«El lago», Javier Zopi y Medina, y Héctor Horacio Otero
Agregado el 31 julio 2009 por admin en 198, Ficciones, tags: CuentoARGENTINA |
Desprendíase de él un aroma embriagador, semejante al de los cabellos de la mujer deseada. Su iridiscencia le lastimaba los ojos, un fulgor de crepúsculo sobre burbujas hambrientas que le arrancaban las córneas. Al sopesarlo, la rugosidad le crispó las yemas de los dedos; tanto, que pensó por un instante en dejarlo caer. Pero lo disuadió el rumor de oleaje distante, como el atrapado en una caracola. Impaciente y avergonzado, miró a su alrededor, con la intención de comprobar si alguien podía verlo, algo harto improbable. Fue así que comenzó a lamerlo descaradamente, envalentonado por su soledad. El gusto a carne sin condimentar, intenso y algo rancio, le azotó como un latigazo el centro de la lengua. Un sabor residual a ajo dio paso a otro definitivo, reminiscente e inefable.
Repentinamente, se sintió algo confuso y como en un ensueño; se vio de regreso a la casa recorriendo desnudo el camino de piedras carmines cuyo recuerdo de construcción había olvidado; sin embargo, parecíale no muy lejano el sentimiento de haber sido él quien coloreó aquellas pequeñas rocas dispuestas unas al lado de las otras y cuyo paralelismo conducía sin escape a la puerta principal. Próximo a la entrada, sintió deslizarse desde la comisura de su boca un delgado hilo acuoso que caía con total independencia de su voluntad, indómito; podía reconocer en la babosidad el sabor agrio de la carne tierna, niña, al tiempo que imaginó ferozmente, con animalidad y ansiedad voraz, el olor vaginal materno que el ambiente despediría a su llegada.
Cuatro años antes, el sueño recurrente había comenzado a atormentarlo. El guardabosques no podía dormir luego de la visión de la sirena, que lo convocaba desde el lago cercano, bella hasta lo inverosímil. La fiebre se apoderaba de su ser y el insomnio consecuente, con el correr de las semanas, había llevado sus nervios al límite. Fue entonces que una medianoche abandonó su lecho y con un breve corte creyó poner fin a todo. Sin alma, como una marioneta, se dirigió tambaleante a la costa, regando el camino con su propia sangre. Y entonces lo encontró, junto a la orilla, entre las piedras. Reflejando la luz de la primera luna llena, el objeto se antojaba irreal. Al acercarse, su fatiga disminuyó paulatinamente. La relación entre esa cosa y la ninfa era innegable; una epifanía en tal sentido se manifestaba en todo su ser, sin necesidad de prueba alguna. Mientras retornaba a su cabaña, las ideas acerca de la naturaleza de lo que portaba golpeaban su cabeza sin cesar y las heridas que se había provocado sanaban milagrosamente. Prefería pensar que se trataba de algo similar al ámbar gris; sin embargo, en lo profundo de su ser, reprimía una explicación horrorosa. Al llegar a su hogar, no dudó en devorarlo y su angustia cesó de inmediato. Su vacío se vería colmado, desde entonces, cada veintiocho días.
Fue así como Lakemadher tuvo noches en las que se halló instintivamente envuelto en una excitación desbordante, dando giros alrededor del archipiélago, cuyas aguas parecían tomar la consistencia viscosa de la placenta arrojada por un vientre preso de un lavaje interruptus. Con las manos en llagas, sitiadas por el rojizo punzante de la piel enferma, el rostro de un color mora, visiblemente hinchado, como si, colgado de los pies con la cabeza hacia abajo, la sangre se le acumulara en frente, párpados y pómulos; con el cabello desordenado, presto a sucumbir a un frenesí púbico, el guardabosques se arrojaba impaciente por el contorno ripio e irregular de la orilla, para dar finalmente con aquello que tragaría lascivamente; una vez entre sus dedos corroídos, el ventrículo aceleraba su pulsación y confería incontenible existencia hasta sentir que la sola inclinación del torso provocaría el desbande infinito de plenitud. La secreción emanada por la papilas se confundía con los coágulos formados en pectorales y rodillas. Luego, una luz invadía los ojos semiabiertos y la visión de la ninfa era ahora la de un seno notablemente imposibilitado en su punta. El viento espeso se le asentaba como una bofetada en la mejilla.
Cada mañana siguiente a estos sucesos, el cuerpo de Lakemadher no presentaba ningún tipo de vestigio que hiciera recordarle travesía alguna; sus manos, a excepción de la rusticidad típica de la labor cotidiana, no manifestaba erosión reciente ni ningún otro distrito de su esqueleto sufría alguna clase de lesión; sólo abrigaba cierta ambigüedad en las sensaciones, ambigüedad que en el guardabosques era similar al entrecruzamiento del hartazgo de un abdomen satisfecho, exagerado por el alimento ya tibio, y el frío quirúrgico e inquisidor de un bisturí que supura la infección del bajo vientre.
No fue dolor sino perplejidad lo que sintió la primera noche que no encontró lo que esperaba. Había concurrido al lugar habitual junto al lago, a la hora de costumbre. Elevó sus ojos al cielo fútilmente, con la esperanza de haberse equivocado, para que la imagen de la luna llena le borrara todo atisbo de duda. Se sentó frente a la orilla y, desnudo, rodeó con sus brazos las rodillas, apretujando sus pantorrillas contra el tronco, en posición fetal. Dejó caer sus párpados, pesados, tratando inútilmente de no pensar. El primer rayo de la alborada quebraría su estupefacción. Avergonzado por su vulnerabilidad y aterido por el frío inició la vuelta, mezclando lágrimas con las gotas de rocío que lo cubrían por entero. Lo tranquilizó que su náyade volviera a presentársele en sueños, sonriente; lo que no sabía era que lo peor aún no había comenzado.
Durante los meses siguientes, y a pesar de sus cotidianas visitas de madrugada al cuerpo de agua, jamás volvió a encontrar lo que buscaba y la desesperación comenzó a apoderarse de él. Lo invadió un vacío irremediable, imposible de llenar, inédito. Antes de estos sucesos, nunca hubiera imaginado que esto podría sucederle. ¿Cómo imaginar el dolor por la pérdida de la felicidad plena si nunca se ha experimentado? Intentó contentarse con alcohol corrosivo, con mujeres fáciles y difíciles, con el juego enfermizo e incluso con vicios, sin resultado. En tanto, la nereida continuaba visitándolo, rodeada ahora de una especie de aura y con un brillo pícaro en sus ojos, siempre en silencio. Centró entonces su odio en el lago, cuyo nivel subía día a día. Antojábasele hinchado de vida; paradójicamente, hacía un tiempo que algunas truchas aparecían inexplicablemente muertas en la costa, mientras una fina capa de algas verdosas lo estaba empantanando. La imagen comenzó a colmarle poco a poco sus pensamientos de tal modo que le fue imposible ocupar su mente en otros asuntos.
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La silueta de aquellas aguas, cubiertas por la ilusoria disposición de los cloroplastos, dejaba ver el conglomerado pestífero que infundía a Lakemadher un sentimiento de asfixia, semejante, se le ocurría, al estrangulamiento fetal por el fortuito deslizamiento de un cordón umbilical. El paisaje, farragoso y nauseabundo, cuya fetidez prosperada de los vertebrados se le insinuaba infatigable; la reiteración abrigaba el carácter obsesivo y persecutorio de una erección prohibida, culpable de incesto. Ya nada podía distraerlo de estas cavilaciones. Percibía, asimismo, cómo la angustia se adueñaba de sus entrañas con la seguridad precisa de la sierra que raspa sin tocar una aurícula. El hecho de carecer de aquella abundancia de plenitud, que supo devorar incluso con timidez, cobijó en él la fijación vehemente respecto a aquel estanque. Su atracción, instintiva, permanecía inalterable, como si almacenara en alguna parte de su organismo el recuerdo de que el lago era aún la posibilidad más cierta de satisfacción. Sin embargo, el sentimiento hostil que le provocaba aquella infertilidad se vio exasperado ante una nueva visión de la ninfa, que ahora se le presentaba de espaldas. Ocasión que juzgó determinante y le hizo emprender decididamente el camino, una vez más, hacia la costa. Pensó que era mejor no esperar hasta la medianoche, la idea de apresurarse a la hora acostumbrada, infundió en él cierta sensación de sospecha marital. Le había comenzado a asomar una perceptible alteración en la pigmentación de la piel, símil al de la hembra cuando incuba su cría; sólo que en el guardabosques estos trastornos se difundían en proporciones más extensas del cuerpo, en la medida en que el vacío persuadía su alma con mayor ligereza. Próximo al lago, una tranquilidad estrepitosa lo abrazó con sensualidad, pudo sentir no sin avergonzarse, una leve excitación, saboreó sus labios con el ápice de la lengua y notó la dureza de un pezón rígido, presto a desbordar de abundancia; el miembro semierecto convocó inmediatamente el aroma de su madre, una sencilla calidez lo rodeaba, deseó que durara para siempre; los estigmas en la piel parecían comenzar su retirada; el olfato lo conducía letárgicamente hacia la orilla.
Paso a paso se adentró en las aguas. No temía a la muerte; la vida, incompleto, carecía ya de sentido. Cuando el sutil oleaje cubrió primero su boca y luego su nariz creyó que todo estaba llegando a su fin y cerró sus ojos en paz. Trató de contener la respiración lo más que pudo hasta que sintió sus pulmones reventar.
Algo rozó de repente una de sus extremidades y lo alejó del trance en que parecía haber ingresado. Los jirones marinos y el estado del agua entorpecían ver de qué se trataba; sólo sintió un leve ardor. Ensayó lentamente el movimiento del miembro para alcanzar con su mano la zona afectada, pero fue inútil; las piernas se le presentaban ajenas, como si, entumecidos los muslos bajo la nieve, se encontraran a varios metros de profundidad. Nuevamente percibió impotente como esta vez la misma criatura se le adosaba y succionaba parte de la carne erosionada, al tiempo que se hacían visibles sobre la superficie borujos de sangre que confundíanse con la espesura propia del lago. Intentó evitar el contacto de sus labios y colocarse de manera que las fosas nasales pudieran seguir funcionando. El aroma le resultaba familiar. Le extrañó no percibir un dolor tan intenso a pesar de estar siendo devorado; imaginó que el estado anestésico era producto de la ruina de alguna arteria principal que paralizaba gran parte de la porción inferior de su cuerpo sin que le impidiera mantener aún cierta sensibilidad.
Se rehusaba a no poder ver de qué se trataba aquello. Lo imaginaba similar a una sanguijuela. Ahora podía percatarse de que eran muchas más, incrustadas en la totalidad del torso. El embotamiento era casi completo. El líquido linfático, zigzagueante por
el movimiento simultáneo que las alimañas parecían producir en su lomo, llegaba con pequeñas olas hasta las orillas. El páncreas iniciaba la absorción en pequeñas cantidades. No experimentaba dolor.
Pensó más bien en un cálido abrazo y tuvo la sensación de recordar su nacimiento.
Una masa de agua tibia lo sumergió violentamente hacia el fondo para luego impulsarlo hacia la superficie con más violencia y volverlo a sujetar. Le pareció ver en la profundidad millares de pequeños fetos con cuerpos de pez que golpeaban incesantemente la entrepierna de la ninfa; ésta, por primera vez, se presentaba simulando dar a luz mientras reía con ironía. Pudo ver en los rostros de los embriones rasgos similares al suyo; y todos prestos a abandonar a la parturienta, dirigíanse a él. El desprendimiento de sus partes fue inmediato. Pareció quedarle únicamente un atisbo de conciencia. Divorciado de su cuerpo se dirigió por inercia hacia el vientre de la dríada, cuyos labios infranqueables lo exasperaron. Arremetió una y otra vez contra el belfo sin conseguir su propósito y luego otra vez y otra y otra. Exacerbado, continuó tratando de ingresar pues una repentina y creciente voracidad lo persuadía. Famélico, intentó nuevamente, y una vez más, y otra y otra.
Mientras tanto, las aguas fueron lentamente normalizándose. El amanecer descansó sobre la simplicidad tornasolada del lago cuyo reflejo cristalino anunciaba el silbido alegre de un ave. El sol tenue infundía valor a las gacelas que recogían jubilosas el alimento. El crujir de las hojas desparramadas sobre el suelo armonizaba con la ingenuidad amable del ambiente. El otoño se distendió a lo largo de la frondosidad. Los árboles, pardos, abrazaban con un aroma embriagador y reminiscente la albufera.
La nueva guardabosques se acercó a la orilla; a un mes de instalada en la cabaña abandonada, aún no había visitado el lago. Joven, bella y determinada logró sobreponerse al mal presentimiento que la embargaba cada vez que lo observaba a la distancia.
Fue entonces cuando un brillo iridiscente entre las rocas llamó su atención.
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Javier Zoppi y Medina nacido en la provincia de Buenos Aires en el partido de Avellaneda, abandonó tardíamente la Licenciatura en Letras desarrollada en La Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires para emprender confusamente estudios de Filosofía en la misma institución. De dudosa trayectoria literaria y amante del salamin con queso ha publicado textos en desconocidos y aún más dudosos medios literarios por los cuales no ha sido aún querellado.
Héctor Horacio Otero nació en Buenos Aires en 1966. Estudió Historia en la Universidad de Buenos Aires. Publicó una novela corta juvenil de género fantástico, Aguada, el nacimiento de un guerrero (2004) y cuentos de ciencia ficción en diversos medios (CUÁSAR, ALFA ERIDIANI, NGC 3660, LUNATIQUE, etc.). Ahora tiene su propio blog.
Hemos publicado en Axxón: RÍO CHICO (179), LUPERCALIA (181), SERENDIPIDAD, en co-autoría con Carlos Devizia (188), EL FIN DE LA ANTIGUA RAZA, en co-autoría con Gonzalo Géller (191), LA CIUDAD SIN ESPERANZA (193), FELIDAE (197)
Este cuento se vincula temáticamente con EN EL UMBRAL ENTRE LUGARES Y TIEMPOS, de M. Eugenia Pereyra (197), EL PANTANO DE LA LUNA, de H. P. Lovecraft (187) y EL BESO DE LA VALQUIRIA, de Carlos Gardini (142)
Axxón 198 – julio de 2009
Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Fantasía : Seres Fabulosos : Argentino : Argentina).