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MARSIGIADiego Barcia |
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El señor Moro cerró la puerta de su oficina y cruzó los pasillos desiertos oyendo apenas, bajo el fragor de la tormenta súbita, la advertencia de los altavoces. Y aunque acostumbrado por largos años al cielo de Marsigia, no pudo evitar detenerse ante la vista del área interna del Museo, un amplio hexágono al descubierto en cuyo centro yacía, tal vez, el único motivo de la presencia del hombre en aquel mundo.
Era una escultura en forma de espiral ascendente en donde aparecían, de acuerdo a distancias variables, series de aberturas en relieve. Bajo cada una de ellas había inscripto un signo indescifrable. Se interrumpían sólo al alcanzar la base de una aguja, la cúspide, única pieza en la gran estructura que brillaba en la niebla azulada, bajo la cortina de la lluvia amoniacal.
La ciudad se llamaba a resguardo cubriéndose con una cúpula química que emitía un tono algo sordo pero constante, parecido a graves bronces. Mientras tanto, en su interior, las luces se diluían en haces rojos, señalando la actividad de las máquinas. El señor Moro había dado fin a su contemplación; en la planta baja, se disponía a ponerse un traje aislante, una máscara de gas y su dispositivo identificador, tras lo que volvería a colocarse el sombrero. Debería utilizar alguno de los artefactos necesarios para desplazarse por las afueras de aquella urbe, si es que ese conjunto de casas idénticas podía recibir algún nombre.
En una de las pocas estructuras humanas que desafiaban al mar, Jeanne se levantó de la cama y se limpió las lágrimas para poder distinguir con claridad, allá afuera, no muy lejos, la silueta del faro entre los riscos y su luz coincidente con el llamado a las embarcaciones. En algunos minutos quedaría oculta tras los muros de hierro de la costa, masas informes erguidas pocos metros más allá de la rompiente de las olas para contener una anómala marea y que, lentamente, llegaban a taparlo todo, excepto la marca pálida de SGM-1, satélite dormido en un mismo punto visible a través de la noche y el día y de los años.
El ocaso era tan breve que la torre ya podía distinguirse recortada contra los relámpagos horizontales. Y cuando la playa quedaba protegida por la oscuridad del todo, Jeanne miraba la ciudad. Sabía que los destellos precisos como un reloj, en la antena del ala oriental, anunciaban la salida de algún transportador. Un rectángulo flotante emergía, segundos después, y ascendía lentamente, describiendo líneas rectas hasta alcanzar unos pocos metros, tras lo cual se suspendía para empezar su avance.
Jeanne intentaba distinguir entre recuerdos difusos convencida de que en ese mundo, de alguna forma imperceptible y aún no descubierta, se alteraba la función de la memoria el momento en que ella y el señor Moro divisaban, exultantes de curiosidad, la superficie de Marsigia desde las cabinas de uno de los vuelos militares de avanzada que los arrojaba hacia el océano de dudas. Algunos soldados de nacionalidad italiana les dirigían a ellos y otras personas, entre las que había algún dignatario, unas palabras no exentas de presunción. Allí se había erigido la base científica más lejana del universo. Allí se estaba edificando un gran Museo en torno de un hallazgo increíble; la única analogía que admitiría con la civilización humana sería, tal vez, la del tótem. Quienes lo habían construido desaparecieron sin dejar ninguna otra huella. Y SGM-1 les devolvía la mirada, congelado, presenciando la invasión, invariable.
El rectángulo flotante cruzaba la cúpula, y ya no quedaba nada del día. Al pronunciar una palabra específica de cuatro letras Jeanne encendía la iluminación eólica, haciendo que la claridad inundase gradualmente todo su espacio.
Entre los papeles del escritorio yacía una de las últimas propuestas del señor Moro a los funcionarios del Museo. Lo había dejado allí tras largos meses de trabajo. Era la transcripción de una serie de cálculos paleontográficos inconclusos, comentados a lápiz por números, fórmulas y aclaraciones rápidas, en un lenguaje muy específico. Pero ella sabía perfectamente bien qué representaban los diagramas en blanco y negro impresos por un simulador biométrico. Era la temprana evolución de la primera imagen de un Merodeador. La hipótesis de esa raza oscura le devolvía una apariencia vagamente monstruosa, y le parecía advertir, otra vez soñolienta, una similitud entre ésta y el reflejo de la máscara que, tras los cristales del transportador, se esfumaba en lo alto.
Tengo que decirte que los días no duran lo mismo dijo ella, mirando al señor Moro, sentado al escritorio, de espaldas.
Es una diferencia mínima respondió él, afable como siempre. Ya la calculé con exactitud. No puede afectarte en nada. Debe ser algo más.
Ella examinó detenidamente los dibujos y fotos desparramados sobre la cama.
Qué eran ellos... animales inquirió, rascándose la comisura de los labios.
Ciertamente no. No eran bestias. No para mí. Por lo menos, no eran completamente bestias. ¿Qué clase de animal tiene conciencia del tiempo, un lenguaje?
¿Esto es un lenguaje? Jeanne señaló los signos del tótem en una fotografía.
No lo sé, es imposible saberlo. Yo creo que su lengua se componía de sonidos tonales. Por un momento, dejó de escribir y alzó la vista, sin mirar nada. Luego, dándose vuelta, señaló lo que le mostraba Jeanne, para volver a inclinarse sobre el escritorio. No son fonemas. No son letras ni palabras. Para mí, son símbolos. Representan algo. Esconden algo así como una mitología. Y en la escultura hay inscripto algo así como un calendario. Indudablemente, se trata de algo abstracto. Ese objeto no es un tótem. Se dio vuelta de nuevo y la miró, con una sonrisa apenas orgullosa que empezaba a distraerlo del trabajo.
Decidió salir a explorar el planeta. Los promontorios de la costa, cubiertos de escarcha, yacieron desiertos ante su vista. Millones de años y la brisa los habían moldeado irregularmente pero, en la percepción de un ser humano, ese azar de los elementos parecía consecuente. Puesto que los rasgos angulosos de las rocas más prominentes mostraban superficies mayormente alisadas, formando determinadas figuras triangulares. Bastaba acercarse unos pasos hacia ellas para ver las olas morir pocos metros más abajo, en un concierto exacto, apacible, casi matemático. Así era el mar cuando aparentaba ser manso.
No pudo evitar que surgiera de nuevo aquella imagen. La memoria que había perdido, o que creía haber perdido; un querido rostro del pasado, que conservaba en su mente por alguna razón, más intensamente, en la imagen de una fotografía, adjunta a una carta digital; había sido su padre. Sus ojos se habían borrado ya completamente como bajo una corriente de agua.
El horizonte estaba solo. Todavía no habían llegado los primeros pescadores. La mano de obra destinada a la base científica, y los trabajadores del Museo, de cuya imponente osamenta la sombra casi alcanzaba la orilla, habitaban el planeta mucho antes de su llegada. Algunos de ellos se habían quedado. La mayoría se iba al cabo del año.
Detrás, a lo lejos, Jeanne podía ver obreros encaramados a andamios gigantescos. Sobre ellos, varios artefactos esféricos emitían luces a intervalos regulares, que se hacían cada vez más cortos. Los huesos negros de la ambiciosa proyección del Museo se perfilaban firmes sobre el cielo describiendo ángulos perfectos, complejas relaciones geométricas; el monumento al poder de los hombres sobre el mundo, no podía admitir una forma menos grandiosa. Aún no había paredes, por lo que el hexágono que describía el corazón de esa catedral virtual se distinguía claramente, incluso desde la distancia a la que se hallaba Jeanne. Durante muchos años más, sin embargo, el hallazgo que allí yacía no admitiría la presencia de civiles.
Tras varios minutos de tranquilidad sorpresivamente sonó, sólo una vez, una sirena aguda. Vio cómo una cúpula transparente se formaba en torno del tótem, para encerrarse a sí misma poco después por medio de una serie de compuertas en forma de hojas superpuestas. Las esferas mecánicas empezaron a proyectar luces rojas giratorias, habiendo suspendido su circulación alrededor de la estructura para acercarse más y más a los trabajadores y mantenerse inmóviles, supervisándolos en su descenso.
Faltaba mucho para que el día terminara. Tras haber visto esa súbita interrupción Jeanne se halló a sí misma esperando a que todo fuera sepultado bajo la sombra de los muros de hierro y SGM-1. No tardó más de algunos segundos en darse cuenta de que eso no sucedería.
No había aún una forma sofisticada de comunicarse en aquel paraje sombrío; pero consideró que valdría la pena intentar averiguar algo. Llevaba varios años en Marsigia y era la primera vez que notaba una anomalía en el espectral funcionamiento del mundo. Extendió su brazo izquierdo y pronunció cuidadosamente tres letras. Por su manga se deslizó suavemente un dispositivo rectangular que enseguida tomó y llevó a sus labios, dictándole una serie de palabras mientras comenzaba a alejarse de la costa. Habló dirigiéndose mentalmente al señor Moro, pero los circuitos electrónicos se comieron los sonidos y, analizándolos, enviaron aquellos que consideraron más importantes.
“Suspensión obras hoy. ¿Por qué?”
Esto fue lo que se mostró en el display mural. El habla de Jeanne se había obtenido de una serie de estímulos luminosos en código Morse recibidos en el habitáculo, a su vez traducidos al alfabeto.
Alzó la cabeza y suspendió el lápiz en medio de las manos, con los codos apoyados sobre el escritorio y los dedos entrelazados, esperando a que el muro indicara que un nuevo mensaje había llegado.
“Suspensión militar. Solsticio invernal, mañana”.
El señor Moro finalmente agarró su dispositivo telefonográfico de mala gana.
No puedo decírtelo. Evidentemente es por eso. Así es, mañana es el solsticio hiemal. De todas maneras, es un secreto militar. No pueden revelarse las causas a nadie...
Las letras rojas en el mural lo interrumpieron.
“Despacio. Hay error mensaje”.
Jeanne caminaba rápida, nerviosamente, en dirección a las obras del Museo. Ansiosa, atendía las respuestas apenas legibles del telefonógrafo mientras en su cabeza trataban de aclararse ciertas antiguas conjeturas.
El señor Moro se paró y empezó a andar alrededor de su silla. Jeanne instintivamente se adecuaba a ese precario dispositivo mientras él, que lo había ideado, apenas podía usarlo.
¿Dónde vas? Eso sucede porque te estás alejando.
Esta vez Jeanne no contestó.
Miraba angustiada cómo la entrada de la base científica, un edificio subterráneo vedado al acceso público, poco más allá del Museo, se sellaba enigmáticamente.
Dándose vuelta, apuntó el telefonógrafo lo más alto que pudo en dirección al mar.
“Relacionado a mi alteración”.
El señor Moro ya se hallaba concentrado en sus tareas; cuando oyó el mensaje entrante, contestó muy brevemente.
Eso es imposible.
Jeanne guardó definitivamente su dispositivo.
Caminó, largamente, en dirección opuesta a la costa y en relación oblicua al Museo. Al cabo de algunos minutos sintió algunas vibraciones sonoras en su antebrazo izquierdo, que ignoró.
En la tierra blanca y árida, interrumpida por promontorios irregulares de formas abruptas, y, a su vez, por depresiones apenas visibles, nada que pudiese haber surgido de ella, ni nada que Jeanne hubiese visto nunca, aparecía a lo lejos como un conjunto de pequeñas sombras, como una cicatriz negra en la claridad siniestra de la superficie.
No sabía en cuánto tiempo podría alcanzarla, pero no le importó.
Cuando lo hizo, el atardecer enrarecía la luz. Una precaria cruz torcida yacía desgastada en los extremos y en la base, junto a una placa antigravitatoria, paralela al suelo, se leía un epitafio.
Repentinamente se percató de que su memoria perdida había vuelto. Aquella impresión borrosa de una cara, en la foto de una vieja carta digital. Esos rasgos humanos habían regresado.
Pero pudo percibirlo, aunque sin saber cómo. No eran los mismos. No era la misma cara.
Una esfera mecánica se acercó rápidamente desde el cielo de plomo, enfocándola con una luz roja.
“Un instrumento anónimo, construido por una raza anónima”, pensaba el señor Moro, frente al artefacto marsigio. En su calidad de científico, era una de las pocas personas autorizadas a tener un contacto directo con él. Al menos, durante el tiempo que duraran las investigaciones, hasta que hubiese estudios concluyentes. Las aberturas, a lo largo de la irregular espiral metálica, sonaban en el viento. Eran notas musicales.
De la aguja con un último orificio apenas visible, el punto más agudo, brotaba una música de timbre aflautado, fascinante y caótica.
El señor Moro pensaba que el mal llamado tótem era en realidad un monumento fúnebre, pero no dedicado a un soberano o a un jefe, sino a la muerte misma, a una indescifrable noción de sacrificio, y consideraba que los signos debajo de las aberturas sonoras representaban épocas ficticias, o proféticas, del futuro. Creía en una especie de calendario, en una evocación de algo que habría de cumplirse, en alguna promesa religiosa. Los Merodeadores se habían destruido a sí mismos, inhumándose en el océano. Ésa, la escultura, era símbolo de su destrucción. La raza de los “medio bestias, medio artistas” no había dejado tras de sí más que imperceptibles rastros de una ciudad hoy invisible, pero ese artefacto, esculpido según el sonido y no la forma, ya que tal vez éste había sido su lenguaje, era la prueba de que no creían en la completa extinción. Y si como él suponía ahora, los signos no eran tales, sino dibujos, o bien minúsculos dibujos que representaban algo, en la abertura más grave se destacaba la imagen de una cara, y en la más aguda, la de las aguas.
Había pensado: “los Merodeadores creían en un estadio superior de la vida, posterior a la desaparición”. El mar era una serie de círculos concéntricos; el señor Moro tenía algunas razones para creer que los hábitos de esos seres, así como la forma espiralada de la torre, guardaban algún vínculo religioso con las mareas y corrientes de las aguas, y el símbolo de la cara se hacía reconocible sólo en lo que parecía claramente ser un ojo. Los demás símbolos no se asemejaban a nada discernible, “a nada identificable para el mundo humano”.
Antes de la destrucción se habían llevado todo, como si esperaran una profanación. Pero, por qué, se preguntaba el señor Moro, contemplando ahora, sin poder evitar su asombro, la aguja del gran artefacto brillando bajo la lluvia amoniacal; en los pasillos desiertos, era el único hombre fuera del personal que permanecía para escuchar el alerta de la tormenta súbita, vibrando débilmente en los altavoces.
Tras haberse colocado la máscara de gas y su sombrero estaba dispuesto a salir. La excitación de poder circular por el cielo en un transportador flotante con ese tiempo, aunque extraña, se hacía cada vez más débil porque, mientras ascendía sobre el imponente Museo, no podía dejar de pensar en el hecho de que a pesar de todo secreto al día siguiente se daría el solsticio de invierno; esa preocupación le pesaba todavía más, teniendo en cuenta que Jeanne no había parecido mejorar en los últimos años. La ciencia lo ataba a este mundo. Giraba en lo alto cruzando la cúpula química, y mientras distinguía cómo el habitáculo, sobre el mar, se iluminaba progresivamente, deseaba poder encontrar alguna razón para volver al siempre cálido y desacostumbrado ámbito de alguna ciudad sudamericana.
Jeanne estaba cerca del puerto, mirando a los pescadores. Era una tarde luminosa. Con sus uniformes distintivos y máscaras y guantes, vaciaban las redes de lo que parecían ser langostas verdes todavía vivas, sobre una serie de carretillas llevadas por estibadores hacia los hornos de altas chimeneas, donde eran purificadas del amoníaco. De allí ascendían densas columnas de humo blanco hacia SGM-1.
Poco más lejos, distinguió el muelle a partir del cual un puente cruzaba el canal, para acceder al faro. Éste era una especie de obelisco de metal, erigido sobre un promontorio de rocas pocos metros mar adentro, y rodeado de una escalera de caracol. Mientras la subía, distinguió a lo lejos una barcaza que le resultó conocida. Su cubierta rebosaba de la preciosa carga, pero dos de a bordo, en plena faena, se veían enormemente fatigados; uno de ellos rengueaba. Probablemente habrían pasado varios días navegando.
Llegó al final de la torre. Las ventanas del cuarto de operador reflejaban el horizonte como un espejo. Jeanne apoyó sus manos en la baranda y siguió la trayectoria de Eotena, el bote noruego, hasta que llegó a tierra. Allí los hombres se dispusieron a bajar las redes para que fuesen rápidamente recogidas; uno de ellos se vio obligado a sentarse, visiblemente agitado. Ella notaba en su ánimo, aunque abatido, que el esfuerzo, después de todo, había rendido sus frutos.
Poco a poco la actividad cesó. Cuando los pescadores se hubieron reunido en el comedor junto a la maquinaria del puerto, a beber cerveza, comer y fumar, Jeanne comenzó a descender del faro. Sabía que ese día no iría a compartir algún trago con ellos. Había visto, desde arriba, un objeto blanco y relumbrante que había permanecido en una de las redes extendidas para la recolección. En la oscuridad creciente, junto a las olas, lo tomó en sus manos y lo examinó. Era un fragmento de hueso resquebrajado.
Al día siguiente, una gran cantidad de personas llenas de asombro se hallaba reunida alrededor de la costa, todavía con sus máscaras de gas por las reminiscencias de la tempestad, para ver lo que habían traído las aguas. Los muros de hierro ya habían bajado. En la niebla no se notaba ese brillo, decía uno de los pescadores, mientras el mar, serenamente, depositaba a lo largo de la playa una increíble cantidad de fósiles. Arrojados por las olas, reluciendo en el día, su filo se hundía en la arena; eran los Merodeadores, que después de tantos siglos habían vuelto por fin, como había pensado el señor Moro.
Una serie de esferas mecánicas empezaron a circular por sobre las cabezas de los curiosos, esperando al personal del Museo para que se hiciera cargo del hallazgo. Todos murmuraban en voz baja ante el triste espectáculo; pero lo que no habían visto, era el cadáver de una mujer que había amanecido junto con esos lúgubres restos, de espaldas, cuando las aguas habían comenzado a retraerse apenas finalizada la tormenta. “Podría habernos pasado lo mismo”, había dicho uno de los navegantes encargados de recuperarlo. “Sería preferible perderse mar adentro” le respondió el capitán de la Eotena, señalando los huesos.
Diego Barcia (Rosario, Argentina, 1975) es webmaster y estudiante de periodismo; realizó estudios de letras y de música; fundó un sitio de cine y una revista literaria que duró un solo número. Este es su primer cuento en Axxón y también el primero que le publican.
Este cuento se vincula temáticamente con “El monstruo y la damisela de Chrysale”, de Pierre Jean Brouillaud (171), “Perfeccionismo rigeliano”, de José María Tamparillas (161), “Encuentro fallido”, de Miguel Hoyuelos (161) y “Tres veces más pequeño”, de Albino Hernández Penton (163).
Axxón 173 - mayo de 2007
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Ciencia Ficción: Contactos: Argentina: Argentino)