Revista Axxón » «La visita», Luciana N. Victoria Fernández - página principal

¡ME GUSTA
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ARGENTINA  ARGENTINA

Elvira Güerci aparecía en casa los miércoles sin falta. Sus timbrazos eran un grito inconfundible. Casi una amenaza.

Llevaba el pelo recogido en un rodete gris sujeto en la nuca y la mirada perdida. Entraba a tientas, lidiando con sus ínfulas derrumbadas y con su desvergüenza. Su ropa era un montón oscuro de telas superpuestas con restos de puntilla en las mangas.

Ampliación

Ilustración: Pedro Bel

A mí me parecía que a su paso mi casa se ensombrecía. Pero ella no era una bruja. Nada más era una anciana que nos visitaba para tomarse un café con leche y llevarse su vianda.

Elvira Güerci, hija de una de las familias más acomodadas de la ciudad, sobrevivía desde hacía años gracias a la caridad. ¿A qué olía Elvira? Era un vaho persistente, mezcla de kerosene, tierra y verduras desechadas.

No era su costumbre conversar con fluidez, pero cada tanto se trepaba a sus vivencias de niña rica y las contaba. “Las Güerci recibíamos visitas importantes. Éramos señoritas distinguidas”. Cosas por el estilo solía decir antes de hundir el mentón en la taza para mojar galletitas y devorarlas una tras otra.

Después volvía a su presente lastimoso o hurgaba en su carterita llena de grietas. Eso sí me parecía raro. Porque revisaba su interior de un extremo al otro como si ahí guardara algo más que monedas y un juego de llaves. ¿Necesitaba llaves Elvira? Lo dudo. Lo dudaba entonces.

Mamá solía decir que el tesoro oculto en la cartera era un par de gemelos de oro y una foto de los tiempos de esplendor, cuando todavía podía lucir tapados de piel y mostrar que era una chica refinada.

Mis recuerdos de Elvira conservan el calor de la estufa naranja que atestiguaba los murmullos en el comedor. La última vez que vino no parecía distinta a otras. Como siempre, arrastró sus canoas hacia el alma de la casa y se dejó caer de costado sobre la silla. Desde el techo, un triángulo de luz nacía en una lámpara de acrílico en forma de flor. Su foco aclaraba la estampa, la nariz ancha, la vestimenta confusa.

Pero esa tarde María, la mujer que me cuidaba en aquel tiempo, instaló una duda filosa sobre Elvira. En principio no me extrañó; a ella la visita siempre la había incomodado. Eso explicaba la fragilidad de su cortesía; sus comentarios acartonados o dispersos.

Poco tenían para decirse una a la otra. Las dos rondaban los setenta y pico y eran solteras sin hijos. Hasta ese borde llegaban sus coincidencias porque, como decía mamá, el caso de Elvira no admitía comparaciones. Aunque el derrumbe económico era un golpe lejano, ella lo arrastraba con una amargura que creía incomprendida. Sus comentarios al azar lo confirmaban. Los amigos de la buena vida, los gustos refinados, todo ese conjuro de grandezas se había esfumado y la había confinado en un nido reseco. María, en cambio, no podía siquiera imaginar la nostalgia por los bienes perdidos. La ambición o la soberbia no cabían en su ingenuidad amasada a fuerza de una vida alegre con poco.

Sin embargo, estaba claro que a María le molestaban los miércoles. Más bien diría que le molestaba que los miércoles fueran de Elvira. Era difícil para ella digerir las instrucciones de mamá: “Acuérdense que a la tarde viene. No la dejen esperando. Envuelvan bien la vianda que se le puede caer”.

Miércoles 19 de julio de 1986. Esa tarde los timbrazos sonaron un poco antes de lo previsto. La escena siguió como era costumbre. La visita se instaló en su lugar, frente a la ventana que miraba al puente y a la fábrica de papel.

—¿Qué quisiera tomar, Doña Elvira? —Ese era el saludo habitual de María.

La chispa de la hornalla se fundió con un suspiro de arrogancia pisoteada.

María sirvió una taza grande de café con leche, un plato de tostadas y otro de anillitos de azúcar.

Después, cada una se dedicó a lo suyo: una, a recrear la ceremonia de la merienda; la otra, a pasar la esponja con aire despreocupado, aunque la duda ya había empezado a rozarle con fuerza la nuca.

Yo hacía mis deberes en el comedor al mismo tiempo que supervisaba la sinfonía: los sorbos exagerados; el rechinar de los cubiertos; el chirrido profuso de la canilla. Y entonces, no sé por qué, me anticipé al llamado de María. Lo presentí antes de descubrir su mirada asimétrica observándome de reojo.

—Sentime algo que te quiero decir, nena.

Levanté la vista de mi carpeta. La emanación que cada tanto expulsaba la fábrica de papel se descargó con fuerza.

—¿Qué pasa, María?

—¿Te fijaste en la Elvira?

Me concentré en el gesto desencajado de la mujer a la que queríamos como a una abuela.

—Vos estás con los deberes y no sé si te diste cuenta…

El último comentario y el gesto que lo acompañó me inquietaron. Me perturbaba la certeza, porque sí, me había dado cuenta, pero ¿qué podía hacer? Cualquier comentario hubiera inflado la sugestión.

Nuestra única opción era disimular para que Elvira no sospechara. Nos sentamos en torno a un vértice de la mesa del comedor. Desde ahí sólo veíamos su espalda, pero intuíamos que a ella no se le había escapado nuestra complicidad.

Lo sabía, pero simulaba no estar al tanto. Fingía y chasqueaba. Se llevaba una galletita a los labios y simulaba ingerirla. Hasta hacía un rato María también lo había intentado: hacer como si tal cosa; lavar cubiertos, tararear sus canciones de la Virgen.

Cada tanto, la novela de la tarde enturbiaba los sonidos y los silencios que a nosotras nos importaban.

Retomamos el hilo de nuestras certezas, hasta que por fin María lo puso en palabras

—¿No te diste cuenta?

—¿De qué, María?

—De ésta —me respondió haciendo un movimiento rápido con la cara hacia Elvira—. Lo que digo es que esta que vino, no es.

-¿No es quién?

—No es la Elvira…. Es otra.

La ocurrencia me hizo sonreír igual que otras frases insólitas de nuestra María. Y juro que me esforcé; hice lo posible para convencerla de que sus suposiciones eran una fantasía.

—Siempre fue rara Elvira —le dije—. No sé qué le ves hoy para decir eso.

—Fijate lo que hace con las masitas —insistió María—. Hace que come. Lo mismo con el café. Parece que toma, pero siempre hay la misma cantidad en el pocillo.

—¿Estás segura?

—Vos porque estás distraída con los deberes, pero mirala bien y vas a ver.

Nuestra conversación siguió con mímicas. Las muecas iban y venían del comedor a la cocina, del peinado a las manos, de las manos a la taza, de la taza a los platos llenos de tostadas y galletitas. María no cedió. Sostuvo su hipótesis hasta el final y yo no pude más que adherir a su convencimiento. Porque no era un indicio sino varios. Un perfume, una manera irreconocible de mover la cabeza, la liviandad con que las canoas deshilachadas acariciaban el piso.

Durante una pausa, María estuvo a punto de pronunciar uno de sus comodines para matar la espera, al estilo de: “con este frío una ya no sabe qué ponerse!”, pero la voz no le salió de la garganta. En el espacio reservado a las muletillas, el estruendo de la papelera irrumpió de nuevo y se fue apagando sin apuro.

La telenovela ofrecía la discusión de una pareja. La pelea ficticia se mezclaba con los sorbos impostados, o con los cubiertos a medio lavar que todavía rechinaban. Esos eran los únicos ruidos dentro de mi casa en penumbras, hasta que por fin escuchamos la voz de Elvira.

—Dígame algo, María… y respóndame con sinceridad. Dígame si hoy es grata mi visita. Usted dirá y en caso contrario, me retiro.

No me extrañó la interpelación. Cada tanto, Elvira hacía preguntas como esa. Lo curioso fue que esa vez miré a mi abuela postiza y percibí el pánico en su mirada.

—Faltaba más, doña Elvira… Su visita no molesta. Además la señora me deja todo listo para que se lleve. Hoy le dejó pollo con arroz y un paquete de pan fresco.

—Mire usted… Lástima que no estoy en mis mejores días. Por otra parte, no sé a qué viene el comentario. Soy una Güerci, María. Usted debería saberlo. Las señoritas como yo no buscamos limosnas. Solamente le preguntaba si soy bienvenida.

Elvira hablaba de espaldas, pero con la última frase giró el cuello hacia el comedor, para mirarnos.

—Tal vez sea otra cosa —agregó de repente—. Digo que me parece que hoy no me tocaba venir.

—¿Cómo, si hoy es miércoles? —preguntó María.

—Pasa que mi última visita fue el miércoles pasado. Hoy vine para algo distinto.

María intentó acotar algo, pero otra vez se le entumeció la garganta. Entonces, un poco por ella, otro poco para deshacerme de tanta pesadez, me atreví a avanzar hacia la cocina. Elvira me sonrió, metió la mano en su carterita ajada y me dijo algo.

La frase quedó opacada por otro resoplo de la fábrica, por la musiquita de la telenovela, por el chirrido de la canilla sobre los cubiertos sin lavar.

—¿Cómo dice, Elvira?

Miré sus orejas grandes, sus manos de hombre entrelazadas sobre la mesa y esperé la respuesta.

—Ahí, querida —me indicó señalando una parva de diarios viejos desparramados sobre la silla de la cabecera—. Fijate el que se asoma. ¿Qué dice?

Puse el diario local en mi falda, pero ella me lo sacó de un tirón y leyó en voz alta:

“Un enfrentamiento entre vecinos terminó con la vida de una anciana indigente. La víctima es una mujer que vivía sola en una casilla ubicada en un baldío del barrio Burgar. Efectivos de la Comisaría II encontraron su cuerpo a metros de la puerta de entrada. Tenía un fuerte golpe en la cabeza.”

Elvira leyó el fragmento con los ojos húmedos. Quise conocer sus motivos

-¿Qué le pasa, Elvira?

—Lloro por lo que pasó. ¿No te enteraste, ¿si yo les dije? Varias veces les conté que me tiraban piedras… Fueron los vecinos. Unos maleducados que no saben quién soy ni de dónde vengo.

Más que en el último tramo de la charla, me concentré en la sombra irregular de Elvira; en sus fosas nasales como dos pozos ciegos; en esa contusión morada del lado derecho de la frente.

—Les dije, pero no me creyeron —repitió ella. Y empezó a gesticular sin voz, con aires de marioneta.

Me quedé sin reacción. Noté que María desde el comedor se esforzaba otra vez por revelarme un secreto. No alcancé a leer sus labios. Sólo vi que Elvira giraba sobre sus talones hacia ella. Retuve las dos espaldas encorvadas, la silueta inhallable debajo del montón de telas viejas y a su derecha, la melenita de abuela. Las vi aproximarse sin apuro hasta colocarse a la par; vi cuando se tomaban del brazo con la mirada fija en los tres escalones de la entrada. Un aura difusa envolvía a una y se prolongaba en la otra.

Me enfoqué en los ojos de María; le rogué con la mirada que no me dejara, que empujara de una vez a esa vieja que la sujetaba como a una presa. De nada sirvió. Nunca supe si ella no quiso o no pudo deshacerse del alma sórdida que la arrastraba.

Me resigné al sopor reinante, a los timbrazos que nunca dejarían de aturdirme justo a mitad de cada semana.

Acompañé la salida unos pasos atrás de las dos, como si yo fuera parte de la ceremonia. Elvira se despidió de mí con una mímica extrañamente veloz y un resto de orgullo en los pómulos. Observé su perfil impávido, lo vi rebosante de rencores antiguos; sólido en su propósito de llevarse a María hacia un territorio ajeno a mi casa, a mi familia, al mundo de los vivos. Dos siluetas despintadas, etéreas. Una empecinada, la otra subalterna.

Desde aquel miércoles el aura de las dos se resiste a abandonarnos. Una exhalación repentina las trae de nuevo en forma de bruma o de fragancia. Sus huellas nunca se cansan de rondar por las habitaciones de mi casa. Mamá y yo intentamos todo para que nos dejen en paz. Probamos con oraciones y hasta con rituales, pero nada alcanza.

Casi a diario una estela oscura y duplicada se cuela por debajo de la puerta o forma figuras indecisas en el vidrio de la ventana. Otras, se escurre a gusto de un extremo al otro del comedor; o envuelve la silla que solía ocupar Elvira cada miércoles sin falta.


Luciana es licenciada en Ciencias de la Comunicación (UBA), con posgrados en difusión y crítica de arte y escrituras, creatividad y comunicación (FLACSO). Actualmente trabaja como docente en nivel superior y fue periodista y realizó tareas de prensa y difusión (IUNA, Dto. Audiovisuales). Desde el año 2017 escribe obras para chicos y jóvenes y se capacita en distintos talleres literarios. En el año 2020 su novela El ladrido de los ángeles fue finalista en el Concurso Internacional organizado por Editorial Quipu y Soy Autor, y será publicada por Editorial Quipu en su colección Zona límite.

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