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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

Archivo de la Categoría “245”

ARGENTINA

 

 

Para Martín Ramos, H. P. Lovecraft

y el valiente pueblo vasco.

 

 

La lluvia caía copiosamente. El ambiente, caluroso y opresivo, lo envolvía todo: los ríos que discurrían con desgano, los montes cubiertos de distintos tonos de verde que parecían perder su brillo, los caseríos y los humos de sus cocinas haciendo retorcidas figuras bajo la lluvia… Y también a la gente: durante todo el camino solo vimos caras de preocupación y temor.

Por las noticias que llegaban a Buenos Aires, la situación política era una olla a presión a punto de estallar.

Después de varias horas de camino duro —aunque agradable a la vista de quien nunca había estado aquí—, llegamos a Ataun, el pueblo de mis ancestros. Me despedí de Aitor, que tuvo la gentileza de traerme en su Ford C De Luxe, uno de esos nuevos Tudor muy cómodos, y me dirigí a la casa del señor Zugazagoitia. Caminé muy despacio para poder observarlo todo, por suerte había cesado de llover. Solo sabía del pueblo lo que mi abuelo me había contado: que era pequeño, que estaba enclavado entre montes y bosques espesos, con muchas cuevas que algún día tendría que explorar, y que se hallaba rodeado de esos fascinantes monumentos funerarios que los arqueólogos llaman dólmenes y menhires.

Llegando a la casa pasé por una iglesia enorme, mezcla de nave templaria con pórtico románico y el injerto tardío de un pequeño campanario francés y un reloj.

Tal vez fuera San Martín de Tours, la iglesia donde fue bautizado mi abuelo. El conjunto era extraño y sobrecogedor, aún más con los negros nubarrones por detrás y los hilos de agua chorreando de sus molduras.

Unos metros después llegué frente a la casa y un profundo temor me envolvió; un frío sepulcral me hizo temblar, y lo extraño era que no encontré motivo para ellos, parecía una casa como todas las demás.

Me acerqué a la entrada y la escena me llamó la atención: una puerta de madera color terracota muy vieja, despintada en algunos lugares; dos cerraduras igualmente viejas, una flor de cardo clavada en el centro; una aldaba con forma de mano, que parecía hecha de hueso y cuyos dedos semejaban tentáculos. En el piso a mi izquierda, un hacha antiquísima llena de herrumbre, con el filo hacia arriba; mi abuelo me había contado que se colocaba el hacha así los días de tormenta para proteger la casa, pero nunca pensé que todavía hubiese gente que lo hiciera. Estaba absorto mirándola cuando la puerta se abrió.

—Buenas tardes, ¿necesita algo?

—Buenas tardes, buscaba al señor Zugazagoitia.

—¿Su nombre?

—Mikel Larraquegui.

—Adelante, señor Larraquegui.

—Gracias.

Fuimos hacia un costado del salón principal, el mayordomo abrió una puerta y me invitó a pasar.

—Por favor, tome asiento en el escritorio, el señor Zugazagoitia estará con usted en unos minutos.

—Gracias.

Entré, y quedé absorto contemplando las reliquias que ocupaban toda la estancia. Parecía estar visitando la sala de algún museo etnográfico; ni siquiera sentí cuando la puerta se cerró detrás de mí.

En una de las esquinas que quedaban a mi espalda había un viejo tonel con algo parecido a grasa sucia, chorreada y seca hacía mucho tiempo; en la otra, un timón. En la pared a mi derecha, dos remos cruzados, y a mi izquierda, óleos con escenas de pesca. Por detrás del escritorio había arpones, cuchillos y otras herramientas que probablemente sirvieran para destazar ballenas; y frente a éste, justo sobre la puerta, una red rota en varios lugares que ostentaba en el centro un trozo de madera con la palabra Profundos.

Mientras admiraba esas piezas que seguramente cruzaron el océano en busca de ballenas y bacalaos hasta Terranova e Islandia, soportando fríos que calan los huesos, tormentas y soledad, volvieron a mí los aromas del bacalao al pil pil que preparaba mi abuelo y del bacalao con chocolate que era la especialidad de mi abuela; estaba saboreando estos recuerdos cuando se abrió una puerta a mi derecha e ingresó un hombre mayor, de unos setenta años. Era alto, algo encorvado, con la delgadez propia de la edad; su pelo era de un color blanco hueso y vestía un traje gris oscuro sobre cuya solapa izquierda pendía una fíbula con forma de ancla, tallada en alguna clase de piedra de color negro con vetas azules. Lucía anteojos redondos de metal y una camisa blanca de lino, cerrada en el cuello por un moño tan verde como la menta. Un pañuelo rojo, casi bermejo, asomaba en el bolsillo del traje.

El anciano caminaba con paso cansino y gesto adusto; en una mano traía una carpeta de cuero tan gastada como él, y en la otra, un bastón sobre el cual se apoyaba para caminar. Atrajo mi atención ese extraño soporte que parecía una rama de árbol retorcida.

Su voz cavernosa me arrancó sorpresivamente de mis cavilaciones.

—Buenas tardes señor, Larraquegui.

—Buenas tardes.

—Usted viene por la casa de su abuelo, ¿verdad?

—Así es.

—Bien, aquí tengo una copia del testamento.

—Gracias.

—Y aquí, el título de propiedad.

—Gracias.

—Le comento, señor Larraquegui, que junto con el caserío usted ha heredado la porción de terreno donde están sepultados sus ancestros; ambas propiedades son inseparables según nuestras costumbres.

—De acuerdo.

—Necesito su firma aquí y aquí.

Firmé los dos ejemplares del título y me dio uno de ellos.

—Señor Larraquegui, bienvenido a Ataun.

—Muchas gracias por su bienvenida, señor Zugazagoitia.

Cuando terminamos de estrechar nuestras manos me ofreció una copa de Patxaran y, como nunca lo había probado, acepté.

Se hace con el fruto del espino negro y tiene un color ámbar profundo con un leve tono rojizo; al probarlo sentí un fuego dulce subiendo a mi nariz y bajando luego a la garganta, tras el alcohol mi paladar recibió un sabor a campo silvestre.

Mientras degustábamos la segunda copa le pregunté por el bastón que tanto había llamado mi atención.

—Que notable pieza trae usted consigo.

—¿Le gusta?

—Sí, es de una confección muy rara.

Me la alcanzó y me dijo:

—Es una makilla, hay muy pocos artesanos que las fabriquen a la manera tradicional.

Luego de mirarla detenidamente y devolvérsela le pregunté.

—¿A la manera tradicional?

—Sí, es un proceso muy largo; el artesano va en primavera a algún lugar abundante en nísperos, elije uno, escoge la rama más apta y le hace incisiones de acuerdo a su estilo. En diciembre, cuando la savia que salió por esas incisiones ya hizo sus dibujos sobre la rama, se la corta y se la deja secar por dos años. Una vez seca se hace la punta de cobre y la empuñadura de cuero trenzado, generalmente es la esposa del artesano la que realiza la empuñadura. Para terminar, se le graba alguna frase en euskera.

—¿Y cuál es la frase de la suya?

—Tekelili.

—¡Oh!, ¿qué significa?

—No es euskera, es un sonido que se escucha a veces en la espesura de los bosques.

—Parece el canto de un ave.

—No, no es un pájaro, tal vez un ser mitológico que todavía está entre nosotros.

Su cara adquirió un aspecto sombrío. Entonces agregó secamente:

—No le quito más su tiempo, seguramente desea ir a su nueva casa.

Abrió un cajón, sacó un manojo de llaves y me las dio.

—Señor Larraquegui, aquí están sus llaves, que disfrute de su estancia en Ataun.

Nos dimos la mano.

—Muchas gracias.

—Lo acompaño.

Mientras nos dirigíamos a la puerta de la habitación le comenté:

—Veo que su familia se dedicaba a la pesca.

—Sí, la familia de mi padre pescó ballenas y bacalaos desde Terranova hasta Maine.

—Qué interesante.

—Hagamos una cosa, cuando termine de instalarse lo invito a almorzar y le cuento la historia de mi familia.

—Trato hecho.

Ya en la puerta, me indicó cómo llegar al caserío.

—Siga por este camino y en quince o veinte minutos estará en su casa.

Nos dimos la mano y nos despedimos cortésmente.

Me fui caminando despacio. Durante un largo trecho el río Agauntza fue mi compañero. Su extrema transparencia dejaba ver las piedras redondeadas que formaban el lecho y el leve sonido que hacía al correr producía en mí un efecto sedante como ninguna otra cosa lo había hecho.

Se trata de un lugar muy húmedo, los troncos de muchos árboles están cubiertos de una pátina de hongos blanquecinos y de un moho verde, claro y brillante. Son árboles añosos, algunos muy altos. Robles, castaños, encinos, hayas.

El aroma del bosque le llena a uno los pulmones de vida. Aunque por detrás siempre hay un olor a humedad, no es ese rancio olor a humedad de los lugares cerrados, sino a humedad verde.

En el camino encontré a dos parroquianos juntando hongos. Nunca vi hongos tan grandes. Algunos de ellos tenían el sombrero chato y amarillento, y otros con forma de cúpula del tamaño de un puño cerrado y de color rojo amarronado.

Ambos hombres me saludaron en euskera y yo hice lo mismo:

—¡Egun on!

Sabía muy poco del idioma, así que si quería mudarme o venir por largos períodos de tiempo debería aprenderlo, la gente aquí en su mayoría habla en euskera. Es sorprendente cómo un idioma tan arcaico ha sobrevivido a la oleada indoeuropea y a la influencia de Roma. ¡Admirable!

El camino se estaba volviendo cuesta arriba muy de a poco.

Mientras cavilaba sobre cómo seguir con mi vida ahora que tenía una casa aquí, observé que las piedras sobre la tierra parecían tener una envoltura de ese mismo moho verde claro; cuando paseara por el bosque tendría que tener cuidado de no resbalarme.

Y en el momento en que ya empezaba a sentir el cansancio, llegué.

El caserío está al pie de una pendiente tapizada de verde y coronada de árboles, detrás de los cuales se divisan montes mucho más altos.

Subí por el sendero de tierra y caminé alrededor de la casa. Lo primero que vi fue el escudo familiar, forjado en hierro, sobre el dintel de la puerta. Mi abuelo me contaba orgulloso: «Según nuestros fueros todos los vascos somos nobles; ricos y pobres, hombres y mujeres, niños y adultos; no por ganar alguna batalla importante o por lamer los pies de algún rey sino solo por el hecho de haber nacido aquí», y agregaba, «Nunca dejes que alguien te menosprecie solo por ostentar un título de nobleza».

El caserío estaba muy bien conservado teniendo en cuenta sus quinientos veinte años. Las paredes, hasta el nivel del primer piso, son de piedra caliza pintadas a la cal, con todas sus ventanas y su única puerta de color verde oscuro. Detrás está el cobertizo.

En sus costados norte y sur tiene matorrales muy crecidos.

Cuando estuve otra vez frente a la puerta, puse la llave y me detuve unos instantes, respiré hondo, y cuando finalmente entré, no pude contener el llanto. Estaba en la casa que mis ancestros habitaron por cientos de años. Me quedé paralizado durante un momento muy largo, mirando alrededor a través de las lágrimas. Recorrer las habitaciones, la cocina; ver los muebles, las herramientas de campo; encontrar la boina negra de mi abuelo sobre su cama y en un cajón de la cómoda las sábanas de lino con las que fue envuelto al nacer, me hicieron sentir mucha melancolía. Todo ese día tuve el pecho cerrado por la emoción.

Pasé los siguientes cinco días yendo al pueblo sólo a comer, el resto del tiempo lo aprovechaba para revisar todo: la cuadra, el gallinero y el cobertizo con el carro. El desván hecho de tablas de roble cortadas a hacha, con las kutxas de madera labrada para guardar los granos, era el ambiente más grande ya que ocupaba el equivalente a todo el espacio de la casa. Recorriéndolo, recordé con una sonrisa lo que mi abuela me decía sobre el viento norte: «El viento norte es muy fuerte y frío, por eso la puerta mira al Este y la mayoría de las ventanas al Este y al Sur, solo hay una pequeña ventanita hacia el Norte», y mi abuelo agregaba «Por eso también el eje del techo es de Norte a Sur, para que los vientos del Norte no arranquen las tejas».

Las paredes internas de piedra y mortero estaban cubiertas de cuadros costumbristas, pescadores, campesinos, herreros, dantzaris.

Fueron cinco días muy emotivos. Sentía rabia por no haber podido venir cuando mi abuelo todavía estaba y emoción hasta las lágrimas por pisar el suelo que mi familia pisó, por ver las mismas imágenes que veían ellos desde las ventanas, por usar las cosas que ellos usaron: jarras, tazas, platos.

En su habitación había una pequeña kutxa, también labrada y cerrada con un candado. Hacía un par de días que había encontrado la llave pero sentía que era una invasión a sus cosas personales. Finalmente me decidí a abrirla, y encontré una enorme cantidad de papeles y otros documentos: diarios Euzkadi y Bizkaitarra, cuartillas de Solidaridad de Trabajadores Vascos y del Partido Nacionalista Vasco, una gramática de euskera de Arturo Campión impresa en Tolosa en 1884, una Guía Histórico-descriptiva del viajero en el señorío de Bizkaia de J. Delmas de 1864, una Recopilación de los fueros de Gipuzkoa de 1867, una revista dedicada al Aberri Eguna de 1932; fotos de Sabino Arana, discursos de un tal José Antonio Agirre, una copia mecanografiada del proyecto de estatuto de autonomía, afiches y una ikurriña.

Sabía que mi familia era nacionalista, pero no que estaba tan comprometida con la causa.

Por las tardes salía a sentarme afuera a tomar mi café y solía recordar las historias que me contaba mi abuelo, como las leyendas de Sugaar, de Gaueko, o de la cueva de Agamunda donde vive Mari. Dos leyendas en particular me causaban escalofríos: aquella de que las almas de los antepasados volvían de noche a los caseríos por medio de túneles que estaban conectados a las cuevas; y la que prohibía dar tres vueltas a la casa durante la noche, a riesgo de no volver a ser visto, como le sucedió a Kataliñ… Tal vez por esa razón, cuando veía los rayos del sol cerca del horizonte por entre los árboles, algún tipo de miedo atávico, algún desasosiego instintivo, como aquel que había sentido sin razón alguna en la puerta del señor Zugazagoitia, me urgía a continuar con lo que quedaba de mi jarra de café dentro de la casa.

Poco a poco fui integrándome al pueblo. Por las tardes solía frecuentar la sidrería de Isusquiza para leer el diario con los toneles a la vista, beber sidra acompañada con queso de oveja, un exquisito dulce casero de membrillo y una buena ración de nueces; y para divertirme, como observador, con las bulliciosas partidas de mus, las que, sin embargo, a pesar de la alegría, no escapaban al manto ominoso que día a día se apoderaba del pueblo.

Yendo a misa los domingos, pude conocer a los padres Sagasbarría y Undabarrena. El primero era el más anciano, con sus ochenta y dos años, era una persona extraordinaria, se lo reconocía de lejos por su boina, sus anteojos, su sotana y su echarpe, y por el encantador sonido de la armónica que siempre llevaba consigo. Me sorprendió ver un anillo episcopal en la mano izquierda de un párroco.

Él me llevó a visitar esa parte de la Iglesia llamada yarleku donde están enterrados mis antepasados más antiguos, el espacio es grande, hay mucha gente del pueblo enterrada allí. Me trajo una argizaiola, encendimos la vela arrollada a su alrededor y la pusimos sobre la tumba, rezando ambos el Padre Nuestro, él en euskera y yo en castellano.

 

 

El sábado 18 de julio hice honor a la invitación del señor Zugazagoitia y fui a almorzar con él y su familia.

Por alguna extraña razón la casa seguía produciéndome temor.

Esta vez el propio anfitrión me abrió la puerta, justo cuando estaba observando con detenimiento las extrañas geometrías de las rejas de las ventanas:

—¡Señor Larraquegui! ¡Lo estábamos esperando, pase usted por favor!

—Muchas gracias, señor Zugazagoitia —dije, aceptando su apretón de manos, que todavía era fuerte a pesar de su edad.

—Le presento a mis hijas: Maite Teresa y Argi.

Saludé a las dos muy educadas y pudorosas muchachas, y me sorprendió su juventud. Argi tendría catorce y Maite no superaría los diecisiete.

Sabía por experiencia propia que los vascos eran, en general, de costumbres reservadas (yo mismo era parco a la hora de hablar de mis asuntos personales); por eso jamás pregunté por la esposa de mi anfitrión, cuya ausencia ahora, en vista de la edad de sus hijas, me intrigaba.

Pasamos al comedor donde ya nos esperaba el señor Arrazubi, Alcalde del pueblo.

El señor Zugazagoitia nos presentó muy cortésmente.

El Alcalde me dijo en un tono amargo, mientras me daba la mano:

—Yo conocí a su abuelo, éramos grandes amigos y compartíamos un gran amor y preocupación por nuestra patria. Su partida me afectó profundamente.

—Le agradezco que lo apreciara tanto, señor Alcalde.

Había algo en su tono de voz, una preocupación que no parecía relacionada con mi abuelo sino con esa tensión que se sentía en el ambiente desde mi llegada al pueblo.

Nos sentamos a la mesa y a los pocos minutos, Andoni, el mayordomo, nos trajo la comida: mondejus de sangre de oveja, kokotxas de bacalao en salsa verde, y atún a la manera de Santurtzi, todo acompañado con un excelente txakolí de Getaria, la cuna del célebre Don Sebastián Elcano.

Hablamos de generalidades durante aquel banquete: mi familia, mis ocupaciones en Argentina y cosas por el estilo. Yo aproveché el momento para expresar mi genuina satisfacción por encontrarme en Ataun.

Estábamos degustando ya el almibarado sabor del muxu goxu, cuando el señor Zugazagoitia se dirigió a mí:

—Recuerdo que usted se había quedado asombrado con los objetos de mi escritorio.

—En efecto, son notables, dignos de la sala de un museo etnográfico.

—Entonces haré honor a mi promesa y le contaré sobre mi familia.

En ese momento el Alcalde miró a nuestro anfitrión con marcado asombro, como quien está a punto de escuchar un secreto celosamente guardado o como quien teme el alcance de una revelación.

—Mis antepasados —inició su relato el señor Zugazagoitia— comenzaron con la pesca de ballena en 1184, pero no iban más allá de los territorios de Islandia. Recién en 1507 llegaron a Terranova, en tierras americanas. Permanecían en aquellos inhóspitos parajes, alejados de la mano de Dios, de tres a cuatro meses y regresaban entonces con su cargamento de bacalao, y grasa y aceite de ballena.

»Su principal asentamiento era Red Bay en Canadá, pero llegaron hasta Maine, Estados Unidos.

—¿Maine? —inquirí— Últimamente se han mencionado en los periódicos extraños incidentes en sus bosques.

—Ciertamente siempre han sucedido cosas extrañas en esos bosques.

En ese momento pude ver cómo una sombra cruzaba por su rostro.

Llamó al mayordomo y le pidió el «cofrecillo de las medallas». Luego prosiguió con el relato:

—El último barco que mis antepasados tuvieron fue el «Profundos»: 18 metros de quilla, 21 en la línea de flotación y 39 en total. Más de 2 metros de calado y poco más de 10 de ancho. El «Profundos» solía llevar una tripulación de ochenta hombres y seis chalupas para la cacería.

Yo escuchaba embelezado, aunque muy poco entendía de todo aquello. La admiración del señor Zugazagoitia por sus ancestros era contagiosa. Le pregunté si las sobrecogedoras herramientas que había visto en su estudio pertenecían a aquel barco.

—Así es, todo lo que usted vio allí viene del «Profundos». El tonel con capacidad para doscientos litros de grasa de ballena, los arpones, las lanzas y los sangradores. Por supuesto, no todo está expuesto, pero usted vio también las herramientas para derretir la grasa y para destazar ballenas.

Imaginé por un momento el pavoroso escenario de la cubierta del barco en plena faena y pensé en la fiereza de esos hombres, y su contraste con la caballerosidad de mi anfitrión. Debo reconocer que la sola idea de un leviatán como esos, desangrándose y tiñendo de rojo las aguas del mar, me provocó un nudo en el estómago. Controlé como pude el ligero temblor que se apoderó de mi cuerpo y le pregunté:

—Supongo que ha de haber habido muchas muertes, más allá del peligro de la actividad ballenera, por el frío y el escorbuto.

—Veo que algo entiende de las tribulaciones del mar. No conozco muertes por escorbuto, la sidra es muy buena para eso, pero por el frío sí, la invernada entre 1576 y 1577 fue terrible, hubo cientos de muertos.

—Eso debe haber sido terrible —intervino el Alcalde, a lo que asentí en silencio.

—Sí, fueron años muy luctuosos.

En ese momento, Andoni regresó con el cofrecillo en sus manos. Lo depositó en la mesa y se retiró.

—¿Estaban en algún lugar apartado de las regiones del Canadá o tenían contacto con los nativos? —intervine entonces, sin poder evitar mi curiosidad profesional.

—Solían intercambiar productos con los Micmac y los Iroqueses, formándose incluso una mezcla entre sus lenguas y el euskera para poder entenderse. Ellos contaban extrañas historias sobre seres que habitaban en el mar y en algunas ocasiones salían a tierra firme que pasaron de generación en generación y que mis abuelos solían relatarme.

Sonreí para mis adentros, los relatos de abuelos a nietos alrededor del fuego del hogar eran frecuentes en Ataun.

Entonces abrió el pequeño cofre y me lo tendió, el mismo estaba lleno de medallas con escenas de pesca y cuyas rúbricas mencionaban diversas ciudades pesqueras como Bermeo, Lequeitio, Donostia, Biarritz, Irún, entre otras.

Mientras las admiraba, el señor Zugazagoitia me dijo:

—¿Le gustan?

—Son de un valor histórico notable, se imagina mi entusiasmo —respondí tan absorto como quien contempla un tesoro.

—Elija la que más le guste.

Al principio no comprendí sus palabras de tan abstraído que estaba, apenas caí en la cuenta de su ofrecimiento, me negué enfáticamente, ¡aquello era valiosísimo para su familia!

Entonces el señor Zugazagoitia revisó la caja, como buscando una en particular y me la ofreció:

—Me ofenderé si no la acepta —dijo, con lo que tuve que aceptar a riesgo de insultar a mi muy generoso anfitrión.

El señor Alcalde celebró aquel gesto.

La medalla representaba una chalupa con pescadores, y en lugar de la clásica cola de ballena que había visto en otras, un extraño ser que los observaba desde el agua, seguramente uno de los que mencionaban los indios.

Agradecí nuevamente y la guardé en el bolsillo superior de mi chaqueta.

A media tarde pasamos a la sala de estar para degustar patxarán con muffins que, según mi anfitrión, una institutriz irlandesa había enseñado a preparar a sus hijas. Todos alabamos la exquisita confitura obra de las delicadas manos de la joven Maite, quien se ruborizó ante nuestros merecidos elogios.

A instancias del dueño de casa, el señor Alcalde bailó para mí una parte del aurresku —esa danza ceremonial habitual entre los vascos para sus celebraciones de honor— al son de un txistu y un tamboril tocados por la pequeña y dulce Argi.

Pero todo habría de terminar de modo abrupto cuando Andoni entró intempestivamente en la habitación con rostro demudado:

—Señores, los militares se han sublevado.

El dueño de casa se levantó de inmediato y poniéndole una mano en el hombro, le inquirió, como quien habla con alguien de gran confianza:

—¿Qué escuchaste?

—El general Queipo de Llano se sublevó en Sevilla y hay una proclama de un tal general Franco.

El rostro del señor Zugazagoitia cambió de la amabilidad y el agrado por la charla, a la desazón y la preocupación. Sus dos hijas se tomaron de las manos y las lágrimas comenzaron a correr por sus mejillas.

El silenció que siguió fue roto por el sonido de la aldaba contra la madera de la puerta.

De regreso de la entrada, acompañaba a Andoni un hombre de unos treinta años, agitado y sudoroso.

Al verlo, el Alcalde le preguntó, poniéndose de pie:

—¡Juan Cruz!, ¿qué sucede?

—Señor, Mola sublevó Nafarroa.

La cara del señor Arrazubi se ensombreció aún más; suspiró, terminó su copa de patxarán y nos dijo:

—Señoritas, señores, debo ir a la alcaldía, estamos demasiado cerca de Nafarroa.

—Por supuesto, Iñaki, ve, y cualquier cosa que necesites me avisas —dijo el señor Zugazagoitia.

—Muchas gracias, Iñigo, no dudaré en hacerlo —y girando hacia mí, agregó—: Señor Larraquegui, usted nos habló de la kutxa que halló en su casa.

Lo miré con atención y él prosiguió:

—Esconda su contenido lo mejor que pueda. No va a ser bueno que le encuentren esos papeles y esos libros.

Asentí en silencio.

El Alcalde miró a todos los presentes una vez más y se despidió diciendo:

—Buenas tardes. ¡Gora Euskadi Askatuta!

A lo que todos, incluso las muchachas, respondieron:

—¡Gora Euskadi Askatuta!

El Alcalde y el hombre que vino a buscarlo se retiraron.

El señor Zugazagoitia se abrazó a sus hijas y mientras lo hacía se dirigió a mí:

—Señor Mikel, siga el consejo de Iñaki, esconda la kutxa lo mejor que pueda, y si posee una escopeta, téngala lista; la derecha odia a la gente con los ideales de su abuelo.

—Lo haré, muchas gracias por todo.

Nos saludamos y Andoni me acompañó a la puerta.

El camino de regreso fue tenso. La poca gente con la que me cruzaba, mantenía la mirada en el suelo, temerosa.

Ya en el caserío escondí los papeles de mi abuelo en varios sitios de la casa y preparé la escopeta que, por suerte, estaba limpia; subí al desván y bajé varias cajas de balas.

El ambiente general pasó de opresivo y ominoso, a una mezcla de temor e ira. Y todo empeoró una semana después.

El sábado 25 había ido a la Iglesia a escuchar un recital de música sacra que iba a ejecutarse con el maravilloso órgano medieval, a cargo de una joven del pueblo: Lora Eguzki Zubizarreta, la hija de la bibliotecaria.

Resultaba un extraño contraste, la delicadeza y suavidad con la que la joven deslizaba sus dedos por el teclado y los sonidos oscuros que le devolvía el órgano. Y como si fuera una burla del destino, en el momento en que la composición pasaba de la tocata a la fuga, comenzaron a sentirse los estampidos.

Aún así, la concertista prosiguió, hasta que el ruido de las escaramuzas compitió con las voces del propio órgano.

En ese momento salimos a ver qué sucedía y vimos concretado frente a nuestros ojos aquello que tanto habíamos estado temiendo: soldados y civiles disparándose, gritos, gente corriendo, caballos desbocados en desenfrenada carrera que arrojaban los contenidos de los carros a los que aún se hallaban unidos.

Cuando todo terminó, un grupo de soldados ataviados con botas negras, uniformes caqui, boinas rojas con borlas y escapularios, se agruparon en formación marcial para luego dirigirse al ayuntamiento.

Desde los ventanales fueron recibidos a tiros, pero la abrumadora superioridad numérica de los invasores hizo que la batalla durase poco tiempo.

A los pocos minutos, unas veinte personas fueron retiradas del edificio con las manos en la nuca.

El oficial a cargo dispuso que los prisioneros mirasen al mástil, para luego ordenar a dos de sus hombres que disparen contra éste. El asta con la ikurriña cayó al piso. Acto seguido, el oficial caminó ostentosamente hasta ella, la pisoteó, y luego, hecha un trapo sucio y deshilachado, la arrojó a las aguas del río.

A continuación los prisioneros fueron llevados al borde del río, donde se los colocó en línea, y alguien, no pude ver quién, gritó desde un extremo alejado: «Pelotón, ¡prepárense!»

El padre Undabarrena salió corriendo hacia el lugar, tal era su prisa y exaltación, que no nos dio tiempo a hacer nada para detenerlo. Se plantó frente al oficial y le espetó:

—¿Qué cree usted que hace?

Desde su superioridad, el militar respondió arrogantemente:

—¿Quién lo pregunta?

—Soy el padre Odon Undabarrena.

El oficial contestó sin abandonar su tono altanero:

—Padre, usted debería estar contento, vamos a terminar con esta escoria rojo-separatista que pretende destruir la fe y dividir España.

Irguiéndose, el padre replicó:

—Estos hombres son buenos cristianos.

—¿Porque dejan ofrendas generosas en sus misas?

—No, porque aman a Dios y a su pueblo. ¿Cree usted que Dios va a estar satisfecho con usted cuando lo llame a rendir cuentas?

La ira del oficial sobrepasó su cinismo:

—No lo sé, pero usted sí se enterará muy pronto si Dios está conforme con su actitud frente a esta lacra traidora.

Y, sacando una máuser de su cartuchera, transformó el rostro del padre en una masa sanguinolenta, merced a los múltiples disparos que, con saña feroz, descargó sobre él.

Tuve que dejar a un lado mi asco y mi impotencia para sostener al padre Sagasbarría que estuvo a punto de desmayarse ante aquel hecho atroz. Muchos se taparon los ojos, por suerte sólo unos pocos disfrutaron de la carnicería.

La abominable bestia que había perpetrado el crimen, gritó:

—¿Alguien más tiene algo que decir?

Como nadie respondiera, se dirigió al pelotón:

—¡Preparen! ¡Apunten!

En ese instante, los veinte gritaron: «¡Gora Euskadi Askatuta!»

—¡Fuego!

Todoslos prisioneros cayeron al suelo. Sus cuerpos pronto siguieron a la ikurriña en la corriente del río.

 

 

La situación fue poniéndose cada vez más difícil, todos los días había algún fusilamiento. El diario Euzkadi ya no llegaba, sólo los diarios golpistas. Ya no se podía hablar en euskera en los lugares públicos, los vigilantes voluntarios estaban atentos a todas las conversaciones y la misa solo podía celebrarse en latín.

La quema de libros, periódicos e ikurriñas era cosa de todos los días.

Lo único que nos conectaba con el exterior era Radio Euskadi, cuya señal se captaba mejor por la noche, por ella me enteré de que Gipuzkoa iba cayendo poco a poco en manos enemigas.

Un aciago día de agosto la emisora difundió la noticia del fusilamiento del maestro García Lorca, al que había tenido el gusto de conocer en mi Buenos Aires natal, en el frecuentado bar Iberia, a la salida del estreno de una de sus obras de teatro.

Aquello tendió un velo de desazón sobre mi espíritu, como si el último ultraje posible hubiese sido ya cometido. Esa noche lloré ante la noticia y el recuerdo del querido padre Undabarrena cayendo bajo las balas franquistas.

Poco a poco algunos nacionalistas se pusieron en contacto conmigo. Las primeras fueron Arantzazu, la bibliotecaria, y su hija Lora. En cortas y apresuradas charlas llegaron a comunicarme que se esperaba que las Cortes votaran el estatuto de autonomía, así, cuando asumiera el Lehendakari elegido, la resistencia podría ponerse en movimiento. Pero las cosas se demoraban y todo empeoraba.

El terror había sumido al pueblo en una especie de aletargamiento enfermo que carcomía los espíritus. Los únicos que se paseaban tranquilos por las viejas y sombrías calles eran los soldados y sus soplones.

No pude concurrir más a la sidrería a ver las partidas de mus, pues ésta había sido tomada por la milicia y ya no era un buen lugar para tomar un trago o jugar.

Finalmente, una luz de esperanza brilló el primero de octubre. El estatuto había sido votado. Seis días después, en Gernika, asumiría el nuevo Lehendakari.

Arantzazu llegó hasta mi casa y me invitó a acompañarlas, a ella y su hija, a la asunción; por mi parte, haría cuanto pudiera por proteger a las dos damas.

Nunca había pensado en estar involucrado en algo como esto, pero estaba dispuesto a hacerle difícil el camino a los fascistas, así que acepté.

El día 7 estuvimos allí, en Gernika. Era tal la cantidad de gente que no pudimos entrar al salón de la Casa de Juntas, donde José Antonio Agirre sería proclamado Lehendakari. Tuvimos que quedarnos en el patio principal, a un costado del viejo y venerado roble. Luego de media hora, el joven de gesto serio y firme salió por la puerta acompañado de un grupo de hombres. Su actitud revelaba la decisión de no claudicar en el lugar que la historia le había otorgado.

Luego de su solemne juramento frente al árbol sagrado, la multitud prorrumpió en vítores y aplausos, como si toda la esperanza de un pueblo hubiese sido depositada, en ese instante, sobre sus hombros.

Mientras la multitud se dispersaba, y nosotros en ella, escuchamos los primeros rumores: los alemanes estaban ayudando a los golpistas. Pero había algo más, al parecer, alguna especie de brigada de elite que estaba buscando algo; obviamente con el visto bueno de los jerarcas golpistas.

Al llegar a Ataun, nos enteramos de que el rumor ya había llegado hasta allí. En casa de Arantzazu esperaba un mensaje enviado por el padre Sagasbarría, en el que la citaba urgentemente en la casa parroquial.

Decidí acompañarla para velar una vez más por su seguridad.

Alrededor de una mesa, con una jarra de café humeante y de intenso aroma, el padre nos contó lo que otro sacerdote muy amigo suyo le había confiado: un grupo de hombres extranjeros, vestidos de negro y con insignias como dobles rayos de plata, llegaron hasta Elorrio, todavía en manos republicanas, y casi destruyeron por completo la ermita de Argineta y sus veintitrés sepulcros de piedra.

—Manteniendo al padre Juan dentro de la ermita, abrieron los sepulcros de piedra uno a uno; tomaron nota de las inscripciones de las tapas y, como aparentemente no encontraron lo que buscaban, revolvieron el interior del templo. Como allí tampoco hallaron lo que buscaban, se fueron.

—¿Qué podrían estar buscando como para profanar la necrópolis? —acotó Arantzazu.

—No puedo llegar a imaginarlo, pero debe ser algo muy antiguo, por eso empezaron en Argineta —respondió el padre.

—Seguramente —pensé en voz alta, más para mí que para mis interlocutores— es algo religioso, algún documento o algún objeto.

El sacerdote me miró y dijo:

—Pero, ¿para qué podrían quererlo?

—Si es muy antiguo o muy raro, para venderlo —respondí.

El padre agregó entonces:

—Tal vez. Al parecer, prestaron especial atención a los libros —y dirigiéndose a Arantzazu, agregó—: por ese motivo la llamé.

¿Un libro? Mi mente pronto se extravió en el misterio.

—¿Una biblia en euskera, tal vez? —aventuró ella.

Los tres nos miramos unos segundos y pregunté:

—¿Hay biblias en euskera?

El padre me miró, asombrado por mi ignorancia, y me dijo:

—¡Por supuesto! La primera traducción es la protestante de Leizarraga, del siglo XVI, si mal no recuerdo.

—Bien, entonces tenemos una pista, un ejemplar de esas características puede valer una fortuna en el mercado negro. Siempre hay coleccionistas dispuestos a todo por esas joyas.

Ante mi respuesta, Arantzazu propuso:

—Voy a revisar los libros más antiguos que tenemos, a ver si hay alguno que les pueda interesar.

—¿Siguen en la biblioteca? —inquirió el padre Sagasbarría.

—No, los llevé a un lugar seguro.

—Bien, bien. Sólo quería que usted estuviera atenta. Ahora, vayan con Dios y tengan cuidado al volver a sus casas. Ya saben que los lobos andan rondando.

Luego de darnos la bendición, puso su mano en mi hombro:

—Gracias por acompañarla.

—Padre, ¡ni lo mencione, por favor!

Lo saludamos y nos retiramos.

 

 

Los días transcurrieron y tomé la costumbre de pasar un par de horas en la ventana mirando el camino, con la escopeta apoyada entre el piso y la pared; tenía la sensación de que debía esperar algo, pero no sabía qué.

Una de esas noches, la tranquilidad impuesta por las armas, que reemplazó a la tranquilidad propia del pueblo, se esfumó.

Salidas ya las estrellas, noté que el bosque había perdido sus sonidos. Me erguí con temor. Un escalofrío recorrió mi espalda, todo un bosque en silencio impresiona y asusta.

El silencio podía palparse, pesado y frío sobre uno. Hacia el oeste, bastante cerca de mi casa, en la cima de un monte, vi un pequeño resplandor que parecía una fogata. Minutos más tarde le respondían otros resplandores desde montes vecinos.

Una hora después un sonido lejano, parecido al golpear de madera contra madera, rompió, aunque levemente, el omnipresente silencio.

La intranquilidad me acosaba y un sudor frío mojaba mi frente; mi pie hacía rato que golpeteaba el piso sin cesar, sin que yo lo notase.

Y aparecieron.

Varios vehículos pasaron a toda velocidad rumbo al pueblo, levantando una nube de tierra.

No pude verlos con claridad, pero por el tipo de transportes supe que eran los extranjeros de los que nos había advertido el padre. Tuve un extraño presentimiento: algo muy malo pasaría.

Al día siguiente, en la hora del crepúsculo, después de regresar de Beasain con Aitor, me dirigí a mi casa. Mientras subía por el sendero sentí, por entre los matorrales que dan al camino, una suerte de jadeos y como lloriqueos. Tomé una piedra y me acerqué con cuidado.

—¡Maite!

La jovencita, asustada, se arrastró retrocediendo para alejarse de mí.

—¡No se asuste! ¡Soy Mikel! —le dije en voz baja, tendiéndole la mano.

Me miró con los ojos desorbitados y cuando me reconoció, se me acercó andando sobre sus manos y rodillas, y se abrazó aterrorizada a mis piernas.

—Lo siento —dijo a través de los sollozos entrecortados—, no sabía a dónde ir, no quise involucrarlo.

La tomé por los brazos y la ayudé a ponerse de pie. Estaba transpirada, sucia y en su ropa había manchas de sangre.

Rodeé sus hombros con mi brazo y cuando me dispuse a llevarla dentro de casa, ella me detuvo y me empujó, presurosa, hacia la parte de atrás.

Allí estaba, obviamente, su perseguidor: traje militar negro, dos claras runas sigel relucían en su antebrazo. El hacha que tanto me llamara la atención en la casa de Zugazagoitia estaba incrustada en el empeine de su pie izquierdo. Algo blancuzco llenaba su boca monstruosamente abierta. La expresión de su cara me heló la sangre.

¿Que podía causar tal terror?


Ilustración: Tut

Al aproximarme, vi que lo que deformaba su boca era un hongo.

Sin mediar palabra, fui al cobertizo, tomé una pala, y cavé un pozo lo más rápido que pude para enterrarlo. Disimulé la tumba lo mejor que pude.

Entonces sí la llevé adentro. Ella había permanecido todo el tiempo temblando en silencio a mi lado.

Le serví una taza de café caliente y esperé hasta que estuvo lista para contármelo todo.

Yo tampoco podía dejar de temblar.

—Llegaron esos hombres, entraron a la casa y lo revolvieron todo. No sé qué buscaban. Golpearon a Andoni y a mi padre. A mi hermana y a mí nos tomaron del pelo y nos llevaron a la rastra a nuestras habitaciones.

»De pronto, dispararon desde fuera. Yo no entendía qué pasaba pero aproveché la confusión del hombre que me retenía, le pegué con un libro en la cara y salí corriendo por los fondos de la casa. Pero me siguió.

Como vi que no continuaba el relato sino que comenzaba a sollozar nuevamente, le pregunté para animarla a seguir:

—¿Cuánto hace que estaba oculta en los matorrales?

Ella sacudió la cabeza y gimió:

—No lo sé… tal vez horas…

—¿Cómo encontró el camino? ¿Ya había estado por aquí?

—Sí, yo era la encargada de mantener limpia la casa hasta que usted llegara. Igualmente por el andabide es fácil.

—¿Andabide?

Ella continuó en voz baja:

—Es el camino que une el cementerio de la iglesia con la casa, todas lo tienen. Y cada muerto debe ser conducido por él a su tumba. El último trecho de su andabide coincide con el nuestro. Lo recuerdo bien, por mi madre.

Asentí en silencio y le di unos minutos para reponerse de ese doloroso recuerdo que se sumaba a su situación presente. Luego inquirí:

—¿Es fácil de seguir?

—Únicamente para quien lo conoce. Discurre por el medio del bosque y la niebla ayuda para pasar inadvertido.

—Bien, puedo ir por allí hasta la casa de su padre, para ver qué sucedió.

—¡Vamos! —gritó, levantándose de golpe, y tuve que tomarla por los hombros para refrenarla.

—¡No! Ahora tiene que descansar.

Con desesperación comenzó a repetir una y otra vez: «No sé qué buscaban…»

La abracé para calmarla y se acurrucó en mi pecho. Cuando vi que estaba más tranquila, le pregunté:

—¿Son una familia religiosa?

Ella, sorprendida, me respondió:

—Sí, pero no somos cristianos. ¿Por qué pregunta?

—Porque estos mismos hombres casi destruyen la ermita de Argineta en su búsqueda; por eso supusimos con el padre Sagasbarría que buscan algún objeto religioso.

La muchacha susurró un «no lo sé» y se puso a llorar.

La conduje a una de las habitaciones para que tratara de dormir. Yo me quedé apostado en las dos ventanas del cuarto, alternando entre la que daba al camino y la que miraba hacia el bosque.

Una hora después comenzó a quejarse de dolores. Puse mi mano en su frente para ver si tenía temperatura, y la noté tan fría como si estuviera muerta.

Algo en su vientre temblaba. Su estómago, su hígado, no lo sé, nunca había visto semejantes síntomas. Me causó una gran conmoción, parecía tener dentro algo vivo pugnando por salir.

Quise ir a buscar al doctor, pero ella me detuvo:

—¡No! ¡Es un cerdo fascista, sólo va a delatarnos!

No sabía qué otra cosa hacer, me senté junto a ella y justo cuando trataba de tranquilizarme y ordenar mis ideas, Maite tuvo una horrible arcada y vomitó sobre mí un líquido verde semejante a la bilis pero que, al mismo tiempo, parecía no serlo.

Cuando sujeté su brazo, noté que su piel era húmeda y lisa, como recubierta de vidrio. Parecía estar tocando un batracio, Me causó un gran rechazo y mi primer impulso fue soltarla. Ella me miró con lágrimas en los ojos y volvió a vomitar.

 

 

Casi una hora transcurrió de este modo hasta que todos los síntomas comenzaron a desaparecer de a poco. Entonces la cambié de habitación y se durmió.

Luego de limpiar, volví a las ventanas. Había presenciado algo muy extraño y repulsivo, pero no podía dejar de sentir ternura por la muchacha.

El sol de la mañana me despertó, me había dormido delante de la ventana. Me acerqué a la cama y Maite estaba profundamente dormida.

Sentí que golpeaban la puerta, así que me asomé a la ventana y desde arriba vi a Arantzazu; el terror desfiguraba su cara.

La hice pasar, venía a contarme lo que había sucedido en la casa de Maite. Por mi parte, la llevé a la habitación mientras le contaba los extraños síntomas que la muchacha había tenido la noche anterior, y su rostro adquirió un velo de comprensión y angustia.

Arantzazu se quedó largo rato mirándola, y casi con desesperación, trató de convencerme por todos los medios posibles de llevar a la joven a su casa. Pero no acepté, por alguna razón me sentía responsable por ella.

El terror y la desesperación dieron paso a una abatida resignación. Luego de recomendarme que la cuide, salió de la casa presurosa. Era como si ella comprendiese algo acerca de la muchacha, que no quería o no podía decirme.

A media tarde, Maite despertó. Tenía mucha hambre. Comió y bebió en abundancia, con gran avidez.

Ya no tenía los síntomas de la noche anterior, pero había algo distinto, no sé precisar qué; pero parecía otra Maite.

En un momento puse mi mano sobre su brazo y pude comprobar que su natural fragilidad había dado paso a una fortaleza poco común en una muchacha. Tuve la sensación de que era más alta, que sus formas femeninas eran más pequeñas y juraría que su pelo había encanecido un poco.

El antiguo temor sobrenatural que sintiera en tantas ocasiones en el pueblo, regresó de inmediato.

Ella se pasó toda la tarde asomada a la ventana, parecía estar buscando algo. Su actitud era de absoluta concentración. Incluso me pareció que oteaba el aire tal como podría hacerlo un lobo.

Y cuando el bosque adquirió el aspecto y la atmósfera de hacía dos noches atrás, Maite quiso ir a su casa:

—Este es el momento para salir —me dijo, con total convencimiento.

—¿Está segura? ¿No es peligroso el bosque a estas horas? —repliqué.

A lo que ella me respondió, con una calma inusitada:

—Nada nos pasará, confíe en mí.

Aquella dulce joven que conocí el día que fui a almorzar a su casa se había endurecido. Su seguridad me dio valor, aunque el miedo seguía agazapado en mí como un gato dispuesto a saltar. Tomé la escopeta y un farol que no quise encender para no delatarnos, y salimos.

Subimos por la cuesta que está al costado norte de la casa, hasta que llegamos a una senda apenas marcada que, según ella me dijo, era el andabide de mi propia casa.

Ella iba adelante. El bosque estaba otra vez en un antinatural silencio, parecía que todos los animales hubiesen huido. A lo lejos, en las cumbres de algunos montes, se veían otra vez las fogatas. Aquí y allá había agrupamientos de piedras, unos con forma de círculos, otros cuadrados, otros simples amontonamientos. Y hasta había algunos cromlechs que tenían una geometría tan extraña que mareaba el solo verlos y cuyas piedras estaban apiladas de tal forma que era imposible deducir cómo no se caían. Y todo cubierto con el omnipresente musgo.

Cada tanto, Maite se detenía y miraba hacia todos lados, parecía ver algo que yo no. Y de pronto me di cuenta: algo daba al bosque una enfermiza y muy tenue luminosidad blanca, teñida de un leve tono verdoso.

Los vascos llaman a la luna Ilargi que significa «luz de los muertos». Viendo el bosque esta noche, hubiera estado de acuerdo con el primero que denominó al astro de esta forma. Pero hoy la luna no había salido, de modo que algo más lo iluminaba. No me imagino qué.

El valor que tuviera al salir iba perdiendo terreno. Nunca había cruzado un bosque normal de noche, y este no se me hacía un bosque normal.

Maite seguía sorprendiéndome. Mientras que yo tropezaba una y otra vez con las nudosas raíces, ella avanzaba muy segura por entre los añosos y retorcidos árboles, ni siquiera miraba el sitio donde pisaba. Parecía un lobo cazando.

El bosque se iba cerrando y tornándose más ríspido. La luminosidad blancuzca creaba extrañas sombras, incluso algunas parecían moverse. Sentía que todo el bosque nos vigilaba: hasta la última piedra.

Ya habíamos recorrido buena parte del camino cuando, de pronto, ella frenó su marcha. Dos hombres, con el mismo uniforme que aquellos extranjeros que habían llegado al pueblo, estaban clavados con arpones a sendos robles. Unos objetos que reconocí como dos de los sangradores que había visto en la casa de Don Zugazagoitia se incrustaban en la axila izquierda de cada uno de ellos. El charco de sangre a sus pies formaba un pequeño barrizal que ostentaba singulares huellas que no pude reconocer. Tenían las bocas abiertas como intentando dejar escapar un grito que nunca salió. Sus miradas estaban clavadas en los arpones, y su piel cerosa había perdido todo color vital. El tétrico cuadro estaba subrayado por el lento crujir de las ramas de los árboles. Levanté la mirada al dosel de hojas sobre mi cabeza para verificar un inexistente viento cuando un sonido peculiar me heló la sangre y trajo a mi memoria la inscripción en la makilla del señor Zugazagoitia: «tekelili». Cuando me acerqué a Maite para preservarla de tal espectáculo, me dijo con una sonrisa feroz en su boca, mientras señalaba a uno de los cadáveres:

—Ese cerdo dirigía el grupo que entró a mi casa.

Otra vez el sonido de madera golpeando madera.

—Las txalapartas —dijo Maite.

Me acerqué temblando al cuerpo señalado y en su chaqueta pude ver su rango y su nombre. Las insignias de las solapas tenían tres hojas muy similares a las del árbol del cual pendía el hombre, subrayadas por dos rombos. Junto a ellas estaba el nombre del oficial: «Lex Distel». La pistola Luger estaba aún en su funda.

Cuando todavía no me había repuesto de la conmoción, Maite me tomó del brazo para que siguiéramos. Al parecer ya estábamos cerca de la casa pues llegamos muy pronto. Entramos por la parte posterior.

Una vez adentro, mientras intentaba prender el farol, tropecé con algo tapado por una manta. Al destaparlo comprobé que era Andoni, con la cara hinchada y amoratada por los golpes y un tiro en la frente. Reprimí una exclamación de horror y volví a taparlo.

Todo estaba revuelto y desparramado por el piso.

Maite quiso ir al piso de arriba. No pude detenerla y decidí seguirla con la exigua luz del farol, aunque ella parecía no necesitarla. Entró corriendo a lo que, me dijo, era la habitación de Argi, pero no había nadie allí.

Volvió a salir corriendo escaleras abajo y la seguí hasta el escritorio de su padre.

Al entrar, su mano ahogó un grito, sus ojos se llenaron de lágrimas y su expresión, de furia.

Iñigo Zugazagoitia estaba atado a su silla con la cara y el cuerpo lleno de golpes, y dos tiros en la frente. Supe de inmediato que su mayor tortura no fue la de su cuerpo sino la de su alma.

Frente a él, sobre el escritorio, estaba tendida Argi. La pequeña tenía cortada la garganta y su cabeza ensangrentada casi no tenía cabellos. Maite se agachó y recogió un mechón del piso; acarició con delicadeza la pequeña mano cuyos dedos estaban quebrados.

Aquello era el colmo del salvajismo humano, sólo Dios podía saber lo que la muchacha estaba sintiendo ahora.

Me acerqué al cadáver de su padre y le cerré los ojos.

Sin decir nada y antes de que yo pudiera reaccionar, ella levantó a su hermana y la cargó en brazos. Como si el cuerpo no tuviera peso, la llevó escaleras arriba, hasta su dormitorio, y la colocó en la cama. Luego se arrodilló junto a la cabecera y lloró sin parar por lo que me parecieron horas. Cuando sus lágrimas se habían agotado, regresamos a la planta baja.

Al ir hacia la puerta, entramos al escritorio. Maite besó la cabeza de su padre a modo de despedida, tomó la makilla que estaba tirada en un rincón y salimos.

 

 

Dejé a Maite en la casa de Arantzazu y fui a la parroquia a hablar con el padre Sagasbarría. Cuando estaba llegando vi al grupo de extranjeros uniformados entrar a la Iglesia. Decidí permanecer oculto, si intentaba ayudar probablemente sólo conseguiría que me matasen y Maite quedaría sola.

Pasé escondido mucho tiempo. Varias veces oí las campanadas de a cuarto de la parroquia; en ese tiempo pensé sobre todo lo ocurrido desde mi llegada, en la espantosa situación en que me había visto envuelto, en mis miedos sin sentido que ahora parecían tenerlo, en lo poco halagüeño que se veía mi futuro y en Maite. En la necesidad que tenía de protegerla y en el cariño que le tenía. Me sentía muy sorprendido de mí mismo y de este sentimiento que albergaba por la muchacha; de lo corto del tiempo que hacía que la conocía y de lo mucho que me sentía ligado a ella.

Finalmente salieron. Una vez que se alejaron corrí hacia la puerta preguntándome si no habría sido un cobarde en esperar hasta ese momento. Temiendo lo peor, entré, me santigüé, e ingresé en la nave. El padre Sagasbarría estaba de rodillas delante del altar, rezando. Caminé despacio hasta él, mirando los innumerables destrozos en los altares de las capillas y hasta en el retablo. Los tubos del órgano medieval yacían, abiertos y desgarrados, sobre las filas de bancos de madera. Por doquier había trozos de mampostería. ¿Qué podía ser tan importante, como para matar y destruir como fieras salvajes? Me arrodillé junto al padre y recé con él.

Cuando terminamos, me miró y me dio las gracias; lo cual me hizo sentir peor de lo que ya me sentía. Lo ayudé a levantarse y fuimos a la sacristía.

Recién ahí me animé a hablar:

—¿Está usted bien, Padre?

Su voz cansada me respondió:

—Sí, gracias, hijo mío.

Le alcancé una copa de agua y le pregunté:

—¿Dijeron qué buscaban?

—Sí —dijo en un susurro—, y debí darme cuenta antes. Es un libro, uno que nunca debió existir. Lo llaman el Libro de los Nombres Muertos.

Miré los destrozos a mi alrededor y dije:

—¿Tan valioso es como para esta profanación? ¿Como para asesinar a una niña de catorce años?

Se quedó unos minutos en silencio, como sopesando el dolor, como decidiendo si debía contarme o no lo que me dijo a continuación:

—Es un libro de conjuros antiquísimo. Se cree que la primera versión es del año mil antes de Nuestro Señor Jesucristo. Se le atribuye a un árabe llamado Abdul Alhazred. Hay muy pocos ejemplares en diversos idiomas. De algunos se conoce su paradero, de otros, no.

»Según tengo entendido en Euskadi hubo tres: el rey de Navarra trajo a la vuelta de la sexta cruzada, hacia el 1242, dos espinas de la corona de Nuestro Señor Jesucristo —desde Jerusalén— y un ejemplar de este libro en Latín, traído de Sidón.

Lo dejaron en custodia de unos sacerdotes en Roncesvalles y en 1558 fue descubierto por los inquisidores. Todos los sacerdotes que lo custodiaban fueron quemados en la hoguera por herejes y del libro no se supo más.

—1558… El año del proceso llamado «De las brujas de Zeberio», el pueblo de mi abuela en Bizkaia.

—Sí, conozco sobre ese proceso. El otro ejemplar fue traído por los godos que huían de los árabes, tal vez por eso fueron a Argineta; pero ese ejemplar nunca se encontró.

Irritado, lo interrumpí:

—¿Y por qué un libro de magia, por más antiguo que sea, es tan importante?

El sacerdote me respondió de inmediato:

—Sus conjuros sirven para despertar criaturas más allá de nuestra comprensión humana. Criaturas que han venido allende este mundo, y que razas prehumanas, que aún subsisten en los más oscuros rincones del orbe, adoran como a dioses.

—Padre, ¡por Dios! ¿Usted no creerá en esos oscurantismos?

—¿Te mentiría, acaso?

Ante esa revelación, todo mi marco conceptual se hizo astillas.

—No —respondí.

Sentí como si un peso de varias toneladas fuera depositado sobre mis hombros.

Una terrible angustia se instaló en mí. El mundo allí afuera, a la luz de este conocimiento, ya no era el mismo. Mi razón pugnaba por rebelarse contra aquello, pero algo muy dentro me decía que estaba frente a una verdad incuestionable; enferma y demente, sí, pero incuestionable.

Una pregunta surgió de pronto en mi mente y la expelí de inmediato:

—Pero, ¿qué tiene que ver la familia Zugazagoitia con el libro?

El Padre suspiró y me dijo:

—¿Te contó sobre sus ancestros que se dedicaban a la pesca?

Aventuré intrigado:

—Sí, lo hizo.

—¿Te mencionó acaso el nombre de sus últimos navíos?

—Sí, creo recordar que se llamaban «Hondos» o «Profundos»…

El Padre volvió a suspirar y prosiguió con calma:

—»Profundos». Los Profundos son una de esas razas prehumanas que nombra el libro. Son seres parecidos a batracios que, cuando están en tierra, caminan erguidos en dos patas, como hijos de hombre; pero viven en las profundidades del mar.

Algo golpeó mi memoria, recordé entonces la leyenda iroquesa que el Señor Zugazagoitia refiriera y en la que se mencionaban seres parecidos. Algo en mi rostro me delató, pues el padre me miró como si yo ahora comprendiese algo más.

Metí la mano en el bolsillo interno de mi saco y extraje la medalla que me había regalado el padre de Maite; se la mostré. Él la tomó de mi mano, la miró con detenimiento y movió la cabeza lentamente, en forma afirmativa, y continuó con su relato:

—El invierno había sido muy crudo para Islandia en 1615. Tres navíos, propiedad de los ancestros del señor Zugazagoitia, llegaron a sus costas en el verano de ese año y se quedaron hasta el otoño. La noche del 20 de septiembre, una tempestad arrastró hasta la costa dos icebergs que hundieron dos de los barcos e hicieron encallar al otro. Tres días después, los náufragos partieron hacia Jokulfirdir a donde llegaron el 26 del mismo mes. Un barco llevó a dos tripulaciones hasta Geirseyri, la otra se dividió en dos: una parte se dirigió a la isla de Aedey, y la otra a Pingeyri, en Dyrafiordur.

»El rey danés había firmado un decreto permitiendo a cualquier ciudadano atacar a cualquier extranjero que alterase la paz. Así que dos hombres de Dyrafiordur armaron una partida y dieron muerte a todos los hombres del grupo que había ido a Pingeyri, acusándolos injustamente de pillaje. Debido a esta acusación, el gobernador reunió cincuenta hombres y persiguió al resto de los pescadores. Éstos entregaron sus armas como muestra de buena voluntad, pero fueron masacrados. Uno de los hombres del gobernador dio un hachazo en la clavícula a J. C. Zugazagoitia, capitán de uno de los barcos quien, como era corpulento, se deshizo de quienes lo retenían y corrió hacia el mar, pero fue perseguido y recapturado, cortándole una mano en el proceso. Luego, lo llevaron a la playa y le infligieron un corte desde el pecho hasta la cintura, de modo que, cuando quiso volver a pararse, cayó muerto con las entrañas volcándose al piso.

»Sólo tres hombres escaparon, dos de ellos Zugazagoitia. Blasfemaron contra Dios por haberlos abandonado y, un par de días después, los Profundos aparecieron, venidos de su ciudad en el Mar del Norte: G´ll Hoo. Los tres marinos aparecieron en las playas de Donostia en una chalupa.

»En Islandia hubo hambrunas, pestes, matanzas. Casi muere toda la población. Cuando las nuevas naos de la familia volvieron a pescar en la zona, regresaban repletas de manufactura de ballenas y bacalaos. A cambio, los miembros de la familia se unieron con ellos y engendraron híbridos.

»Y, lamentablemente, siguen en contacto con ellos. No sé qué tan estrechamente.

Era demasiado para mí, no podía creer lo que el padre me contaba. Un frío recorrió mi espalda al recordar los extraños síntomas de Maite. ¿Tendrían que ver con la existencia de esos híbridos que me relatase el sacerdote? Mientras trataba de acomodar mis ideas, el padre interrumpió mis pensamientos:

—Ven conmigo, hijo.

Me condujo hasta el altar mayor. Nos arrodillamos detrás de él. La base del mismo era una caja de madera recia, finamente tallada. Las armas de los profanadores apenas si lo habían mellado, parecía macizo.

El Padre abrió un compartimiento por un procedimiento que no pude ver, y extrajo una caja de la misma madera. La abrió con el sello de su anillo y tomó un libro. Al hacerlo cayeron dos sobres, uno cuyo remitente pertenecía a A. Crowley, y el más grande, que venía de Providence y había sido enviado por un tal H. P. Lovecraft.

No podía creer lo que veía; el libro era antiquísimo, un verdadero manuscrito, y estaba forrado con piel de ballena. Pude ver que había sido escrito en euskera. Tenerlo entre mis manos hizo que me envolviera un frío de muerte.

—Este es el tercer ejemplar, lo encontré hace veinte años en el dolmen Jentillarri, cuando hacía trabajo de campo investigando a los antiguos pobladores del lugar. Es un misterio el cómo llegó hasta allí o quién lo tradujo, pues no hay indicación alguna en él al respecto.

Al verme observar sus páginas, el padre me indicó:

—Lee la frase inicial, está en latín y euskera.

—»Que no está muerto lo que yace eternamente / Y con los evos extraños hasta la muerte puede morir» —traduje rápidamente.

—Esas blasfemias —acotó él— yacen en los lugares más recónditos de la Tierra y del Cielo, y no deben despertar. Este libro no debe caer en manos de los extranjeros, ni de los seguidores de esas blasfemias. Llévalo, no tienen forma de relacionarte con él.

—Pero, padre… —dije con voz temblorosa.

El sacerdote ignoró mi queja y prosiguió:

—Y llévate también esto —me alcanzó las cartas y un paquete—. Son notas mías, estoy recopilando todo lo posible sobre nuestra mitología y nuestras leyendas, y hay algunos puntos de contacto que me llaman mucho la atención.

—¿Cree que tengan algo que ver? —agregué.

—Mikel, somos un pueblo muy antiguo, hemos visto muchas cosas que recordamos y otras que no; y otras que, consciente o inconscientemente, quisimos olvidar y por eso tal vez las disfrazamos.

»¿Tu abuelo te mencionó alguna vez a Sugaar?

—Sí, el ser mitad hombre mitad serpiente.

—Hace doscientos setenta y cinco millones de años evolucionó una raza de hombres-serpiente que fundó el reino de Valusia en lo que hoy es el mar Mediterráneo. Y hace doscientos veinticinco millones de años el reino cayó en decadencia y muchos hombres-serpiente murieron, pero otros fueron a las cavernas y fundaron otros reinos, como el de Yoth.

Como vio que mi asombro y mi miedo hacían que no pudiera emitir palabra, prosiguió.

—¿Y sabes algo sobre Akerbeltz?

—Sí, el macho cabrío negro, es una de las representaciones de Mari, la madre tierra para los vascos. Por eso muchos quieren que en su rebaño haya un carnero negro, para que lo proteja.

—Bien, muchas razas prehumanas adoraban a Shub-Niggurath, también llamada «Cabra Negra de los Bosques con el Millar de Retoños», como a la madre tierra.

»Todo esto te lo he dicho para que veas tú también los puntos de contacto que he notado yo mismo.

Tomé las cosas que me ofrecía y me quedé un rato mirándolas. Lo que me contaba era pavoroso, ¿era posible alguna conexión?

—Padre, a veces no es bueno que el hombre una todos los puntos de su conocimiento… Pero no, no puede ser cierto —insistí—, ¿usted vio alguna criatura, un Profundo?

—No un Profundo, pero sí un híbrido.

—¿Aquí en el pueblo?

—Sí, están aquí ahora. Supongo que tratarán de impedir que los extranjeros encuentren el libro y se lo lleven.

Me quedé meditando en eso, más allá del horror y la sorpresa, las piezas estaban empezando a encajar en mi cabeza.

El padre agregó, mientras me miraba fijamente a los ojos, tal vez leyendo mis reacciones:

—Ayer encontraron a dos de los oficiales extranjeros, creo que se hacen llamar «SS». Estaban en el riacho del molino Olazuriaga, debajo de sus ruedas de piedra. Sólo una criatura semejante tendría la fuerza para levantar ese peso y descargarlo sobre esos hombres.

Me sobresalté con la noticia y agregué:

—Maite y yo encontramos en el bosque a otros dos clavados a robles con arpones balleneros.

El padre asintió, mientras agregaba:

—Hoy al mediodía cayó uno por el kablea. Estaba ahorcado con un alambre de púas y colgado del cable. Su cuello estaba bañado en sangre.

—¿Kablea?

—Sí, lo inventamos aquí, es un sistema de cables que sirve para bajar los fardos de pasto desde los montes a algunos caseríos.

—Veo que los dos bandos están dispuestos a todo por esto —le dije mientras levantaba en mis manos el libro que él me había dado.

—Por desgracia, me temo que sí.

Me sentí tan abrumado con todo aquello, apenas si podía vislumbrar la terrible responsabilidad que me habían colocado sobre los hombros, y encima no podía dejar de pensar en Maite.

—Padre —le dije finalmente—, creo que es hora de irme.

—Sí, hijo; espérame un segundo.

Fue hasta la sacristía a buscar una pequeña valija, y me la dio para guardar las cosas que debía llevarme. Me dio la bendición, y me fui.

Una vez afuera sentí la cabeza embotada. Caminé despacio hacia la casa de Arantzazu. Entre todos los pensamientos que se amontonaban en mi cabeza, estaba Maite. Todavía se hallaba en serio peligro. Una idea me golpeaba el cerebro y me angustiaba terriblemente: ¿sería Maite una híbrida? No podía dejar de pensar en el malestar de la noche anterior. Sabía que debía haber otras explicaciones para sus síntomas, pero francamente no podía hallar ninguna.

Sin darme cuenta y casi por inercia, llegué a la casa de Arantzazu. Golpeé la puerta y esperé. Después de un rato volví a golpear y me abrió Maite.

—¿Estás bien? —dije lleno de inquietud.

—Sí, no se preocupe. Arantzazu me ofreció quedarme aquí. Ya no lo molestaré en su casa.

—No eres una molestia, además esta casa está en peligro. Ya sé lo que esos hombres buscan, me lo dijo el padre Sagasbarría, y el próximo lugar donde van a buscarlo es en la biblioteca y Arantzazu es la bibliotecaria. Es más, ella y Lora deberían venir con nosotros.

—Ellas no pueden moverse de aquí ahora —replicó Maite— y debo quedarme con ellas.

La tomé de las manos y me miró sorprendida.

—El padre me contó sobre tu familia y el libro; no dejarán de buscarte y no tienen cómo relacionarte conmigo.

Ella bajó la vista y dijo casi tímidamente:

—¿No tiene miedo de mí?

—Todo lo que ocurrió desde que llegué me da miedo. Todo lo que me contó el Padre me da miedo, pero tú no.

—¿Por qué no?

—Y si tu familia viviera, tampoco me darían miedo.

Volvió a preguntarme: «¿Por qué?»

Nos miramos a los ojos con tal intensidad que sentí que el corazón me salía del pecho. Luego agregó, resuelta:

—Está bien, iré con usted. Voy a despedirme.

Al rato salió. Escondiéndonos lo mejor posible volvimos al andabide, y regresamos a mi casa.

El bosque me daba más pavor que nunca. Si antes sentía que hasta las piedras nos vigilaban, ahora sentía que todo el bosque nos acechaba.

Llegamos, cenamos en silencio, y fuimos a descansar. Acompañé a Maite hasta su cama, y una vez acostada, me despedí con un largo beso en su frente. Nuestros ojos se miraron durante unos segundos, y me fui a mi habitación.

Cuando mi descanso era tan profundo como la noche, me despertó el grito de Maite.

Tomé la escopeta y corrí a su habitación, pero no era lo que yo pensaba.

Maite estaba sentada en la cama tomándose el vientre. Cuando la toqué estaba fría como la otra vez y su piel estaba tornándose blanca y resbalosa como la de un sapo, justo frente a mis ojos. Los vómitos volvieron mientras su pelo comenzó a caerse.

Evidentemente estaba transformándose en una Profunda. Según el padre algunos se transformaban completamente, otros conservaban características humanas.

Se retorcía de dolor y mi angustia iba en aumento, no sabía qué hacer para mitigar su sufrimiento.

Corrí a buscar el libro, recordé que el padre me había dicho que existía una letanía que aceleraba la transformación, pero cuando lo tuve en mis manos, caí en la cuenta de que estaba en euskera y no iba a entenderlo.

Volví a la habitación y Maite se había caído al piso. De algún modo se había deshecho de sus ropas, tenía las manos y las rodillas apoyadas contra el suelo y estaba orinándose profusamente, como alguien que ha perdido todo control sobre su propio cuerpo. El olor acre aumentaba lo repulsivo de toda la escena.

La piel de su espalda y de los glúteos, así como la de la parte posterior de sus brazos y piernas, estaban tornándose verdes y le estaban creciendo escamas.

Era tanta mi desesperación que me quedé paralizado, mirando sin hacer nada. Sólo podía sudar y temer.

Una especie de tela muy fina comenzó a recubrirla, me agaché a su lado para quitársela, pero ella con voz gruesa emitió un largo y potente «No».

Se acostó allí mismo, en el piso, en posición fetal, y la «tela» la cubrió.

Estuvo así, quieta y envuelta, casi siete horas.

Lo primero que asomó fue un pie que parecía haber conservado su forma. Sus manos tenían dedos humanos con membranas entre ellos. A los costados del tronco tenía branquias, y era blanca y lisa por el frente, mientras que por detrás tenía escamas y un color verde intenso.

Su cara aún era humana, levemente más ancha que un rostro normal. Ya no tenía cabello ni dientes, y sus labios casi no se distinguían. Sin embargo había una cualidad especial en ella: con todo, aún era el rostro de Maite.

Sin poder evitarlo noté que sus senos habían desaparecido, pero no sus pezones.

Fue levantándose de a poco. Sus glúteos y su sexo seguían estando. Cuando ya estaba de pie, me miró, y retrocedió hasta llegar a la pared.

—¡No temas, soy Mikel! ¿Me recuerdas?

Con voz casi gutural me contestó con un largo «Sí».

—Tranquila, no voy a hacerte daño.

Su voz volvió a resonar:

—¿Por qué no tienes miedo o asco de mí? Cualquier otra persona habría huido.

—Porque eres Maite y nunca te tuve miedo.

La voz se volvió más grave y triste:

—Ya no soy Maite.

No dudé ni un instante:

—Sí, lo eres.

De a poco me fui acercando a ella con las manos extendidas.

Se tomó la cabeza con las manos y se cayó. Por suerte pude llegar a ella antes de que se golpeara.

La puse en la cama. Probablemente el cansancio la había vencido, o tal vez fuera parte del proceso. Pude notar que su cuerpo tenía una viscosidad verdosa y trozos de la membrana que la había recubierto. Tomé una toalla y la limpié.

Durmió casi un día completo.

Cuando despertó, yo estaba sentado a su lado.

—Hola.

—Hola —respondió.

—¿Cómo te sientes?

—Bien.

Recordé su primer intento de transformación y le pregunté.

—¿Tienes hambre?

—Debo irme.

Sentí que una garra me atenazaba el pecho:

—¿Por qué? —pregunté.

—Debo estar con los míos.

—Los humanos también somos los tuyos.

Ella me miró con una mezcla de sorpresa y angustia:

—Pero sentirán repulsión al verme.

—Yo te cuidaré. Te puedes quedar aquí, conmigo.

—¿Por qué quiere protegerme?

—Porque te conozco —mentí.

—Ya no soy la Maite que usted conoció.

—Te amo.

Se quedó mirándome. Sus extraños ojos parecieron llenarse de lágrimas. Me acerqué y le apoyé la mano en la mejilla. Su piel era fría pero en lugar repulsión, me provocó mucho placer el tocarla.

Acaricié su cabeza sin pelo; mientras seguía mirándome, bajé la mano por el costado de esta y se estremeció cuando acaricié su casi inexistente oreja izquierda. Ella tomó mi mano y casi envolvió mis dedos con las membranas que había entre los suyos.

Seguí recorriendo su cuerpo. Su pecho era liso como su abdomen, pero conservaba los pezones duros y erguidos siempre. No pude contener mi creciente frenesí y apreté uno de ellos con mis dedos. Maite inclinó su cabeza hacia atrás, tomó aire sonoramente, y gritó un sonido grave.

Me acerqué para besar sus labios, que ahora eran más gruesos que antes, y entreabrió su boca. Sus labios fríos me estremecieron y su lengua, más delgada y larga que la de un humano, recorrió toda mi boca hasta descender por mi garganta.

Su boca estaba impregnada de un líquido más viscoso que la saliva, de un sabor agradable, y todo su interior era extremadamente suave.

Al tomarla del talle apoyé mis manos en sus branquias, y por un momento, sus jadeos y gritos me asustaron.

Perdido en mi pasión, levanté sus brazos y comencé a lamer su axila izquierda, no sé qué locura de amor me movía, pero jamás había sentido tanta fogosidad. Descendí con mi lengua hasta sus branquias, las lamí, y sus ojos se llenaron de lágrimas.

Moví las manos por su espalda y sentí sus escamas; pronto comprendí que estaban recubiertas de un líquido que hacía que no me lastimaran las manos, sobre todo al acariciarlas a contrapelo que era cuando hacía que su cuerpo temblara como una hoja.

Besar sus pezones, y al mismo tiempo, acariciar las escamas de su espalda, hicieron que su voz enronqueciera.

El ardor la impulsó hacia mí y lamió mi cara con intensidad. Su lengua también exudaba esa agradable viscosidad que me estimulaba y ahora era yo el que temblaba como una hoja.

Cuando ya no pude contenerme más, comencé a quitarme la ropa, sin pensar en el mundo, ni en la ley, ni en el Cielo; y mientras lo hacía, ella se dio vuelta, apoyó sus rodillas y sus manos en la cama, y me ofreció su sexo. Ese era el único orificio que tenía y ya estaba abierto, salía de él la misma viscosidad que —ahora me daba cuenta— la cubría por completo.

Fue simple y glorioso entrar en ella. Su interior, frío, se cerró exquisitamente como un guante. Allí dentro podía sentir como mi sexo se endurecía y crecía en la confluencia de presión, viscosidad y frío.

Comencé a moverme muy lentamente, ella jadeaba, y yo transpiraba sin cesar. El tiempo parecía haberse detenido. Mis movimientos fueron cada vez más rápidos y sus escamas fueron irguiéndose una a una.

Un espasmo de su sexo oprimió el mío, y me derramé en ella.

Al separarnos se desplomó rendida y yo me acosté sobre su espalda. Despertamos pasado el mediodía.

Maite decidió quedarse conmigo y fue tanta mi felicidad que, por un instante mientras la besaba, me olvidé de todo el horror que se cernía sobre nosotros.

Mientras pensaba en los cambios que tendría que hacer en la casa para ella, Maite permanecía sentada en el piso, debajo de la ventana, atenta a todos los sonidos.

Cuando el sol había caído y la noche se apoderó de todo, oyó algo que la hizo prestar atención.

—¿Qué escuchaste?

Ella contestó, absorta:

—Esta noche tenemos que ir.

—¿Adónde? —pregunté preocupado.

—A la cueva.

Mi inquietud iba en aumento:

—¿Qué cueva? ¿A qué?

Cuando estaba por contestarme, se empezó a oír a lo lejos una refriega. Fue muy intensa, algo grave estaba ocurriendo. Tal vez la resistencia o algún batallón de gudaris estaba intentando recuperar el pueblo. Luego de un tiempo que no pude precisar, tan de repente como había empezado, terminó.

Cenamos tarde. Pasada largamente la medianoche me instó a salir; tomó la makilla de su padre, yo recogí un farol, y me guió otra vez. Traté de detenerla y de que me explicara qué sucedía, pero fue inútil, así que la seguí.

Recorrimos el andabide hasta su casa y entramos por atrás.

Los cadáveres ya no estaban. Fuimos hasta la sala principal y nos acercamos a la chimenea. Maite se metió en el hueco y empujó la pared. Un túnel oscuro se abrió ante ella, entró y comenzó a caminar. Yo me quedé parado, mirando sin comprender nada.

Recordé de pronto lo que me contaba mi abuelo, sobre la leyenda que hablaba de la conexión mediante túneles, entre algunos caseríos y las cuevas. Parecía que finalmente no eran leyendas.

Maite se dio vuelta y me llamó:

—Vamos, rápido.

Entré y Maite cerró el acceso. El túnel descendía muy abruptamente, era bastante difícil bajar por él. El olor a moho rancio era insoportable. Un fango blanco, como una baba pringosa, cubría casi todo el piso y las paredes. Me resbalé varias veces y por más que me iluminara con el farol, era casi imposible caminar firmemente por allí.

El túnel comenzó a ensancharse de a poco.

Después de un rato ya no sabía qué tan profundo estábamos.

No le pregunté adónde íbamos, confiaba en ella, pero aun así tenía miedo.

El olor a humedad lo impregnaba todo. Animalillos blancos de distintas formas y tamaños se cruzaban en nuestro camino. Algunos se arrastraban por el cieno, otros caminaban y otros volaban. Había incluso algunos gusanos, del tamaño de un dedo humano, que emitían luz propia.

El recinto se agrandó de pronto, parecía que habíamos dejado el túnel y habíamos llegado a una cueva.

Las estalactitas colgaban del techo armando formas maravillosas y las estalagmitas crecían desde el piso como imponentes columnas.

Cualquier ruido que hacíamos se multiplicaba por cientos. En nuestro camino pasamos por una cámara con pinturas rupestres. Detuve a Maite: era maravilloso estar allí rodeados de osos, lobos, caballos y toros rojos como los de las leyendas. Me puse a llorar como un niño, pero la distracción casi nos sale cara.

De pronto un intenso olor a mar invadió el lugar. Un grupo de seres nos rodeó y nos tomaron de los brazos, hasta que Maite les mostró la makilla. Hablaron entre ellos en un idioma ininteligible y nos soltaron.

Por su aspecto eran Profundos e híbridos. Seguramente la makilla significaba algo para ellos, puesto que el que parecía ser el líder del grupo, habló con Maite en una mezcla de su idioma y euskera. De entre el grupo surgió una híbrida a la que reconocí: era Lora, la hija de Arantzazu. Se abrazó a Maite y se besaron profundamente.

Arantzazu había sido asesinada y ella tomada prisionera, la refriega que escuchamos había sido su rescate.

Seguimos al grupo durante un largo trecho hasta que llegamos a un sitio enorme; era tan grande que albergaba un lago en el centro. Mi abuela lo había mencionado, pero no recordaba el nombre.

En lo alto volaban murciélagos blancos. Las formaciones rocosas eran imponentes, pero lo más increíble era el fuego verde en el centro del lago.

Un grupo de Profundos se movían a su alrededor.

En todo el borde del lago había, entre los soldados extranjeros y los que habían tomado el pueblo, aproximadamente unos cincuenta hombres puestos de rodillas y con sus cabezas mirando el piso. Como si los obligasen a reverenciar algo invisible.

Alguien comenzó a entonar una letanía y los cientos de profundos que estaban en el lugar lo siguieron. Ponía los pelos de punta escucharlos. Y entonces algo sucedió.

Una masa informe y etérea apareció sobre el fuego. Pronto comenzó a tomar substancia. Era un ser indescriptible, ninguna mente humana podría prefigurarlo de modo cabal.

Los prisioneros gritaban, pedían perdón o lloraban.

En ese momento las formas comenzaron a desdibujarse. Los cuerpos de algunos de los prisioneros se cristalizaron y partieron en pedazos, y era como si cada uno de esos pedazos continuara pidiendo piedad; otros se pulverizaron desde la cabeza a los pies y fueron succionados por un torbellino. Se podía sentir de alguna forma cómo sus mentes, aún conscientes, entraban en el caos. El último destello de sus rostros deformados mostraba el mismo horror que revelaran los cadáveres de los soldados extranjeros con los que nos habíamos topado. Ahora podía comprender aquel terror.

La multitud de seres gritaba «¡Azathoth!, ¡Azathoth!, ¡Azathoth!»

Y el incomprensible ser pronunciaba palabras, por suerte, irrepetibles.

El frenesí iba en aumento hasta que nos dimos cuenta de que habíamos abandonado esta dimensión y este tiempo. Millones de planetas, estrellas y galaxias pasaban a nuestro alrededor. Maite no soltaba mi mano.

Focos de creación de materia y energía, por doquier. Luces, planetas solidificándose, estrellas explotando, seres inconcebibles moviéndose en el espacio. Planetas con ciudades gigantescas hechas con exóticas piedras de color negro y vetas azules, y que seguían extrañas geometrías en su construcción; habitadas por seres que eran gigantes para nosotros y pequeños para sus propias ciudades.

Estábamos en el caos primordial, en el centro de la creación. Lo que estábamos viendo era tan maravilloso y aterrador, que mi mente colapsó.

 

 

Lo siguiente que recuerdo es que desperté en mi cama con Maite y Lora sentadas a mi lado.

Cuando ambas se convencieron de que estaba bien, Lora se despidió. Ella se iría con los Profundos.

Maite se quedó conmigo, como lo había prometido.

Es muy difícil esconderla, pero vale la pena. Sólo sale durante la madrugada y nunca se aleja de la casa.

Yo estuve casi cinco meses enfermo de los nervios. Me curaron los cuidados de Maite y la atención del nuevo doctor del pueblo, pero todavía vienen a mi sueño pesadillas que me hacen despertar sobresaltado.

A mediados del año siguiente cayó Bilbao, y con ella todo Euzkadi, en mano de los fascistas. Por suerte, no encontraron el libro ninguno de los dos bandos, ni los nazis ni los Profundos. Maite se esfuerza en mostrarme que eso es lo mejor, y yo lo sé, pero a veces me siento culpable de tanta destrucción.

Las bestias de las SS, al no poder entrar en Gernika para buscar el libro, decidieron con la anuencia de los sediciosos borrarla del mapa. Y lo lograron. Pero por suerte, sus bombas no pudieron ni con la Casa de Juntas ni con el viejo roble que permanece allí como un faro de libertad.

El `padre Sagasbarría murió mientras dormía a fines de 1937. Ese mismo año también perdí el inestimable consejo del señor Lovecraft, quien más conocía sobre estos seres de horror.

Ya pasaron diez años desde que llegué. Aquí siguen gobernando los sediciosos, y parece que no se irán nunca. Mi trabajo de investigación va lento. La mitología vasca es oral y se han perdido muchas cosas. Para poder leer el Libro de los Nombres Muertos tuve que aprender varios dialectos del euskera; gracias a Dios tuve en Maite a una excelente maestra.

Saber que solo somos una mota de polvo en el universo es muy aterrador. Saber que existen razas prehumanas en el fondo del mar o de la tierra, que realizan bajo nuestros pies ceremonias como las que he sobrevivido, es angustiante. Saber que nadie conoce a ciencia cierta cuántos libros hay y en manos de quién están, es un tormento que a veces no sé si podré sobrellevar por más tiempo.

No sé qué es mejor, si saber más o quemar el libro y tratar de olvidarlo todo.

A veces temo por mi alma inmortal y por la de mi amada Maite, cuyo ser está inextricablemente unido a esos horrores de los abismos por los pecados de sus ancestros que se alejaron de la mano de Dios. Mi espíritu se debate en esta agonía: sé que la amo y que me ama, y sé que el amor sólo tiene una fuente, la Celestial.

He venido a estas tierras en busca de una herencia que resultó muy distinta de la esperada: no una casa, ni siquiera una historia, sino la sangre de los propios mitos clamando por un espíritu que los escuchara. Pero, ¿para qué?

Aún no puedo escapar a una última angustia nacida de aquella primera frase del libro: Si nada muere, ni el horror de los abismos insondables, ni el amor de un alma pura, ni la monstruosidad de la que es capaz el ser humano, ni la fe en lo Alto. Si el tiempo es un ciclo sin fin de destrucción y creación donde todo lo que fue, vuelve a ser… ¿Cuál es mi papel? ¿Cuál es el papel de esta pequeña mota de polvo que, por designio o casualidad, pudo al fin atar unos cabos que nunca debieron haberse unido?

 

© Guillermo Echeverría

 

 

Agradecimientos: A Teresa, por su infinito amor. A Laura, por su cariño y su confianza. A los integrantes del Taller «Los clanes de la luna Dickeana» y a Diego Escarlón, por su ayuda y apoyo. Al bar Iberia, donde nos reunimos, por el maravilloso clima que generan sus mozos y su café doble con crema. Y a Myrian Fiorito, por su inestimable ayuda para documentarme en este cuento.

 

 

Guillermo Echeverría nació en Buenos Aires, en 1967, en el seno de una familia de ascendencia vasca. Siempre sintió gran interés por su herencia cultural y muchos de sus relatos están relacionados con el tema. Trabaja en la hemeroteca de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA, en ciudad universitaria. Junto a su esposa, Teresa Pilar Mira, fundó el Centro de Ciencia Ficción y Filosofía, y forma parte del taller literario “Los clanes de la luna Dickeana”. La revista NM ha publicado tres cuentos suyos, uno de ellos en colaboración con su esposa. En la revista PROXIMA publicó Ataun por primera vez.

En Axxón ya hemos publicado su cuento NIEVE.


Este cuento se vincula temáticamente con LA VOZ DEL ABISMO, de Yoss; EL SILBIDO DEL VIENTO EN LA VENTANA, de Héctor Vucetich; STATUS QUO, de Marcelo Dos Santos y LA LLAMADA DE CTHULHU, de H.P. Lovecraft.


Axxón 245 – agosto de 2013

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Terror : Universo de autor clásico : Argentina : Argentino).