo presiona. Una tapa se abre en el extremo de la cápsula, revelando un compartimiento secreto.

—Me he tomado el atrevimiento de dejarle un par de cosas aquí. —Comienza por sacar un monedero—. Estas son las semillas de su fortuna: varias joyas, para que pueda hacerse rápidamente de efectivo. También hay una ruta segura para arribar a la civilización —despliega un pequeño mapa, se lo muestra y vuelve a plegarlo—, y finalmente, el vademécum del progreso —le enseña un libro ligero—. Todos los datos que necesita para sobrevivir económicamente también están acá.

—¿Los mismos que poseo en la base de datos? —José levanta el brazo y muestra su pulsera comando.

—Sí. La tecnología falla, el papel no. Hay que minimizar el margen de error. Deme el morral.

El agente hace entrega de sus pertenencias y el empresario las coloca en el compartimiento.

—Es muy importante que destruya la cápsula apenas arribe a la costa. Haga caso omiso a cualquier testigo, si es que lo hubiera. Simplemente active la función de autodestrucción y márchese de ahí cuanto antes —le enseña en el tablero un botón recubierto por una tapa plástica transparente.

—No se preocupe.

—No lo hago. Como le dije, todas mis esperanzas están puestas en usted —Mitos extiende su mano—. Esto es todo, Santos.

—Esto es todo, a menos que se le ocurra construir la tercera versión de Newton y aparecerse por el pasado…

—Improbable —cierra los ojos, como si hubiese estado a punto de olvidar algo—. Por favor, no intente contactarme en el pasado. Los seres humanos respondemos errática e impredeciblemente a las emociones fuertes, y siendo ambos dos protagonistas cruciales de un futuro paralelo, podría ser fatídico para la trayectoria normal de los hechos.

—No lo haré. Quédese tranquilo.

—Muy bien —el magnate asiente repetidamente con pequeños movimientos de cabeza—. Sólo tiene que recostarse en la cápsula y esperar. Se cerrará automáticamente minutos antes de la trasposición interdimensional.

Santos se introduce en el receptáculo y se recuesta. Es un espacio acotado, pero más cómodo de lo augurado. Mariano Mitos se asoma desde arriba y le sonríe.

—Váyase de una buena vez, Mitos —dice el espía—. Antes de que me arrepienta…

Los últimos instantes del presente son silenciosos, hasta que el cilindro comienza a girar. El vidrio cubre la cápsula. Santos sabe que es cuestión de minutos, según las propias palabras del inventor de la máquina. No alcanzan un par de minutos para despedirse de una era, del tiempo que lo ha visto crecer, pero al espía no le importa. Su personalidad es impermeable, no por elección, sino por necesidad. La vida lo ha vuelto pragmático e insensible; dos cualidades antipáticas, pero que le facilitan la supervivencia.

La estructura tubular acelera exponencialmente las revoluciones. Rayos y centellas cruzan la convexidad de las paredes, iluminando el vacío amenazante. Las partículas energéticas se concatenan y dibujan un círculo concéntrico que incrementa su diámetro hacia los extremos del cilindro. Luego, un destello vence las barreras dimensionales que organizan el tiempo y da paso a un potente haz de luz. El agujero se ensancha simétricamente desde el centro del campo gravitacional. La plataforma de la isla cede en dos mitades, como si se tratara de la base de una horca. El vehículo cae a velocidades imposibles y atraviesa el umbral del tiempo de una vez y para siempre. Se lo devora el pasado, con una voracidad inaudita.


VII

9 de junio de 1987. Hipódromo de Palermo. Capital Federal.

Manuel Burgos sujeta los binoculares con entusiasmo. Su caballo aventaja por un cuerpo al segundo y se dirige a la meta con claras intenciones de ganar la carrera. Sonríe; la fortuna sigue de su lado. Hace ya un año que la suerte y él son inseparables, pero es ahora cuando más la necesita. Su momento decisivo está al llegar, el resultado final de muchos meses de trabajo. Las expectativas están puestas en que saldrá bien. No debería ser de otra manera, luego de tanta dedicación, esmero y recursos invertidos. Desea que la suerte siga acompañándolo sólo por superstición, pero lo cierto es que no ha dejado nada al azar. El plan está en su lugar y los contratados para ejecutarlo son, supuestamente, los mejores.

La pista ahora aguarda desolada el comienzo de la próxima carrera. Burgos toma asiento y aprovecha para pensar. Su nuevo trabajo requiere mucho de eso: pensar. Antes, en su no tan lejana época de guerrillero, tenía menos tiempo para elucubrar, planear y definir estrategias; todo era más improvisado e impulsivo, y también más adrenalínico. No lo extraña en absoluto. Su compromiso para con la resistencia anti dictadura no devenía de una vocación revolucionaria, sino de la falta de alternativas: no le quedaba otra que luchar por la república. Ahora, en cambio, conspira desde las mismas entrañas de la democracia; manipula voluntades, especula y propone escenarios político-sociales que generen un alto impacto en la opinión pública. Ya no pierde tiempo en el trabajo sucio, otros lo hacen por él.

El destino es curioso. Manuel siempre creyó que sería un mártir, alguien predestinado a morir para convertirse en una inspiración trascendental para las generaciones futuras, y sin embargo, ahora hace y deshace desde un palco preferencial en el Hipódromo de Palermo. Más banal, pero también más saludable. Ya no tiene la necesidad ni de morir ni de matar por su causa, y eso es, para él, un cambio radical al que aún debe adaptarse. Nunca siquiera imaginó que podría vivir tranquilo y en libertad, sin imposiciones. Todavía hoy, cuando camina por la calle, debe esforzarse para no voltear a cada instante a sondear la retaguardia. No se ha acostumbrado a que no lo persigan, y menos aún, cuando sabe que existen motivos para ser perseguido.

El invitado llega a la reunión a la hora señalada. Puntualidad militar. Burgos lo escucha ingresar al palco, pero no voltea. Espera, en cambio, a que éste se le acerque.

—¿Tiene una alguna fija para mí, Burgos? —pregunta el sujeto.

Manuel lo mira. El siniestro rostro del invitado se oculta detrás de un bigote frondoso y un par de lentes espejados.

—Tengo —dice Burgos y señala el maletín en sus pies—. Una suma fija.

El bigotudo observa el maletín y asiente.

—¿Y usted qué tiene para mí?

—Se hace mañana. Ya tenemos todo armado.

—¿Consiguieron las llaves?

—No —mueve la cabeza hacia los lados—, eso no.

—¿Y cómo van a abrirlo?

—Tenemos un plan, no se preocupe. Conseguir las llaves implica comprar otra voluntad, y muchas voluntades juntas son difíciles de controlar, ¿entiende?

—Tiene miedo de que se le vaya de las manos.

—No es moco de pavo lo que vamos a hacer, y la presión va a ser mucha una vez que esté hecho. Yo respondo por mi gente, pero los terceros… Más vale prevenir que matar.

—Entiendo…

—Va a salir bien, no se preocupe.

—No me preocupo. Mientras me traiga lo que le pido, la forma en que lo haga me es indiferente.

—Pasado mañana tendrá lo que pide.

—Recuerde bien: las dos manos.

—Sí. Lo tengo presente.

—Con lo demás haga lo que quiera. No sé, calculo que el general descansa rodeado de múltiples objetos de valor…

—Sí. Vamos a tener que llevarnos algo para el despiste posterior. Esto no es soplar y hacer botellas. Hay que armar todo un circo alrededor de la profanación; pedir una recompensa, hacerlo ver como una operación con fines onerosos. ¿Eso es lo que quiere, no?

—Sí. Quiero que parezca un robo.

—Bueno, lo vamos a laburar. Nos paga para eso.

—Sí. —Burgos se levanta y vuelve a observar la pista—. Les pago para eso y para que callen el resto de sus vidas.

—Eso está más que claro. Como le dije, yo respondo por mi gente.

Manuel asiente en silencio.

—¿Qué pudo averiguar de mí? —pregunta súbitamente.

—¿Perdón? —El invitado se endereza y sacude el cuerpo, tratando de superar la incomodidad que le genera el interrogante.

—No se haga el boludo, yo sé cómo trabajan ustedes. ¿Pudo averiguar algo o no?

—No —confiesa—. Usted es un misterio.

Burgos sonríe.

—¿Y usted qué especula?

—¿Qué especulo?

—Acerca de mí, ¿para qué piensa que quiero las manos?

—Usted no me paga por especular. No me importa para qué quiere las manos.

—Bueno, especule gratis, entonces. ¿Para qué piensa que quiero las manos de Perón? No me diga que no se lo preguntó.

—No sé… Para venderlas a un tercero o para dar un mensaje.

—¿Dar un mensaje?

—Sí, a alguien. No sé a quién, pero quitarle las manos a Perón es un mensaje contundente.

—Eso es —confirma Manuel y gira para enfrentarlo—. Debo admitir que es muy bueno para especular. Efectivamente, soy un mensajero y para usted también tengo un mensaje contundente: no me falle. Yo cumplo con mi parte del trato y espero exactamente lo mismo de su lado, de principio a fin. Por eso le repito: le pago por su trabajo y también por su silencio. Si usted, que se dedica a esto, no puede averiguar quién soy, y siendo además tan buen especulador, se imaginará que provengo de círculos de poder que ni siquiera conoce. La ignorancia, en este caso en particular, es una virtud. Usted y los suyos, créame, no quieren saber de dónde vengo, porque eso sería, lisa y llanamente, una sentencia de muerte.

Los bigotes del escucha se mantienen estáticos. Continúa firme, con las manos enlazadas en la espalada y la expresión inmutable. No es, evidentemente, la primera amenaza que recibe en el ejercicio de su profesión. Quizás ya esté acostumbrado a las advertencias, sutiles o no, de quienes contratan sus servicios.

—¿Entiende lo que le digo?

—A la perfección.

—Bien. Por lo visto no es una persona sencilla de amedrentar. Eso puede sugerir dos cosas: seguridad o inconsciencia. Espero que sea lo primero.

—Cada uno sabe con qué bueyes ara, Burgos.

—¿Lo dice por mí o por sus colaboradores?

—Lo digo por todo. Sé lo que tengo que hacer, con quien y para quien. La situación está bajo control.

—Muy bien. —Manuel se acerca y recoge el maletín—. La mitad ahora, la otra mitad el jueves, según lo pactado. Usted conoce los bueyes, espero que aren bien.

—Confíe, Burgos. —El invitado toma el maletín.

—Cuéntelo.

—No hace falta.

—¿Confianza mutua?

—De eso se trata.

—Lo espero el jueves al mediodía en la suite diplomática del Alvear.

—De acuerdo. Ahí estaré con lo suyo.

—Espero que todo salga bien. —Burgos extiende su mano.

—Así será.

Estrechan manos y se despiden. El extraño del bigote desaparece y Burgos regresa su atención a la pista. La carrera está al comenzar y Manuel sabe bien dónde dirigir sus ojos. Algunos saben con qué bueyes arar; otros, a qué caballo apostar.


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