«Los Santos conspiradores del tiempo: VIII, IX, X, XI», Marcelo Artal
Agregado en 2 diciembre 2018 por richieadler in 287, Ficciones
ARGENTINA |
VIII
10 de junio de 1987. La Chacarita. Capital Federal.
Noche de bigotes y anteojos espejados en el cementerio de la Chacarita; de ruidos monstruosos inaudibles y ausencias alquiladas. Las rejas están abiertas; la zona, liberada. Los guardias descansan, los muertos no. La complicidad de los vivos deja a los difuntos a la suerte de quienes conspiran, perpetran y profanan. Entre tantos cadáveres subterráneos, sólo tres almas deambulan en la fría superficie, esquivando lápidas hacia su destino. La espesa oscuridad los encubre, aunque no sea necesario.
La bóveda está abierta, de acuerdo a lo negociado. No hacen falta expertos cerrajeros en esta misión, sino compradores de voluntades. Dos ingresan, uno permanece.
—Hacé campana —le ordenan, y éste obedece.
Las linternas contrastan la penumbra interior. Dos halos de luz recorren la cúpula, las paredes y el piso de la cripta. Los intrusos examinan el habitáculo que ya conocen milimétricamente gracias a los planos, por lo que saben, en última instancia, hacia dónde apuntar las linternas. El objetivo descansa en el subsuelo.
—Dejá la escalera y bajemos —susurra el que lleva el bolso—. Después rompemos todo acá.
El compañero acomoda la escalera portátil junto al altar. Luego dirige la linterna hacia la cúpula. —Vamos a tener que hacer cagar la reja y la claraboya, así se piensan que entramos por arriba.
El otro levanta los ojos y asiente: —Sí, no hay problema. Antes de rajar lo hacemos.
Abajo, el olor a encierro se acentúa. Descienden hasta el estrecho subsuelo, donde el general reposa acorazado dentro de su cápsula hermética. Las aureolas amarillas iluminan el féretro y descubren los mecanismos de seguridad que resguardan el botín. No hay sorpresas: el ataúd está recubierto por un escudo de vidrio blindado de más de 7 centímetros de espesor; 8 capas de 9 milímetros cada una, separadas entre sí por una membrana y un polímero. Los profanadores observan el objetivo y ponen manos a la obra. Uno de ellos dispone el bolso en el suelo mientras el otro acaricia el vidrio de punta a punta. Se detiene y observa el marco de acero que engarza al cristal y las cuatro cerraduras, de tres llaves cada una, que lo protegen.
—Qué cagada no haber conseguido las llaves… —se lamenta.
—De cualquier manera hubiéramos tenido que agujerear el vidrio… —asegura quien hurgue, arrodillado, dentro del bolso—. ¿O vos te pensás que con las llaves abríamos y listo? Nadie nos iba a dar las llaves sin pedirnos que hiciéramos un boquete como distracción.
—No lo digo por eso…
—¿Y por qué lo decís? —pregunta, mientras retira del bolso la maza, una punta de albañil y varias velas.
—Va a ser un dolor de huevos cortarle las manos a través del vidrio.
—¿Cuánto vale que te duelan los huevos?
Silencio.
—Nos estamos forrando en guita, boludo. Hagamos el laburo y vayámonos a la mierda. ¿Cuánto le calculás?
—No menos de una hora —golpea el vidrio con los nudillos.
—Bueno, vamos por turnos. Hacemos cuatro placas cada uno, el otro alumbra.
—¿Y las manos?
—¿Qué pasa con las manos?
—¿Quién carajo las corta?
—Hacemos una y una si querés.
—¿Te molesta cortar las dos vos?
—¿A vos te molesta que me quede con la mitad de tu guita?
—Bueno, está bien. Vamos una y una.
—Tomá, cagón —le da las herramientas—. Empezá vos que yo te alumbro… Viva Perón.
Punta contra cristal y mazazo. Paciencia y pulso. Afuera de la bóveda pueden oírse los impactos, lo que pone al vigía nervioso. Saca un cigarrillo y lo enciende. Calcula que será el primero de muchos esa noche, pero se equivoca. Apenas termina la segunda calada, el láser le atraviesa el cerebro. Cae redondo. Santos se le aproxima en cuclillas y lo revisa. Solamente encuentra cigarrillos, un encendedor y un revólver. Refunfuña. Le fastidia que en los 80´ identificar a alguien dependa exclusivamente de la suerte. En su tiempo apenas hace falta un scan de retina para saber a quién se acaba de matar.
Arrastra el cuerpo hasta la bóveda y lo mete dentro. Los potentes y rítmicos mazazos son más que suficientes para insonorizar sus movimientos. Hasta ahora lo está disfrutando. Hace ya diez noches que desde temprano viene haciendo guardia afuera del cementerio con la esperanza de que los forajidos por fin aparezcan. Hoy aparecieron.
Desciende despacio, siguiendo la luz que irradia del subsuelo. Es imposible que adviertan su presencia. Su figura se refugia en la sombra y sus pies apoyan cuando la maza golpea la punta. Tiene todo el tiempo del mundo para apuntar con precisión y enmarcar aquel cráneo entre ceja y ceja, pero sólo usará un segundo. Luego, un fugaz relámpago. La linterna cae y se apaga al impactar contra el piso. Al espía del futuro no le preocupa, porque los lentes que trae puestos tienen sensores infrarrojos. Al único profanador que sigue en pie, en cambio, la completa oscuridad le aterra. Estruje la espalda contra el féretro y se arrastra en forma lateral, mientras tantea el piso con la mano derecha en busca de su linterna; en la izquierda aún tiene la punta de albañil, que sujeta con recelo, sin darse cuenta de que en la cintura lleva enfundada una Browning 9mm. No usará ni una ni la otra. Santos le dispara en ambos pies, incapacitándolo. El dolor del láser pulverizándole los huesos se canaliza en un grito cuyo eco aturde entre tanto hermetismo. El espía deja que se desahogue y luego le dispara en las dos manos. Otro alarido insoportable, pero necesario. La víctima tiene que exteriorizar el sufrimiento y Santos debe asegurarse de que éste no pueda usar sus extremidades.
El forajido no irá a ninguna parte, eso José lo sabe a ciencia cierta. Se arrastra a ciegas con los codos y las rodillas por desesperación, pero no le llevará mucho darse cuenta de que no hay escapatoria. El agente se toma unos instantes y voltea para apreciar la tumba del general. Lamenta no haber arribado más tarde, para ver el ataúd descubierto.
—Escuchame. Tengo mucha guita para compartir, mucha —dice el herido desde el suelo.
—No busco guita. Busco información.
—Información también tengo. ¿Qué necesitás? Tengo información, la que quieras. No hace falta que me tortures, yo te digo todo lo que quieras saber.
Los espías del futuro no necesitan torturar, ni confiar ni especular. Los interrogatorios, para Santos, son tan sólo un trámite administrativo. Desde que se descubrió la hipnosis binaural, todos los servicios de inteligencia del mundo han abandonado los métodos drásticos de obtención de información. Ya no es necesario quebrar psicológicamente a una persona con el fin de lograr averiguaciones, que dependiendo de la suerte, pueden ser veraces o no. Se ha eliminado el margen de error. José ni siquiera sabría cómo torturar a alguien, porque fue entrenado en un futuro en el que para lograr respuestas apenas hace falta un simple dispositivo que emite ondas sonoras hipnóticas, anulando la conciencia periférica del objetivo en forma inmediata. Sin mentiras, sin imprecisiones, sin resistencia. El espía pregunta, el interrogado responde.
No tiene necesidad de hacerlo. Su misión no incluía la investigación de la fuente, pero las mañas de un espía adulto son difíciles de erradicar. No le alcanza con la sola y definitiva desaparición del cuerpo del general; también quiere eliminar a quienquiera que esté detrás y arrancar el problema de raíz. Después de todo, el ADN de Perón es un instrumento funcional, pero inerte. No hay que temer a los muertos, sino a los vivos.
—No me mates —suplica el sujeto, cuando dos garras lo arrebatan en la oscuridad. Santos lo arrastra hasta la pared y lo sienta de espaldas. Luego saca del bolsillo los auriculares binaurales, los despliega y los coloca en el objetivo. Apenas gira la perilla, el llanto se detiene. Las ondas comienzan a cruzar la cabeza del interrogado de un hemisferio al otro. El espía aguarda unos segundos a que el hombre recupere el aliento y regularice su ritmo cardíaco. Luego se agacha para observarle detenidamente el rostro monocromático, filtrado en la penumbra a través de los sensores infrarrojos. Lleva la típica expresión soporífera que tantas veces ha visto en sus interrogados: los ojos abiertos, los párpados a medio caer y los músculos de la cara completamente relajados.
Preguntas concretas. Respuestas concretas.
—¿Para quién trabajás?
—Manuel Burgos.
—¿Quién es Manuel Burgos?
—Un extraño.
—¿Dónde trabaja Manuel Burgos?
—No sé.
—¿A qué se dedica Manuel Burgos?
—No sé.
—¿A qué creés que se dedica Manuel Burgos?
—Espía u operador político.
—¿Manuel Burgos encargó la profanación de la tumba de Perón?
—Sí.
—¿Manuel Burgos pidió explícitamente las manos de Perón?
—Sí.
—¿Cuándo se entregan las manos de Perón?
—Mañana.
—¿Mañana a qué hora se entregan las manos de Perón?
—Al mediodía.
—¿Dónde se entregan las manos de Perón?
—En la suite diplomática del hotel Alvear.
José se pone de pie. Tiene la delicadeza de fusilarlo sin quitarle los auriculares. La víctima no se entera de que un rayo fulminante le derrite las neuronas. Su cabeza rebota contra la pared y vuelve hacia adelante, dejando los auriculares al alcance de su ejecutor. El espía entonces recupera el dispositivo, lo pliega y vuelve a guardarlo en el bolsillo de su pantalón. Después voltea hacia el general. No necesita ni punta de albañil ni masa ni velas. Ni siquiera tiempo, necesita. 8 capas de vidrio blindado, sin importar su espesor, no son suficientes para detener un haz de luz extremadamente concentrado. Agujerea la caja de cristal con su pistola láser sin el más mínimo inconveniente. Se aproxima al féretro. De su saco retira dos explosivos pequeños, de los que no se consiguen en el presente; dos esferas plásticas, que coloca de a una por vez entre el vidrio y el ataúd. Eso será más que suficiente para pulverizar la materia orgánica y erradicar por los tiempos de los tiempos todo rastro genético del general.
—Levántate y anda, Juan Domingo… —dice el espía en voz alta, luego de colocar las cargas explosivas. Lo dice con alivio, sabiendo que no recibirá respuesta desde el interior de aquella caja de madera torneada. Ya nunca más tendrá que temer que los muertos cobren vida. A partir de esa noche, el destino de Argentina dependerá exclusivamente de los vivos.
El cementerio continúa desolado. Salir será tan fácil como lo fue entrar. Santos cierra la puerta de la bóveda y emprende la retirada. Mientras camina, configura los parámetros de detonación en su pulsera comando y cuando considera que está lo suficientemente lejos, ejecuta. La cripta se sacude y los muertos aledaños vibran ante el temblor subterráneo. La ráfaga sonora alcanza a José, pero éste evita voltear. No necesita darse vuelta para mirar la estructura, que si bien ha soportado la violencia de la onda expansiva, termina reposando enclenque y humeante. Sabe que su misión ha finalizado con éxito, no hace falta que sus ojos lo acrediten. Dentro de aquella bóveda no ha quedado absolutamente nada.
—Levántate y anda, Juan Domingo —murmura al salir—. Levantate y andate a reconcha de tu puta madre…
IX
11 de junio de 1987. Alvear Palace Hotel. Capital Federal.
Algunos bueyes aran mejor que otros.
Manuel Burgos recorre el living de la suite de extremo a extremo mientras intenta calmarse. Los diarios y la radio lo han exaltado más de la cuenta, no sólo a él, sino también al resto de la opinión pública. La cripta de Perón, aquella bóveda pensada y diseñada para ser impenetrable, ha volado por los aires.
La crónica radial dramatiza el suceso: el general ha desaparecido para siempre. Su cuerpo se ha extinguido en un estallido fulminante e inexplicable. Los peritos confiesan no lograr descifrar las circunstancias en que toda materia orgánica desapareciera del habitáculo casi como por arte de magia. Ni las cenizas han quedado. No existe sobre la faz de la tierra —opina un experto— un explosivo que no deje absolutamente ningún rastro. Sobre la faz de este tiempo y espacio, debería haber dicho.
La conmoción sacude al partido peronista, y por añadidura, a todos sus suscriptores. Las calles porteñas de a poco se van llenando de iracundas almas en pena que exigen a Dios y al gobierno de turno impartir justicia. Por ahora no hay violencia, pero se sabe que es cuestión de tiempo. El general no desaparecerá de los anales de la historia sin revolver el avispero político y social. De ninguna manera. Habrá caos e impunidad, como bien manda la costumbre argentina.
Se palpitan los bombos. El quilombo es una tormenta en el horizonte fácil de presagiar. Los peronchos resucitan; abandonan su letargo para recuperar el centro de la escena. Las circunstancias son terribles, pero es lo que necesitaba el partido: un golpe de efecto. Incluso después de muerto, el general es el máximo protagonista; una nueva categoría de héroe que excede al martirio. Habrá que buscar una nueva definición para quien no sólo muere, sino también desaparece materialmente por una causa popular. Hay mística de sobra para que suenen los bombos, y si no la hubiera, alguien se encargará de inventarla.
Las versiones comienzan a circular. Los simpatizantes del general hablan de robo mientras que en las antípodas aseguran que se trata de una operación intrapartidaria peronista para recuperar el protagonismo perdido. Quieren sensibilizar al pueblo, aventuró un legislador en una declaración radial. Nada mejor que recurrir a los muertos para victimizarse. Nadie mejor que Perón.
Ya es el mediodía, pero la intuición le advierte a Manuel Burgos que seguramente nadie venga a golpear la puerta. Se quedaron con el pan y con la torta: la guita y las manos. Lo que le produce náuseas no es la traición en sí misma, sino no haberla visto venir. Debería haber imaginado que aquella morsa pérfida elucubraba un plan alternativo.
Los golpes en la puerta detienen su corazón. Observa el reloj y corrobora la puntualidad del mandatario. Tal vez su intuición haya fallado, pero Manuel sabe por experiencia que no hay nada bueno detrás de aquella puerta. Recoge la pistola de la mesa y avanza despacio, al tiempo que pregunta quién llama.
—Traigo una encomienda para el señor Burgos.
La voz le suena familiar, pero no es de la morsa. Se aproxima a la puerta y espía por la mirilla. La familiaridad es confirmada por vía ocular al extremo de lo imposible. No debería abrir la puerta, pero lo hace impulsivamente, respondiendo a un reflejo inconsciente que supera su capacidad de control. Del otro lado, sin embargo, su otro e idéntico yo ha aprendido a dominar aquella característica impetuosa de su personalidad a fuerza de entrenamiento. Santos no duda ni contempla. Tampoco pregunta. Enfrentarse a una versión exacta de sí mismo no puede tener, según su calculadora cerebral, ninguna consecuencia afortunada. Por ese motivo lo embiste, de abajo hacia arriba, impactándolo en la boca del estómago con el hombro. Burgos cede ante el inesperado y veloz ataque. La pistola vuela por los aires, sus pies se elevan del piso y su cuerpo va a parar de espaldas contra la durísima pared del corredor, que absorbe el golpe sin atenuantes. Le cuesta entender que debe defenderse de sí mismo, pero igual usa los codos. Impacta la espalda del atacante repetidas veces hasta lograr hacerlo retroceder. Santos, en realidad, se reposiciona en el combate. Lo que quería saber de su contrincante ya lo sabe: flaquea ante su potencia y golpea tan fuerte como cualquier mortal, por lo que no es un androide. Tiene chances en una batalla cuerpo a cuerpo.
Burgos intenta golpearle la cara, pero el espía esquiva la mano y aprovechando la indefensión del costado ciego, le asesta un terrible puñetazo en las costillas. Los huesos crujen. Manuel se retuerce y ahoga un grito con los dientes. José repite, primero en el estómago y luego en el rostro, combinando los golpes con habilidad pugilística. Burgos deja caer una rodilla en el piso. Santos, en el calor del combate, descarta una segunda opción: es imposible que su doble, peleando como pelea, sea un clon. Manuel simula caerse hacia adelante, gira en el piso y alcanza su pistola. Ya no vacila acerca de atacarse a sí mismo: dispara al blanco, pero el espía esquiva la detonación láser ágilmente y se arroja sobre él. Ruedan por el living, batallando por la posesión del arma. Burgos es testarudo, calculador y beligerante, lo que hace al agente repensar aquella especulación apresurada de su genética. Tal vez sí sea un clon enviado del futuro, ya que después de todo, empuña una pistola láser biométrica.
En el cuerpo a cuerpo próximo casi no se sacan diferencias. Santos sabe aprovechar las distancias en el combate, pero en un agónico tire y afloje al ras del suelo no encuentra el modo de aventajarse. Dirimen fuerzas y se revuelcan en el intento mutuo de posicionarse por encima del otro. La pared pareciera sentenciar la fortuna de Burgos, pero Santos aprovecha la inercia y cambia el eje de la fuerza que ejerce sobre los brazos de su adversario, acelerando la trayectoria de éste hacia el costado. El cráneo de Manuel impacta contra la pared y vuelve, ocasionándole un trauma efímero pero suficiente para que el espía retome las riendas de la situación. Santos aprovecha el envión del rebote y voltea al oponente hacia el otro costado. El arma vuelve a quedar a la deriva, lejos del alcance de ambos. José no la necesita; ni la de Burgos ni la suya, que trae enfundada en el tobillo. Rápidamente se incorpora e incrusta su rodilla en la boca del estómago de Manuel, quien pierde el hálito quedando al borde del desmayo. Esa es, de hecho, la intención última del agente, quien se arrodilla sobre el tórax de su doble y le rodea el cogote con las manos. Oprime con fuerza, obstruyendo el flujo sanguíneo a ambos lados del cuello. Presiona sobre las arterias carótidas durante varios segundos, al tiempo que esquiva los manotazos de la víctima. El cerebro de Burgos pierde oxígeno gradualmente. Sus sentidos se apagan, sus párpados caen. Santos quita las manos y suspira, no por saberse a salvo, sino por haber logrado evitar matar a su oponente. Lo difícil en su oficio no es asesinar, sino neutralizar. Raramente debe hacer lo segundo. Rara vez, también, se encuentra consigo mismo en el pasado.
No tiene tiempo que perder. La inconsciencia de su otro yo es inestimable, por lo que de inmediato le coloca los auriculares binaurales y activa el dispositivo. Burgos abre los ojos de repente y permanece inmutable, boca arriba, observando el cielo raso. Santos se dirige hacia el corredor y se asegura de que no haya curiosos. Especula que es poco probable, porque la batalla fue efímera y apenas estrepitosa. El láser agujereó la pared, pero la detonación fue apenas audible, como todo disparo de pistola biométrica amplificadora de luz: el sonido es apenas una característica artificial para mejorar la experiencia.
Cierra la puerta y regresa hacia Burgos. Lo toma por debajo de los hombros y lo arrastra hacia la pared, donde lo apoya de espaldas. Luego se agacha y lo mira detenidamente. Es una rareza contemplarse a sí mismo tan de cerca. El rostro de Manuel evidencia su estado de hipnosis con signos característicos: la expresión impávida, la vista perdida y la boca a medio cerrar. Santos no necesita pensar la pregunta, la escupe por reflejo.
—¿Cuál es tu nombre completo?
—José Daniel Santos Moreira.
—¿Cuál es tu profesión?
—Embajador del tiempo.
—¿Venís del futuro?
—Sí.
—¿Sos un clon?
—No.
—¿Para quién trabajás?
—Para Mariano Mitos.
José muerde sus labios y se deja caer en el piso. Necesita sentarse. Su intuición le advierte que está a punto de llevar a cabo el interrogatorio más largo de su vida.
X
6 de julio de 2053. Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
No se halla en su reflejo. El trabajo está bien hecho. Gira el rostro hacia uno y otro costado, pero no encuentra la más mínima semejanza. Su verdadera e insondable identidad descansa segura detrás de una capa de piel sintética especialmente diseñada para modificarle la fisonomía. Lo que ve es un completo extraño, y detrás de él, en el fondo del espejo, su diezmado ejército reunido alrededor del campo holográfico. Escuchan con atención a Jorge Vidal, comandante en jefe de las fuerzas armadas y presidente de facto desde hace ya más de veinte años. El militar grita y gesticula, como es su costumbre, haciendo uso de la cadena nacional de transferencia digital. Asegura que no tendrá piedad con los traidores y conspiradores del régimen y garantiza, sin que le tiemble la voz, que la detención de José Daniel Santos Moreira, líder de la Resistencia Republicana y prófugo de la justicia, es inminente. Las declaraciones del dictador dan paso a un incómodo silencio. Algunos atinan a voltear para ver si ha escuchado, pero él simula estar distraído con su nuevo semblante.
Tienen motivos para vacilar. Vidal, por imbécil que sea, es un hombre de palabra. Ya son más de un millón los desaparecidos en el país en lo que va de la década y uno más es una promesa relativamente sencilla de cumplir. Viene a por él, aunque será difícil encontrarlo. Ya no se parece ni un poquito al guerrillero por el cual el régimen clama captura. La biometría no podría reconocerlo detrás de la máscara y sus retinas se hayan escudadas por dos lentes imperceptibles que acreditan, ante cualquier escaneo rutinario, que su nombre es Manuel Burgos, un ciudadano español de paseo por la fría e inhóspita Buenos Aires. Su único flanco débil es el acento, que ya ha estado practicando en sesiones de diálogo unipersonales con la ducha de fondo.
Las sirenas hacen vibrar los parlantes. El bunker subterráneo de la resistencia está oculto, pero no aislado. Desde seis metros bajo tierra pueden ver y oír todo lo que ocurre en el exterior a través del centro de monitoreo. El perímetro superficial de la guarida está minado de cámaras y micrófonos que, entre otras cosas, advierten del inicio del toque de queda. Los ciudadanos tienen apenas media hora para regresar a sus hogares y permanecer allí enclaustrados hasta bien entrada la mañana. El toque de queda en todo el territorio nacional es una característica distintiva de los atardeceres argentinos. Buenos Aires, a diferencia de tres décadas atrás, ya no vive de noche; y de día, apenas si sobrevive en cautiverio. Una realidad opresiva que todos perciben, pero pocos combaten. Desde 2031, año en que el pueblo salió masivamente a las calles a exigir un golpe de estado para detener la inmigración, no se ha vuelto a ver una manifestación popular. No existen, en el país, mecanismos autorizados de expresión de ningún tipo, a excepción de aquellos provenientes de la clandestinidad; y ésta última, es una condición que raramente puede conservarse en el tiempo. Santos sabe por experiencia propia que, llegado el momento, la subversión corre dos destinos inexorables: la extinción o el exilio.
Será el exilio. Le cuesta tener que escapar, pero no le queda otra. Su ejército libertario ha sido despedazado en el lapso de cinco años. Demasiada sangre derramada en vano, o al menos, sin resultados concretos. La libertad es un símbolo abstracto, seductor y pérfido. Ya no puede pedirles a quienes quedan en pie que dejen sus vidas a cambio de nada. Su sola presencia in situ es una bomba de tiempo, una inspiración falaz y letal. Debe partir y buscar vías alternativas de resistencia, gestionar el asilo político en algún país civilizado que no haya cedido a la xenofobia y desde allí, liderar una embestida diplomática internacional contra la dictadura que azota a la nación. Argentina está muy podrida para intentar salvarla desde adentro.
Las sirenas por fin se detienen, pero el vacío sonoro es ocupado por una elocución igual de desagradable. Vidal continúa con su monólogo infinito, exultante y vehemente. Entre sus múltiples advertencias, incluye el anuncio de la incorporación de un nuevo cuerpo de diez mil centinelas robóticos de última generación, provistos bajo concesión por la Mitos Corporation, la más grande productora y exportadora de androides del mundo y máxima licenciataria del régimen militar. Otro fruto de una alianza estratégica que perdura en el tiempo. Sólo dios sabe qué hubiera sido de Vidal sin Mariano Mitos, el acaudalado empresario surgido de las dudosas e inescrutables entrañas de la Alemania neo-nazi. Fue él, después de todo, quien proyectó el ejército de robots que facilitó el proceso. De ninguna otra manera las fuerzas armadas podrían haberse mantenido en el poder durante tanto tiempo. Peón por peón es una estrategia suicida cuando al otro lado del tablero, la primera línea de batalla se reproduce indefinidamente. La Mitos Corporation asegura eso: continuidad en la estrategia de domino permanente. A cambio recibe, por supuesto, impunidad, fortuna y una variada gama de libertades excepcionales de las que ya prácticamente nadie goza. Mariano Mitos vehiculiza la represión y el exterminio para vivir en paz, por paradójico que suene.
El ruido de las turbinas alerta a los soldados, quienes rápidamente se aferran a sus fusiles y asumen posiciones de combate. Se desparraman en el bunker según fuera explicitado en el protocolo de defensa. José empuña su pistola y atraviesa la habitación hasta el centro de monitoreo. Allí ve aterrizar la aeronave sobre la base de la guarida subterránea.
—Es Ingrid —confirma el vigilante. Santos suspira. Quita su dedo del gatillo y desanda el camino.
—¡Es Ingrid! —grita. Los soldados abandonan sus puestos de resistencia y vuelven a reunirse alrededor de su líder.
—Es Ingrid… —repite en voz baja y los observa uno por uno. Le da escalofríos el hecho de poder mirar a los ojos a todos y cada uno de los integrantes de su ejército en tan sólo cuestión de segundos—. No sé cuánto tiempo me queda aquí, junto a ustedes, así que tal vez sea prudente decir lo que tengo para decir ahora, sin dilaciones…
>> Lo hemos dado casi todo y no fue suficiente. Tampoco será suficiente dar lo poco que nos queda… No digo que no haya valido la pena, pero es evidente que nuestra resistencia necesita cambiar de estrategia o afrontar el exterminio. Continuar así, diezmados y sin la más mínima expectativa racional de triunfo, es optar por lo segundo; es, aunque parezca lo contrario, la opción cobarde, la del abandono y la sumisión.
>>No voy a rendirme —aprieta sus dientes—. Removeré cielo y tierra en busca de una solución; recorreré el mundo entero, si es necesario, pero no voy a rendirme. Necesitamos reorganizarnos sobre bases sólidas, ampliar nuestros horizontes y replantear el terreno de batalla, como bien ha dicho Ingrid —señala hacia la escotilla del bunker—. Yo voy a llevar ese estandarte y ustedes —su dedo gira alrededor del círculo—, continuarán resistiendo, pero en silencio. Necesito que sigan conspirando contra esta dictadura, pero sin poner en riesgo sus vidas. No se trata de abandonar la batalla… Todo lo contrario. Se trata de replegarse y conservar las energías para levantarse cuando las condiciones estén dadas, cuando tengamos una esperanza, por mínima que sea, de éxito. Hoy no la tenemos, pero no voy a bajar los brazos. Voy a luchar, con todas mis fuerzas, para que en un futuro, lleve el tiempo que lleve, la tengamos.
La pausa que sigue al discurso despierta sensibilidades. Algunos lloran y otros sonríen; todos lo abrazan. Se le arrojan encima de a uno por vez y le estrujan el cuerpo en una clara señal de apoyo, y también de despedida. Él no llora porque no puede. Tanto llanto a lo largo de los años le ha secado el alma. La pérdida perpetua modifica el carácter de los duros al extremo de la neutralidad sensitiva. Los blandos, por otro lado, ni siquiera sobreviven. La insensibilidad es el destino natural de aquellos dispuestos a todo por sobrevivir.
Lo dejan tambaleándose en su eje y cambian de objeto de afecto. Ingrid desciende por la escalera tras cerrar la escotilla. Abre los brazos y los recibe con una sonrisa pacífica. Ella es tan merecedora como Santos del reconocimiento, pues ha sido partícipe fundacional de la resistencia y una aliada incondicional del líder. Juntos, forman una dupla simbiótica insuperable. José inspira y ella apacigua. Los soldados se relajan inmediatamente ante su presencia, como si la guerrillera irradiara serenidad.
Santos siente el inexplicable magnetismo de su presencia. Ella, por su parte, no necesita desenmascarar su rostro para reconocerlo. La biometría de su postura es suficiente para saber que es él. Le sonríe a la distancia, mientras habla con los camaradas y les asegura que todo estará bien. Le lleva apenas unos segundos convencerlos. La persuasión es, José lo sabe bien, una cualidad característica de su persona.
La sonrisa permanece inmutable, ella no. Avanza hacia el líder revolucionario con su paso decidido y al llegar a su posición le acaricia el rostro con ambas manos.
—Estás irreconocible —asegura.
José asiente. —Espero que sea suficiente…
—Lo será —garantiza, ella—. Está difícil allá afuera, más difícil que nunca, pero tengo una ruta segura para sacarte de acá sano y salvo.
—¿Está todo listo?
—Todo. Deberíamos irnos cuanto antes. El toque de queda comenzará en breve.
José asiente. Por encima del hombro de Ingrid nota los restos vivos de su fuerza de choque: un escuadrón reducido y cansado, observándolo desde la penumbra. Es la decisión correcta, se dice a sí mismo y camina hacia ellos. Los saluda uno por uno, sin mediar palabra. No queda más nada para decir, pero sí mucho por hacer. En eso quiere enfocarse. Todavía no está a salvo. Confía plenamente en los instintos infalibles de su mano derecha, pero no ha sido la confianza, sino precisamente lo contrario, lo que le ha permitido sobrevivir todos estos años. Ahora, más que nunca, no es el momento de bajar la guardia.
—Tené un poco de fe, Santos —dice Ingrid al paso y sube la escalera, mostrándole el camino. Él, incluso luego de tantos años de estar a su lado, no deja de sorprenderse ante la capacidad perceptiva, casi sortílega, de su compañera.
Ingrid enciende las turbinas de la aeronave al tiempo que Santos vuelve a cubrir la escotilla con el falso arbusto. Por costumbre, antes de erguirse da un rápido vistazo de 360 grados. Su camarada ya había tanteado el terreno, asegurándose de que no hubiera moros en la costa, pero cuatro ojos ven más que dos. Corre hacia el vehículo y se escabulle dentro. El cinturón de seguridad automático lo amarra a la butaca de inmediato. Ingrid inicia vuelo vertical y tras alcanzar una distancia prudente, gira en círculo e inclina la nave, induciendo al acompañante a mirar por la ventana.
—Despedite de la base —sugiere.
Santos voltea hacia la derecha y observa a través del vidrio. Le lleva más de un segundo advertir el pinchazo. Recién cuando siente la quemazón del líquido fluyendo en el interior del cuello, reacciona con un manotazo. Gira rápidamente, pero su compañera ya tiene ambas manos dispuestas sobre el comando de vuelo. El somnífero es tan potente, que el guerrillero no tiene tiempo siquiera de preguntarse qué pasó. Simplemente se desvanece, con la cabeza hacia adelante. La piloto se mantiene inmutable con los ojos al frente. No repara en apoyarle al acompañante la nuca sobre la butaca. Ingrid, al igual que él, pero por diferentes motivos, también es insensible. Ella tampoco puede llorar, a menos que sea estrictamente necesario.
XI
Una Argentina esplendorosa sólo se explica en sueños. Expresiones de deseo proyectadas en el inconsciente. Santos lo sabe, pero prefiere pasarlo por alto. Escoge flotar en paz, en Parque Patricios, y respirar el aire puro mientras pueda. Aun no siendo real, es reconfortante deambular por las calles de un barrio no amurallado y ver los rayos de sol escurrirse entre las hojas de los árboles. En un horizonte de distancia indescifrable sabe que hay una cancha de fútbol barrial; un potrero, diría su padre. Se escuchan sonidos característicos: arengas, fricciones e impactos, y de fondo, su nombre: José. Sacude la cabeza, busca localizar al interlocutor, que ahora vuelve a llamarlo, pero con más fuerza: José. Respira hondo. El oxígeno en su cerebro activa la vigilia.
—José —repite Ingrid. El guerrillero abre los ojos.
Despierta encapsulado, flotando en un envase tubular anti gravitacional. No reconoce tiempo ni espacio, y mucho menos las circunstancias. Su compañera le sonríe desde afuera. Él se palpa el cuerpo y mira alrededor; descubre sensibilidad en su rostro, algo imposible, si todavía llevara puesta la máscara.
—Ya no la necesitás —asegura, Ingrid.
—¿Dónde estamos? —Santos levanta los ojos hacia su camarada.
—Estamos en la Mitos Corporation.
La cara de José sufre una transformación demoníaca: —¿Dónde?
—En la Mitos Corporation —repite ella—, cuartel general de la resistencia anti dictadura.
—¿Qué pasó? —mira a su alrededor—. ¿Cómo llegamos acá?
—Te traje yo. Es parte del plan, José.
—El plan —murmura, el guerrillero, e intenta reconstruir su memoria—… ¿Qué hago acá adentro? ¿Qué quiere decir que me trajiste vos?
—El cuartel general de la resistencia es un punto obligado de tu viaje. Algo así como un aeropuerto.
—¿Qué cuartel general? —El guerrillero comienza a perder la paciencia—. ¿Qué mierda te pasa, Ingrid? ¿Dónde carajo estamos?
—Estamos en la Mitos Corporation, cuartel general de la resistencia anti dictadura.
—Sacame de acá.
—Sí, José, pero primero necesito que te calmes. Mis sensores detectan altos niveles de adrenalina en tu sistema biológico, lo que suele estar asociado con reacciones agresivas o irracionales en los seres humanos.
Santos frunce el ceño.
—¡Sacame de acá ya! —estalla sus manos contra la membrana.
—Entiendo que esto es difícil para vos, así que voy a liberarte como una señal de buena voluntad, pero te advierto que cualquier intento de agresión será reprimido.
El piso recupera su magnetismo habitual y José aterriza sobre la base de la cápsula. Luego la membrana se desplaza hacia arriba, dejándolo completamente libre. El guerrillero gira en su eje y examina la enorme sala. Sobre la pared derecha puede apreciar una hilera interminable de androides humanoides; múltiples modelos que datan de todas las épocas. Sólo una persona sobre la faz de la tierra puede poseer tan valiosa colección.
—Seguís segregando hormonas a ritmo acelerado —advierte, Ingrid.
—Traidora… —escupe, y avanza hacia ella con los ojos inyectados en sangre.
—José, te advierto…
Se le arroja encima, quizás con la intención de agarrarla del cuello, pero Ingrid anticipa el ataque y se desliza hacia un costado con un giro burlesco. Santos pasa de largo.
—La gran mayoría de los hechos violentos en la humanidad no son producto de decisiones racionales, sino de súbitos desbalances químicos —comenta, Ingrid—. Otro rasgo impredecible de la misteriosa existencia del hombre.
El guerrillero respira hondo e intenta embestirla nuevamente, esta vez inclinando la cabeza y apuntando a su cintura, pero Ingrid vuelve a esquivarlo con un movimiento veloz. José, ante la repentina desaparición del objetivo, pierde el equilibrio y cae al suelo.
—Tenés suerte de que sea una androide —continúa, ella—. Si fuera la encantadora compañera que tanto admirás, dotada de una humanidad excepcional, en este momento me sentiría atacada y las consecuencias de mi reacción serían, muy probablemente, nefastas. No lo haría por maldad, sino por instinto. Las hormonas desactivan el intelecto en desmedro de una función básica: la supervivencia. La sangre abandona el cerebro y fluye hacia los músculos y los pulmones para abastecer de recursos a los órganos fundamentales en la preservación de la existencia. Defenderse, atacar, huir… Todo prima por encima de pensar. Un concepto interesante, el del instinto.
Santos no se despega del piso. La escucha acercarse, mientras recita su absurdo monólogo científico-antropológico. Aguarda encorvado, con los puños cerrados y los dientes apretados. Premedita el flanco de ataque y calcula el impacto, que debe ser súbito y violento, en la zona genital. Espera. Cierra los ojos y toma aire. Escucha su corazón galopar a ritmo intenso pero decreciente. Los pasos se aproximan. Los latidos reducen su frecuencia. Cuando el objetivo se halla en el radio de ataque, ejecuta. Ingrid le detiene el brazo y con fuerza bruta lo tuerce. El cuerpo de Santos da una pirueta en el aire y cae boca abajo. Ella lo levanta desde la espalda y lo sienta, como si fuera un muñeco de trapo. Luego le inmoviliza ambos brazos con un lazo magnético.
—Teniendo en cuenta tu anatomía y la postura, puedo calcular un millón de reacciones por segundo y estimar el rango de movimiento más probable —susurra en su oído—. El ser humano es impredecible pero lento.
José levanta el mentón y la observa sentarse frente a él. No existe sobre la tierra un ser de carne y hueso capaz de moverse a esa velocidad ni de hacerlo volar por el aire con apenas un movimiento de muñeca. Quienquiera que sea Ingrid, definitivamente no es humana.
—Estamos todos del mismo lado —dice, Ingrid, y coloca entre ambos un pequeño proyector holográfico—. Vos, yo y el señor Mitos.
La imagen le estalla en la cara. El holograma muestra a Vidal, eufórico, anunciando el deceso del líder de la resistencia, José Daniel Santos Moreira.
—Este anuncio es de hace minutos atrás —agrega, la androide—. Estás oficialmente exterminado, según el reporte de un comando de centinelas: desintegrado en partículas volátiles.
—No entiendo…
—Los centinelas enviados a liquidarte responden a nosotros.
Santos encuentra los ojos de Ingrid a través de las imágenes traslúcidas: —¿Y el resto? Hay más de un millón de inocentes desaparecidos…
—Salvamos a los que podemos. Lamentablemente nos es imposible manipular los cerebros humanos y sólo tenemos injerencia sobre algunos robots. Intentamos infiltrar a nuestros robo-espías de modo estratégico para ampliar el horizonte de acción, pero debemos ser extremadamente cautos. Si fuéramos descubiertos, sería el fin de la resistencia.
—Robo-espías… —repite, José, incrédulo—. ¿Eso sos vos?
—No, yo soy una colaboradora de la resistencia —Ingrid se levanta y ayuda a José a incorporarse—. Mi misión es darte soporte logístico y estratégico.
—Soporte logístico y estratégico…
—Así es —confirma, la humanoide, y avanza hacia uno de los lados de la inmensa sala: un ventanal interminable de cristal polarizado—. Vení, seguime.
—¿Desde el principio? —El guerrillero hace caso omiso a la recomendación de su camarada robótica.
—Sí —afirma, ella, deteniéndose en el ventanal—, de principio a fin.
—Pero vos fuiste quien me convenció de organizar la resistencia…, la que reclutó a gran parte de los soldados…
—Eso es logística y estrategia, sí.
—¿Esa era tu misión? ¿Armar la resistencia para después destruirla?
—No, exactamente. La resistencia, sin la intervención del señor Mitos, hubiera sucedido de cualquier manera. Mi misión era modificar su destino.
La expresión de José se desdibuja en confusión. Ingrid vuelve a sugerirle que se acerque mediante un ademán, pero él no responde.
—Son demasiados interrogantes, José. Tenés mucho de qué hablar, no conmigo, sino con el señor Mitos. Vení, quiero mostrarte algo que va a ayudarte a entender un poco mejor las circunstancias —dice, y al voltear hacia el ventanal éste se transparenta ampliando el horizonte de expectación.
La confusión de Santos cede paso a paso hacia el asombro. Frente a él, detrás del vidrio y hacia abajo, vislumbra una oficina interminable, dotada de cientos y cientos de empleados. Logra reconocer a la distancia a no menos de una docena. Ex integrantes de la resistencia desaparecidos, muchos de ellos reportados muertos por las autoridades dictatoriales. El guerrillero apoya su nariz en el cristal y permanece atónito.
—Éste, como dije antes, es el verdadero cuartel general de la resistencia anti dictadura —comenta, Ingrid—. Nuestra propia agencia de contrainteligencia. Salvamos a los que podemos.
—¿Están todos vivos? —murmura, José.
—Asumo que hablás de tus excompañeros de guerrilla… No todos, pero sí muchos.
—¿Y el resto quiénes son?
—El resto son refugiados que han sido identificados como recursos críticos para el éxito futuro la resistencia. Parte del trabajo de inteligencia es precisamente ése: perfilar y reclutar seres humanos excepcionales.
—¿Eso soy yo también? —voltea para mirarla—, ¿un recurso crítico?
La robot asiente: —Quizás el más crítico, luego del señor Mitos.
—El más crítico… —Santos murmura y ríe—. ¿Cómo hacen para saber que soy el recurso más crítico? ¿Mediante un cálculo probabilístico de esos que hacen ustedes y que nosotros los humanos no logramos entender?
—No hace falta el cálculo estocástico. Lo sabemos en concreto.
—Ah, lo saben en concreto… O sea que además de tener un ejército de humanoides súper inteligentes tienen también una bola de cristal.
—No, tenemos un líder del futuro.
José abre los ojos y arquea las cejas: —¿Mitos?
—Sí, el señor Mitos ha venido del futuro hace tres décadas para modificar el destino.
—Y veo que le ha ido muy bien…
—Detecto sarcasmo en tu comentario, Santos. Es propio del ser humano improvisar la burla cuando no comprende las circunstancias.
—Lo que yo no comprendo es cómo hizo Mitos para venir del futuro. ¿Se subió a un rayo?
—No creo que tenga sentido que te lo explique, porque no lo vas a entender. Va a ser mejor que lo veas con tus propios ojos —dice, Ingrid, y se aleja. José la sigue desde atrás, no porque se lo pidiera, sino por curiosidad.
—El tiempo, tal y como es concebido por la percepción humana, no existe —menciona, la androide, mientras ascienden en la plataforma—. En el universo hay masa dinámica, distancias e infinitas dimensiones.
El guerrillero la escucha atentamente mientras la observa. Su compañera ya no irradia aquel magnetismo que solía caracterizarla. La percibe fría, distante e insensible; tanto como cualquier otra máquina. Pero aún así, su humanidad es escalofriante. Sus rasgos, movimientos y expresiones son propios de una persona, al punto que cualquiera podría ser engañado al respecto por tiempo indeterminado. Ensaya el consuelo, Santos. Le cuesta digerir el hecho de que su compañera incondicional de tantos años, quien fuera su máxima confidente y cofundadora de la resistencia, sea en realidad una androide programada para estafarlo emocionalmente. Él, que enamorado de ella hasta la médula, estúpidamente le había propuesto una insoportable tregua amorosa por el bien de la resistencia, ahora descubre una realidad difícil de aceptar. Se enamoró, al fin y al cabo, de un vulgar pedazo de lata que ahora intenta aleccionarlo.
—El señor Mitos descubrió una vía —prosigue—, un pasaje gravitacional que une dos dimensiones paralelas, ambas en movimiento a exactamente la misma velocidad invariable.
—Un portal —añade, José, pero no recibe ningún tipo de confirmación por parte de su interlocutora.
La plataforma se detiene frente a un largo corredor con una puerta en su otro extremo. Ingrid avanza y marca el camino.
—Todo pasaje gravitacional, para ser atravesado por un ser humano, necesita de dos componentes básicos: una vía y un vehículo —continúa su disertación, al tiempo que acorta la distancia hacia la puerta—. La vía se logra por inducción, mediante la generación de un campo electromagnético que habilita la conexión interdimensional. El vehículo garantiza la preservación del tejido humano durante la trasposición, dado que ésta ocurre a velocidades intolerables por la materia celular.
La puerta se desliza hacia un costado, abriendo un agujero negro ante ellos. Ingrid penetra la oscuridad y desaparece por unos instantes hasta que una serie de destellos iluminan el interior. Santos, recién entonces, se decide a entrar.
—Newton 2.0 —dice, la robot, observando impávida hacia adelante.
José se toma un segundo para adaptarse a la relatividad existencial que le propone el ambiente. Se siente ínfimo dentro de aquel abismo desproporcionado. El vacío cilíndrico que domina el espacio es surcado por un puente que apenas cubre el radio de la circunferencia, conduciendo a una bóveda esférica y plateada.
—La máquina del tiempo… —menciona, José, al tiempo que escruta las distancias que lo rodean—. ¿Qué pasó con la primera?
—La primera fue utilizada hace 30 años por el señor Mitos. La trasposición interdimensional sólo transporta el vehículo, no la vía.
—Eso quiere decir que se no se puede volver del pasado, a menos que se construya una vía en la otra dimensión —el guerrillero razona en voz alta.
—No se puede volver del pasado y punto —Ingrid es terminante—. Con o sin vía del otro lado es imposible regresar, porque los pasajes gravitacionales son de magnetismo unidireccional, como cualquier otra fuerza gravitatoria.
Santos hace silencio y procesa el comentario. Luego se le acerca y señala la esfera plateada: —Aquél es el vehículo…
—Sí, la bóveda transportadora —afirma Ingrid y avanza sobre el puente. Se detiene en la cornisa y observa hacia abajo—. Ésta es la vía…—termina de responder en el aire.
La embestida de Santos es precisa y veloz. Ingrid, en vertiginoso descenso, calcula el desenlace del trayecto mediante una ecuación en la que incluye su peso, la aceleración de la caída y la distancia hasta el lejano fondo del abismo tubular. El resultado es fatal: su estructura de microlattice estallará en pedazos ante el impacto, desmembrándola por completo. No lo lamenta en absoluto. Su avanzada inteligencia artificial, dotada de complejos algoritmos diseñados por especialistas en neurociencia cognitiva, no sucumbe ante la certeza del fin de la existencia. No reza. No llora. No grita. En cambio, utiliza sus últimos instantes para actualizar su sistema neuro-conductual de aprendizaje evolutivo y perfeccionar así la emulación de la sinapsis. Acaba de aprender, aunque en forma extremadamente tardía, que algunas reacciones humanas son tan impredecibles que ni siquiera dan tiempo a que el sistema endocrino segregue hormonas.