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Archivo de la Categoría “Ficciones”



 

 

Cuba  CUBA

I.

Merliz se asomó por la ventana de su cuarto y se entretuvo en mirar hacia el horizonte. Le gustaba aprovechar la vista panorámica que ofrecía la pequeña choza donde vivía junto a su abuela, situada en una elevación rocosa cerca de la costa. A esas horas, la ciudad-satélite era perfectamente visible en su elíptico recorrido desde aquella parte del hemisferio. Allí, perdiéndose tras la línea de fuego del cielo crepuscular, la divisó a cientos de yardas sobre las aguas radioactivas del mar Terd, flotando envuelta en una brumosa nube de vapor criogénico.

Las luces de Ciudad Aérea (la urbe de los Tecnoarquitectos) contrastaban en el cielo de manera espectacular con los últimos reductos luminosos provenientes del sol. Un débil suspiro, que pretendió ser más bien una queja silenciada a duras penas, escapó de su garganta justo en el momento en que un gato alado viniera a posarse en el alféizar junto a ella. El maullido del animal la hizo apartar la vista del espectro de Ciudad Aérea y posarla sobre él un instante. Aunque no era ni el primero ni el último que hubiera visto, ya que de vez en cuando venían a revolotear en su ventana en horas nocturnas, Merliz se sentía maravillada por aquellas criaturas. Mientras se entretenía acariciando su sedoso pelaje de color negro, la muchacha se fijó en sus orejas diminutas y sus ojos, de un penetrante color verde esmeralda, al igual que en el par de alas coriáceas que nacían de su espalda. Aquel era, sin lugar a dudas, un gato volador hermoso. Llevaba colgado al cuello, como todos, una chapilla de metal con la inscripción: T€cnolo & CyberBio.

Ampliación

Ilustración: Pedro Bel

Merliz sabía que aquel híbrido perfecto quizás era obra de algún aprendiz de Tecnoarquitecto, recién salido de un bio-taller o factoría. La muchacha envidiaba la vida de los Tecnoarquitectos, allá entre las nubes, ajenos a los estragos de la guerra, lejos de la decadencia de las colonias terrestres de uno u otro hemisferio. En su mente los imaginaba como dioses que retaban las leyes de todo lo conocido, torciendo y moldeando la biología de los cuerpos a su antojo, y quizás burlándose de vez en cuando de los que, como ella, quedaban atados en la tierra y debían resignarse a observarlos siempre desde lejos, con los ojos entornados. En un impulso Merliz alargó ambas manos y le quitó la collera con la chapilla al gato volador.

—¿Soñando de nuevo con Infierno y sus cachivaches?

La voz de Arda-Lahia, a sus espaldas, la sacó de sus cavilaciones, produciéndole un ligero sobresalto. Ella ocultó el objeto que había acabado de tomar lo mejor que pudo.

—Abuela, sabes que se llama Ciudad Aérea—rebatió Merliz—, y no son cachivaches: ellos les dicen máquinas… tecnología.

La anciana, por toda respuesta, bordó en el aire un hechizo que dirigió contra el gato volador. Este, ante la súbita descarga de magia, bufó asustado levantando el vuelo y se perdió de vista entre los ralos troncos del bosque fronterizo a la costa.

—Ellos, ellos… siempre ellos. ¿Cuándo dejarás de ilusionarte con ese lugar, hija mía?

Merliz se puso en pie y encaró a la abuela, quien era un tanto más pequeño que ella, pues debido a la edad estaba medio encorvada.

—Quiero ir a Cuidad Aérea. Quiero tener un hijo.

—¿Qué dices, Merliz? ¡Has enloquecido, niña!

—No lo entiendes abuela. No quiero vivir toda la vida aquí, con el vientre maldito hasta el final de mis días, secándome poco a poco como un árbol sin raíces… ¡No quiero!

—Sabes que aún se puede recurrir a la poca magia que nos queda. Tu madre…

La muchacha no dejó que ella terminara de hablar: escupió con desazón a sus pies. Inmediatamente se arrepintió, pero esa fue su reacción instintiva al escuchar hablar de magia… además, el sacrilegio ya estaba irremediablemente hecho, y ella, por pura rebeldía, tampoco iba a retractarse.

—Preferiría mil veces la muerte—dijo.

Aunque era una Hechicera de Tercer Nivel legítima, cuyo poder le fue entregado directamente por la Archimaga tras el llamamiento de las » marchas forzadas», Merliz jamás había intentado conjurar un simple hechizo. Toda su vida —sus escasos veinte ciclos — transcurrió en aquella aldea de la franja costera llamada Grid y, a pesar de hallarse asentados a varias yardas del Piélago de la Muerte, el mar contaminado por los restos de la guerra a cuyo fondo fueron a parar tanto dragones de carne y hueso como monstruos voladores de hierro y vapor, la población se vio afectada por las emanaciones radioactivas presentes en las aguas fronterizas. Ellos habían envenenado el mar. Durante sucesivos siglos el vientre de todas las mujeres de Grid se consumió silenciosamente hasta convertirse en un fruto seco. Hubo maldiciones a los Ingenieros y llanto.

Luego, algunas lograron burlar a medias la tara utilizando esa otra magia, obtenida secretamente por medios malsanos, y durante algún tiempo continuaron naciendo criaturas más o menos deformes. Pero la magia no era una solución eterna ni fiable. La mayoría de las veces tanto la madre como su progenie resultaban lastrados, o en el peor de los casos, muertos. Se concibieron, a través de estas prácticas antinaturales, criaturas monstruosas, endriagos1 a medio camino entre el humanismo y la bestialidad. Ninguno rebasó el primer ciclo de vida, y un día por decisión unánime los hechizos dejaron de urdirse sobre el vientre de las infortunadas. Tiempo después comenzaron, de forma misteriosa, las primeras incursiones a Grid de los barcos volátiles, impulsados por el mismo criovapor que mantenía levitando eternamente a Ciudad Aérea. Traían consigo a jóvenes Tecnoarquitectos, y con ellos y sus extrañas maquinarias, la promesa de recuperar la fertilidad perdida. Muchas cayeron en la celada del enemigo. Ella, que sufría su esterilidad por partida doble (debido al simple hecho de tener esencia mágica corriendo por sus venas y, además, producto de la maldición de su aldea) había visto un atisbo de esperanza en estos y su lejana ciudad.

Merliz fue capaz de leer la indignación en cada una de las arrugas del rostro circunspecto de la abuela. Ella aferró su báculo, levantándolo por encima de su cabeza con una mano temblorosa. La muchacha creyó entonces que lo iba a descargar —con razón— sobre su cuerpo, por su tamaño atrevimiento e irreverencia, pero la humedad y el miedo (sí, el miedo) en sus pupilas, acabaron por convencerla de que no lo haría. En realidad, el motivo de toda su reticencia con respecto al tema era que ella temía perderla. Se miraron fijamente durante algunos segundos y luego, con un súbito movimiento, su abuela golpeó el bastón en el suelo y dijo:

—Hija mía, sabes que, si lo haces, tendrás que pagar un precio muy alto.

Para ella, pensó la joven maga, era mejor que se quedara a su lado escuchando viejas historias sobre poderosos magos mitad Inti mitad dragón, rememorando inútilmente la gloria pasada de un tiempo que no le pertenecía y que nada tenía que ver con ella. No era lo que la chica deseaba: estaba más que segura de que ese no era su hado. Sin embargo, sabía en su interior que la abuela era la única razón por la que aún continuaba atada a aquella choza, a la aldea maldita, la razón de que a pesar de sus anhelos nunca se marchó a medianoche junto a las otras jóvenes en los barcos de los Tecnoarquitectos.

—Prométeme, Merliz, que nunca te irás a esa cuidad envenenada, a ese infierno.

Le pidió esa noche, y ella le aseguró que no lo haría, y lloraron abrazadas. Así, la promesa de Merliz se mantuvo inviolable durante los siete años posteriores que estuvo a su lado: jamás volvió a escucharse hablar del tema entre ambas. Pero el día en que la abuela Arda-Lahia partió para siempre, dejándola destrozada y sola, el mundo se le vino encima a la joven maga. Supo para sus adentros entonces que aquella palabra dada carecía ya de sentido, al igual que su vida. Por eso decidió marcharse esa misma noche.

II.

El barco de criovapor Mundinovi llegó a Grid en la madrugada, envuelto en una nube de humo blanco y un rechinar de metales y engranajes móviles. De él emergieron tres Tecnoarquitectos. A la luz de las dos lunas, enfundados en sus escafandras plateadas con el casco descorrido (como las escamas de los antiguos dragones Argenta), le parecieron criaturas venidas de otra dimensión. Uno de los tres recién llegados, de una belleza casi mística y facciones esmeradamente simétricas, le habló en un lenguaje de símbolos y números, y ella, sin entender, abismada por aquella perfección que casi rozaba en la divinidad, solo pudo sonreír y mostrar algo que les perteneciera a ellos, algo que pudieran comprender. La chapilla de metal tomada años atrás del cuello del gato volador. La inscripción con el nombre de T€cnolo & CyberBio brilló ante sus ojos como una runa de fuego, entonces los seres perfectos, los dioses, sonrieron, y fue el gesto más humano que jamás les vio hacer. Por último, la observaron a través de los oscuros discos-ojos que cubrían sus rostros hasta las sienes, y luego, también en un lenguaje de números, la invitaron a subir al barco volador.

Una vez en Cuidad Aérea Merliz caminó por las calles como una alucinada, mirando todo con ojos de sorpresa y desconcierto. A su alrededor los engranajes de la ciudad bullían, las chimeneas regurgitaban humo y criovapor. Humo y criovapor. Nadie parecía entenderla ni prestarle demasiada atención: todos estaban ocupados tras sus máquinas en descifrar retahílas de números y trazar signos que eran ininteligibles para ella. Solo en el pequeño bio-taller, sucursal de T€cnolo & CyberBio, la recibieron con los brazos abiertos, como si toda una vida la hubieran estado esperando. Las rechinantes puertas se abrieron de par en par, y una ¿persona? de sexo indefinido la observó con su disco-ojo.

—Quiero tener un hijo—dijo Merliz, era lo único que podía decir.

—Lo tendrás—respondió su interlocutor, y fue la primera vez que la muchacha escuchó hablar a uno de aquellos ¿dioses? un lenguaje de letras.

Entonces las compuertas del bio-taller móvil se cerraron a sus espaldas, y todo fue puesto en marcha rigurosamente.

III.

Aaria’h y Adzadira se detuvieron un instante en su huida para mirar al enorme Leviatán de Hierro, que apareció vomitando humo y fuego por el horizonte. Tomadas de las manos temblaron cuando su vientre negro se abrió al sobrevolar la Quinta Aldea, dejando su semilla de destrucción sobre la llanura. Pero ninguna de las dos se atrevió a voltear hacia el poblado de Fed Enoc para no verlo convertido en un torbellino de cenizas y chozas de adobe ardiendo a la luz del ocaso. Pocos lograron escapar de la furia de la Bestia, cuyo rugido metálico retumbaba por los aires como la risa cruel de una deidad.

—Vamos, ya falta poco. La Máquina no nos ha visto

La muchacha le tendió una mano a su compañera al ver que esta pugnaba por desmayarse, y la ayudó a terminar de subir la colina tras la que se ocultaba la linde del bosque.

—Espera Aaria’h, ya no puedo más—dijo Adzadira frenando la marcha.

Esta, en su avanzada preñez, se desplazaba con dificultad aguantándose el abultado vientre con una mano, mientras con la otra se aferraba al hombro de la adolescente.

—El bebé ya viene. No puedo retrasar más el parto… escapa tú.

El dolor en su abdomen se había tornado insoportable, y las contracciones anteriores al alumbramiento eran cada vez más fuertes y repetidas. Aaria’h se fijó en la túnica de la mujer, manchada de la sangre que le corría por las piernas.

—Aguanta un poco más, por favor. Aquí no, el bosque está cerca y no voy a abandonarte ahora.

La muchacha reanudó el paso arrastrando consigo a la mujer. Para Adzadira, la marcha era más que tortuosa, y el dolor se le clavaba como una estaca en algún lugar entre las cotillas y el abdomen, impidiéndole respirar. Poco a poco las fugitivas lograron adentrarse en el corazón de la floresta, entonces decidieron detenerse en un sitio donde la copa de los árboles era tan frondosa que formaba una capucha verde, casi impidiendo divisar el cielo sobre sus cabezas. Al menos estarían a salvo de la mirada del Leviatán. Aaria’h ayudó a la gestante a sentarse sobre la hierba y la recostó a un tronco. Sendas gotas de sudor corrían por el rostro de la mujer, desfigurado por el dolor y el esfuerzo de la carrera. La chica hubiera deseado sentarse junto a ella y reposar su cabeza en uno de los hombros de Adzadira, susurrarle que todo iba a estar bien para las dos y, como muchas otras veces, abandonarse al placer de sus besos y caricias; pero sabía que en las actuales circunstancias era imposible. Su compañera, luego de todos los avatares de la huida, se encontraba entre la vida y la muerte.

—Ha llegado la hora—dijo ella con apenas las fuerzas necesarias para hablar. Sus pupilas azules se clavaron el rostro circunspecto de la adolescente.

Adzadira abrió las piernas y comenzó a pujar entre gritos sin saber que a lo lejos la Bestia, el Leviatán de Hierro: la Máquina, había olfateado su sangre y regresaba por ellas.

IV.

Merliz se estremeció cuando las agujas, provistas de largas mangueras, se hundieron en disímiles puntos de carne en busca del cauce de las venas. El escozor de aquellos cilindros de acero ajenos a su cuerpo, abriéndose paso a través de la epidermis, era insoportable. La molestia se volvió dolor cuando una vez establecido el canal, un líquido blanco y espeso comenzó a circular a través de los tubos que la Máquina había conectado a su cuerpo, introduciendo aquella sustancia desde su estructura hacia el interior del organismo de la mujer. Merliz: la trigésimo novena esposa de la Máquina. El trigésimo noveno cuerpo en ser apresado dentro de aquel criotubo experimental. La futura madre de la trigésimo novena camada.

Ella intentó soportar el sufrimiento con resignación, al fin y al cabo, era su deber, pero antes de que el criotubo terminara de vaciarse en sus entrañas Merliz sintió vértigos y una ligera falta de aire. De pronto el interior de la nave se convirtió ante sus ojos en una mole informe de metal que daba vueltas a su alrededor. Estuvo a punto de suplicar que detuvieran el flujo y la liberaran de aquella pesadilla; quería regresar a su aldea, pero recordó la ira del Leviatán y procuró ignorar los escalofríos y las punzadas de dolor que recorrían su cuerpo. Una vez vacías, las agujas y las mangueras se retiraron de ella. Entonces Merliz supo que su cuerpo ya no le pertenecía sino a la Máquina y su prole. La semilla de la próxima camada dormía en algún lugar de su ser. Ese era el precio que debía pagar, su abuela bien se lo había dicho, pero ella no quiso escuchar. Ahora era demasiado tarde.

Pronto la muchacha sintió cómo diminutas bestias reptaban en el interior de su organismo, abriéndose paso a través de los tejidos vitales, y bajaban a anidar en el útero. El vientre comenzó a crecerle exageradamente, y sus pechos se hincharon tanto que la leche se derramó por sí misma de sus pezones y le corrió por el abdomen. El algún lugar de la nave la Maquina, la Bestia, el Leviatán, sonreía complacido. El vientre de Merliz dejó de crecer justo cuando parecía que iba a estallar. Después fue como si millares de pequeñas sierras la taladraran desde adentro hacia afuera. A sus pies, nadando en el charco de su sangre y vísceras desgarradas, caían una a una las crías vomitando humo y fuego. Merliz, ya sin fuerzas ni siquiera para sentir más dolor, antes de entregarse a la inconsciencia de la nada infinita del universo, cerró los ojos para no ver la última de las abominaciones de aquella estirpe maldita que surgía de sus entrañas de mujer. Entonces el Leviatán, más que satisfecho, abrió las fauces y envió a sus hijos al mundo.

V.

El cuerpo sin vida de Adzadira luego de dar a luz había quedado atrás. Aaria’h avanzaba sin rumbo fijo entre los árboles con el recién nacido en brazos, cuando de pronto escuchó el rugido de la Bestia justo sobre su cabeza. La noche había tendido su manto sin previo aviso sobre la bóveda celeste, pero el cielo en su despotismo arrojaba una nueva maldición. Entre los arbustos más cercanos una docena de pupilas que destellaban haces de luz roja la observaban. Aaria’h vio cómo de la espesura emergía una manada de criaturas antinaturales, encorvadas como fetos a medio formar, con los cráneos metálicos desprovistos de piel brillando a la luz de las dos lunas del planeta. Los Hijos de la Máquina. La muchacha sintió como la orina resbalaba por sus piernas temblorosas cuando las bestias abrieron sus fauces de colmillos aserrados y de sus gargantas escapó, al unísono, un alarido semejante a un rechinar de metales que imitaba el llanto de un niño. Entonces los leviatanes se arrojaron encima de ella como una jauría hambrienta. El bebé cayó de sus brazos cuando intentaba huir, y al golpearse contra el suelo comenzó a llorar.

Uno de los Hijos del Leviatán dejó de roer un brazo ya desmembrado de la muchacha y se volteó hacia él, emitiendo el molesto chirrido que remedaba el llanto de una cría humana recién nacida. La máquina no podía entender aquel otro sonido. Por eso, una de sus patas de acero cayó con fuerza sobre la cabeza de la criatura extraña que quería parecerse a los verdaderos Hijos.

[1] Endriago: Monstruo fabuloso con facciones humanas y miembros de varias fieras. [N. de A.]

Gretchen Kerr Anderson (Mayarí, Cuba, 1998). Poeta y narradora. Miembro de la Asociación Hermanos Saíz de Holguín. Ha obtenido Mención en narrativa infantil en el concurso provincial León de León con el minicuento “El gato de los ojos de oro” (Mayarí, 2014), Mención en narrativa en el mismo certámen con el cuento «Cadáveres» (Mayarí, 2018) y Primer Premio en poesía con el poemario «Retórica Negra» (Mayarí, 2018). Obtuvo primer lugar en el concurso literario de la Universidad de Holguín en las categorías narrativa y poesía (Holguín, 2018) y segundo lugar colateral en el concurso nacional de narrativa Cuentos Fríos (Cárdenas, 2018). Ganadora del certámen de publicación de la revista digital Novum de la UBIK-USB Universidad de Bolivia con el relato «La Hechicera» (2020). Ha publicado el cuento «El enviado de Cotard» en la revista digital argentina Extrañas Noches Literatura Visceral (2017), «El noventa por ciento de todo es basura» (2021) en la revista digital argentina Ciencia Ficción Científica y en la antología anual de la misma titulada “Yo destruí la Tierra”, además del poemario “Enajenación” en el no.98 de la Revista Almiar (Margen Cero) de España (2018), y los sitios web Poematrix “Una lluvia de espejos rotos irá incendiando el universo» (2022), «Óleo de los catecúmenos (o Ensayo para una resurrección macabra)» (2022) «Et nigras» (2022), «Cantando a Odín entre tus brazos» (2022), «Gorgoneion con cuerpo de mujer» (2022), «Sombras demenciales (Esferas de la dimensión gótica)» (2023), «Ego sum qui sum (La vampiresa de ébano)» (2023), «El abrazo del misterio» (2023), «Gólgota de mis noches de insomnio» (2023) y en Poetalia “Retórica Negra» (2023) Ha publicado el relato “El Ojo de Freegh” en la antología “Caballería Mutante” (La falange naciente) de los antologadores Yoss (José Miguel Sánchez) y José Alejandro Cantallops (2023).