ARGENTINA |
Hay mucho tiempo para estar muerto.
Hans Christian Andersen
Rojo Florio ya lo dijo una vez: «La Pampa puede ser eterna, si así lo quiere, muchachos». Yo entonces era un crío en el negocio y no entendía bien de qué hablaba. Bastó un puñado de años para que lo comprendiera. La Pampa y cabe agregar «si así lo quiere», como decía Rojo puede volverse de pronto un monstruo desvaído tan largo como el cielo y no dejar de girar sobre su eje nunca, como un remolino, aunque sin la prisa de un remolino, y sin su belleza. El aire no cambia, ni los olores; la fauna es pobre y el paisaje, inalterable. A veces, en la distancia, da la impresión de que hubiera un espejo puesto en el horizonte y que el camino se copiara a sí mismo o se desdoblara como una mancha simétrica, con una sospechosa precisión en los detalles.
Tiempo atrás, al Chino y a mí nos tocaba cubrir el trayecto de Trelew a Buenos Aires y de Buenos Aires a Trelew al menos dos veces por quincena. Era lo que nos exigía Rojo, y era también lo que a él le exigían otros a quienes nunca llegamos a ver. En alguna oportunidad le propuse al Chino esquivar La Pampa, no sé, le dije, para cambiar un poco la vista, la rutina del viaje, si no te cansa. Pero al Chino esas cosas le daban lo mismo, mientras hubiera merca y licor podía cruzar siete desiertos sin inmutarse. Además, recuerdo que me había respondido: «¿Cómo carajos querés esquivar La Pampa? No estamos hablando de una cagada de perro, es una puta provincia entera, Narco». «Está bien», le dije, «está bien, solamente decía». Si se calentaba, el Chino te encajaba un cross a la mandíbula o te volaba la cabeza ahí nomás; todo le daba igual, pero francamente igual. Lo conocía de hacía años, sí, pero cuando se trataba de arrebatos no era un tipo con el que se pudiera llegar a ningún acuerdo. Al principio éramos tres.
A decir verdad, el trabajo era bastante sencillo: alguno de los cuervos de Rojo nos llamaba con la mina ya marcada, nos desplazábamos hasta la localidad señalada y después era cuestión de ver bien los horarios convenientes, agarrar a la paloma, arrastrarla al maletero del coche y emprender el viaje al sur. Un dos por tres, simple. Y el asunto se mantuvo bien y sin remordimientos hasta junio de 1993, cuando vi por primera vez a la Parca Tumbera.
En la cárcel hay muchos códigos. Contrario a lo que se cree, la mayoría no son códigos hablados, no, la vida en la cárcel depende de una buena interpretación visual. Los tatuajes son símbolos de conducta. Una serpiente enroscada en una espada, por ejemplo, está expresando el compromiso de matar a un policía, cosa muy común de encontrar entre los reclusos. En cambio, las rosas y las manzanitas mordidas son exclusivas de los presos homosexuales. Las imágenes de santos y vírgenes o de figuras de Cristo y del diablo son muy comunes en los presos acusados por violación. Las estrellas, palmeras, palomas, son propias de los reos agnósticos o ateos. Y las calaveras, o las Parcas Tumberas, significan que el portador del tatuaje no dudará un segundo en asesinar, y es quizá el único símbolo, entre todos, al que debe tomarse con mayor cautela. Se dice que ver manifestadas dos parcas en un día es indicio de traición; tres, implican que esa traición será cercana y seguida de muerte; cuatro, que esa muerte será de una lentitud y una crueldad rayanas en lo incomprensible. No existe nadie, en la mitología carcelaria, que haya visto cinco calaveras en una misma jornada.
Aquel junio habíamos secuestrado a una tal Jéssica Robles en las afueras de Cañuelas; la piba no había gritado ni se había resistido, es decir que no hubo necesidad de forcejear o de ponerse duro, «paloma ejemplar», como solíamos decir. No obstante el Chino, pero porque era un hijo de puta torcido como una guadaña, hizo entrar a Jéssica en el baúl con un brutal empujón y, en la caída, el rostro de la chica dio contra la chapa violentamente. Luego mi compañero cerró la portezuela de un golpe. No sé cuál era la necesidad, realmente, pero como dije, el Chino era un tipo inestable, se le iba la cordura y allá quedaba, y raras veces volvía a su sitio.
Che, no le hagas así que a Rojo no le gusta, después te caga a pedos y te quejás lo regañé, ahora apoyado sobre el baúl caliente del Ford. Por un momento creí que se me había ido la mano.
Sé muy bien lo que hago. Subí al coche, Narco, no me pongas loco…dijo, meneando la cabeza.
A mí no me mires cuando el jefe te pregunte quién la magulló.
Pst, ese Rojo casi ni mira lo que le llevamos. Si total ¿a él qué le importa? Él está para controlar »Pa’controlá», había dicho que lleguen los pedidos, el resto es cosa de los grandotes.
En eso tenía razón, no le iba a discutir. Estaba por entrar al auto cuando noté que la abolladura que se formaba con el peso de mi cuerpo (y esto hay que visualizarlo con cuidado) dibujaba una nítida Parca; observé en silencio, y con asombro, cómo la luz de la tarde se acumulaba con precisión conceptual en unas cuencas semihundidas y borrosas; más abajo había una nariz, que era un pedazo de pintura saltada; no tenía boca o la boca solo era un diente superior que se completaba con la cerradura oxidada del maletero. El brillo del sol sobre la pintura negra por momentos, de una claridad aceitosa, con un leve tornasol que se disgregaba continuamente le concedía a los ojos de la calavera un aspecto demencial.
El Chino me fulminó con la mirada.
¿Vas a entrar, pelotudo?
Pará, dame un segundo.
Abrí la puerta del maletero y vi que Jéssica se comprimía con terror. Llevaba la boca y los ojos vendados. Le dije que se quedara quieta y le eché un poco de agua en la herida. Gimió. La sangre que le caía del pómulo, un pómulo saliente y agudo, al comienzo no era más que una línea nerviosa. Bajé el bidón al piso y saqué un pañuelo descartable de la camisa; le limpié la sangre, volví a guardar el pañuelo. Entonces la sombra del Chino se interpuso. Sin una palabra, me arrebató el bidón de agua y me corrió de un manotazo. Se movía rápido. Ajustó a la chica y antes de cerrar la puerta noté que se quedaba mirando algo. Me pareció descubrir en él un rictus de miedo, lo vi en sus ojos, lo vi también en su mandíbula saliente de mono feo, y no entendí qué le pasaba. Di un paso adelante y, como un reflejo, el Chino estiró una mano y borroneó la sangre del pómulo de Jéssica. Luego cerró el baúl con violencia y me ordenó que subiera al coche.
Viajamos las primeras horas en silencio. El Chino detestaba la música. Todo tipo de música. Tampoco era de conversar mucho. Llegando a Bahía Blanca me quité el gorro de lana, me puse los auriculares por encima de los pelos y escuché música durante una hora o más. En algún momento me pareció que el Chino hablaba con alguien, bajé el volumen sin que se percatara y descubrí que, en efecto, se hallaba en plena discusión con un sujeto imaginario, era algo acerca de un vino del que alguien había tomado de más sin pagar o un asunto por el estilo. Volví a subir el volumen. ~Al poco rato busqué en el bolsillo el walkman para apagarlo y, al extraerlo, cayó a un lado del asiento el pañuelo ensangrentado con el que había limpiado a Jéssica. ¿Por qué lo había guardado? Todavía no lo sé. ¿Destino? Lo levanté y vi que la sangre seca de la muchacha ahora daba vida a un cráneo rojo, largo y delgado como en un aullido de furia. ¡Mierda!, dije, y no sé cómo no lo grité, solamente dije «mierda» y después guardé silencio. Iban dos: traición. La cárcel a uno lo forja con un estímulo maldito. Mi mente se movía. ¿El Chino me iba a quemar? ¿Era Rojo, que me quería fuera del negocio? ¿O acaso tenía que ver con mi mujer o con mi cuñado, o con aquel cobrador de quiniela? Lo ignoraba. Maldiciendo a la superstición, bajé la ventanilla y me deshice del pañuelo.
No sé si había sido el mayo anterior o el otro, pero habíamos hecho un viaje a Mendoza con el Chino por un asunto de cuentas pendientes que teníamos que saldar para Rojo. A ver, un momento, todavía vivía Gutiérrez (el tercero del grupo, hasta que el Chino le voló un ojo y medio cerebro), así que esto había sido dos años atrás, sí, 1991. Aunque decir «años» ahora es irrisorio, ¿verdad?, relativo, tranquilamente hoy podría ser 2013, 2020, todo es igual… Estábamos en un establo en Mendoza y el sujeto al que debíamos ejecutar nos hace una pregunta que nos deja atónitos:
¿Ustedes creen en la vida eterna? tartamudea.
Gutiérrez y el Chino se ríen; yo atino a reírme también. Cuando el Chino, sin perder la gracia, le apoya el caño en la cabeza, lo detengo y respondo:
La vida eterna, viejo, ¿la vida eterna? Pero ¡qué pregunta boluda! ¿Y si la vida es eterna, cuánto dura la muerte? ¿Eh? ¿Me entendés? Es una pregunta medio…
No, joven, yo no hablo de la muerte me interrumpe con voz de pastor. La muerte es otra cosa, muchacho. Yo hablo de la vida eterna, que es peor. Hablo de la condena.
Con mis compinches nos miramos y al instante estallamos en una carcajada. Lo que el viejo decía no tenía un mínimo de sentido así que, sin agregar nada más, el Chino le dispara. Y me pareció, mientras el hombre caía hacia delante con una lentitud fílmica, haber visto fugazmente la luz que entraba por las rendijas del establo a través del agujero que había dejado la bala. Nunca me voy a olvidar de eso.
La Pampa no tardó en llegar, y el cielo que nos recibía se hallaba plagado de nubes. El aburrimiento era desgarrador. Bajé la ventanilla. Mirá, Chino, un cóndor le dije, señalando una nube hacia el este.
Eso es un cuervo, salame, ¿qué va a ser un cóndor? ¿Alguna vez viste un cóndor? retrucó, luego miró al sur un momento. La de allá se parece a tu jermu, mirá, por lo redonda, ¡ja, ja!
Dale, Chino, seguí que después no te gusta que te bardeen…
¿Y esa qué parece? Aguzó la vista, desoyéndome, y sacó la cabeza del coche sin descuidar el volante.
Nada respondí. No se parece a nada. Mejor mirá la ruta.
El Chino se refería a una nube inmensa y cobriza que se extendía ante nuestros ojos. Era un cúmulo de tormenta que de a poco iba definiéndose.
Otra Parca… murmuró el Chino. Estaba serio.
A lo lejos, la boca dentada de la calavera parecía querer devorarse la ruta, como un monstruo rugoso y primordial. Nuestro Ford Crown iba directo a la garganta.
Van dos dijo, mirándome de reojo. La voz profunda y ronca.
Van tres respondí yo, apuntándole al estómago. Y a mí no me van a cagar. Ni vos ni nadie. Frená y bajate, Chino.
¿Te volviste loco, Narco? preguntó, llevando el coche hacia un lado de la ruta. Mirá que si no es un chiste, sos boleta…
¡Dale, dale! Dejá el chumbo en el asiento y bajate. De todas formas ya me tenías podrido.
El Chino, con una sonrisa sombría, y sin quitarme los ojos de encima, apoyó el arma sobre el asiento, abrió la puerta del conductor y bajó a la ruta.
Dejá el celular también.
Ay, Narquito, te voy a encontrar y te…
De pronto, dos tiros rápidos. El primero impacta en una la pierna, el segundo en la garganta. No apunté, fue un arrebato impulsivo, algo me decía que era lo mejor. Las calaveras, las putas calaveras que siempre cantaban la justa. Temblando, salí del coche y me agarré la cabeza con ambas manos. Aún sujetaba la automática. La revoleé al interior del auto, rodeé el vehículo y fui hasta donde estaba el Chino. No había muerto, todavía, se desangraba lentamente.
Tres cal…laveras. Narco puto, hijo de… Tres calaveras.
Dijiste que eran dos.
Ahora veo… tres.
Fue lo último que dijo. Miré al cielo y no vi otra nube que pareciera un cráneo ni nada similar, aunque la gran forma dentada en el horizonte seguía intacta y cada vez más oscura. Pero con esa eran dos. Busqué con la mirada poniendo mayor empeño. Nada. Había delirado.
Abrí el maletero y le destapé los ojos a Jéssica.
Escuchame lo que te voy a decir, flaca. Vas a salir, te vas a sentar en el asiento del acompañante y te vas a quedar callada. No te voy a lastimar, no te voy a hacer nada malo. Eso mientras prometas quedarte en el molde y sin hacer boludeces.
Jéssica asintió. Le creí. Desaté algunos nudos y la acompañé hasta el asiento.
Tranquila, no pasa nada.
Está bien dijo. Tenía los ojos llorosos.
Cargué el cuerpo del Chino y lo metí en el baúl. Era un enchastre de sangre y de meo; se había meado al recibir alguno de los disparos. Cerré la portezuela y entonces me acordé que había dejado el arma en el coche, y que en el coche estaba la chica, y que la ecuación era peligrosa.
Miré por el vidrio retrovisor y vi que Jéssica estaba sentada mirando hacia el frente. Quieta. Inmóvil. Tranquilamente podía tener ahora el chumbo entre las manos. Con precaución, me acerqué en cuchillas hasta la puerta del conductor y espié. La chica seguía allí, con la mirada perdida, estática. Ni siquiera se había percatado de que junto a ella había un arma. Respiré. Subí al coche.
¿Estás bien?
Tengo sed.
Fijate en el asiento de atrás.
Había una botella de cerveza caliente, nada más. El bidón de agua había quedado en el baúl, pero no iba a bajar de nuevo. Tampoco quería volver a ver al Chino, ni a olerlo.
Destapala, por favor…
Me llevé el pico a la boca y saqué la tapa.
Gracias.
Más tarde solté a Jéssica en un pueblo cuyo nombre ahora no recuerdo. Le pedí que fuera buena y no hiciera escándalos. Se comportó, me dio las gracias, se alejó hacia una precaria zona comercial, vi que entraba a un locutorio. Con eso era suficiente. Arranqué y, pocos metros delante, hice una U con el auto y encaré hacia el norte. Fue al atardecer cuando vi la calavera de la que había hablado el Chino; estaba apoyada sobre la guantera, contra el vidrio, y el ángulo cuadraba: era (o quizá ya no era) mi gorro de lana, un gorro de lana negro, viejo y opaco, deforme, que ahora parecía un cráneo sin mandíbula, como si la Muerte ya no necesitase palabras. Al verlo frené el coche de golpe con un largo derrape y recordé la pregunta del viejo, y también aquellas palabras de Rojo, una y otra vez, como un mantra, una y otra vez. En el árido silencio, la ruta se extendía eterna.
Daniel Flores nació en Buenos Aires en julio de 1983, es músico, escritor y docente por vocación. Cursó estudios de Corrector Literario en el Instituto Superior de Letras Eduardo Mallea y, actualmente, cursa materias del Profesorado de Lengua y Literatura. Realizó varios cursos de escritura, con Alberto Laiseca y Cecilia Sperling, entre otros. A los 25 años decidió mudarse a la provincia de Tucumán (Argentina), en donde hoy reside, y en donde dirige un taller de escritura creativa y cuento breve. Es autor de Bajo un cielo carmesí, un libro compuesto por catorce cuentos que oscilan entre lo fantástico y el horror. Daniel mantiene su blog Verba et Umbra.
Hemos publicado en Axxón sus obras EL PEZ POR LA BOCA, DESTINO KOMALA EN TIEMPO, LUNA DE ARENA, TODOS LOS CAUTIVOS, EL ENIGMA HUMANO 1921514915, LOS JARDINES DE HEIAN, HIDDEN PARADISE y SOPORTA POCO LA PENUMBRA.
Este cuento se vincula temáticamente con CALIBRE ETERNIDAD, de Guillermo Barrantes; 9:14:32, de Matías Orta y CÍRCULOS Y ENGRANAJES, de Germán Amatto.
Axxón 241 – abril de 2013
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Fantástico: Terror: Bucle temporal: Crimen: Trata de personas: Argentina: Argentino).