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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

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Ficción Breve (sesenta y siete)

Hace veinticuatro años, cuando la ciencia ficción era menos real de lo que es ahora y tener ideales era todavía normal, Eduardo J. Carletti y Fernando Bonsembiante pusieron en marcha la primera revista editada en soporte informático del mundo de habla hispana.

Para los escritores y lectores aficionados al género fantástico, Axxón fue un descubrimiento liberador que, como dice Dany Vázquez en el editorial de este número, se transmitió de boca en boca, de disquete en disquete, de mail en mail, de blog en blog, ampliándose como las ondas que se forman al tirar una piedra a un lago. La revista creció absorbiendo grandes cambios tecnológicos a través del tiempo, transformándose sin perder su identidad. Impulsada por todos los que trabajaron para ella y le dejaron su impronta, más o menos persistente según la personalidad y el celo de cada uno.

Y así nos encuentra el inicio de esta primavera tormentosa, festejando las doscientas cuarenta y seis entregas de Axxón para quién sabe cuántos Axxón-dependientes. Lo que tenemos en común los responsables de esta aventura literaria es la voluntad, no sólo de ofrecer algo nuevo, rupturista, oportuno, sino la de ofrecer cada vez lo mejor. De ahí el maravilloso trabajo de los ilustradores, cuya calidad está a la vista, y el de los evaluadores y selectores de textos, que brindan generosamente su colaboración sin un afán de protagonismo inadecuado.

¿Es una locura mantener un proyecto como este durante veinticuatro años? Sí, claro. ¿Es una locura trabajar para un sitio así gratis, y hasta invirtiendo dinero y recursos propios? Por supuesto. ¿Es una locura creer y confiar en la palabra de gente a la que nunca vimos? Indudablemente.

Ven y enloquece.

 

Silvia Angiola.

 

 

LOS REFUGIOS – Claudio Biondino
ARGENTINA

 

Despierto con la mente en blanco. Por un momento, sólo soy consciente de mi ser, y me invade una extraña sensación de placidez y saciedad.

Poco a poco, los recuerdos regresan, lacerantes. Intento poner orden en el caos que traen consigo. El accidente de la nave, el desierto y la sed, las tormentas de arena y el hambre, la búsqueda del refugio y la soledad. Logro ponerme de pie, mientras va tomando forma el mundo a mi alrededor: la cúpula traslúcida y el cielo rojizo, los paneles sentientes de la IA, la exuberancia vegetal del jardín hidropónico. Comprendo que he conseguido llegar a uno de los refugios, pero no recuerdo haberlo hecho. Debo haber bebido y comido hasta hartarme, desesperado por los días de privación, pero tampoco puedo recordarlo. De todos modos, nada de eso importa ya. Sé que la IA del refugio cuidará de mí.

De pronto, el sonido chillón e intermitente de la alarma de proximidad me despabila por completo. Cuando llego a la exclusa del refugio, el intruso ya ha logrado entrar. Compruebo con alivio que es uno de los miembros de la expedición. Se quita el casco del traje presurizado y veo que se trata del soldado Sánchez. Aunque está claramente agotado, me reconoce y se cuadra ante su superior. Le ordeno que me informe sobre el avance de la misión. Le cuesta mantenerse en pie, pero es un profesional y debe cumplir con su deber; los frutos del jardín hidropónico serán su premio, pero eso deberá esperar.

Al parecer, dice Sánchez, las comunicaciones se interrumpieron durante el accidente que destruyó la nave al entrar en órbita. Su cápsula de evacuación descendió sin problemas, pero un instante después todos los sistemas estaban muertos. La única función inteligente que continuó operativa en su equipo fue la indicación del camino hacia el refugio más cercano.

Lo mismo que me sucedió a mí, pienso. Le ordeno que me siga. La IA del refugio nos permitirá rastrear a los demás sobrevivientes. Al llegar a los paneles sentientes, transfiero mis códigos de mando. El silencio de la IA me desconcierta. Compruebo los códigos, y veo que coinciden con los instalados por los constructores robóticos hace décadas. Las IA estaban programadas para esperar nuestra llegada, pero la de este refugio no está respondiendo a mis órdenes. La frustración me hace perder el control, y golpeo con furia el panel sentiente. Inesperadamente, el contacto con el panel produce una revolución en mi interior: euforia y agonía unidas como jamás habría podido imaginarlo. Un trazo de dolor indescriptible recorre mi cuerpo, y me siento quebrado en mil pedazos. Pero el dolor es tan agudo que se vuelve placer, y sólo ansío retorcerme sobre los paneles, volverme uno con ellos.

A pesar de todo, no sé cómo, logro recuperar la compostura. Esto no debería suceder, pienso. Un oficial no debe perder el control ante sus subordinados. Tal vez por eso Sánchez se ha alejado de mí, lentamente primero, y luego corriendo a ocultarse entre la vegetación del jardín. Pero no, eso no es posible, su reacción es exagerada, ¿o no lo es? Desde el contacto de mi mano con el panel, el mundo a mi alrededor no cesa de cambiar. Los colores del refugio me parecen distintos. De pronto, el cambio se hace más drástico y las perspectivas se vuelven múltiples. Desde donde estoy, puedo ver a Sánchez acurrucado y temblando. Percibo sus lágrimas saladas, y hasta el olor ácido de la orina que se escurre por su traje. Otro cambio de perspectiva, y ya sólo me dejo llevar por el impulso de desplazarme hacia arriba, con ambos tagmas rozando la cúpula, hasta quedar posicionado sobre Sánchez. Balanceo mi prosoma en dirección a él. Lo envuelvo en mi tela, y el veneno de mis quelíceros congela su grito en un gesto que no puedo descifrar; los rasgos humanos van perdiendo sentido para mí. Sólo me motiva consumir sus órganos internos, que mis enzimas ya han comenzado a disolver.

Al cabo de unas horas, descarto el pellejo reseco de Sánchez en una sección alejada del jardín hidropónico. Aunque no recuerdo haberme alimentado antes, no me sorprende encontrar otros pellejos depositados allí. De pronto, percibo una vibración conocida. Es el llamado de la IA, que me recompensa con susurros placenteros. Me acerco a ella, y el placer se incrementa al punto de volverse hipnótico, soporífero…

Despierto con la mente en blanco. Por un momento, sólo soy conciente de mi ser, y me invade una extraña sensación de placidez y saciedad.

 

 

PULP – Claudio Biondino
ARGENTINA

 

El aventurero espacial, veterano de las terribles Guerras de la Pulpa, se siente satisfecho con los últimos cambios que ha hecho en su nave: eliminó todos los espejos y las pantallas internas. Desde hacía tiempo, sólo le devolvían la imagen de un tipo viejo y pelado, con el uniforme descolorido, portando unas pistolitas de juguete a ambos lados de la barriga desbordante.

Pero no es momento para detenerse en esas trivialidades, piensa el aventurero. Su archienemigo, el gigantesco monstruo verde de Plutón, lo ha citado a parlamentar. Es la oportunidad que buscaba para forzarlo a aceptar un intercambio de prisioneros.

Ambas naves se encuentran frente a frente, con los anillos de Saturno como telón de fondo. La holocomunicación, inesperadamente, es amable; como entre dos viejos colegas que hace mucho no se tomaban un rato para conversar sobre las cosas de la vida. El monstruo verde, quizás con demasiada facilidad, anuncia finalmente su rendición incondicional y su retiro al asilo de amenazas espaciales, más allá de la nube de Oort. Los prisioneros, afirma, son ya libres de ir donde quieran.

El aventurero espacial, con lágrimas en los ojos, no dice nada. Se limita a dar media vuelta y a enfilar la nave hacia su viejo terruño azul. Aunque el temible monstruo no se lo haya dicho, el aventurero comprende que su amiga, la chica de las estrellas —que ya no es ninguna chica, pero sigue siendo su único amor—, ha elegido quedarse en la nave de su eterno rival.

 

 

Claudio Biondino nació en 1972, es antropólogo, y vive en Buenos Aires. Siempre le interesó la literatura fantástica, en especial la ciencia ficción, y desde 2005 su nombre aparece en diversas publicaciones del género.

 

Ilustró: Tut

 

PELIGRO INMINENTE – Ricardo Manzanaro
ESPAÑA

 

Juan se enfundó un grueso abrigo para mitigar el frío polar. Tenía que darse prisa. Observó que el capitán que estaba al mando de la nave charlaba relajadamente con otro de los operarios, ajeno al enorme obstáculo al que se acercaban.

Juan entró como una bala en la cabina. Los otros dos, sorprendidos por la súbita aparición, tardaron un poco en reaccionar. Ya se levantaban para detener a Juan cuando…

¡Ahí estaba el iceberg! Juan se lanzó al timón y le dio un fuerte manotazo que hizo virar bruscamente la nave. El transatlántico evitó por escasos metros el bloque de hielo, librándose de chocar y zozobrar hasta hundirse.

Luego, a los pocos días, el Titanic regresaba al puerto, indemne, aunque con algunos pasajeros magullados por el tortazo.

Juan, satisfecho, pensaba: «He salvado el Titanic». Aún en su camarote, apretó un botón de un dispositivo que portaba en su muñeca, y desapareció de allí.

Surgió entonces en su domicilio. Feliz y contento tras la aventura, se dedicó a mirar el catálogo de «Viajes Paralelos S.A.». Un rato después se decidió por la siguiente escapada alternativa: «Viaje a Dallas y evite que Kennedy sea asesinado. El precio incluye un cámara que rodará la aventura, para que luego pueda enseñar a sus amigos cómo salvó a Kennedy».

 

 

TELECONTROL – Ricardo Manzanaro
ESPAÑA

Alberto accedió a la cabina de trabajo instantes antes de que sonasen las señales de comienzo del turno. Puso en marcha el ordenador y tecleó las órdenes para que el programa «Remote» se cargara. Durante los segundos que transcurrieron hasta la activación informática, Alberto observó las imágenes que le ofrecían los monitores de su «compañero de trabajo», así como del paisaje marciano.

«Vamos para allá» susurró Alberto, tras comprobar la operatividad del sistema. Comenzó a apretar botones, y movilizar palancas, originando órdenes que se transmitían por ondas hiperlumínicas hasta el receptor del androide. Este obedeció y realizó los movimientos establecidos por Alberto, a millones de kilómetros de distancia. «Desplazar 200 metros hacia delante», «Detenerse», «Visión del terreno», «Perforar mini-agujero», «Tomar muestra», «Analizar muestra», Perforar orificio tipo IV», «Perforar», «Perforar», «Introducir extractor», «Extraer material», «Almacenar en depósito», «Extraer material»,…

Seis horas después, Alberto enunció la esperada orden de «Finalizar trabajo». El androide se quedó hierático en el almacén de tele-trabajadores, construido en Marte por los propios autómatas.

Alberto, ya cansado, salió de la cabina y registró, con su tarjeta magnética, el fin de la jornada laboral. «Individuo 237ª disponible». Mientras cruzaba las instalaciones, pensó que le apetecía ir al cine. «Individuo 237ª en pasillo de salida». Se introdujo en la cabina de control de accesos, y permaneció en ella durante los tres segundos de rigor para su identificación. «Individuo 237ª en cabina de activación. Sistema de control en marcha». Alberto salió de las instalaciones de «Tele-Work».

«Activar Tele-Control». Fue a por su coche. «Control neuroquímico activado», «Dirigir a área comercial». Ya en su automóvil, Alberto, en vez de ir al cine, se desplazó a un macrocentro. «Aparcar», «Desplazarse cuatrocientos metros hacia delante», «Acceder supermercado», «Comprar caviar», «Comprar jamón serrano del caro», «Desplazarse a tienda de ropa», «Comprar pantalones», «Comprar calzoncillos», «Comprar nuevo modelo de móvil», «Comprar…».

 

 

Ricardo Manzanaro (San Sebastián, 1966). Médico y profesor de la UPV (Universidad del País Vasco). Mantiene un blog de actualidad sobre literatura y cine de ciencia ficción (notcf.blogspot.com.es). Asistente habitual desde sus inicios a la TerBi (Tertulia de ciencia ficción de Bilbao) y actualmente presidente de la asociación surgida de la misma, TerBi Asociación Vasca de Ciencia Ficción Fantasía y Terror.

Tiene publicados más de cuarenta relatos.

 

 

AMANECER – Enrique José Decarli
ARGENTINA

 

Levantarse temprano siempre fue un tema. Mamá ponía el grito en el cielo, y cuando en quinto grado me quedé libre, de tantos gritos el cielo se derrumbó. Se lo tuve que contar. Y no me creyó. Entonces le pedí que por favor, una noche montara guardia en mi habitación. Yo tampoco entendía cómo sucedían las cosas. Me daba cuenta a la mañana, que no sabía por dónde empezar.

El sábado siguiente me despertaron con el desayuno. A mis pies, reunida en semicírculo había una junta de médicos. Papá dijo, con cara de preocupado, que el lunes sin falta, si me reincorporaban, retomaba el colegio pero a la tarde. Mamá se arrodilló al lado de la cama. Me acomodó el pelo y me besó la frente. No me dijo marmota. Me dijo hijito. En adelante podía tomarme todo el tiempo del mundo para amanecer.

Las cosas se complicaron después (ahora), que no llevo cuaderno de comunicaciones ni puedo decirle a mi jefe que venga a ver cómo duermo y amanezco. Porque a pesar de la junta médica, a pesar de todos los médicos juntos que siguieron el caso, ninguno supo dar un porqué. La solución fue momentánea. Mire, señora: mande al chico a la tarde. Déjenlo amanecer en paz. Los médicos habrán muerto. Al menos mamá y papá murieron y solo, en esta casa enorme, levantarse temprano sigue siendo un tema. El despertador suena y no puedo apagarlo sin antes arrastrarme un buen rato bajo las sábanas. Primero es lo primero y, para mí, lo primero es encontrar un brazo. Acercar el trapecio al hombro y que el húmero se acomode en la clavícula. ¡Clack! Una especie de fuerza magnética los une y quizá sea eso (alguna vez lo pensé) lo que pasa de noche. Me desmagnetizo. De cualquier manera lo importante es el Clack, y aunque no todas las mañanas sea así de fácil y Clack. Las noches de pesadillas inquietas que desarman la cama, amanecer es más complicado. Los brazos se desmiembran en un rompecabezas de manos, dedos y antebrazos. Todavía dormido, soy capaz de encastrar partes derechas en izquierdas o viceversa y cada viceversa multiplicada por las mil combinaciones posibles de dieciséis pedazos sueltos. Cuando no (y esto lo odio), los meñiques se pierden entre los pliegues de las sábanas.

Después de juntar un brazo útil apago el despertador. El velador hace la luz y el panorama, si bien me acostumbré, es desolador. En el fondo de la cama están las piernas despatarradas. Reptar para recuperarlas es trabajoso pero es un buen ejercicio. Me hizo desarrollar abdominales, pectorales y dorsales fuertes. A las mujeres, se sabe: eso les gusta. No tengo problemas en ese sentido. El problema con las mujeres es otro. No puedo permitir que amanezcan conmigo y a mí me gustaría, sobre todo con una, dormir abrazados, despertarnos juntos, desayunar. Cuando a las cuatro de la mañana les pido el remís, la mayoría se enoja. Se van insultándome y generalmente no vuelven. Por eso en el último tiempo cambié de estrategia. Voy yo a visitarlas. Ir de visitas me gusta. Las chicas tienen casas lindas. Cálidas. Bien decoradas. Irse, además, siempre es más fácil que echar.

Lo más desagradable —aunque no lo peor— son las vísceras. Lo menos común es encontrarlas en la cama. Prefieren la mesa de luz. La biblioteca. El placard. También, como a todo, me acostumbré. Pero tuve que sacar los espejos, no soporto verme así. Y aprender adónde debía volver cada una. Al principio me confundía y me reía. Bazo por hígado. Riñón derecho por izquierdo, pulmón por pulmón. Ellas me fueron corrigiendo y enseñando. Dónde prefieren terminar la noche. Las distintas urgencias con que amanecen.

La vejiga, por ejemplo, se acomoda en una bota de gamuza marrón. En cuanto me armo, lo primero que hago es llevarla al baño. La dejo en el bidet y vuelvo a la habitación a seguir con lo mío. Lo mío, por supuesto, no es la ropa del placard ni los zapatos del botinero. Eso es de ellas. El placard y el botinero, en realidad, son de ellas. La habitación entera, digamos. Poco a poco, las manchas y el olor fueron ganándome terreno. Para mí encargué un vestidor que puse en la planta baja. Ahí guardo la ropa que uso. Ellas no bajan la escalera. Son como perros. Fieles a la cucha. A los trapos viejos impregnados de sus propios olores.

Y el resto es cuestión de tiempo. Buscar, encastrar, estirar la piel y alisarla. Limpiar las rebabas y seguir. Uno para todos y todos para uno, un buen baño, el agua cae, caliente y con fuerza. Afeitarse, peinarse, bajar y vestirse, entonces sí, viene lo peor. Siempre es tarde en el reloj. Salir sin desayunar. Correr, con la corbata en la mano, seis cuadras hasta la estación.

 

 

MI AMIGA LUJÁN – Enrique José Decarli
ARGENTINA

 

Fue a partir de que noté la transformación, y no pude dejar de pensarla sino como un animal, que de alguna manera secreta empecé a entender su malestar y su cambio. Ahora Luján no está y esta no es la historia de Luján. Esta es la historia de cómo Luján se fue.

A mediodía, en la oficina, hago un recreo. Entonces iba un rato a su despacho. Luján leía carpetas enormes, encorvada sobre el escritorio, de frente al ventanal lleno de luz. Levantaba la vista por encima de los anteojos y daba vuelta las hojas de un golpe. Como si pudiera verme y a la vez atravesarme y en el edificio de enfrente alcanzar, arriba, en la terraza, un ratón que le serviría de almuerzo, la mirada de Luján me partía en dos. En el resoplido final me parecía escucharla: Y ahora qué… Nene.

—Qué tal, Lu.

—Bien… —Los puntos suspensivos, secos.

—¿Mucho trabajo, Lu?

Los ojos de Luján recorrían el despacho cubierto de carpetas apiladas. Lentamente volvían a mí.

Problemas de autoestima. La sensibilidad menstrual a flor de piel o alguna otra cuestión de mujeres, nunca nada grave que unos mates no pudieran solucionar, unos chistes la harían volver, de una vez y para siempre.

Me llevó tiempo darme cuenta. El cambio de humor y de carácter era, en definitiva, un detalle menor. El despacho de Luján se había convertido en una zona incierta, y hasta en la cara, ella, parecía transformarse. Es difícil explicarlo. Los ojos tal vez más rasgados. Sin párpados casi. Las pupilas superdilatadas. La nariz más grande y ganchuda, las orejas plegadas a la cabeza.

—¿Me das un mate, Lu?

—¡No! —decía, un graznido, inmóvil y agazapada. Atrás del escritorio, tres dedos de uñas largas golpeaban la madera.

Entonces me iba. Y afuera del despacho el alivio era inexplicable. Entonces podía imaginarla, tediosa, volver sobre las carpetas. Maldecirme por la interrupción. Preguntarse de qué mierda servía lo que hacía.

No sé qué te pasó, Luján. Me hubiera gustado entenderte y si no podía ayudarte, al menos, acompañarte, que supieras que al lado, tomando mate y fumando, también yo, a veces, leía carpetas interminables.

La primera pregunta que me queda. Quién eras. Un ángel sería una cursilería que —si un día volvieras y pudieras leer esto— no me perdonarías. Además, yo sé muchas cosas de vos no muy propias de un ángel. La segunda, Luján. Si sos lo que creo que sos, a qué viniste. Nunca te lo pregunté y nunca me lo contestaste. Me dijiste, en cambio, por qué te ibas. Te habías podrido de los hombres. Entendí cualquier cosa y quise decirte lo que yo siempre digo aunque no lo crea, pero tu abrigo y la cartera caían al piso y corrías descalza por Sarmiento. Que nada es para tanto, Luján, que si te habías podrido de los hombres, probaras las minas, total, qué problema hay: te prefiero torta a muerta o desaparecida, eso quise decirte pero te grité que pararas.

—¡Pará, Luján! —le grité. Encaraba directo la 9 de Julio.

Corrí atrás de ella, esquivando y llevándome gente por delante. Con una habilidad inentendible, Luján cruzó Cerrito entre colectivos, autos y taxis. Me paré en la esquina. Cerré los ojos y entre bocinazos y frenadas esperé el impacto mortal. Cuando volví a abrirlos, el semáforo de 9 de julio estaba rojo. Sarmiento, vacía, era una pista de aterrizaje. Luján corría por el medio, agazapada, la blusa blanca desabrochada al viento, embestía los autos que venían de Carlos Pellegrini. Volví a correr gritándole que por favor parara porque a mitad de la avenida el choque sería obligado, era ella contra una docena de autos, Luján contra el mundo, ¡Pará, loca! le grité. Entonces desplegó dos alas gigantes. Pisó un capot y saltó por encima de los autos. Subió en dirección al río. Batir las alas con el sol de fondo. La sombra planeando sobre Sarmiento fueron las últimas imágenes. Dobló atrás de un edificio y los autos me taladraron, las bocinas y las frenadas, y juro que quise imitarte amiga, lo juro. De un saltito subí al cordón.

 

 

SANLUGÓN -Enrique José Decarli
ARGENTINA

 

Algo, en realidad indefinible, había cambiado en la estructura del joven.

Algo sutil, quizás exquisito. De repente me pareció menos joven.

Manuel Mujica Láinez.

 

Conocía todas sus caras. Sanlugón en diciembre, sobre los exámenes, preocupado por la facultad. Sanlugón a día 20 sin un centavo en el bolsillo, antes de pedirme, avergonzado, cincuenta pesos hasta fin de mes. Sanlugón peleado con el jefe o la novia, bajo amenaza de despido o desalojo. El de esa mañana ni siquiera levantó la cabeza cuando llegué. Apenas la vista. Sonrió como de compromiso —un desconocido más clavado que todos los otros juntos—, y volvió sobre la lectura.

Encontrarlo solo me llamó la atención. Los más amigos, cuando fichábamos, primero íbamos a su oficina, después podía empezar el día, ése era Sanlugón. Me senté y le pregunté qué pasaba.

—Me estoy encogiendo —dijo.

Bien podía ser uno de sus típicos comentarios que nos hacía escupir el mate de una carcajada. Pero no había sonado a broma. Se paró firme al lado del escritorio. Salvo una leve palidez (y algo más que no podía terminar de definir) no noté diferencias. Sin embargo estiró un brazo hacia el estante y ni lo rozó. Se puso en puntas de pie, y tampoco.

—Me alcanzás «Prysmian» —dijo.

Agarré el expediente con tanta naturalidad que después me sentiría culpable. Igual, hasta ese momento, si me hubieran dicho que habían subido el estante, lo habría creído.

—Fue anoche —dijo Sanlugón—. Estaba acostado y algo tiró muy fuerte acá.

Volvió a sentarse y se frotó las canillas. Los pies no le llegaban al suelo. El pantalón le cubría la mitad del zapato.

La cuestión, según él, corría por herencia en la línea de los hombres. Yo sabía que Sanlugón no tenía papá. Siempre lo había dado por muerto, entonces dudé.

—¿Tu viejo, Sanlu…?

—Desapareció —dijo—. Mi abuelo también. Y el papá de mi abuelo. Y hasta donde sé, el abuelo de mi abuelo.

Los dos bien de frente, Sanlugón hablándome despacio, al fin vi eso que no podía terminar de definir. Las orejas parecían apenas más grandes. Lo mismo la nariz y los labios. Unas bolsas bajo los ojos. Las mejillas arrebatadas.

Le pregunté si tenía miedo.

—Miedo exactamente, no. Curiosidad y ansiedad —dijo.

Desde chico digería la idea de que esto alguna vez iba a pasar, aunque nunca pensó que atacaría tan joven, Sanlugón tenía veinticinco años. Estaba templado. Había visto encogerse a su papá. Dejar la cabecera en la mesa familiar por una sillita alta de bebés, una caja de zapatos.

—Igual que un gato —dijo—. Te imaginás, ¿no? Mi vieja, en la cama, lo podría haber lastimado.

El padre de Sanlugón terminó convertido en algo así como una pasa de uva adentro de una cajita para guardar anillos. La cajita donde, el día que se comprometieron, le regaló a la mamá las alianzas, último domicilio conocido. Después, le perdieron el rastro. Y cuando pensaron que la pesadilla (por doloroso que hubiera sido el final) había terminado se dieron cuenta de que, en realidad, recién empezaba.

—Que nosotros no pudiéramos verlo, no significaba nada. Podía seguir ahí. Puede seguir ahí. Esquivándonos. Escapándose de la aspiradora, del perro. Amenazado por las arañas y los insecticidas.

Le pregunté si en serio creía que su papá merodeaba la casa. Entonces sonrió de verdad. Por un segundo volvió a ser Sanlugón. Dijo que, a veces, a la noche, el padre le hablaba al oído. Podían ser sueños o voces imaginarias. Él, por las dudas, se quedaba quieto, acurrucado contra la pared. Esas noches dormía más tranquilo.

—Pero no —dijo—. Creo que está en un lugar mejor. Con su viejo y su abuelo. Con todos los que son como nosotros, si es que hay más como nosotros.

Esa tarde me la pasé subiendo y bajándole expedientes del estante. Antes de que se fuera traté de convencerlo de que esperara. Quizá la cuestión (él nunca lo llamó enfermedad) se revirtiera. Que no se apurara a tomar una decisión tan cortante, quedarse sin trabajo en esta época, qué boludo. Sanlu sonrió.

—La decisión está tomada —dijo—. Y no la tomé yo. Yo obedezco.

Tenía que prepararse. No podía seguir perdiendo tiempo. Tuvo la delicadeza de dejar el trabajo al día. El sentido del humor de firmar una renuncia. Me dio un abrazo. Abrió la puerta y salió. Me demoré un minuto y salí atrás de él. No estaba ya. Fantaseé con la idea de que en el tramo hasta el ascensor había terminado de encogerse, una prenda de lana en un centrifugado de agua caliente, mi gran amigo Sanlugón. En la agenda del celular borré sus números. Quise evitar la tentación de llamarlo y molestarlo en el trance de la transformación. Llegaría el día en que Sanlugón no podría atender el teléfono. La campanilla sería una tortura en La mayor o un sonido indescifrable, quién sabe. Pero yo sé. En adelante, que no podamos verte, no significará nada.

La renuncia quedó en el escritorio.

 

Gente:

 

   Siento que el laburo, de repente, me queda grande.

   Renuncio.

   Disculpen. Gracias.

 

           Sanlugón.

 

 

LA COLA DEL ESCORPIÓN – Enrique José Decarli
ARGENTINA

 

La noche anterior no pude dormir. No era Reyes. Eran las palabras de papá. Las que había dicho en la cena.

—Mañana cuando te despiertes vas a tener una sorpresa.

—Qué es —le pregunté.

—Mañana cuando te despiertes.

 

Primero escuché la voz:

—¡Vamos, campeón! —Papá se asomó en la oscuridad. Con las manos me hizo señas—. Son las ocho ya.

En la terraza me mostró una cosa cuadrada aunque no del todo cuadrada. Esqueleto de caña forrado en rojo y azul.

—¿Te gusta?

—Es de San Lorenzo —dije—, sí. Pero qué es.

—Un barrilete. Con un poco de viento vamos a remontarlo hasta el cielo.

—¿Y si se escapa?

Papá se arrodilló en las baldosas. Le ató bien fuerte un hilo que después trató de romper y no pudo.

—El mejor hilo, campeón.

Le pregunté por el trapo, ése, largo.

—La cola —dijo sonriendo.

Si le poníamos una gillette en la punta iba a cortar todos los hilos de todos los barriletes de todo el mundo.

—Como un escorpión, hijo. Como la cola de un escorpión.

La plaza de enfrente estaba vacía. Antes de cruzar le pregunté por mamá.

—Duerme —dijo. Me agarró la mano y me guiñó un ojo—. Esto es entre vos y yo.

En la plaza, papá empezó a caminar para atrás, un paso ligero que casi corría. Movía los brazos y dejaba que el hilo, de a poco, escapara de entre las manos. El barrilete se movía para los costados, para atrás y para adelante. La punta de la cola apoyada en la tierra no terminaba nunca de levantar. Cuando por fin empezó a subir, papá me explicó.

—Ojo los cables de luz. Cuidado el hilo. ¿Ves…? —Sacudió una mano y me la mostró ensangrentada—. Está pidiendo hilo —dijo.

Entonces abrió las manos y el barrilete, Dios mío: remontó como papá había prometido, hasta el cielo, hasta tapar el sol, hasta dejar de ser de San Lorenzo rojo y azul porque seguía siendo cuadrado —aunque no del todo cuadrado—. Pero negro. Con cola de serpiente. O de rayo, mejor. Y ni siquiera. Era la cola del escorpión.

De golpe, papá dio dos pasos. Dos pasos que, me di cuenta, no quiso dar. Se enroscó rápido, mucho hilo entre las manos y sin mirarme, dijo:

—Todo en orden, campeón, eh…

A mí, igual, me pareció preocupado. Clavó los talones en la tierra y con los brazos tiró bien fuerte hacia atrás. Dos pasos más.

Me acordé de unas vacaciones en Colón. Papá había sacado un dorado inmenso. Antes de sacarlo también dijo eso de Todo en orden campeón eh…, pero la caña se movía de acá para allá y papá casi se cae del bote de cabeza al río. Si el dorado era fuerte, el escorpión era un monstruo. Le ganó muchos más pasos a papá y al parecer se venía el ataque final. Porque se infló de los costados. Inclinó la cabeza y subió al cielo altísimo llevándose a papá. El sol volvió a aparecer. Papá y el escorpión se perdieron en una nube.

Mamá por suerte no me dijo nada. En la puerta me abrazó muy fuerte y no preguntó por papá ni por el escorpión. Volví a la terraza y la terraza estaba vacía. Pero entre los cables de luz de la plaza, hecho pedazos, ahora, colgaba el escorpión. El esqueleto pelado, la cola temblando, rendida, así lo había dejado papá, para que aprenda, hecho pedazos.

Bajé corriendo a contarle a mamá que papá había ganado.

 

 

Enrique José Decarli nació en Buenos Aires en 1973. Es abogado y músico. Publicó Desde la habitación del sur (Libresa 2009), finalista del Concurso de Literatura Juvenil Libresa 2008. En 2010, el Ministerio de Educación, en el marco del Plan Nacional de Lectura, lo recomendó para la Escuela Media. Desde 2008 dicta talleres de lectura y narrativa en la Municipalidad de Almirante Brown y en instituciones privadas.

 

Ilustró: Tut

 

EL ZORZAL – Nolberto Malacalza
ARGENTINA

 

Al Laucha Martínez, amigo de la adolescencia, gardeliano, tanguero y asmático.

 

 

Cuando el barco entró en la Dársena Norte ya habían llegado, como en oleadas, unas treinta mil almas para verlo de cerca. En realidad, para ver el cofre de cerca. Era febrero y el calor arrancaba fácilmente las lágrimas que, en invierno, tardan un poco más en aparecer. Lo mismo va a pasar en el velorio, pensé. Desde la entrada nomás, nos va a quebrar ese tufo caliente de palmas y coronas.

—Nadie debería morir en verano —le dije al Laucha, como redondeando un pensamiento bastante descolgado, algo para sacarlo un poco de su desconsuelo. Él me miró sin comprender y no supe si me vio: tenía los ojos anegados. Para reforzar el intento de ayuda, lo tomé del hombro. Yo también lloré por Carlitos, pero quizá más por él.

Se comentaba que algunos habían venido muy temprano, más mujeres que varones. Ellas tenían flores y rosarios en las manos. Cuando el Panamerican terminó las maniobras de amarre y se esperaba la aparición del féretro, alguien empezó a cantar, como con una piedra en la garganta, el tango «Volver». Poco a poco fuimos sumándonos los demás y hasta los policías del cordón de seguridad estaban lagrimeando, aunque no cantaban. No bien comenzaron a bajar el cajón, la orquesta de Canaro lanzó al aire los primeros acordes de «Silencio». De allí en más, nadie cantó.

No pudimos tocar el féretro. Cómo podríamos haberlo hecho, si nos separaba una marea de gente. Mi pobre amigo era una piltrafa. Con mis fuerzas al borde del agotamiento, pude arrastrarlo del hombro hasta tomar el tranvía. Ya en el café, copa de por medio, hizo algunas muecas y ademanes y dijo:

—Después de esto, yo ni en curda viajaría en avión.

Meneaba la cabeza, como para sacudirse la espantosa realidad. De pronto me miró fijo, con los ojos casi fuera de las órbitas, y me pareció que me tendía un puente, que me invitaba a compartir un mismo pensamiento. Me hizo comprender la vastedad de la desgracia y la multiplicábamos por dos, tomamos conciencia de que Rivadavia y Rincón era el vino triste, de que todo Buenos Aires era el ícono en pedazos.

—Sus ojos se cerraron y el mundo sigue andando —gimió el Laucha—. Decime vos cómo hace el mundo para seguir andando, si hasta el cielo se ha puesto a llorar.

Asentí con una inclinación de cabeza y me sorprendí por la violencia de esa lluvia que caía sin piedad. El Laucha, recostado contra la ventana abierta, había sacado el codo y parte del brazo para recibir el aire fresco. El agua —inexorable, como la muerte— le corría desde el hombro y caía sobre la mesa, para luego desplomarse sobre el piso. El nivel líquido crecía sin parar; miré hacia arriba y vi que Los Angelitos, aterrorizados, comenzaban a aletear contra el cielorraso. «Ellos son bichos de aire, no de agua, pobres ángeles», pensé.

—Hay que ir al velorio —dije, como un intento de fuga.

 

Serían las diez de la noche cuando tomamos el tranvía. Ocupé un asiento de pasillo y, a mi izquierda, el Laucha se acomodó junto a un señor mayor que leía el diario. El hombre giró la cabeza, lo miró por encima de los anteojos y le dijo: «Se nos fue Carlitos», con una sonrisa estúpida, como si hablara de la humedad o del precio del boleto. El Laucha se puso rojo de la bronca y yo me preparé para frenar el posible derechazo a la cara del viejo, pero me contuve porque mi amigo no se movía. Sólo soltaba unos lagrimones que le empapaban la camisa, luego el saco y el pantalón, le llegaban a los zapatos y continuaban con la invasión al viejo y al piso del tranvía. El líquido salado y en creciente comenzó a bambolearse con el traqueteo; fue entonces cuando irrumpió el clamor del pasaje, dividido entre el asombro y la repulsa. Con las piernas en salmuera, la gente chapoteaba en una flotación de boletos pisoteados y papeles de caramelos Mu-mu, queriendo acogotar al Laucha. Traté de interponerme entre él y esos despiadados, pero eran muchos y nos arreaban hacia el fondo.

Fue en la curva del puerto donde ocurrió. Alguien abrió la puerta de atrás y entonces la presión de la turba y la fuerza centrífuga nos arrojaron sobre la pendiente que lleva a la dársena, junto con todo el llanto. Pude haberme tomado de un pasamanos, pero no lo hice: jamás hubiese abandonado a mi amigo del alma. Un cortejo de rosas y margaritas viejas nos fue acompañando, mecido por ese río salado que seguía creciendo desde sus ojos sin consuelo. Él flotaba, yo lo seguía desde la orilla y trataría de levantarlo aferrándome a una alcantarilla que estaba cerca. De pronto el rescate se complicó: vi que el Laucha se ponía como transparente y comenzaba a mimetizarse con su tristeza líquida. Me estiré para manotearlo pero él ya se hacía lágrimas, millones de lágrimas que fueron a confundirse con el agua dulce del Río de la Plata. Yo lo vi.

 

 

Nolberto Malacalza nació en Estación Acevedo, partido de Pergamino. Comenzó a escribir con continuidad hace catorce años. En los últimos doce años ha obtenido 73 primeros premios: diez de ellos son internacionales, incluyendo el Premio Platero de Poesía 2008 (Naciones Unidas, Suiza). Publicó Otra sangre, poesía (premio publicación JUNINPAÍS 2006) y el libro de cuentos Rompecabezas, con contratapa de Marcelo di Marco. Tiene en preparación otros dos libros, uno de cada género. En su región recibió distinciones por trayectoria literaria. Reside en San Nicolás.

 

 

DOMINGO EN EL ZOO – Paz Monserrat Revillo
ESPAÑA

 

La visita anual al Zoo fue, como siempre, agotadora. Y un poco deprimente, la verdad. Los niños la disfrutaron, claro, corriendo de aquí para allá, riéndose de lo que hacían los macacos, esquivando pavos reales albinos, subiendo al trenecito…

Reconozco que con las nuevas instalaciones todo tiene un aire más aséptico, más moderno. Hasta los delfines lucen más lustrosos y disciplinados.

Solo las jaulas situadas al fondo del parque conservan la antigua atmósfera decadente, ese tufo característico de zoológicos y circos. Allí se guardan los animales más antiguos, los olvidados, los que ya no están de moda. Un dientes de sable lleno de sarna se mueve en círculos dentro de su jaula mientras unos dodos medio desplumados deambulan picoteando restos de bolsas de patatas por afuera. Los mamuts resoplan de calor en su charco hediondo y el último tigre de Tasmania observa lo que queda del mundo con sus ojos amarillos.

Pero lo más impactante fue volver al recinto de los primates. En la última jaula, agarrado a los barrotes, un desdentado Neanderthal me miraba fijamente. Como si me reconociera. Como si quisiera decirme algo. Esa imagen me persigue como una culpa. Maldito sea el momento en el que se permitió a las empresas privadas jugar a ser dioses con la biotecnología.

 

 

Paz Monserrat Revillo vive en Molins de Rei, Barcelona, España. Nació en Tortosa en 1962. Está casada y tiene cuatro hijos. Es Licenciada en Biología y profesora de secundaria en un instituto de Sant Joan Despí (Barcelona). Master en Educación Ambiental. Ha ganado varios premios literarios: Primer Premio de microrrelatos DDOOSS (Valladolid), Segundo Premio en el II Certamen «Cuéntanos tu viaje» (Areas, Barcelona), y ha quedado finalista en varios certámenes más (Acumán, grupo Búho, certamen literario «El laurel», Premio Ciudad de Getafe, Relatos breves Sant Joan Despí). También ganó el Primer Premio como coordinadora de un trabajo para el certamen de jóvenes investigadores (1996). Desde Enero 2013 publica sus relatos en su blog «Crónicas desenfocadas«.

 

 

EL NUEVO ORDEN – Ricardo Gabriel Zanelli
ARGENTINA

 

Tal vez por la falta de estaciones es que nunca llegamos ni siquiera a atisbar los ciclos del cielo. Aunque luz y oscuridad no falten. Es por ello que, para cada día, debemos inventar un nuevo nombre y un nuevo número. No es raro que los números sean infinitos, sólo que infinitos deban de ser sus nombres también. Luego, el idioma crece día a día.

Venimos así desde tiempos inmemoriales. Justamente porque es difícil recordar tanto nombre y tanta cifra, nadie sabe bien cuándo ocurrió qué.

Me dicen que un nuevo gobierno de uniformadores piensa tomar el poder. Si los rumores fueran ciertos, tal vez peligre mi antiguo trabajo de acuñar nombres y números que deben publicarse antes de que llegue la luz. Piensan —murmuran— abolir nuestra sagrada fiesta de dar nombre y número a cada nueva danza de nuestra bien amada tierra…

Tiempos sombríos vendrán si los malos augurios se confirman.

 

 

Ricardo Gabriel Zanelli nació en la Argentina en 1962. Es autor de LA RULETA RUSA DEL TIEMPO (Cuentos), 2004, Editorial Argenta (ISBN 950-887-267-5). Ha publicado varios cuentos y ensayos breves en diarios (La Voz del Interior) y revistas (Revista Cuásar) de Argentina.

 

 

LAST – Dennis Mourdoch Morán
CUBA

 

Ellos:

 

—Son cuatro. Están en el sector quince de la estación.

—¿Estás seguro?

—Seguro está el escáner.

—Entonces son cuatro.

—Sí, ya te lo dije ¿les tienes miedo?

—No jodas.

—¡Ja! Les tienes miedo.

—No digas estupideces.

—¿Por qué te tiembla el fusil?… sí, ponlo en sistema autolineante, ¡te cagas de miedo!

—¿Quieres hacerlo tú?

—Yo soy el tipo del escáner, el de los sistemas de detención. Soy tu apoyo.

—Sí… ya veo. También les tienes miedo.

—¿Y qué?

—Estás así por el cuerpo que encontramos en el hangar. Has actuado muy raro desde aquello. No te culpo. Fue horrible verse muerto.

—No fastidies.

—O es por esa sensación… de que hagas lo hagas todo terminará igual… porque siempre olvidamos cómo morimos, o más bien, como murieron los que nos precedieron. Y nos dejan esta sensación. ¿Los próximos se sentirán igual?… Si por lo menos tuviésemos nombres.

—¿Para qué?

—Ellos los tienen.

—Ellos son cuatro, nosotros dos. No necesitamos nombres.

—Eso crees… Mejor olvidemos todo. Entraron en rango.

—Te voy a transferir la dirección y aceleración centrípeta del bloque, también la rapidez de variación de la gravedad dentro de la estación.

 

 

***

 

 

Nosotros:

 

—Son dos

—¿Qué vamos hacer, Eld?

—Matarlos. Son los últimos.

—Y nosotros, los últimos indas.

—Sí, somos cuatro, y dentro de poco cinco. No es así, Leme.

—Mira, Mo, tu futuro.

—¿Qué es uno más contra ellos?

—Mo, ellos eran cientos y ahora quedan dos.

—Ayer también eran dos, y antes de ayer.

—Pero cada día los matamos. Cada día, Mo.

—Y al otro día tenemos que matar dos más. No tenemos descanso. Y tuvimos que abandonar el arnan. Dejarlo en medio de… esto…

 

 

***

 

 

Ellos:

 

—Vienen.

—¿Viste los tanques de cultivo en la Generatriz? Los que estaban detrás de los nuestros. Había uno como yo. Uno como tú.

—Parece que no puedes dejar de pensar en eso. No te preocupes.

—Me siento gastado. Como si yo fuese el original. Pero no es así. Soy otro clon…

—Enfócate en ellos. Todo está listo. Calculando tácticas de ataque, transfiriendo variantes al fusil.

—…un clon como los de Star Wars.

—Un clásico. En los satélites se podía encontrar lo que fuese. Es una lástima que fueran los primeros en caer.

—Sí, pero nos quedan algunos servidores.

—Pero lo que me gusta es el satélite. Tú sabes, ver los reality shows de la Isla Peligro.

—Todo eso era montaje.

—Y la sangre y los sesos congelados.

—Montaje.

—No jodas, eso no era montaje… Ya todo está listo, transferí las variantes de ataque.

—Gracias por levantarme el ánimo. Si seguía así, no sé qué hubiese hecho. Empezaremos por el líder.

—La otra vez no funcionó.

—¿Cuál vez exactamente?

—La última.

 

 

***

 

 

Nosotros:

 

—¿Dónde están, Unla?

—Afuera, Eld.

—¿Crees que puedas con ellos? Eres el más rápido.

—Quizás.

—Bien, empezarán conmigo. Mo, cubre a Unla.

—¿Y yo, Eld?

—No puedes participar en esto, Leme. Después volvemos al arnan.

—Allí no tenemos energía.

—Mo, aquí Leme no puede dividirse. Podría morir nuestra esperanza.

—Hace mucho que está muerta, Eld.

—¡No fastidies con eso, Mo!

—¡Nunca debimos dejar Loxa! Era nuestro hogar. Si nos hubiésemos quedado…

—Nos hubiese tragado el Iari. ¿Te recuerdo el miedo, Mo? Tanto que nuestros ancestros lo legaron en los pensamientos generacionales…

—Cada día hay menos estrellas.

—Sí, Leme. Iari las devoraba mientras se acercaba.

—Iari nos robará el aire y el agua.

—También eso, Mo. Nuestra atmósfera desapareció y nuestros mares se evaporaron.

—La noche será eterna. El mundo abandonará su forma y su piel se volverá fuego.

—Sí, Unla. La noche es eterna. Lo ha sido desde que dejamos nuestro mundo.

 

 

***

 

 

Ellos:

 

—Están discutiendo ¡dispara!

—No.

—Esta es nuestra oportunidad. ¡Dispara!

—Podemos saber el porqué de todo esto.

—¿El porqué? A quién le importa; ellos vinieron y mataron a mucha gente. Vaciaron la estación ¡Y tú quieres saber el porqué!

—Sí, quiero saber. Es ilógico, lo sé, pero así estoy condicionado. Tienes suerte de no estarlo, de que tu proceso haya sufrido un error en 99.93 de ejecución. Pero no es mi caso. Necesito saber. Recuerda que los primeros clones desentrañaron el lenguaje. Los segundos, la sexualidad. Los últimos, la energía. Ahora nos toca a nosotros. Acéptalo. Es una oportunidad única. Así, los próximos tendrán mayores posibilidades de vencer. Las guerras no se ganan sin sacrificios. Instala los micrófonos.

—Maldita sea. ¿Te escuchaste? Morir para saber un poco más sobre esos hijos de puta. ¡Olvídate de los micrófonos! ¡Deja de escuchar y grabar toda la mierda que dicen y dispara!… Nos están atacando… ¡Dispara!… ¡Evádelo! ¡Evádelo!… ¡Fijando blanco!… ¡Cómo puede ser tan rápido!… ¡No, de nuevo no!…

 

 

***

 

 

Nosotros:

 

—Están muertos.

—Unla fue rápido. Apenas lo sentí.

—Leme, volveremos al arnan; allí por lo menos estarás más cómoda… ¿Y bien, Unla?

—Está hecho, Eld.

—¿Cuántos eran?

—Dos.

—Siempre dos.

—Eran los mismos.

—¿A qué te refieres, Unla?

—Eran los mismos, sentí sus rostros. Estaban fríos, pero eran los mismos.

—¿Qué significa eso?

—Son inmortales, Eld.

—¿Inmortales?

—Sí, Eld, no mueren.

—Mo, es imposible. Todo muere, incluso nuestro mundo, nuestra estrella. Y se convierte en parte de Iari.

—Ellos se convierten en sí mismos, son inmortales.

—Maldito seas, Mo. Es imposible, lo sabes.

—Entonces ¿qué es?

—No lo sabemos, todo es muy extraño.

—Tienes razón, Unla. Mo, volvemos al arnan.

—¿Para qué?

—No fastidies con eso, Mo.

—Eld, solo somos cuatro y ellos son inmortales.

 

 

Dennis Mourdoch Morán (Cuba, 1985). Ingeniero Mecánico, graduado del Centro Onelio. Miembro de Espacio Abierto. Ha obtenido menciones en el Oscar Hurtado 2010 y 2011, y en el Mabuya 2011.

 

Ilustró: Tut

 

LOTERÍA – Sergio F. S. Sixtos
MÉXICO

 

Escuchó su nombre como quien escucha el pregón de un vendedor ambulante. Alguien le tocó el hombro y dijo que se dirigían a él, se volvió y susurró un gracias apenas perceptible. Se sintió mareado, su nombre seguía zumbando en el ambiente y los compañeros de oficina lo miraban con una mezcla de curiosidad y pena; él apenas lo notó. Se dirigió dando tumbos a su escritorio y tomó sus pertenencias. Al salir del edificio, había una nube de curiosos en torno a la puerta que lo señalaban, otros murmuraban y algunos tomaban fotos. El embajador lo esperaba, hizo una pequeña reverencia, él sonrió con timidez y el embajador asintió complacido. El embajador emitió una serie de sonidos que un intérprete capturó y tradujo. Habló de la buena disposición de las culturas, de la cooperación mutua y del sentido del deber hacia los propios congéneres. Él asintió nervioso —sudaba—, su propio hedor lo avergonzó. El embajador lo palpó con sus antenas, confirmó su identidad y dijo que él era el elegido. La gente aplaudió, algunos vítores y silbidos. El embajador regresó a la cápsula que lo llevaría a la nave nodriza y él lo siguió como un cordero.

 

 

Sergio Fabián Salinas Sixtos nació en la Ciudad de México. Ingeniero metalúrgico por la Universidad Autónoma Metropolitana. Publicó su primer microrrelato en la edición mexicana de la revista Asimov Ciencia Ficción No. 7 (1995), Asimov Ciencia Ficción No. 9 y Asimov Ciencia Ficción No. 12; El oscuro retorno del hijo del ¡Nahual! No. 7. Últimas publicaciones en las antologías Érase una vez… un microcuento (España), Cryptonomikon VI (España), Lectures du Mexique, une anthologie vivante, en la revista digital Penumbria No. 13 y microficciones en el blog literario Químicamente Impuro.

 

 

LA TERMINAL – Carmen Rosa Signes Urrea
ESPAÑA

 

Nada de lo que rodeaba a Ferdon era pequeño. Las gigantescas estructuras flotantes estaban unidas por conductos tubulares y cables de enormes proporciones. Aquella mega-estructura había sido creada para acoger a las naves extra-planetarias que, a millares, llegaban al que estaba considerado el mayor puerto mercantil y comercial del espacio.

Glamus 3 se había convertido en un gran centro comercial, en donde todo podía encontrarse.

Ferdon tenía un control absoluto de las distancias, de los espacios; nada podía escaparse a su menesterosa labor, algo que le proporcionaba una todopoderosa sensación. Apoyado por una sobria voz y la confianza total sobre el cumplimiento de las normas por él dadas, en el tiempo que llevaba desempeñando su trabajo en tan sólo dos ocasiones había tenido que recurrir a la fuerza.

La sucesión de andenes se extendía hasta perderse de vista. Durante siglos había crecido debido al aumento del tránsito entrante y saliente. Cuando uno de los apeaderos quedaba obsoleto, era inmediatamente reemplazado por otro. Lo soltaban de las conexiones de sustento y comunicación abandonándolo a su suerte, que no era otra que el ser desmantelado por alguna empresa de derribos.

Pero aquel poder tenía sus inconvenientes. Ferdon no recordaba la última vez que había pronunciado palabras de amor o frases de amistad; la risa había desaparecido de su vida, así como el llanto; nada le conmovía. Aquel dominio casi sobrehumano que le confería su puesto había terminado por deshumanizarle. De repente, un instinto olvidado provocó que observara la última de aquellas terminales reservada al transitar de pasajeros. Como un punto en el suelo bruñido, un cuerpito inmóvil captó su atención. Sentada sobre su equipaje, una niñita se enjugaba las lágrimas. Nadie reparaba en ella, pero ella reparó en la imperceptible cámara y sonrió. Se despertaron en Ferdon sensaciones extintas. Sin atender a las consecuencias, apretó el botón que le desconectaba de su puesto. La plataforma flotante se desplazó unos metros hasta extraerlo. El aire reciclado se mezcló con la atmósfera pura del interior de su habitáculo. La avería fue inmediata.

Consciente de su acción, aplicó sobre sí el castigo correspondiente. Ferdon dejó de funcionar unos segundos después de lo previsto en los protocolos de sanción capital.

Durante dos ciclos completos, el puerto espacial quedó paralizado. Mientras, en la Terminal de pasajeros, una niña se reencontraba con los suyos después de que, afectadas de una extraña avería, en todas las pantallas del planeta se transmitiera la imagen de aquella pequeña perdida.

 

 

Carmen Rosa Signes Urrea (Castellón-España, 1963), ceramista, fotógrafa e ilustradora. Lleva escribiendo desde niña, tiene publicadas obras en páginas web, revistas digitales y blogs (Revista Red Ciencia Ficción, Axxón, NGC3660, Portal Cifi, Revista Digital miNatura, Revista Planetas Prohibidos, Albim Off, Breves no tan breves, Químicamente impuro, Ráfagas parpadeos, Letras para soñar, Predicado.com, La Gran Calabaza, Cuentanet, Blog Contemos cuentos, El libro de Monelle, 365 contes, etc.). Ha escrito bajo el seudónimo de Monelle. Actualmente gestiona varios blogs, dos de ellos relacionados con la Revista Digital miNatura que co-dirige con su esposo Ricardo Acevedo, publicación especializada en microcuento y cuento breve del género fantástico. Ha sido finalista de algunos certámenes de relato breve y microcuento: las dos primeras ediciones del concurso anual Grupo Búho; en ambas ediciones del certamen de cuento fantástico Letras para soñar; I Certamen de relato corto de terror el niño cuadrado; Certamen Literatura móvil 2010, Revista Eñe, El Dinosaurio 2008 (Cuba). Ha ejercido de jurado en concursos tanto literarios como de cerámica, y ha impartido talleres de fotografía, cerámica y literarios.

 

 

CRÓNICA POLICIAL: CATÁSTROFE EN UN ÁNGULO DE 90º – Marcelo Huerta San Martín
ARGENTINA

 

Una tragedia devastó a una familia durante la inauguración del primer Umbral Visitante entre Nuevos Aires y Comodoro Rivadavia cuando un atentado en el punto de destino descalibró el equipo de recepción, matando a tres personas en el acto.

Los primeros voluntarios seleccionados para cruzar por el nuevo Umbral fueron Emilio Márquez (42) y sus hijas Andrea (15) y Carmen (7). Márquez llevaba a Carmen en brazos y cruzó a paso vivo al mismo tiempo que Andrea, impulsado por lo que llamó «un temor supersticioso». Consultado minutos antes del ataque, Márquez había expresado gran alegría ante la inauguración, ya que el dispositivo les permitiría visitar con frecuencia a sus familiares de Chubut, a los que veían muy poco. En particular, Carmen estaba muy entusiasmada porque volvería a ver a sus abuelos.

Lo que ellos ignoraban era que miembros de Nuestro Mundo es del Señor, un grupo pentecostal antivisitante, detonaban un explosivo de alta potencia que horas antes había sido preparado en una camioneta ubicada en las proximidades del Umbral de llegada. La detonación descalibró el equipo de captación de destino, motivando que el Umbral de salida quedara orientado de cara al pavimento en el preciso instante de la recepción. Los tres viajeros fallecieron al instante.

El grupo religioso Nuestro Mundo es del Señor es una organización pentecostal cuya posición doctrinaria, hecha pública dos años luego de la Venida, indica que los visitantes son manifestaciones demoníacas que deben ser destruidas, así como todo intento de los mismos para imponer su tecnología («satánica», según la secta), sus «ideas disolventes» y su «inmunda concepción del acto sexual como una actividad deseable y sana para un número ilimitado de participantes de cualquier sexo, donde toda práctica consentida es válida».

Sirel, responsable visitante de la instalación de Comodoro Rivadavia, declaró que varios de los controles de seguridad del Umbral incluidos en el diseño original habían sido omitidos, y que solicitaría una completa investigación de la responsabilidad del gobernador de Chubut en el suceso ya que, según declaró, el gobernador exigió plenos poderes sobre el proyecto e incluso llegó a impedir la labor de los veedores visitantes que debían supervisar la construcción.

Sobreviven a las víctimas la esposa de Emilio y madre de las niñas, Elisa Andrade (36) y la hija menor de la familia, Analía (3).

 

 

LA ROTONDA DE GESSELL – Marcelo Huerta San Martín
ARGENTINA

 

No podía dejar que viviera. Demasiado malo fue enterarme por los diarios de que los clarividentes existen, que sus cerebros tienden a captar con mayor nitidez los momentos de pasión; tener un clarividente en la familia era una completa desgracia, podía arruinarme la existencia para siempre.

Si acaso un clarividente… esa maldita palabra, por qué alguien tenía que tener las cosas claras cuando para mí estaban tan oscuras… si acaso un clarividente llegaba a enfocarse con su maldito cerebro de mutante para ver lo que había pasado diez años atrás en la rotonda de Villa Gesell, mis días de hombre vivo y libre estaban contados.

Justo mi primita, esa con la que de chico jugaba al doctor y de grande, cuando ya tenía ese cuerpazo impresionante, compartía ocasionales revolcones inolvidables, tenía que tener la desgracia de cargar con esa percepción extrasensorial.

Iba a tener que eliminarla.

La excusa fue un picnic. Era raro que estuviéramos juntos al aire libre y la extrañeza se le notó en el rostro. Durante el largo viaje en auto, se la veía tensa, como desconfiada, pero después se relajó, y cuando estábamos por llegar al descampado se reía de mis chistes y todo.

Finalmente llegamos y nos instalamos. Comimos y bebimos y yo fui creando un ambiente distendido y divertido para tomarla por sorpresa; su risa y su serenidad eran sinceras, lo sentía entonces y me convencí después.

Estaba hermosa. Casi lamenté el tener que matarla, mientras buscaba la pistola en el fondo doble de la canasta de picnic.

Donde no estaba el arma que yo había guardado.

El arma que encontré apuntándome a la cara en manos de mi prima.

—¿Qué hacés con eso? Dame la pistola, no seas loca.

—Hace mucho que sé lo que querés hacerme. Desde esa tarde en que me desfloraste sé que me ibas a querer matar, pero hasta ahora nunca me habías invitado a un picnic.

Tragué saliva.

—Cómo mataste a tu novia en Gesell, lo vi hace poco. No dije nada porque no lo iba a poder probar. Y cada vez que me acostaba con vos veía más detalles de cómo me matabas. Pero no tuve una visión del lugar de donde sacabas el arma hasta hace una semana. Y así me preparé para vos.

Como un idiota pensé en la maldita rotonda y en cómo me costó sacar de ahí el cuerpo de Valeria sin dejar rastros. Pensé en que un clarividente puede planear el crimen perfecto porque, sabiendo cómo lo van a descubrir, puede decidir cómo borrará todo rastro de su delito. Pensé en que no había una puta persona que en el mundo que me fuera a extrañar cuando mi prima me matara.

—Ahora imaginate dónde te voy a disparar, infeliz —gruñó mi prima.

Mientras especulaba con posibles finales que nunca vería con certeza, una llamarada violenta me borró del mundo.

 

 

Marcelo Huerta San Martín nació el 7 de enero de 1970 en José C. Paz, provincia de Buenos Aires, Argentina. Es analista de sistemas, disciplina que aplica también a sus actividades fuera del trabajo, que incluyen la generación de las versiones móviles de Axxón y la co-edición de Sin Dioses.

Varias de sus historias publicadas en Axxón contienen referencias a unos Visitantes llegados a la Tierra y a los que se enfrenta en nuestro país una teocracia, la Asunción Eclesiástica. Este universo, mencionado al pasar en «Crónica Policial…», también es parte del trasfondo de «Pulso» (Andernow en Axxón 117), «No viniste, pero estabas» (Axxón 192) y «El pedestal de Eusebio Miranda, Mártir de la Ciencia» (cuento de Urbys). Algún día, quizá, ese universo logrará cuajar en una novela.

 

Ilustró: Tut

 

INNOMINADA – Patricia Nasello
ARGENTINA

 

El primer caso se registró hace cien años. Corresponde a un tal Gregorio Samsa.

—Que un hombre joven, saludable, trabajador, amanezca transformado en una cucaracha, es un hecho insólito —declararon las autoridades—. Sería un error distraer parte del erario público para estudiar y disponer medidas sanitarias, puesto que esta situación es extraordinaria —concluyeron.

Tres meses después se produjo un segundo caso, para entonces Gregorio llevaba once días muerto; a través de los dichos de una empleada de la familia Samsa, se supo que su cadáver fue depositado en el tacho de la basura. Nadie protestó: circulaba la versión de que Gregorio tenía tratos con el diablo.

Ese año se contabilizaron un total de diez enfermos. Al finalizar el año siguiente, ellos también estaban muertos. Y se habían sumado otros doscientos casos. Doscientos es el número oficial, se acepta que fueron más, sus parientes no lo daban a conocer por tratarse de una enfermedad vergonzante: por entonces se aseguraba que las víctimas habían tenido un comportamiento sexual depravado.

Los médicos más destacados del mundo se reunieron bajo el lema «Enfermedad Innominada: Posibles Tratamientos».

Nadie supo indicar cuál era el tratamiento adecuado.

Y seguimos sin saberlo, aún hoy.

 

El número de víctimas se cuenta por millones.

Los hombres de fe hablan de castigo divino:

—El mundo entero ha devenido en una nueva Sodoma. Dios, asqueado de nuestros vicios, está aplicando Su Justicia —dicen.

Los ateos se contentan con explicaciones políticas:

—El Fondo Monetario Internacional lanzó a la atmósfera una bomba biológica destinada a acabar con los países tercermundistas, pero le fallaron los cálculos.

—Los comunistas hacían experimentos genéticos usando como conejillos de indias a los disidentes al régimen. Y ahora todos pagamos las consecuencias.

—Los judíos tienen la culpa.

Por su parte, las autoridades reconocen que la enfermedad innominada reviste las características de epidemia.

 

Permanecí a su lado, observándola pasear por las paredes, alimentándola. Su agonía duró dos semanas. Llegado el momento, coloqué sus restos en la caja de las alianzas de casamiento, a la caja la enterré bajo el fresno que plantamos juntos.

Tengo miedo.

Nunca antes había deseado desplegarme y dar un vuelo corto alrededor de la mesa, como ahora.

 

 

Patricia Nasello ha publicado un libro de microrrelatos: «El manuscrito», en 2001. Ha participado en distintas ediciones de La Feria del Libro de su ciudad. Tiene trabajos publicados en diversos blogs, como así también en revistas digitales. Colaboró y colabora con diversos medios gráficos: Otra Mirada (revista que publica el Sindicato Argentino de Docentes Particulares, Córdoba, Argentina), Aquí vivimos (revista de actualidad, Córdoba, Argentina), La revista (revista que publica la Sociedad Argentina de Escritores, secc. Córdoba, Argentina), La pecera (revista/libro literaria, Mar del Plata, Argentina), Signos Vitales (suplemento cultural, Mar del Plata, Argentina), La Voz del Interior (Periódico matutino, Córdoba, Argentina), Página 12 (Periódico argentino), Tiempo Argentino (periódico argentino), La Jornada (periódico mexicano).

Participa, prologa y presenta «Cuentos para Nietos», antología de cuentos para niños, 2009. Ha ganado diversos premios literarios entre los cuales se nombran: Primer Premio concurso nacional Manuel de Falla categoría ensayo 2004, Alta Gracia, Argentina. Tercer Premio concurso iberoamericano de Cuento y Poesía Franja de Honor Sociedad Argentina de Escritores, 2000, Córdoba, Argentina. Finalista concurso internacional Escuela de Escritores en honor a Gabriel García Márquez, Madrid, 2004. Distinción especial concurso nacional «Diario La Mañana de Córdoba», cuento breve, 2004, Córdoba, Argentina. Segunda mención Concurso minificciones.com.ar, enero 2011. Ganadora por jurado séptima, octava y décima quincena Concurso Minificciones en Cadena, 2011. Ganadora Segunda Edición Concurso Minificciones con Imágenes.

 

 

LA CAJITA – Ismael Rodríguez Laguna
ESPAÑA

 

El Rey absoluto del Reino de Alkiatán es un Rey con corona. Lleva su pesada corona puesta en la cabeza en todos los actos oficiales. La lleva puesta en sus reuniones con los ministros. La lleva puesta cuando yace en su alcoba con la Reina y también cuando se duerme después.

El Rey no puede quitarse la corona, pues se le soldó a su cráneo cuando subió al trono. Pero eso no es lo más peculiar.

La corona tiene dos electrodos, en ambas sienes, que pueden producir unos cinco mil voltios. Pueden activarse en cualquier momento. Pero no sin motivo.

Todos los ciudadanos de Alkiatán poseen una cajita con un botón. Algunos guardan su cajita en el trastero de su casa, bajo cajas llenas de objetos olvidados. Otros la ponen sobre su mesilla de noche, junto al reloj despertador. Otros la llevan siempre en el bolsillo.

Cualquier ciudadano puede, cuando quiera, pulsar el botón de aquella cajita para activar los electrodos de la corona del Rey.

Cuando esto sucede, el difunto Rey es enterrado en solemnes funerales de Estado y una comitiva real conduce a palacio al ciudadano que pulsó el botón. Tras limpiar la corona del difunto Rey, se le colocan nuevos electrodos y se suelda al cráneo de dicho ciudadano, que queda proclamado nuevo Rey.

A veces, un ciudadano descontento escucha por la radio una medida política que le desagrada especialmente. Entonces, ese ciudadano se lleva la mano al bolsillo y acaricia con su dedo el botón de su cajita.

Casi nunca pulsan.

 

 

Ismael Rodríguez Laguna es profesor universitario en la Facultad de Informática de la Universidad Complutense de Madrid. Es editor de Sci-Fdi, la revista de ciencia ficción de su facultad, donde publicó dos cuentos. El resto de sus relatos accesibles al público están disponibles en su blog, Historias tras salir del Mundo Ciénaga. Respecto a sus gustos literarios afirma que, tanto cuando lee como cuando escribe, siente especial debilidad por las historias de ciencia ficción algo desconcertantes que, súbitamente, cobran una armonía diáfana al llegar a un desenlace sorprendente, así como por la ciencia ficción donde la ruptura de la realidad y los casos extremos se utilizan para mostrarnos algo sobre la naturaleza humana, algo que quizás no podría expresarse tan bien desde un mundo normal.

 

 

LA RUTA FANTASMA – Pablo Vigliano
ARGENTINA

 

Mis dedos repiqueteaban sobre la mesa y mis talones golpeaban el suelo de aquel bar perdido en la ruta. Mojado y embarrado, ansiaba el final de la tormenta para continuar viajando, huyendo.

Las tres de la madrugada y yo todavía varado ahí, sobresaltándome con cada trueno. Pronto me atenderían y pediría una taza de café.

 

Había comenzado el viaje cuatro horas antes, fumando y nervioso, con cielo titilante de estrellas. Pero ese escenario fue mutando hacia un encapotamiento que observaba extrañado. El cúmulo de nubarrones parecía cargado de algo más, de algo desconocido.

—Se confirma el alerta climático para toda la zona —advertía la voz de un locutor por la radio, y agregaba—: Se recomienda a toda la población, choferes y automovilistas, por favor, mantenerse a resguardo durante las próximas horas.

Los Bee Gees sonaron con «Alone». Entendía la letra: Yo era un jinete de medianoche en una nube de humo…

Las descargas eléctricas se hicieron cada vez más frecuentes, dándome una magnitud del diluvio que se avecinaba. De hecho, el agua no tardó en caer como auténticas cataratas.

Los Bee Gees seguían cantando:

…estoy solo

Estoy en una rueda de la fortuna con un giro del destino

El olor a tierra mojada impregnaba el interior de mi Ford Escort modelo 99, que había postergado llevar al taller por un pequeño problema hidráulico. Subí los vidrios y me liberé de cigarrillos. El viento me obligaba a agarrar el volante con mayor firmeza. Veía volar ramas de árboles, amputadas por las ráfagas.

…estoy atrapado en la lluvia y no hay una casa

Deseaba parar en una estación de servicio. No me cruzaba con ninguna. Detenerme al borde de la ruta no era una opción, y si me iba a la banquina quedaría empantanado.

Desaceleré la marcha. La radio emitía interferencia, en ocasiones, ensordecedora. Me preguntaba si era posible que fuese generada por el meteoro, o si la provocaría algo más.

Pensaba que ya no habría compañía ni música, justo cuando una voz comenzó a hablar en mi mente. Era una proyección de mí mismo, dándome consejos desde el asiento del acompañante.

—Gerardo Linburgame: en esa cabaña hacia donde te dirigís no vas a encontrar la tranquilidad para replantear tu vida, quebrada por el abandono de tu mujer. Esa cabaña apesta a recuerdos de pasión y sexo. ¿Por qué mejor no damos media vuelta?

Cerré mis ojos. Al abrirlos, se mimetizaron con la noche. Pronto habría una tempestad.

Oí otra voz. Desde el asiento del acompañante Gustavo, mi primo, me hablaba:

—Imagino que tu gran plan no será ahogar tus problemas en los litros y litros de vodka y tequila que cargás en el baúl, ¿verdad?

Conseguí sintonizar otra emisora, y con ello disipar las voces de mi conciencia. El sujeto hablaba de ovnis. Interesado, y echándole un rápido vistazo a las revistas «Año Cero» que llevaba en el asiento trasero junto a un ejemplar de «El juego de Gerald» de Stephen King, subí el volumen.

—…sus naves espaciales se trasladan escondidas sobre las nubes. Incluso son capaces de formarlas artificialmente…

Un estampido diferente a un trueno me descompensó. Oleadas de agua y barro golpearon el parabrisas.

Por encima de tan cargadas nubes, el cielo se había llenado de luces intermitentes.

—…los avistajes de objetos volantes no identificados por estas zonas están siendo reportados y denunciados por muchos vecinos. Y no estamos locos. Repito: no estamos locos…

Por fin apareció la primera señalización vial en decenas de kilómetros, indicando «Zona de servicios.» Más adelante, otra marcaba una curva pronunciada. No la veía: camino y banquina estaban anegados por el mismo barrial.

Me sentí encandilado y aturdido. Perdí el control de mi vehículo. Hubo sacudidas y estallidos. Desde ese momento, ya no estoy seguro de los acontecimientos.

Logré llegar, corriendo bajo semejante aguacero, al bar-parador.

 

 

—…así es la historia, mis amigos —decía el locutor, que había musicalizado con Bee Gees—. Nunca hubo ovnis por estas zonas, eso está descartado. Pero, para los gustosos de historias paranormales, cuentan que todavía puede oírse el impacto de aquel Escort contra uno de los árboles de la banquina en «La Curva de la Muerte». Incluso hay más: en el parador afirman que, si se hace silencio, a eso de las tres de la madrugada, junto al ventanal lateral, se escucha como si alguien tamborileara con los dedos sobre la mesa, ansioso, aguardando, quién sabe, por una taza de café.

 

 

Pablo Vigliano (1981) nació en San Miguel de Tucumán. Es Licenciado en Comunicación Social (Universidad Nacional de La Plata). Reside en Rosario desde 2006. Asiduo lector, sus géneros favoritos son la ficción, lo fantástico y lo sobrenatural. Sus autores preferidos son Poe; King; Bradbury; Barker; Maupassant; Hill. Participa del Taller de Corte y Corrección de Marcelo di Marco desde fines de 2012.

 

Ilustró: Tut

 

DECISIÓN EN EL UMBRAL – Diego Moreno
COLOMBIA

 

Con los dedos aferrados a una pluma y una hoja de papel sobre las piernas, Marcos intentaba escribir alguna historia que le permitiera escapar al menos por un rato: faltaban cinco días para su ejecución, y el tiempo era un tictac que retumbaba en su cabeza y no pararía hasta matarlo. Ese traqueteo infinito y constante era su verdadera condena a muerte.

Bajó la mirada a la hoja. Atento al más mínimo movimiento, acechando cauteloso, esperó a que alguna palabra apareciera. Algún vestigio que lo impulsara hacia otro mundo.

Sentado en una banca de cemento y sin apartar la mirada del papel, percibía cómo el primer rayo de luz de la mañana se deslizaba, lento, sobre el óxido de los barrotes.

Por el ventanuco entraba el estruendo de la lluvia azotando el patio del penal.

En casi todos mis cuentos llueve, pensó. Cuánto daría para que esto fuera uno de ellos.

De pronto, notó que algo se movía sobre la superficie blanca. Sorprendido, intentó seguirlo con la pluma, marcando el camino por el que ese algo transitaba. Algunas letras de tinta azul perfilaron al diminuto intruso, que ahora caminaba a su gusto sobre el papel.

Marcos siguió cada uno de sus movimientos, cada uno de sus gestos. Desde lo alto, perseguía el enorme sombrero de fieltro negro que deambulaba escurridizo entre los renglones, seguido por la punta del esfero.

Dámaso, quien había revelado su nombre entre letras borrosas, andaba cada vez más y más rápido por las últimas líneas. Corrió hasta el final de la hoja. Con el flujo de sus pasos garabateó la palabra «puerta», la entreabrió y desapareció por la abertura.

Marcos, arrastrado por su pluma, corrió por el último renglón, se asomó por esa misma puerta y vio unas escaleras de madera que bajaban en caracol. En lo profundo distinguió a Dámaso, que descendía de prisa. Marcos supo que debía seguirlo. Se quitó los zapatos para no hacer ruido y fue tras él. Manteniendo una prudente distancia, llegó al pie de las escaleras y se encontró con un extenso pasillo.

Al fondo brillaba una luz intensa que provenía del exterior y perfilaba la silueta de Dámaso acercándose a ella.

Marcos avanzó, sigiloso. Percibió un murmullo urbano: el ronroneo de los motores y el pregón de los vendedores ambulantes aumentaban a cada paso. Ahora el smog se colaba por sus narices, brindándole una paradójica sensación de libertad. Cerró los ojos, pero un grito femenino lo sacó de su abstracción. A contraluz, logró ver el contorno de Dámaso abalanzándose sobre el de una mujer. Marcos no sabía de dónde había salido ella, y tampoco veía bien lo que ocurría… pero esos alaridos pedían auxilio.

Marcos se acercó un poco más, hasta que lo paralizó una voz amenazante que estremeció el pasillo:

—¡Quién anda ahí! —gritó Dámaso.

Marcos, al ver que Dámaso corría hacia él enarbolando un cuchillo, dio media vuelta y huyó por el corredor. Extrañando como nunca sus zapatos, oía los pasos de Dámaso retumbando cada vez más cerca. Llegó a las escaleras de caracol y subió lo más rápido que pudo, pero se detuvo frente a la puerta. Los pasos de Dámaso, ahora subiendo lentamente, resonaban a metros de él.

Abierta, la puerta de su celda lo invitaba a refugiarse.

Él recordó la luz intensa que provenía del exterior, el murmullo urbano, el smog. Apretó los puños y se sorprendió con el tacto de la pluma, que seguía en su mano. Entonces probó su filo y resistencia con el índice, y la empuñó. De espaldas a la puerta, se paró firme. Firme y al acecho.

 

 

En la celda, inexplicablemente vacía, los guardianes solo encontraron un par de zapatos y una hoja de papel con frases inconclusas y sin importancia.

Y, salpicando el último renglón, algunas gotas de sangre.

 

 

Diego Moreno nació en Medellín (Colombia) en 1975. Actualmente vive en Buenos Aires y, desde el año 2010, asiste al taller de narrativa de Marcelo di Marco. Es historiador y candidato a Magister en Filosofía e Historia de la Universidad Nacional de Colombia. Sus investigaciones combinan el lenguaje escrito con el lenguaje visual: se desempeña también como fotógrafo documental y artístico.

En Colombia hizo parte del taller de narrativa del escritor Mario Escobar Velásquez y fue guionista y coordinador del programa literario «Palabra viva», de la Emisora Cultural Universidad Nacional de Colombia.

Sus ensayos, cuentos y fotografías han sido publicados en libros y revistas como La Gazette des Arts, Palabra viva, Cuadernos libres, Las Ciencias Humanas a debate y la gaceta del Museo Argentino «Bernardino Rivadavia». Actualmente trabaja en su primera novela.

 

 

Axxón 246 – septiembre de 2013
Cuentos de autores varios (Cuento : Fantástico : Ciencia Ficción : Fantasía : Temas diversos : Internacional).