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Todo comenzó sobre nuestros dos pies

Déjenme contarles una historia. Hace mucho tiempo existió un lugar hoy desértico y empobrecido, pero en aquel entonces lleno de riqueza natural, con abundante vegetación y árboles que llenaban toda esa zona de vida. Los animales se escondían en los altos pastizales, ya sea por miedo al ataque de otros animales más grandes y depredadores o, caso contrario, porque eran depredadores en busca de su futuro almuerzo. De cualquier manera podemos suponer que cada uno conocía su rol, lo cumplía y no lo sufría o disfrutaba. Eran las reglas del juego y todos las aceptaban.

Bueno, no todos. Existía un animal entre los que habitaban la sabana que estaba menos dotado que otros para la lucha por la vida. No contaba con patas delanteras fuertes que terminaran en garras que despedazaran pieles y carnes, no tenía tampoco colmillos para trozar a sus víctimas ni mandíbulas que le permitieran masticar las duras bayas que tanto abundaban; sus extremidades traseras, si bien ágiles, no podían competir con las de otros a la hora de huir o de acorralar a una presa. Él no lo sabía pero si no encontraba algo que lo diferenciara iba camino a la extinción como sus primos más cercanos —el Ardipithecus o el Australopithecus (unos 4,5 a 4,1 millones de años a.C.)— que ya habían perdido la lucha y no caminaban más sobre el planeta.

El peligro era constante y la única forma de evitarlo era permanecer siempre alerta. ¿Pero cómo estar alerta si el oído no alcanzaba y la vista se encontraba entorpecida por la misma vegetación que le servía de refugio? El enemigo siempre se las arreglaba para sorprenderlos. No podían pelear —eran más débiles—, no podían escapar —eran más lentos— pero quizás, con un pequeño esfuerzo, si empujara su cuerpo hacia atrás y mantuviese un poco el equilibrio… el primate se irguió sobre lo que comenzaron a ser sus piernas y un nuevo mundo se le reveló.

Ya no hacía falta escapar con desesperación de los depredadores. Con elevarse sobre sus dos pies los vería desde una gran distancia. Ya no podrían sorprenderlo y la vida empezó a ser algo menos precaria.

¿Cómo fue el camino que comenzó con un pequeño primate parándose sobre sus dos pies y llega hasta los asombros del hombre moderno? Es lo que trataremos a continuación.

 

En un principio fue la vida

Cuando pensamos en los grandes temas universales —el origen del universo, si estamos solos en él, de dónde venimos y cuál es nuestro destino, si hay un Dios, etc.; que cada uno agregue la cuestión que más lo intrigue— siempre lo hacemos poniéndonos de frente a una pregunta. Para nosotros hoy la pregunta primera es ¿qué es la vida? Dentro del campo científico podemos utilizar dos diferentes ópticas para abordar la cuestión.

Desde la mirada de la química nos respondemos que la vida es la resultante de la combinación de elementos orgánicos fundamentales (hidrógeno, carbono, nitrógeno, fósforo y oxígeno) con condiciones ambientales específicas. Así se formarán cadenas de aminoácidos que permitirán la interacción entre proteínas y ácidos nucleicos. Este guiso original dará lugar a un sistema molecular capaz de auto-reproducirse.

Si, en cambio, usamos la mirada de la biología, la vida se define por su capacidad de cumplir un ciclo de transformación o ciclo vital, esto es un ser que nace, crece, se reproduce y muere. La fuerza que mantiene a este ciclo en movimiento es la capacidad de «replicamiento» que se asegura de, por lo menos, la existencia de un representante en la siguiente generación. Para cumplir con este designio los seres vivos intercambian materia y energía en su medio, siguiendo su propio código transmisible que puede modificarse por una mutación o algún otro proceso evolutivo.

Tratando de congeniar estas dos visiones, la biología molecular presenta una nueva perspectiva. Basándonos en el hecho de que la información hereditaria está codificada en el ADN, podemos decir que existe una uniformidad de componentes moleculares en todos los organismos, ya sean bacterias, plantas, animales o seres humanos. Esta unidad demuestra la continuidad genética de los organismos vivos. Todos estamos emparentados y —lo que es más importante— descendemos de un antepasado común.

Es más, la semejanza se puede cuantificar: el hombre y el chimpancé cuentan con el «citocromo c» en el mismo orden y con los mismos 104 aminoácidos. En cambio, en el macaco Rhesus los aminoácidos se diferencian por uno, en el caballo por 11 y en el atún por 21.

Volviendo a nuestra pregunta primera, ya estamos en condiciones de decir que el origen de la vida se encuentra en el límite que separa la evolución química de la biológica. Debemos mirar muy hacia atrás para encontrar esa frontera, tanto como para remontarnos al momento mismo de formación del planeta. Si bien en aquel entonces no existían seres vivos, sí había profusión de sustancias orgánicas esenciales.

Gracias a los análisis radiactivos de rocas muy antiguas y a los cálculos de su desintegración, podemos ubicar ese momento en unos 4500 millones de años antes de hoy, cifra similar a la que los cosmólogos usan para datar el nacimiento de nuestro planeta.

Pero aún habría que esperar más de 1000 millones de años para que la vida comience a conformarse. En los registros fósiles de 3500 millones de años aparecen vestigios de organismos muy simples, semejantes a bacterias. A partir de ese preciso momento se pone en marcha un mecanismo que, a pesar de su antigüedad, aún funciona perfectamente: la evolución biológica.

En otras palabras, la vida sigue creándose y el proceso de cambio en ella es permanente. Y como estarán imaginando, esto también se aplica al hombre.

 

De pie frente al futuro

Antes mencionamos que el futuro ser humano debía encontrar imperiosamente un rasgo que lo definiera y lo distinga de las otras especies. Ya no existían los grandes saurios que fueron durante millones de años los dueños absolutos del planeta. Sin estos competidores, las condiciones estaban dadas y era el momento ideal para que los mamíferos mostraran sus cartas ganadoras: la reproducción sexuada y la gestación intrauterina.

La primera de ellas es un rasgo de gran significación evolutiva, ya que al permitir generar individuos portadores de una combinación genética particular, 50% y 50% de cada uno de ellos, introdujo la variabilidad genética y la diversidad en las formas de vida, permitiendo que actúe la selección natural.

«La reproducción sexual no da ventajas en un medio que no cambia con rapidez, pero sí en uno que lo hace a gran velocidad porque otorga variabilidad potencial a través de la recombinación genética» (J. F. Crow, 1992).

En cuanto a la gestación dentro del cuerpo materno, tiene una gran ventaja con respecto a la ovípara. Permite restringir el gasto energético al cubrir los riesgos de pérdida del embrión. Al gestarse dentro del útero de la madre el representante de la futura generación no corre tanto riesgo como un huevo semienterrado en las arenas de una playa, a merced de muchos depredadores. Para solucionar esto, las especies ovíparas generan cientos y a veces miles de huevos, con los cuales se aseguran de que unos cuantos sobrevivirán. Todos hemos visto algún documental que muestra la odisea de las tortugas marinas saliendo del cascarón de a miles, teniendo que recorren unas decenas de metros de playa hasta llegar a la seguridad del mar. A pesar de que todos los depredadores se hacen un festín con las pequeñas, la abrumadora cantidad de huevos que eclosionan a la vez logra que la especie sobreviva. Se paga un costo muy alto y, como decíamos, el gasto energético es enorme, pero aún así las tortugas sobreviven desde hace millones de años.

La calidad de primate mamífero nos brinda otra característica única: nuestro período de gestación es más prolongado y el número de crías por camada es escaso. Esto supone un alto grado de inmadurez al nacer y en consecuencia, una dependencia absoluta de los adultos. Esto, que en principio parece una desventaja notable, se volvió un elemento esencial en nuestro camino hacia el hombre. Lo llamamos infancia.

Una larga infancia permite mejorar la recepción y el aprendizaje de la información básica para la subsistencia. Pero además conlleva un fortalecimiento de los lazos de cohesión social imprescindibles para mantener unido al grupo mientras las crías se desarrollan. El grupo cuida de su futura generación y para hacerlo de la mejor manera posible, tuvo que desarrollar un sistema de comunicación complejo que podemos suponer comenzó con gestos faciales y corporales, chillidos, aullidos, hasta culminar en un verdadero lenguaje.

A estas ventajas evolutivas de los mamíferos, en especial de los homínidos, hay que sumarle el rasgo que ahora sí nos comenzó a diferenciar del resto. Es una particular característica de nuestra evolución que los antropólogos han dado en llamar la «especialización-generalización». Suena paradójico y contradictorio, pero no lo es tanto.

Se dice que una especie está «generalizada» cuando tiene la capacidad y la ductilidad de sobrevivir en diferentes ambientes, muchas veces ubicados en los extremos geográficos o climáticos. Los ejemplos típicos son el de la cucaracha y la rata.

Por el contrario, una forma de vida se encuentra especializada cuando logra una eficiencia máxima en la explotación de un ambiente a través de órganos preparados para tal función. El problema es que estos mismos órganos le restan ductilidad para actuar en otros ambientes. De la «especialización» el ejemplo típico es el caballo. Se encuentra adaptado para vivir en espacios abiertos y por ello cuenta con poderosas patas y una gran resistencia y velocidad, pero no le es posible adaptarse a otras geografías como la montañosa o el ambiente acuático.

La especialización permite aprovechar con grandes ventajas un ambiente específico, pero a su vez, si las condiciones de dicho ambiente cambian, entorpece la adaptación hasta el punto extremo de llevar a la especie a la extinción.

El caso atípico de la «generalización-especialización» corresponde a los seres humanos. Nosotros contamos con una sola, única y gran especialización: la complejidad encefálica. Pero al contrario de las especies que fracasaron por su desmedida especialización, la nuestra es la que nos ha permitido continuar siendo «generalizados». Es así entonces que tenemos la capacidad de vivir en diversos ambientes, diversos climas y procurarnos diversas alimentaciones. Hemos realizado una especialización fuera de nuestros cuerpos. Nuestra especialización nos ha permitido crear una cultura, que a su vez nos ha facultado para continuar siendo generalizados.

Esta habilidad es el gran secreto que ha hecho que aún siendo menos fuertes que otras especies, más lentos, con una piel débil y sin pelaje que nos abrigue, pudiéramos conquistar todo el planeta y algo más también.

Cuando por primera vez nos paramos sobre nuestros dos pies dimos inicio a una serie de transformaciones que terminaron siendo rasgos de la especie Homo Sapiens. No podemos suponer que fue un hecho volitivo, sino más bien una respuesta al ambiente. Creemos que el factor climático nos obligó a erguirnos. Hace unos seis millones de años, África entró en un período de desertificación que redujo de manera considerable los bosques y las selvas, como así también la vegetación de la sabana, el ambiente principal de los homínidos. Como adaptación a estas nuevas circunstancias, algunos primates optaron por la marcha bípeda y se mantuvieron erguidos.

Esta postura produjo modificaciones adaptativas que conducirían al Homo Sapiens. Por ejemplo, para mejorar el equilibrio hubo que desplazar el orificio que conecta nuestro cráneo con la columna vertebral y por el cual pasa nuestra médula espinal; la columna en sí se modificó al curvarse más para permitir soportar mejor el peso de la parte superior del cuerpo. Las piernas se robustecieron, el fémur se inclinó hacia adentro para permitir marchar sin tener que girar el cuerpo y la rodilla cambió hasta que pudo moverse en diversas direcciones. En cuanto a los pies, se alargaron, reduciéndose los dedos y abandonando el pulgar oponible. El pie humano ya no está capacitado para «aferrarse» pero sí para soportar todo el peso necesario y favorecer el impulso de correr hacia adelante.

Quizás el efecto más interesante de la marcha bípeda sea el haber liberado las extremidades superiores, dejando que las manos se ocuparan de recoger con mayor facilidad la comida: insectos, frutos, hojas, huevos, pequeños animales, pero especialmente, la carroña. Luego de golpear una y otra vez los huesos abandonados del festín de animales más grandes, aquel viejo homínido descubrió que dentro ellos se guardaba un manjar que técnicamente definiríamos como médula pero culinariamente es el «caracú», la mayor fuente de proteínas que el pequeño homínido podía conseguir sin arriesgar su vida. Su incalculable valor alimenticio fue a parar directamente a su cerebro que pasó de los 643 cm3 de aquel pequeño Homo Habilis encontrado en la garganta del río Olduvai en Tanzania y que vivió hace 1.760.000 años, hasta los 1.500 cm3 del Homo Sapiens Sapiens —es decir, usted lector o yo mismo—.

Así pues en un rápido repaso de los últimos cinco millones de años de nuestra vida en el planeta, vemos que una serie de eventos azarosos que ocurrieron más allá de nuestra capacidad de intervención, nos fue moldeando en lo físico, en lo social y en nuestra propia mente. La naturaleza nos dio las herramientas necesarias para subsistir, pero lo que nos convirtió de verdad en hombres fue una extraña mezcla de curiosidad, audacia y un irrefrenable deseo de vivir.

 

Bibliografía:

Ayala, J. F. «Origen y evolución del hombre», Alianza – 1985

Luschetti, Mirta «Manual de antropología» Eudeba – 2001

 

 

Datos del autor:

Es argentino, casado, dos hijos, licenciado en Comunicación Social y trabaja en el ámbito académico y periodístico. Se dedica con especial atención a los temas históricos y de divulgación científica. Vive en la ciudad de Buenos Aires.