«El país que ocupa la isla de Smara», Fabián C. Casas
Agregado el 5 febrero 2011 por dany en 215, Ficciones, tags: CuentoARGENTINA |
El país que ocupa la isla de Smara, a cuatrocientas millas al este del Golfo de San Jacinto, es frecuentemente ignorado por las caóticas guías turísticas de la Melanesia. El olvido de tanto editor especializado tiene su razón: Las Provincias Unidas de San Jacinto nunca tuvieron representación alguna en la diplomacia mundial. Tampoco hay delegaciones en los foros de comercio ni en las justas deportivas internacionales. Los sanjacinteños, o «sanjas» como suelen llamarse a sí mismos estos simpáticos aunque enigmáticos descendientes de españoles, apenas intercambian algunos bienes con los estados vecinos. El país se extiende por sesenta mil kilómetros cuadrados, que se dividen políticamente en treinta y seis provincias. La población nativa alcanza el número de un millón y medio de habitantes. En una zona del planeta con tanta riqueza étnica asombra al experto estudioso, descuidado turista o mero náufrago, la homogénea composición de la sociedad sanjacinteña. Todos los pobladores pertenecen al mismo grupo étnico. De tez oscura, de gruesas cejas y tempranamente calvos, los naturales se confunden a primera vista con los indonesios, pueblo imperante en esta zona del Pacífico. Sin embargo, el examen concienzudo revela una sorpresa. Los sanjas son los descendientes de un grupo de náufragos sudamericanos, rioplatenses para mayor precisión, que formando parte de la expedición de Hipólito Bouchard en 1818, hubieron de enfrentar, con variada fortuna, una espantosa tormenta tropical de las típicas que azotan la isla de Smara en la temporada de tifones. El corsario argentino guiaba su flota, en un raid de propaganda y financiamiento a favor de la joven nación americana, a través de los mares del mundo, cuando un barco esclavista del Imperio Británico tuvo la mala fortuna de toparse con la fragata argentina, mensajera de libertad y garantía de justicia. El buque negrero fue capturado prácticamente sin combate. El capitán inglés y el empresario africano fueron juzgados por tráfico ilegal de personas, según las leyes de las Provincias Unidas del Río de la Plata. Ambos fueron ejecutados y la nave confiscada. La fragata «Marí-Marí», con el aparejo intacto, tripulación saludable y su carga de treinta mujeres mozambiqueñas en buen estado (hay quien asegura muy buen estado) fue incorporada a la escuadra argentina. En su derrotero por los mares del sur, finalmente la calamidad se ensañó con los marinos. Los vientos enloquecidos azotaron durante dos días y dos noches a la escasa formación, finalizando el vendaval súbitamente con una nave perdida. La Marí-Marí, desmembrada del resto de la flota, navegó a la deriva durante una semana hasta naufragar finalmente en los callos australes de la isla de Smara. Hasta aquí coinciden los relatos sanjeños sobre el origen de su nación. Poco se ha avanzado más allá. Los historiadores locales difieren y polemizan, en forma constante y vehemente, sobre el encadenamiento de sucesos que finaliza en la moderna San Jacinto.
Ya repasada su historia, prestemos atención ahora a la actualidad del país que nos ocupa.
La ciudad capital, «La Perla del Pacífico», nos recuerda a la antigua Berlín de posguerra. El distrito federal se extiende hacia el centro de la isla albergando treinta y cuatro secciones, o «barriadas», cada una de ellas separada del resto por un muro que varía su composición, pudiendo concretarse esta división en un hormigón severo, una ubicua malla de alambre o la muy difundida ligustrina. Sucede que cada zona alberga a los habitantes que han elegido vivir allí aunados bajo la simpatía hacia el mismo partido político. Así, la capital refleja en pequeña escala la inteligente división provincial del resto del país, donde la gente se afinca a libre elección en la provincia administrada por el partido político que mejor la representa, excepción hecha, por supuesto, del Territorio Nacional Anarquista del Cabo Oriental, donde unos seiscientos pobladores viven sin representación partidaria alguna. La prolongada historia institucional del país ha afianzado las relaciones entre las zonas políticas afines. El tráfico se realiza por arterias y portales abiertos en los muros de circunscripción, anunciados por estos mensajes: «Usted está ingresando en la Zona Socialista Democrática: Bienvenido», «Zona Radical, tierra de civismo y progreso», «Zona Neoliberal. Inversores extranjeros bienvenidos», «Zona Conservadora. ¡No se permite la venta ambulante!», y así.
Es imposible intentar un esbozo de la historia local sin balancear cuidadosamente el fuerte impacto que han tenido las comunicaciones en los isleños. La generación de energía insular se realiza cómodamente gracias al betumen obtenido en los yacimientos situados en la zona norte, en la provincia «Peronistas de Perón», eterna contendiente de las vecinas «Patria Socialista» y «Santa Evita». Si bien el producto que virtualmente mana de los afloramientos rocosos no es apto para la refinación y obtención de naftas, el mismo se consume íntegramente en la usina local, produciendo electricidad para todos los isleños. Esta relativamente generosa provisión de energía ha permitido un desarrollo singular en las manufacturas del país. Tal capacidad les ha permitido a los sanjas adquirir esporádicamente bienes de consumo provenientes del resto del mundo. Aun careciendo de emisoras de radio o televisión locales, los sanjas son ávidos consumidores de televisión satelital y radio de onda corta; esto les permite mantenerse al tanto de las novedades de la madre patria, a la cual se sienten indisolublemente unidos. No existe acontecimiento argentino que no repercuta de alguna manera en la sociedad sanjeña. Triunfos o fracasos deportivos, conflictos sociales, cambios políticos y económicos, todo aspecto de la actualidad argentina tiene su correlato local. A la ola de inseguridad del 2007 le han seguido una serie de estremecimientos políticos que aún hoy mantienen en vilo a los órganos deliberativos de la pequeña nación. Recientemente, las rutas de algunas regiones fueron cortadas por simpatizantes del campo, aunque la producción local agropecuaria está reducida a las huertas comunales que cada pueblo posee. A falta de tractores y maquinaria pesada que impidiera el paso de las bicicletas, palanquines y tranvías, los partidarios locales del campo argentino dispusieron un sistema de cortes basado en el honor del damnificado. Los transeúntes llegaban al punto del piquete, jalonado por un cartel indicador improvisado por los atareados rebeldes: «Usted ha llegadoa un piquete agrario. Dese por impedido de continuar su viaje» y allí, dándose por aludidos, los lugareños procedían a retornar a su punto de origen o bien a sentarse y vociferar contra la impiedad y salvajismo de los revoltosos campesinos. Aunque no se conocen delitos mayores en la isla, la ola de inseguridad creciente ha provocado severos cambios en las costumbres de San Jacinto, especialmente en La Perla del Pacífico. «¿Hasta cuándo seguiremos soportando esto?» se preguntan los pasacalles que, en las regiones de centro y derecha, se atan a los pocos semáforos, que por otra parte, ya nadie respeta una vez que ha caído la noche. Dicen los sanjas que esta es una medida desesperada para evitar atracos, violaciones o asesinatos; y hay que darles la razón, por cuanto a la fecha no se ha registrado ni uno solo de estos crueles delitos.
Es el sueño de todo joven sanja adquirir la mayoría de edad para poder emprender un viaje a Sudamérica, a la patria de sus ancestros. Encandilados por las imágenes que reciben a través de Argentinísima Satelital y Canal 7, cada año son cientos los muchachos y muchachas que se proponen la emigración que cambiará sus vidas. Sin embargo, el viaje a Sudamérica no es trámite fácil para un habitante de la isla de Smara, lejos como está la ínsula de toda ruta comercial importante, y a la cual los aviones desprecian aún como aeródromo de emergencia. Tarde o temprano, los chicos retornan tras haber consumido tempranamente su dinero, copia artesanal bastante fidedigna del billete de un austral que llegara una vez con los restos de basura arrojados desde un pesquero de altura. Así finalizan precozmente estos viajes juveniles, sin alcanzar siquiera las doradas y prometedoras orillas de Papúa-Nueva Guinea. Los locales alegran sus días con la música de tango y el folklore criollo, con campeonatos de truco, taba (levemente adaptada a la anatomía del lobo marino) y el pato. Las bandas musicales locales, las tanguerías de la zona izquierdosa de la capital, la ópera de los bacanes y el pericón de los barrios conservadores visten musicalmente los fines de semana, en los cuales no falta la pasión deportiva por excelencia: el fútbol. Los partidos son el entretenimiento de los habilidosos atletas y colaboradores varios que desarrollan casi una profesión de fe basada en el deporte. Las contiendas comienzan con un primer tiempo; siguen con el entretiempo, el segundo tiempo y la batahola final, donde decenas de simpatizantes profesionales representan fielmente el papel de agitadores y barrabravas, invadiendo el campo y corriendo con amenazas e insultos a los deportistas. Cada domingo la fiesta se renueva con eterno entusiasmo y se comenta durante toda la semana.
Compitiendo en fervor con el fútbol y la política, la fe religiosa del sanja es digna de encomio y admiración. A pesar de que no existen representantes locales de la Santa Sede, los sanjacinteños se reconocen en su mayoría católicos. Una Biblia recuperada del naufragio original ha servido como instrumento de formación de varias generaciones de religiosos que convocan, cada lunes, a rezar el rosario en forma sincrónica con la emisión del canal satelital católico. Como en cualquier parte del mundo, también aquí la iglesia se renueva y se pone al día con los adelantos científicos y sociales. A la polémica moda del tercermundismo católico, que finalmente llevó a la provincia socialista a permitir la religión, siguió la ola vigente de incluir en la formación del seminario la instrucción sexual y, particularmente, la técnica y estrategia de sodomización de menores. Preguntado un prelado si esto no acarrearía problemas con la justicia y eventualmente no constituía un pecado, el mismo respondió que peor pecado era perder la conexión con nuestras raíces, aludiendo a la Argentina como oriente de toda iniciativa cultural. «San Jacinto mira a la Argentina porque somos argentinos», dice la frase que corona la Pirámide de Mayo local y que parece sintetizar por sí misma el pensar de este pueblo ignoto de los mares del sur.
Recientemente, San Jacinto ha experimentado un acontecimiento que ha puesto en vilo a sus pobladores y casi precipita a la pequeña nación a la catástrofe. En las vísperas de la Navidad del año dos mil ocho, arribó al puerto de La Perla del Pacífico una nave de vela, tripulada por cuatro jóvenes marineros, quienes, desconociendo las características del puerto, chocaron contra una roca, abriendo un rumbo en el casco. Sin embargo, pudieron alcanzar el muelle. Hubo una confusión inicial pues ellos creían haber llegado a Guadalcanal y por lo tanto intentaban hablar inglés con los trabajadores del puerto. Finalmente, al ver las balandras de pesca cercanas, las cuales portaban nombres tan encantadores como «Golondrina del Este», «Caña Hueca» o «Gracias a mis Viejos», los muchachos se identificaron como ciudadanos argentinos. Pronto la noticia corrió por toda la ciudad. ¡Visitantes de la madre patria! Pablo, Juan, Jorge y Ricardo, o «los argentinos», pasaron a protagonizar la vida pública de la capital en apenas unas horas. El señor Uribelarrea, director del magnífico hotel y restaurante internacional «Varela Varelita», los nombró invitados de honor, negándose bajo amenaza de suicido a cobrar un solo peso por la estadía a los ilustres visitantes; pero el buen hombre recuperó con creces los gastos pues, al día siguiente, todo el hotel se ocupó con periodistas, políticos y gente diversa que quería conversar o simplemente tomarse una foto con los cuatro jóvenes rubios, bronceados y atléticos, que no cesaban de dar entrevistas, contar cosas de la Argentina e incluso referir los chistes de moda en Buenos Aires. Así, los san jacinteños se pusieron al día con la actualidad que no era tratada por los programas satelitales habituales: La azarosa vida de Mariana de Melo, una luchadora social devenida en actriz de televisión, o la epopeya de «Bailando por un Sueño», una obra de caridad conducida por un estudioso y carismático especialista en deportes que ayudaba anímicamente a toda la Argentina desde su programa televisivo dedicado a resaltar los valores de la auto-superación y la solidaridad. Cuando el encantador Juan fue visto saliendo del excéntrico bar «La Unión Soviética», en la Zona Comunista, abrazado a la cantante local Guillermina Pérez, la prensa local estalló en impresiones de último momento de los pasquines mimeográficos: el romance de una nativa con un argentino era un hecho. En menos de una semana, sendas mujeres locales, de excelentes familias de la zona neoliberal, conquistaron el corazón de los tres argentinos aún libres. De pronto, el pueblo sanja se encontró viviendo al latido eufórico de los acontecimiento sentimentales de la cuatro parejas. No faltó, por supuesto, el nubarrón que oscureciera el cielo de felicidad que se tejía para los tórtolos. Acusaciones de infidelidad, el asedio constante de las doncellas que no se resignaban a ver cómo otras se quedaban con el preciado botín y el evidente rechazo de Jorge, Ricardo y Pablo a la excéntrica novia comunista de Juan, hicieron peligrar la armonía del grupo. Pronto quedó en claro que lo único que deseaban las damas era irse con sus novios a vivir a la Argentina. Todo entusiasmo llega al clímax para luego decaer. Así, con el pasar de los meses, la sociedad sanja se fue acomodando nuevamente al trámite bucólico y apaciguado de la vida insular, volviendo de a poco a sus ocupaciones habituales; porque lo de los argentinos sería muy entretenido, pero no daba de comer. Otras noticias esperaban por su lugar en la discusión cotidiana de la isla: El plan quinquenal, los aberrantes hechos de corrupción que salpicaban al gobernador de la Provincia Desarrollista, quien, utilizando fondos públicos, se había construido una casa en la playa para, según él, vigilar el posible desembarco de submarinos rusos, la salud del astro del deporte local, el boleador Elías Jaramillo, o la inminente aparición de la tercera novela de la saga «Aventuras del gauchito Crespín: la furia del tifón», de la escritora María de los Dolores Gutiérrez. Pasó una semana sin noticias de los argentinos. El hotel Varela Varelita fue vaciándose de curiosos para empezar a funcionar de manera habitual, como hospedaje para algún que otro viajante de comercio australiano. Simultáneamente, el servicio dedicado a los visitantes ilustres fue volviéndose más austero, pero sin mermar en calidad. No faltó el prefecto de puerto quien les insinuó a los huéspedes de honor de la Nación que resultaría conveniente hacer algo con el descuidado velero de bandera argentina, el Gokú, que ya por entonces era francamente más naufragio que embarcación.
Fue por esos días que Pablo y Juan, quienes habían desarrollado una amistad con el presidente del Consejo de Diputados sanjeño, enseñándole a jugar tenis, le confesaron al primer magistrado que ellos habían llegado a la isla con una misión secreta y que ahora, luego de la atenta evaluación que habían hecho del país y su gente, estaban en condiciones de confiarle los detalles del encargo que traían: La presidenta de los argentinos saldría de gira en el próximo mes por Australia, Malasia y otras naciones amigas. Si eventualmente fuera invitada a visitar San Jacinto, ella estaría dispuesta a hacer una escala para conocer el país y saludar a sus líderes. Los cuatro argentinos, más que nada Juan y Pablo, estaban a cargo de los primeros contactos. «¡Pero, amigos, cómo no me avisaron antes!» exclamó sorprendido el señor Moisés Peres, cuyo árbol genealógico siempre fue un enigma para la sociedad local. La respuesta de los muchachos fue la cuestión delicada de la seguridad. El mundo fuera de la isla se había vuelto un territorio inseguro y no era el deseo de la presidenta exponer innecesariamente a un país amigo al riesgo de integrarse al desgraciado club de las capitales del mundo que sufren endémicamente el azote del terrorismo internacional. Por eso, ellos tenían como mandato directo de la presidenta la tarea de verificar las condiciones de seguridad imperantes en la isla, en caso de que la visita se concretara. Nuevamente, la noticia tardó menos de un día en llegar desde La Perla hasta los más extremos parajes de la isla. La prensa se abalanzó nuevamente sobre los jóvenes argentinos. También hicieron lo propio las mujeres, los empresarios gastronómicos, los exportadores, los futuros importadores de artículos argentinos, deportistas, artistas, bailadores de tango y todo aquel que aspirase a pasar un minuto, tan solo, en compañía de la mandataria argentina. Los pobres chicos tuvieron que contratar, ad honorem, a un manager local que les organizara la agenda. A la mañana entrevistaban a personalidades oficiales para coordinar el protocolo, tarea que en seguida delegaron en su amigo el señor Peres para poder descansar al menos hasta el mediodía. Luego del tardío desayuno, los argentinos dedicaban su tiempo a visitar bodegas, bares, casinos y toda aquella atracción turística candidata a ser incluida en la agenda de la visita presidencial. Esta tarea se demoró mucho pues el grupo no se decidía ante la abundancia de opciones de calidad. Otro gran problema fue la súper-oferta de obsequios para la presidenta argentina. Lamentablemente, los chicos no pudieron expedirse sobre cuál de todas las artesanías isleñas debía aceptar como regalo la presidenta, pero finalmente accedieron a llevarse un ejemplar de cada una de las piezas en oro y turquesas para que las evaluara un experto en diplomacia de obsequios que conocían en Sydney. Un viajante australiano accedió a llevar el paquete a la isla continente a cambio de que los muchachos le cuidaran una plata que le andaba abultando innecesariamente el bolsillo. La noche no dejaba mucho descanso para el cuarteto sudamericano: cada vez debían comer en un restaurante distinto, probando las exquisiteces locales, aún a riesgo de perder la línea. Cualquiera podría suponer que aquí finalizaba la febril jornada de los diplomáticos argentinos, pero no era así. Eran tantas las muchachas que se ofrecían voluntarias para asistir a la presidenta en su futura estadía que los argentinos debían entrevistar personalmente a las chicas, a veces varias a la vez, en el hotel donde apenas lograban descansar.
El cuerpo diplomático organizó entonces un almuerzo de trabajo en el comedor del hotel Varela Varelita, al cual asistieron Pablo y Juan, los diputados provinciales y otros visitantes menos ilustres, entre los que se contaban los hermanos Piercing y Mesi Wu , dos marinos malayos que solían proveer de repuestos eléctricos a la empresa de energía local. Fue en el momento de servirse el gazpacho cuando el señor Rocamora, diputado por el sector Socialista Maoísta, planteó la conveniencia de una conversación telefónica previa entre el presidente de San Jacinto y la señora presidenta de la República Argentina, como para que ambos mandatarios se conocieran, al menos por la voz, y de paso la presidenta recibiera personalmente la invitación a visitar la isla.
—Sí, estaría bueno —dijo Pablo—, lástima que no haya aquí teléfonos celulares satelitales. Por supuesto que nosotros traíamos un par de equipos, pero se nos arruinaron en el viaje. No creo que podamos concretar esa conversación tan conveniente.
Los comensales aprobaron rápidamente la merecida puesta en su lugar que le impartió el joven diplomático argentino al eterno moscardón de la provincia pro-China. Sin embargo, uno de los hermanos Wu se levantó de su asiento, inclinó su cuerpo como quien pide la palabra, y dijo amablemente, en ese cocoliche tan cantarín con el cual los chinos pronuncian el español con matices mandarines: —¡Nosotrostenemos un Nokia satelital! ¡Sería un gran honor para los hermanos Wu poder prestárselos!
Un repentino ataque de tos se apoderó de Juan, alarmando a los contertulios y a sus servidores. Cuando pasó el tumulto, el señor Piercing Wu extrajo de su bolsillo un aparato notable, una maravilla de la tecnología asiática, que permitía hablar con cualquier teléfono del mundo, incluso desde la isla de Smara, virgen aún de antenas celulares. La concurrencia retuvo el aliento: ese teléfono tenía el poder de traer a San Jacinto nada menos que la voz de la máxima autoridad de la madre patria. Pablo tomó el teléfono con mano temblorosa.
—¡Adelante, llame! —pidió un diputado, con la mirada fascinada por el milagro inminente. Pablo dudó, paseando la mirada nerviosa entre la concurrencia.
—Tal vez no recuerde el número —sugirió alguien en voz baja.
—¡Sí, hombre! ¿Cómo no lo va a recordar? Es su jefa inmediata. ¡Deben hablar todos los días! —contestó una diputada, indignada por la falta de fe de alguna gente.
En eso, Juan se irguió del asiento y arrancó de la mano de Pablo el teléfono.
—¡No, Pablo! No molestes a la presidenta ahora. ¡En Buenos Aires son las dos de la mañana!
Un suspiro recorrió la mesa. Era cierto. Nadie querría incomodar de esa manera al primer presidente extranjero, y nada menos que argentino, con quien conversarían los sanjas en toda su historia.
—¡Esta noche! ¡Esta noche entonces! —propuso radiante el señor Rocamora. Todos los demás aplaudieron. Apenas una par de horas después de retirarse el primer diputado, toda la capital comentaba el inminente suceso. Al caer el sol, el país entero haría silencio con la esperanza de oír aunque sea un eco lejano de la histórica conversación.
El ajetreo posterior es difícil de reconstruir. Se sabe que durante la tarde, Jorge y Ricardo se entrevistaron con los hermanos Wu para alquilarles otro teléfono satelital, para tener como respaldo por si el primero fallaba; tal era el celo que ponían los argentinos en su misión. La recepción de la señal satelital en los teléfonos se probó durante toda la tarde, con el asesoramiento de los hermanos Wu y los técnicos locales. Incluso se hizo una llamada a Malasia, a la casa paterna de los Wu, para verificar el correcto funcionamiento del sistema. Como si esto fuera poco, a pedido de Juan, se hizo una llamada desde el primer teléfono al segundo, con lo cual se despejaron todas las dudas: el sistema funcionaba perfectamente. Todo estaba listo para las diez de la noche, la hora elegida para la llamada que comenzaría una nueva era. Preventivamente, el manager de los jóvenes argentinos suspendió todos los deberes de la tarde, procurando de esta manera no forzar el estado de salud de los ilustres visitantes y mantenerlos en forma para la noche. La tarde transcurrió en calma, incluso los chicos tomaron una siesta. La cena, habitualmente servida a las 20:30, se re-programó para después del llamado, aunque al día siguiente hubiera que madrugar. El recinto designado se acondicionó rápidamente para albergar a las casi trescientas personas que presenciarían el acto. Para el público se pusieron sillas, sillones de mimbre, un banco de palmera, y hasta se entraron al salón, con gran esfuerzo, las sillas de hierro del jardín. Sin medir esfuerzos, se trajo de la peluquería vecina al hotel una silla giratoria para el señor Peres. Un diván de cuerina, donado por el estudio psicoanalítico y quiromántico de María de la Rueda e hija, fue la comodidad elegida para el argentino que hiciera el contacto inicial. Cerca de las 21 se prendió el turbo ventilador de pie para ir refrigerando el lugar y a las 21:30 se dejó ingresar a la gente que ordenadamente formaba fila desde temprano. La grata sorpresa era que se había removido parte de la exposición de plástica de la artista local Susana Pereyra, especialista en pintura nocturna sobre terciopelo negro, dejando lugar entre sus cautivantes cuadros para un retrato al óleo de la presidenta argentina, pintado por el hijo del barman del hotel a partir de sus recuerdos de las apariciones de la bella mujer en los noticieros de Canal 7. La figura femenina, con la mirada seria pero dulce a la vez, solemne pero atractiva, parecía escrutar la zona de la sala donde se haría la comunicación. Para las 22:15 todo el público presente se había saludado, intercambiado opiniones y puesto al día con las últimas noticias del circuito extra-oficial. A las 22:30 aún no habían aparecido los jóvenes argentinos que harían el prodigio. Cuando el murmullo creció para transformarse en una franca gritería, la voz del señor Rocamora pidió silencio con la fuerza de toda su investidura. Ya estaba el magistrado dispuesto a amonestar a la dignísima concurrencia por su falta de ubicación y recato cuando una exclamación recorrió la sala.
Llegaban por fin los chicos. Pablo, Ricardo y Jorge recorrieron el pasillo dejado en el medio de la sala hasta llegar junto al cuadro de la presidenta. Estaban vestidos para la ocasión por la sastrería de Vieytes, cuyo dueño les había suplicado que portaran esos magníficos fracs, piqués marfil y moños blancos. La peluquería Remedios de los Arces era la responsable de las luminosas cabelleras rubias que en ese ámbito destacaban como soles indómitos de juventud. Tres dioses, tres hijos de la madre patria, tres embajadores…. —¡Unmomento! ¿Por qué solo tres? ¿Qué pasa con el cuarto? —preguntó Rocamora, a la sazón convertido en promotor del evento. El señor presidente Peres, que cerraba la comitiva, se aproximó a la primera hilera de butacas y asientos varios y golpeó las palmas reclamando silencio.
—Lamentablemente, Juan no nos podrá acompañar porque se siente mal de la digestión —dijo el primer mandatario, mirando severamente al señor Uribelarrea, director del hotel.
—Esperemos que pronto mejore. El señor ministro de Salud Pública ya le aplicó las primeras cataplasmas, de manera que habremos de dejar paso a la sabia labor del tiempo que lo curará sin que quepa duda, que grave no es la cosa. —El presidente levantó la mirada y aflojó el gesto adusto para dar paso a una sonrisa. —Pero ahora, conciudadanos y visitantes de nuestros países amigos, estimados representantes de la prensa extranjera, demos la calurosa bienvenida a estos jóvenes que no cesan de brindar felicidad y buen augurio a nuestra modesta nación —estallaron los aplausos espontáneos de la concurrencia, mientras el señor Uribelarrea se señalaba a sí mismo con cara de mártir, moviendo visiblemente los labios de tal manera que parecía pronunciar «Yo no tuve la culpa» a las pocas personas que le prestaban fugazmente la atención. —Bueno… Bien… Bueno… Les decía… no, señora, hay una lista de oradores… no podemos hablar todos por teléfono con la presidenta. Bueno… —el señor Peres logró que amainara el entusiasmo para seguir diciendo—. Este día histórico será recordado por muchas generaciones. Es la primera vez que un sanjacinteño hablará por un teléfono satelital, por primera vez con una persona de otro país, por primera vez con una persona de otro continente, y esa persona, además, ¡será la Excelentísima Señora Presidenta de la República Argentina! —los aplausos repentinos rápidamente degeneraron en una gritería infernal. El entusiasmo amenazaba desbordar el salón, donde la temperatura ya era francamente insoportable. Pero la sabiduría de viejo estadista del señor Cúbalo, del frente socialista Carlos Marx, pudo encauzar nuevamente la noche hacia su destino trascendental. En efecto, el líder reformista empezó a entonar las estrofas del himno nacional de San Jacinto, que no es otro que el mismísimo Himno Nacional Argentino. En unos pocos segundos, todos se sumaron a la feliz idea y así el salón empezó a emanar sobre la perfumada bahía nocturna de La Perla del Pacífico la música deliciosa del canto coral patrio. Los marinos a bordo de las barcas, las palangreras que en la playa alistaban el cebo para la pesca del día siguiente, los enamorados furtivos que se escondían en las dunas… todos se sumaron a ese coro que reclamaba lo mejor del pueblo sanja. Adentro del salón, los tres muchachos argentinos cantaban entusiasmados las primeras estrofas, mas luego, al proseguir el himno con el estridente pasaje donde se canta «De los nuevos campeones los rostros Marte mismo parece animar; la grandeza se anida en sus pechos, a su marcha todo hacen temblar», el entusiasmo pareció decrecer en los rostros de los chicos. Seguramente preocupados por el retraso que esto suponía, hay que pensar que aún faltaban diez minutos de canción, lo cierto es que pronto dejaron de cantar y se empezaron a ocupar de los detalles de la comunicación en sí.
Realmente, se los veía nerviosos. No debe haber costumbre o familiaridad alguna que desbaste el desafío de mantener una conversación, aunque no sea la primera, con un jefe de estado.
Por fin terminó el Himno y, tras los aplausos, la gente guardó un emocionado silencio, como el que guarda aquel que de regreso del altar donde se le ha concedido la eucaristía, deja disolver en su boca el dulce sabor de lo sagrado. De pronto, comenzó el verdadero milagro. Pablo empezó a marcar los dígitos del teléfono de la presidenta, un secreto de estado que en esta isla solo él y acaso sus compañeros conocían. Si antes había silencio, en ese momento el tiempo se detuvo. Nadie osaba mover un solo músculo de su cuerpo por el temor de provocar un ruido, una interferencia, una desgracia electromagnética o incluso digestiva que malograra la llamada.
—¡Hola, Señora Presidenta! —exclamó Pablo—. Habla Pablo… ¡ah, sos vos! ¿Qué hacés, atorrante? ¿Todo bien? Yo laburo siempre, no como vos… ¿Qué hacés con el teléfono de tu madre? ¿No tenés para comprarte uno? Qué vas a ganar trabajando… apostando es la única forma en que ganarás, y encima en contra de tu equipo. ¿Ya saben tus compañeros gallinas que apostás a favor de Boquita? … Sí, justo… Sueñen, hijos nuestros. ¡Eso es lo que son! Bien, sí. Perfecto. Sí, están todos acá conmigo… todo bien… ¿vos? … ah… y sí, mejor… ya se sabía que la cosa no iba… muy pendeja… no te hagás drama… el mundo está lleno de minas… Cuchame, ¿me podés dar con tu vieja? Acá hay gente esperando… Les mando, cuidate… chau. Beso… ¿Qué? ¿Maracas? ¿Nosotros? ¡Mirá quién habla! ¡Maracas ustedes, que no clasificaron! Chau, chau… —la gente cruzaba miradas entre divertidas y aterradas.
—¡Hola, señora Presidenta! Pablo habla… Sí, lo que pasa es que tuvimos un problema con el barco… Sí, sí… al final llegamos. ¡Estamos en San Jacinto! No… lo que pasa es que no teníamos teléfonos… sí, ya sé. Bien, todos bien… Sí, pero igual tenemos tiempo… ¿no? —en este punto de la conversación, si antes nadie se movía, ahora nadie respiraba. Todos contuvieron el aliento—. Menos mal, le agradezco. Usted no sabe lo bien que tomó esta gente la noticia de su gira… ¡Noooooo! No, señora. ¡No le dijimos a nadie! Ya sé… sí, la seguridad… es que acá son todos amigos. No sabe cómo la quieren a usted… cien por ciento. Sí, lo recomiendo…. Sí, usted tenía razón, hay que venir. —Algunos tímidos grititos de entusiasmo recorrieron las primeras filas. —Bueno, justamente… yo la molestaba para saber si usted tendría un minuto para hablar con el Señor Presidente de San Jacinto… —el ruido de una persona desplomada, presa del desmayo, fue la única interrupción en ese silencio sepulcral—. Sí, está acá, cerca de mí… Moisés Peres… Peres, con «ese». Acá al lado… bueno, sí, después la vuelvo a llamar. Hasta luego… como usted ordene, señora… ¿Quién me quería consultar algo?… ¿Aníbal?… Bueno, si puede arreglarse hasta que yo llegue… si no que me llame a este celular, que le explico cómo se hace… Gracias, serán dados. —Pablo retiró el teléfono del oído, lo bajó y puso su mano tapando el micrófono. Mirando solemnemente al presidente de San Jacinto, le dijo:
—La Presidenta de la República Argentina pide hablar con Su Excelencia. —Fue la apoteosis. Algunos guardaron silencio, otros murmuraban; algunas señoras, las más jóvenes, daban grititos histéricos. Alguna que tendría el corset muy apretado cayó desmayada haciendo ruido a miriñaque derrumbado. Cuando cesaron los aplausos, el presidente de San Jacinto se atusó el bigote, pasó la palma de su mano izquierda por la cola de su frac impecable y se acercó al teléfono con paso seguro, aunque el temblor de la mano denunciaba su lógico nerviosismo. La sala prácticamente estalló en una hoguera de luz destellante. Un gesto imperioso del presidente acabó con los flashes y el ruido de las cámaras fotográficas.
—Señora Presidenta, le comunico con su excelencia el señor Presidente de la República de San Jacinto —dijo Pablo, y le entregó el teléfono al señor Peres.
El primer magistrado alargó una mano cuyo pulso logró controlar. Tomó el teléfono y dijo:
—¡Excelentísima Señora Presidenta, es un gran honor para mí saludarla en nombre del pueblo de San Jacinto!
El público enloqueció. El ministro de Comunicaciones en persona conectó el interruptor que permitió, a partir de ese momento, la amplificación del sonido del auricular para que el mismo pudiera ser oído por toda la concurrencia.
—Su Excelencia, el gusto es mío. Lo saludo en nombre del pueblo argentino —dijo la voz del otro lado. El timbre y profundidad, seguramente deformados por el paso a través del espacio sideral en su trayectoria de subida y bajada del satélite, no reflejaban el delicioso matiz femenino que la presidenta utilizaba en sus alocuciones públicas emitidas por Canal 7. Tal vez tampoco contribuía la hora de la mañana, pero lo cierto es que la Presidenta sonaba un tanto machona, aunque encantadora como siempre.
—Señora presidenta, este llamado histórico para nosotros tiene por finalidad contribuir a estrechar los lazos que unen a cada ciudadano de mi patria con su querido país, al cual veneramos como hogar de nuestros ancestros. Pero además quiero expresarle personalmente el beneplácito por su próxima visita. No puedo expresarle con palabras la felicidad infinita que compartimos todos los sanjacinteños por su prometida presencia.
—Señor Peres. Le agradezco tanto la invitación. Yo también tengo unas ganas locas de visitarlos, porque ya me dijeron que ustedes son gente recopada y la verdad que el resto de la gira es medio plomo, así que va a estar rebueno que yo pueda ir por allá.
La familiaridad de la presidenta argentina entusiasmó al público. Una muchacha de la primera fila, haciendo gala de una extensa cultura televisiva, explicó el significado de algunos términos desconocidos, como «recopada» y «medio plomo». La voz distorsionada de la presidenta siguió diciendo:
—Bueno amigazo, que siga bien y nos vemos pronto. Cualquier detalle lo arregla con mis embajadores. Le mando un beso. ¡Chau, chau!
—Hasta luego, querida señora —saludó, algo confundido, el presidente Peres.
A continuación de los aplausos, abrazos y llantos emocionados, se largó la fiesta.
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Los diarios anunciaron el acontecimiento inminente en ediciones especiales. En menos de un mes, la presidenta argentina arribaría a San Jacinto. El itinerario definitivo ya estaba listo para ensayarse. Una comisión se despachó rápidamente al viejo aeródromo de Kala-Ton, ubicado a unos cuarenta kilómetros de La Perla. El rudimentario aeropuerto había sido construido durante la Segunda Guerra Mundial por los japoneses, pero no llegó a utilizarse nunca. Los nipones estaban ya muy debilitados cuando invadieron San Jacinto y, tras unas dos semanas de heroica resistencia nativa, debieron huir en el barco que los trajo, no sin antes probar el valor de la población civil que los hostigó duramente arrojándoles aceite hirviendo desde las azoteas. Desde los gloriosos días de la Invasión Japonesa y la Reconquista, el aeródromo envejecía pacíficamente sin mayor mantenimiento que la pintura a la cal prodigada anualmente por la Dirección Nacional de Museos. Aún así, se decidió que la pista serviría para recibir el avión presidencial argentino, tal como dieron fe Juan y Jorge, quienes ya eran veteranos de volar varias veces a bordo del famoso Tango 01.
Tras un mes de febriles preparativos, llegó el día más esperado. Durante el día anterior, la sociedad sanja había logrado, en medio de la febril actividad, cumplir con un compromiso de honor: despedir a los cuatro jóvenes que zarparían a la madrugada para investigar la seguridad de otra nación insular cercana, cuyo nombre no se podía revelar dado el secreto presidencial. La gente los colmó de regalos y las novias quedaron en puerto, tristes y ansiosas por el pronto regreso de los maravillosos solteros.
Si bien el arribo de Presidenta estaba previsto para las primeras horas de la tarde, ya desde la madrugada diversos grupos de entusiastas comenzaron a congregarse en las sendas de acceso al aeródromo. Las fuentes consultadas difieren sobre el origen de los desgraciados acontecimientos que ensombrecieron la jornada. Hay quien atribuye la culpa de iniciar la catástrofe a los grupos de izquierda revolucionaria. Otros, en cambio, apuntan la mirada inquisidora a la derecha interesada en acaparar a la presidenta para su propio beneficio. Columnas provenientes de todas las regiones del país pugnaban por ganar la calle y llegar antes que las otras al aeródromo. Vendedores ambulantes intentaban sortear los piquetes agrarios que algunos oportunistas sembraron a lo largo del recorrido de la caravana que llevaría a la querida presidenta al hotel capitalino. Cerca del mediodía comenzaron las agresiones; las canciones ofensivas que las diversas facciones entonaban en contra de las demás fueron subiendo de tono. De pronto, en la zona aledaña al aeródromo reinó el caos. Los militantes se arrojaban todo tipo de proyectiles, como empanadas, mates y termos de agua hirviendo. Las corridas y desmanes dieron lugar a la intervención de los cadetes recién recibidos de la recientemente fundada Escuela de Policía y Seguridad Presidencial de San Jacinto, quienes debieron secuestrar los equipos de sonido, la radio del disk jockey y los sánguches de miga, siguiendo el estricto procedimiento recomendado en estos tumultos. Así siguieron las peleas y saqueos de los kioscos y puestos de vendedores de velas y estampitas. La desgracia hizo su aparición cuando una voz aterrorizada anunció por altoparlante que si los revoltosos no se calmaban, acudirían los seminaristas a imponer la paz por la fuerza. Las madres, desesperadas, abrazaron a sus hijos y formaron un cordón para proteger a los púberes, taponando de esa manera la única vía de escape de la zona militar.
En el impasse producido, las autoridades, preocupadas por el retraso evidente del arribo tan esperado, decidieron enviar un radio al barco de los muchachos, para averiguar qué pasaba. Entre que el mensaje llegó al palacio de comunicaciones, se pasó al radioperador, este se comunicó con el barco, se recibió la respuesta, que a su vez tuvo que regresar al palco oficial del aeródromo, pasaron unos sesenta minutos angustiantes. Entonces, un locutor anónimo anunció que la presidenta venía en hidroavión y que el mismo había sido desviado a la bahía de La Perla. Por fin, entonces, la gente se dispersó. Siguieron horas de tensa espera.
El avión nunca llegó.
Se dice que la comitiva que acompañaba a la presidenta le pidió que suspendiera la escala en San Jacinto debido a los desmanes producidos. Es muy probable. La noche llegó cuando ya los fuegos se apagaban. Poco a poco cada cual fue regresando a su región o barrio. A la madrugada existían aún algunos grupos rebeldes de vendedores ambulantes alcoholizados que miraban el horizonte, adivinando en cada estrella que se alzaba las luces de navegación de un avión fantasma que nunca terminaba de llegar.
Como saldo de aquel día negro aún quedan heridos rehabilitándose, quienes exhiben, con desgracia o con orgullo, las cicatrices de esa jornada.
Nunca se supo qué fue de aquellos jóvenes que apostaron tan fuerte por una San Jacinto que no estuvo a la altura de su confianza; pero el silencio avergonzado de la gente expresa el inocultable sentimiento de culpa de esta sociedad isleña.
Tras la renuncia del señor Peres, el nuevo presidente de la Junta Colegiada de Gobierno, don Juan de Morelos, expresó así el sentir nacional: «Está visto que aún nos falta mucho por aprender. Quiera Dios, o por la minoría, la Naturaleza, que mi patria algún día sea digna de volver a formar parte de la Argentina que todos queremos».
Por el bien de esta Patria Grande de la Melanesia, nosotros nos sumamos esperanzados a su deseo. Así sea.
Esta vez no vamos a agregar demasiado sobre Fabián C. Casas, pues últimamente se ha transformado en un abonado a nuestras páginas. Desde su amada Berazategui, provincia de Buenos Aires, República Argentina, nos regala cada tanto estas historias alocadas y a la vez costumbristas, enormemente marcadas por su impronta. Y, tal vez extrañamente, en estos últimos cuentos no hay ningún jedi.
Hemos publicado en Axxón: REFLEJOS, CONTRA EL TAXISTA, EL IDIOMA DE LOS PRÓCERES (que también salió en el Anuario de Axxón), EL JEDI SE VA DE COMPRAS, EL EXAMEN MÉDICO, LA VIDA EN LA GALAXIA, UN MISTERIO URBANO EN ROSARIO, ARGENTINA, LA NAVE DE LOS SUEÑOS, LA SEMANA ALEATORIA: CRÓNICA DE UN EXPERIMENTO SOCIAL y MISIÓN ESPACIAL AL ASTEROIDE DEL GENERAL.
Este cuento se vincula temáticamente con LA SEMANA ALEATORIA y MISIÓN ESPACIAL AL ASTEROIDE DEL GENERAL, de Fabián C. Casas y LA VACA NO ES UNA VACA, de Javier Goffman.
Axxón 215 – febrero de 2011
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Realismo conjetural : Humor : Sociedad : Argentina : Argentino).