DREAMTHEATRE

Néstor Darío Figueiras

Argentina

A Ángel Arango, por llevarme a Monotonía
tan sólo para despertarme.

"Percibió cómo iba reconstruyéndose, en la grata
y creadora sensación y recuperando su integridad.
En la grata y creadora sensación de la vida."

"El extrapolado", Ángel Arango


I. Rompecabezas

Finalmente Luciana me había traído de regreso a casa. Habían sido dieciocho los meses de internación en el hospital aeronáutico, cinco de ellos en estado comatoso. Aunque las numerosas cirugías y los meses arduos de rehabilitación ya habían pasado, mi vida se había transformado en una sucesión de percepciones confusas y alucinaciones extravagantes.

Lo primero que me alarmó fue el mensaje en el contestador del teléfono. Es curioso, ahora que lo pienso, el modo en que me dirigí hacia el aparato de plástico el día que regresé, como si debiera revisar las llamadas recibidas durante el año y medio que había durado mi convalecencia. Fue algo mecánico. Ni siquiera un accidente capaz de llevarnos a las puertas de la muerte puede suprimir las conductas repetidas, los actos minúsculos que vuelven a llenar nuestra cotidianeidad interrumpida fatalmente.

La grabadora reproducía:

—Hola, Luciana, soy Celestina... ¡Lamento profundamente lo de tu esposo...! Te pido disculpas por no haber podido estar en el entierro, es que llegué de viaje hace dos días...

¿Lo de tu esposo? ¿Entierro? Muy extraño, pensé.

Luciana nunca había levantado el mensaje. Pero lo más asombroso fue que, al encender el grabador delante de ella, dijo que sólo escuchaba el siseo de la cinta virgen.

—¡Si hace más de un año que no hablo con Celestina, Reinaldo! —exclamó angustiada—. ¿Que me pide perdón por no haber asistido a tu entierro?—Me abrazó, y yo sabía que estaba tratando de contener las lágrimas—. ¡Pobrecito, mi amor! ¡La explosión fue terrible, pero te salvaste de milagro! ¡Ahora estás vivo, vivo aquí conmigo! Es obvio que las secuelas han sido... más severas de lo que los médicos creían... No, no hables —se anticipó a mi réplica y se frotó los ojos llorosos. Luego metió sus manos debajo de mi camisa y comenzó a rascarme la espalda—. El doctor Estragali nos advirtió acerca de este tipo de alucinaciones...

Paulatinamente, las caricias fueron tornándose más vehementes y sensuales.

—Él prescribió claramente que debes abocarte a actividades relajantes cuando tus sentidos se ofusquen —sentenció, sonriendo con picardía, y ya estaba desabrochándome el pantalón con avidez al notar mi excitación—. Y el sexo, mi vida, es la mejor de todas las actividades relajantes...

Mientras se acuclillaba frente a mí, la observé con curiosidad. Y también a mi miembro, que se irguió rápidamdnte, enrojecido y húmedo. Por lo visto, mi libido estaba intacta, aunque ahora parecía actuar en forma solitaria, como si se tratase de una fibra ajena, de una fuerza que no dependiera de mí. Era como si estuviera mirando una película pornográfica: estaba excitado, pero yo no era el protagonista, sólo un espectador. Seguía comprobando con asombro cómo algunos instintos habían sobrevivido al coma, a diferencia de otras cuestiones, más frágiles, que parecían no haber resistido. Ahí estaban, por ejemplo, las grandes extensiones de mi memoria que habían quedado desoladas como eriales... ¿Las alucinaciones vendrían a florecer en esos baldíos de mi mente?

No había una respuesta cierta. Ahora todo estaba sumido en una extrañeza terrible. Pero ese desconcierto no sólo provenía del exterior, sino que también me anegaba desde adentro. Era como si mi ser estuviese desencajado; como si un rompecabezas se hubiera vuelto a armar con prisa, el apuro de una parte recóndita de mí que quería seguir viviendo, no importaba cómo. Ahora las piezas estaban toscamente rejuntadas, sin llegar a ensamblarse entre sí con precisión. Ese disloque se sentía hasta cuando me movía. Yo no era el mismo de antes, era otro. Y Luciana también era otra. Un hecho como el que nos había tocado vivir tenía que cambiarnos inexorablemente.

Al menos algo era seguro: una parte de mí quería seguir viviendo.

A esa conclusión tranquilizadora había llegado mientras Luciana seguía afanándose tenazmente con la boca y las manos. La dejé hacer, y me tragué de un sopetón una de las píldoras que me había recetado Estragali.

Traté de no pensar más, abandonándome a las oleadas de placer.


II. Con el ojo de la mente

Soñaba reiteradamente con pedazos de cuerpos que se chamuscaban. O los veía con el ojo de mi mente dañada. No lo sé con certeza, porque a menudo no podía distinguir la vigilia del sueño. Siempre emergía transpirado de esas terribles visiones; gritando y pataleando sobre una cama matrimonial nueva, de algarrobo, de esas que a mí siempre me habían gustado. Luciana nunca había querido una así.

—El algarrobo es muy pesado —decía con ese tono que zanjaba todas las cuestiones a su favor. Ella siempre había querido tener muebles de madera laqueada.

Pero más extraño que el nuevo mobiliario del dormitorio era que Luciana me hablaba de mis pesadillas constantemente, refiriéndome cada detalle, aunque yo nunca le hubiera contado nada acerca de ellas. Mi mal disimulada perplejidad sólo conseguía que ella continuara prodigándome cuidados maternales. Combinaba esa protección desmedida con intensas maratones sexuales, desinhibidas y fogosas, que hacían palidecer la vida íntima que teníamos antes del accidente, tan insatisfactoria y monótona.


III. Estroboscopios y peces anaranjados

Tres semanas después de mi regreso dejé caer torpemente la pecera, ésa que nos habían regalado mis suegros. Recuerdo que Luciana se puso furiosa y me puteó a los gritos, hasta que finalmente se largó a llorar, arrepentida, y empezó a regalarme otra vez esos mimos desbocados que terminaban inexorablemente en la cama. O en la cocina. O en al baño. Lo mismo daba. En esa ocasión me tumbó de espaldas sobre el suelo del living, sin importarle ya la pecera. A la vez que se contorsionaba acaloradamente sobre mi cuerpo, se deshacía en lágrimas de perdón.

—El psicólogo que me recomendó Estragali dice que padezco un típico trastorno bipolar ciclotímico, causado por el trauma del accidente —se excusó—. En contra de su consejo, suspendí las sesiones para estar más tiempo contigo, pero parece que sigo necesitándolas...

Entre gemidos, me prometió que nunca más volvería a gritarme y que continuaría haciendo terapia, y siguió moviéndose implacablemente. Quise hablar, quise decirle que un pedazo de vidrio se me estaba clavando bajo el hombro derecho. Miré a ras del suelo, como buscando ayuda, y vi algunos peces anaranjados que boqueaban a mi lado, mientras ella gritaba a viva voz, entre convulsiones frenéticas. Y entonces otra vez la explosión, un estroboscopio que barajaba espasmos de placer y dolor. Pedazos de carne requemándose. Llamas voraces que se metamorfoseaban en los pechos de Luciana restregándose sobre mi cara. Mi coherencia perecía junto con los peces agonizantes.

Recuerdo que, a partir de ese momento, todos nuestros encuentros sexuales siempre fueron acompañados por los destellos interminables de una furia de fuego. Veía brazos, piernas y torsos desintegrados en segundos. Las impresiones pasadas y presentes se fundían, sincronizadas en una gran evocación híbrida.


IV. Cuando el mundo fragua de golpe

Pero lo que me desquició por completo fue la nota en el periódico. En una de las hojas satinadas que estaba usando para envolver los fragmentos de la pecera, descubrí la foto de una ceremonia militar, impresa a todo color. Una veintena de oficiales uniformados se formaban, impávidos, bajo el águila de cabeza blanca de una enorme bandera de los Estados Mancomunados. Compulsivamente, rocé con la yema de los dedos la banda negra que enmarcaba la imagen y la escena cobró vida. La bandera flameó bajo el viento de un día borrascoso, chasqueando con violencia. Las hojas húmedas de los árboles volaron y se adhirieron a los impecables trajes azules. Los paraguas de los espectadores se agitaron, tratando de atajar la garúa arrojada por el viento. Apenas se escuchó el fragmento de un ininteligible discurso, ahogado por el retumbar de las salvas y la estridencia de las trompetas que rendían honores póstumos. Luego se descubrió un extenso mural repleto de placas recordatorias. En ese punto la secuencia comenzaba nuevamente. El epígrafe rezaba: "Se inaugura monumento erigido en memoria de las víctimas del devastador ataque aéreo al Vaticano, perpetrado el 30 de septiembre de 2019". Al pie de la nota estaban reproducidos todos los epitafios del mural, dedicados a los que habían caído heroicamente bajo el fuego de la fuerza aérea terrorista. Un impulso apremiante hizo que los leyera todos.

Me sobresalté cuando leí: "Teniente Reinaldo David Cayal. Q.E.P.D. Siempre serás recordado por los pilotos del escuadrón Cóndor".

El mundo inconsistente, carente de encastres sólidos, fraguó de golpe. Mi memoria fue sacudida por los recuerdos que habían sido deportados, y que ahora volvían como hijos pródigos. Unos animalillos escurridizos que se habían cansado de jugar en sus madrigueras y habían decidido asomar sus cabezas sucias, todos a la vez. Mis recuerdos caprichosos estaban abriendo boquetes en la faz de mi mente para mostrarse al fin.

Las imágenes incandescentes volvieron, y empecé a gritar. Mis sienes palpitaban dolorosamente. Y entonces me desmayé, y tuve una regresión. O al menos eso creo. Regresión, fuga, o visión... No sé cómo llamar a esa experiencia. Lo único que sé es que reviví con precisión minuciosa el ataque aéreo mencionado en el periódico. Ya no se trataba sólo de recordar, porque los recuerdos normales parecen proyectarse como diapositivas; y los fragmentos filosos de los míos, hasta ese momento, me habían embestido como una granizada violenta de flashbacks. Pero lo que me sucedió luego de leer mi propio epitafio fue algo más complejo que la simple evocación. Todos mis sentidos fueron secuestrados por una vivencia aplastante. Fui envuelto por el cúmulo de todas las sensaciones vividas en las horas previas al accidente. Una recopilación de hechos inexorables que no podía cambiar: como testigo de mi muerte, sólo asistía a un encadenamiento de sucesos ciegos e inapelables que me habían apresado en una ruta ya trazada.


V. El hálito de un dragón

El amanecer había presagiado un día radiante, pero a las cero novecientas la luz del sol de Roma se había opacado por causa de los bombarderos-espectro. Los receptores de radar sólo habían detectado una señal débil, no más intensa que la que produce una bandada de mirlos. La alarma hizo retemblar todo el emplazamiento de hangares camuflados cuando ya era demasiado tarde.

Corrí hacía mi Tornado con dificultad, a causa del traje NBQ. El capitán Benjamín Larson, mi punto, ya estaba maniobrando en la pista. Cuando yo trepaba por la escalerilla me saludó, levantando los dos pulgares. Asentí y me instalé en la cabina. Los motores estaban calientes. Verifiqué los sistemas de navegación y de armas, y el nivel de combustible. Sin perder más tiempo en comprobaciones menores, coloqué el morro en la cabecera de la pista y aceleré con el posquemador encendido. Despegué luego de un carreteo corto, con Larson pegado a mi cola. La voz metálica del controlador no paraba de llenarme los oídos con indicaciones, la mayoría de ellas inservibles. Era imposible seguir los infinitos vectores que el ordenador escupía sin cesar: los espectros habían llenado el cielo como una manga de langostas bíblicas. Pero no sería tan simple como disparar al montón.

El puesto de información de Castelgandolfo confirmó que se trataba de otra incursión aérea terrorista. Mierda, pensé. ¡Fundamentalistas islámicos volando en espectros! Imaginé a los jerarcas en los cuarteles subterráneos devanándose los sesos: ¿quién había puesto en manos del terrorismo la última tecnología de baja detectabilidad?

Desde sus entrañas, la nube opalina que oscurecía al sol vomitó decenas de puntos resplandecientes, que destellaron como espejismos: una formación de cazas-espectro que se lanzó sobre nosotros velozmente. Mi punto y yo viramos a babor, abriéndonos en una curva amplia. Cuando enfilamos nuevamente hacia los bombarderos descubrí que mi radar los había perdido. ¡Ese maldito camuflaje centellante! La voz de Larson sonó desesperada a través de la radio:

—¡Veo la estela de un Áspiddetrás de ti, Reinaldo!

El HUD me mostró el misil buscador. Me perseguía, implacable. Aferré la palanca de mando con fuerza, aunque el pulso me temblaba. Esperé un instante, y en el momento preciso viré bruscamente. El misil pasó de largo, desorientado pero aún hambriento. Pude ver como se estrellaba en unos de los flancos de la formación cerrada de bombarderos. Grité alguna palabrota, y Larson me coreó:

—¡Coman su propia mierda, hijos de puta!

Inmediatamente solté una lluvia de chaffintermitente, que se esparció como un enjambre de abejas furiosas, ondulando y fluctuando en el aire para enmarañar los pulsos de radar de nuevos misiles.

El combate nos sumergió en su vértigo delirante. Todos los pilotos del escuadrón Cóndor buscaban derribar a los enormes bombarderos, al mismo tiempo que intentaban evadir los ataques fulminantes de los cazas. No todos lograron escapar de los Áspid, como Clarkson y Beluccini. Los pedazos de sus Tornados se esparcieron como esquirlas llameantes.

Castelgandolfo y Palestrina habían corroborado las sospechas de los controladores: los bombarderos se dirigían a Ciudad del Vaticano. Pero detenerlos era casi imposible, porque los radares y telémetros láser de nuestros aviones eran inútiles a la hora de conseguir blancos. Intenté calcular la posición de uno de los espectros a ojo, guiándome por la estela que emitían sus toberas, abiertas al máximo a causa de la postcombustión. Había que apuntar con todo el avión, como si uno volara a Mach 1,8 sobre un enorme rifle aerodinámico. Oprimí el botón rojo, rezando. Fue entonces cuando oí a Larson desgañitándose a través de la radio:

—¡Tienes otro Áspidencima, Reinaldo! ¡Eyecta! ¡Iré a buscarte! ¡Eyecta!

Me había distraído, y ya era tarde para hacer alguna maniobra evasiva. Apenas pude percatarme de que mi disparo había hecho blanco en la popa del bombardero. No había tiempo para festejar. Tiré de la anilla amarilla y negra con todas mis fuerzas, y cerré los ojos.

Nada pasó. La cuerda detonante de la cubierta cristalina permaneció intacta; la butaca, inmóvil.

Durante esos instantes fugaces resultó muy curioso contemplar cómo una desesperanza espesa pareció fluir por mis venas, muy lentamente. Observar mi inacción, y comprobar que había presentido la inutilidad de intentar alguna otra cosa me llenó de tristeza. Había un agotador desdoblamiento de sensaciones, un delay machacante y furioso que plagiaba las emociones vividas durante la regresión. En esos intervalos fatigosos era consciente de que no sólo estaba muriendo, sino que también estaba presenciando mi muerte.

El misil aire-aire inteligente golpeó en la cola de mi caza. Durante un lapso infinitesimal, pero eterno, pensé en Luciana. Deseé con desesperación que las cosas hubieran sido de otro modo, justo antes de que el fuego me tragase, como si me hubiera alcanzado el hálito ardiente de un dragón...


VI. Ciegamente

... y Luciana vino corriendo, trayendo las píldoras y un vaso con agua. Los rechacé. Ella comenzó a acariciarme como siempre. Pero sus manos opresivas y anhelantes me irritaban profundamente, me quemaban; y otra vez me envolvió el infierno. La explosión se dilataba en un tormento interminable. Manoteé ciegamente, tratando de alejar de mí el ardor, de desasirme de las desgarradoras fuerzas que querían desmembrarme. Ella gritaba, y yo sólo quería sacarme de encima el fuego que me lamía el cuerpo.

Empecé a golpearla.


VII. Todas las capas de la realidad sobre los hombros

—...y parece que... ¿la maté? ¡No! ¡Por Dios! ¿La maté a golpes...?

Jonás Beltrame había terminado de recitar sus recuerdos, una letanía desgranada con voz ronca y monocorde. Despertó asustado, con el interrogante colgando de los labios temblorosos.

El doctor que estaba sentado a su lado le habló con serenidad:

—Jonás. Trate de tranquilizarse.


Ilustración: Guillermo Vidal

Se encontró recostado sobre una camilla, el cuerpo desnudo y empapado con gel virtouch. Unos enfermeros vestidos con batas verdes comenzaron a extraerle los innumerables cables y tubos que lo habían mantenido "a flote" dentro del Dreamtheatre. El doctor le explicó sucintamente que la recapitulación letárgica de los hechos neurosimulados se debía a la conclusión de la hipnofase. Le comentó que, una vez que se cerraba el sarcófago, se debía situar en estado hipnofásico a la mente del anfitrión somático para correr la neurosimulación.

Beltrame entornó los ojos enceguecidos, sin poder prestar mucha atención. Se sentía como si un gigante lo hubiese regurgitado y abandonado en medio de una infinita planicie gris, cubierto de espumarajos. Un recuerdo lejano se abrió paso hasta él, remontando una marea arrolladora: su madre, sentándolo en el regazo cuando niño, contándole cómo el profeta Jonás había sido vomitado por un pez inconcebible sobre una playa que él siempre había imaginado de arenas púrpuras. La evocación involuntaria le produjo un dolor palpitante. Se masajeó las sienes, se apretó la cabeza afeitada. Sus dedos resbalaron sobre los restos del gel grasoso que se le encostraban sobre la frente. Entonces sollozó afligido por la pena que inflamaba la totalidad de ese pozo, al que lo habían arrojado sin consultarle si quería regresar:

—¡Santo Dios! La maté a golpes... —Su mirada reflejó todo el desconcierto que le producía el mundo contrahecho en el que había despertado.

—Calma, Jonás. —insistió el doctor. Y, mientras hacia rebotar sobre su pecho el pulgar izquierdo, continuó:— Yo programé los esquemas de conducta. Usted no es responsable de ninguno de los acontecimientos ocurridos en la neurosimulación. Estos incidentes están perfectamente amparados por la ley: aquellos que se someten al Dreamtheatre autorizan la práctica de "ajustes" necesarios cuando firman el contrato previo. Usted lo hizo antes de entrar al sarcófago, ¿recuerda?

—¡Ajustes! ¡Sí, por supuesto! Pero, ¿matarla?¡Dígame por qué tenía que matarla! Era tan bonita... —Miró con desazón el sarcófago blanco donde yacía Luciana. Permanecía cerrado, y ya no zumbaba. El que él había ocupado estaba a su lado, y ahora se encontraba abierto, mientras los asistentes lo higienizaban enérgicamente.

—Bonita. Sí. Y también apasionada, ¿eh...? Es un caso típico. Se trata de uno de los comportamientos más comunes en esa clase de viudas jóvenes y maníaco-depresivas. Muchas de ellas ansían desesperadamente una segunda oportunidad,después de un matrimonio frío y falto de afecto. —Hizo una pausa—. Su relación con Luciana ha sido fugaz pero ardiente, Jonás—. Y le guiñó un ojo.

A Beltrame la frase le oprimió el pecho, como si las palabras mordaces del doctor no sólo hubieran hecho vibrar sus tímpanos, sino que también se le hubieran tatuado a punta de aguja sobre el miocardio.

—No entiendo...

—Permítame adivinar: no entiende por qué recuerda que ese sexo desenfrenado no le resultaba del todo placentero.

—¡Eso es! Si nunca me he acostado con una mujer tan bella y desinhibida...

—Eso sucede a causa de la memoria dual post-hipnofásica. Se lo explicaré: usted no era usted, Jonás. Usted era Reinaldo, a quien su cuerpo hospedó mientras permaneció dentro del sarcófago. —A Beltrame se le hizo un nudo en la garganta—. Y Reinaldo Cayal, capitán del escuadrón Cóndor, asfixiado por un matrimonio decadente y ajado, no disfrutaba de las relaciones sexuales que mantenía con su esposa. Por eso usted las recuerda con cierto... desagrado. En su cabeza, las rememoraciones de él se mezclarán con las suyas durante un tiempo: es un efecto secundario propio del periodo post-hipnofásico. Si la neurosimulación hubiese podido continuar según lo preestablecido, el rechazo que Reinaldo sentía por Luciana habría cambiado con el paso del tiempo. Ella habría dejado de lado su conducta posesiva y sobreprotectora, y él otra vez se habría enamorado profundamente de su esposa. Entonces, juntos habrían empezado a vivir su cuento de hadas particular, olvidando para siempre el accidente, y también el primer fracaso de la relación. Habría sido usted condecorado, retirándose del servicio activo de la Fuerza Aérea de los Estados Mancomunados para transformarse en una leyenda viviente. Casado con una mujer hermosa y afectuosa, viviendo en una mansión en las afueras de la ciudad. Luego habrían llegado los hijos... Y bueno, ¿qué más? Mi equipo de Programadores y yo hubiéramos tenido que seguir escribiendo el guión de su vida flamante. Seguramente lo hubiéramos metido en política, una candidatura a la gobernación, o algo así. Y hubiéramos tenido que introducir algunas situaciones dramáticas: no hay vidas perfectas. Un hijo adicto al crasher. Una hija anoréxica. Un intento de secuestro... Hay cientos de escenas típicas. Pero siempre cuidamos que todas conduzcan al happy endtan ansiado por aquellos que llenan las miles de solicitudes que nos llegan por mes.

—¡Pero todavía no responde a mi pregunta, doctor! ¿Por qué tuve que matarla? ¿Por qué programaron que su esposo la moliera a trompadas, por Dios?

—Le suplico que intente tranquilizarse, Jonás. —El doctor recordó las conclusiones del informe previo emitido por los Terapeutas Prologuistas: el perfil psicológico de Jonás Beltrame indica una peligrosa inestabilidad emocional que puede devenir en conductas autodestructivas. Suspiró. No era fácil conseguir anfitriones somáticos. Por eso los requisitos de aptitud eran muy flexibles. Continuó hablando pausadamente:— Seguro que usted no tiene idea de cuánto le costó a Reborn Dreams & Co. compilar y sintetizar los patrones mnemónicos-cerebrales de Cayal, los que luego migramos a su mente. Usted se ofreció como anfitrión somático, o AS, como los llamamos los Programadores. Usted sólo fue una cáscara vacía donde amparamos la esencia de Cayal. Un andamio. Una hoja en blanco, sobre la cual continuamos escribiendo la historia de él, a pedido de su esposa. Eso tiene un precio muy elevado. Tuvimos que introducir anomalías (ya sabe: el mensaje en el contestador, las pesadillas y alucinaciones, el periódico) porque había que terminar con un negocio que ya no era rentable. La cuenta bancaria de Luciana Nereve de Cayal se ha vaciado, hasta la última moneda, y parece que su pensión por viudez se ha atascado indefinidamente en los oxidados engranajes burocráticos. Montar la ilusoria vida ucrónica de los que han perdido a seres queridos trágicamente siempre es muy caro. Y en Reborn Dreams & Co. no trabajamos gratis, Jonás.

Beltrame se enjugó las lágrimas. Estaba descorazonado, y su cuerpo se henchía de memorias ajenas; su cabeza era aguijoneada sin cesar por recuerdos que salmodiaban una cadencia punzante. Miró nuevamente el sarcófago de Luciana. A través de la tapa transparente vio que a ella también la habían rapado. Descubrió que sus grandes ojos verdes —verdes como el agua de un lago— aún permanecían abiertos, congelados en una mirada de honda perplejidad. Parpadeó y permitió que sus memorias desbordantes lo atacaran sin piedad. Volvió a sentir la suavidad de su cabellera negra y sedosa, y logró retener la imagen de su rostro anhelante, encendido por el deseo. Pudo tocar su piel cremosa una vez más, y recorrió las curvas voluptuosas de su cuerpo, y hasta le pareció que podía aspirar su perfume de azahar...

Entonces el hechizo se rompió. Ahí estaba otra vez esa memoria dual... No podía recordar cómo la había llamado el doctor. Pensó que Cayal era un hijo de puta. Aún estando muerto se las arreglaba para estropear lo único que le quedaba de Luciana, el recuerdo de esa mujer perfecta, amante y cariñosa. Sí. Era un verdadero hijo de puta que no había sabido quererla, y que no dejaba que él tampoco la amara, aunque sólo pudiera hacerlo en la evocación. El fantasma que lo había poseído dentro del sarcófago le transfería otra vez sus emociones, tan odiosas: ese rechazo hiriente que había mostrado para con ella, esa docilidad desapasionada que intentaba pasar por comprensión y tolerancia. ¡Él, Jonás Beltrame, nunca hubiera albergado tales sentimientos! Pero eso no importaba. Ahí estaban de todos modos.

Pensóque era una pena haberla tenido siendo otro; que, cuando volvió a ser él mismo, ella ya estuviera muerta. Una pena angustiante, porque él se había enamorado de Luciana Nereve. Enamorado como nunca antes lo había estado. El regusto amargo se intensificó, llenando el vacío que latía dentro de él, como una implosión en las entrañas. No importaban la candidatura, ni las condecoraciones, ni la mansión, aunque cuando se había presentado como postulante a AS había ambicionado algo por el estilo. Se trataba de la mujer de su vida, la que había perdido para siempre. Ahora sólo le quedaba volver a su solitario departamento en la ciudad sucia. Le esperaba el regreso al desempleo y a la depresión. En la calle, agazapada tras las puertas de ese edificio del cual no quería salir, le acechaba una vida entumecida, esa vida que no se había atrevido a terminar de un balazo justo antes de ver el anuncio publicitario de Reborn Dreams & Co. Pero ahora todo sería infinitamente peor que antes de someterse al Dreamtheatre. Nunca más vería a Luciana. Y sólo Dios sabía durante cuánto tiempo, al soñar con ella, sería asaltado por la sombra de Cayal, mordido por esa aversión condicionada que se fijaba vorazmente sobre su memoria como un parásito emocional.

¿Acaso Luciana y él no eran dos desahuciados, dos enfermos agónicos de desamor? Los dos habían recurrido a Reborn Dreams & Co.y a su maravilloso software, el Dreamtheatre, para cambiar sus vidas trágicas y absurdas. El doctor se había equivocado en una sola cosa: él seguiría siendouna cáscara vacía. De ahora en más su existencia se tornaría un andamio endeble; y su futuro, nunca tan vacío de proyectos, se le presentaría como una hoja en blanco, imposible de llenar.

El doctor sabía cuán difícil era el trance que atravesaban los AS cuando eran despertados. Había visto esa mirada cientos de veces, mientras se les comunicaba que la fuga de su vida gris había fracasado. Dejó que las delgadas capas de la realidad cayeran una a una sobre los hombros de Beltrame, hasta transformarse en la carga más pesada que un hombre podía llevar.

—Se podrá asear en cuanto esté dispuesto. Nuestros asistentes le devolverán todos sus efectos personales. Luego recibirá la paga convenida. Recuerde que todo está pautado en el contrato que firmó antes de meterse el sarcófago, el cual quedará rescindido en cuanto complete las visitas a nuestros Terapeutas Epiloguistas. Las sesiones son obligatorias, Jonás. No queremos que ande por ahí intentando hacer alguna cosa descabellada.


Ilustración: Guillermo Vidal

—¿Qué pasará con ella?

—Lo usual en estos casos: compilaremos sus patrones para alimentar las matrices del software, siempre ávido de nuevos perfiles. Luego notificaremos el deceso a sus parientes... Creo recordar que sus padres aún están vivos. De todos modos, si nadie se molestara en retirar su cuerpo, entonces la enviaremos a la morgue del Estado.

—Tengo una pregunta más, doctor: ¿siempre aparece usted en las neurosimulaciones que programa?

—¡Oh! Sí... Es un vicio adquirido durante el ejercicio de la profesión. Incorregible, supongo. Lo llaman cameo. Una firma personal, si se quiere. Nada más que un juego. Un famoso cineasta norteamericano del siglo pasado lo hacía en cada una de sus películas...

—Cameo —repitió Beltrame, mientras el doctor estrechaba una de sus grandes manos.

—Recuerde que ahora está en nuestro banco de datos, Jonás. Tal vez le encontremos otra viudita necesitada, ¿eh?, y requiramos sus servicios nuevamente.

—Tal vez. Hasta luego, doctor Estragali.

Beltrame trató de consolarse pensando que poner el cuerpo como si fuera un caparazón vacío para que alguien más lo llenara con sus ilusiones rotas no había sido un sacrificio, sino un acto de amor, si ese alguien había sido Luciana.

Salió temblando del enorme edificio de Reborn Dreams & Co.


VIII. Conjunción congestionada de la mano y el revólver

Tres días después, Estragali no se sorprendió al levantar el tubo y escuchar a la recepcionista informándole que Beltrame quería verlo. A pesar de las protestas enérgicas de Ronson, el jefe de seguridad del edificio, ordenó que lo condujeran a su despacho.

—No necesito las sesiones de terapia, doctor.

Era un hombre ojeroso y barbudo el que le hablaba desde el otro lado de su escritorio de ébano y marfil. Hubiera jurado que Beltrame tenía mejor talante al salir del sarcófago que ahora. Su aspecto desaliñado anunciaba como con letreros de neón cuán grave era el cuadro depresivo. Entendió los reparos de Ronson: Beltrame parecía padecer grandes desequilibrios, y su semblante metía miedo.

—¿Y por qué cree que no, Jonás?

—Ninguno de esos Terapeutas Epiloguistas entiende lo que me pasa.

—¿Y qué le pasa? —preguntó, imitando sutilmente el mismo tono aguardentoso de su interlocutor. También fue torciéndose distraídamente, hasta lograr la misma posición encorvada y despatarrada de Beltrame, posición que, le pareció a Estragali, sólo podía conseguirse siendo soltado sobre el sillón por el gancho de una grúa. Pero no le importó desaprovechar el perfecto diseño ergonómico de su asiento, porque lograr la empatía con el entrevistado casi era un impulso instintivo en él. Eran muchos los años durante los cuales se había ganado el pan tratando a sujetos como ése.

—¡Oh! ¡Me pasan muchas cosas doctor! Para empezar, su maldita memoria dual hipno-no-sé-qué-mierda...

—Hipnofásica. Y no es mía, Jonás, aunque entiendo que su frustración le exija a usted a encontrar algún culpable. Sólo se trata de un efecto secundario de la neurosimulación, del cual usted fue debidamente notificado.

—Hipnofásica, eso es. Su maldita memoria dual hipnofásica no deja de molestarme.

—Sólo han pasado tres días desde que salió del sarcófago.

—¡Pero ya no puedo tolerarlo más, doctor! A veces creo que Cayal no murió, que yo soy Cayal... Aunque eso no es lo peor.

—Es por eso que debe asistir a las sesiones de terapia, Jonás.

—¡Al carajo con la terapia! ¡Vine a hablar con usted, porque nadie más puede ayudarme! ¿No lo entiende, doctor?

—Cálmese, Jonás. Quiero entenderlo —Estragali giró la virola dorada de su lapicera. Observó que la pared que se encontraba detrás de Beltrame se transparentaba, hasta hacerse invisible. Sabía que también se había permeabilizado acústicamente. Disimuló el alivio que sintió al ver a Ronson y a sus esbirros apostados en la habitación contigua, que esperaban su señal para irrumpir en la oficina. Sin que se advirtiese, juntó tres veces el pulgar y el índice de la mano izquierda. Ronson se relajó: no había peligro. Estragali volvió a girar la virola y de nuevo la habitación fue una oficina como cualquier otra—. Y también quiero ayudarlo. Sólo dígame cómo hacerlo.

—Quiero ser un AS otra vez.

—Eso es imposible, Jonás. Le freiríamos el cerebro.

—Es un riesgo que deseo correr. Verá usted: mi contrato con Reborn Dreams & Co. aún no ha caducado. Usted podría pedir que se agreguen algunas cláusulas especiales...

—Veo que todavía no entiende. Si volviéramos a someterlo al Dreamtheatre ahora, su identidad se resquebrajaría por completo. Usted no tendría un yo al que volver, Jonás.

—Eso es problema mío. ¡Vamos, carajo! ¿No me decía usted que les llegan miles de solicitudes mensuales como la de Luciana? ¿De dónde sacan tantos anfitriones para satisfacer tal demanda? ¡Les estoy haciendo un favor, Estragali!

—Me niego, Jonás. Literalmente hablando, lo convertiríamos en un zombi.

—¡Ya soy un zombi! ¿No lo entiende, doctor?

Sucedió tan velozmente que tardó dos o tres segundos en advertir que Beltrame había sacado un arma de la nada.

¡Cómo un prestidigitador!, pensó. ¿Cómo logró entrar armado al edificio? ¿Y los detectores de metal? Ronson no se había equivocado, pero ¿dónde había fallado el dispositivo de seguridad? ¡Puta madre!

El revólver negro revoloteaba como un cuervo entre los gestos ampulosos de Beltrame, quien ahora se ponía de pie, y le apuntaba con él.

—Sólo muerto saldré del edificio, Estragali. Y usted también. Sólo muerto.

Al ver que el doctor no despegaba los ojos incrédulos del arma, agregó:

—Ah, esto. El único dato de la fastidiosa memoria de Cayal que me sirvió: pintura NoReflex. Las tecnologías militares que dejan de ser secretas, doctor, terminan convirtiéndose en productos para el hogar. Usted sabe de qué le hablo, ¿no? ¿Acaso no dicen por ahí que el Dreamtheatre fue desarrollado por el ejército? ¡Apostaría la cabeza a que los terroristas que volaron en pedazos al turro compraron sus latas de NoReflexen alguna sucursal de Sweet Home Alabama! ¡Es fantástica! Se puede "programar" la duración del efecto mimético a gusto. Todo el tiempo tuve el revólver en mis manos, ¡ja! Los detectores chillan, pero los guardias no descubren por qué, y finalmente lo dejan pasar a uno, y putean al aparato.

Estragali jugueteó nerviosamente con la lapicera. Pero decidió que no quería que el jefe de seguridad viera la escena: Ronson mataría a Beltrame sin dudar. Antes tenía que averiguar las motivaciones del individuo que lo encañonaba, y para ello confió en sus habilidades profesionales. Podía manejar a tipos peligrosos. Habló pausadamente, modulando la voz hasta bajar el tono poco menos de media octava.

—¿Qué busca, Jonás? Si me lo dice, y me entrega el arma, prometo ayudarle.

Repentinamente, Beltrame hundió la cara entre las manos grandes y velludas, sin soltar el revólver. El caño apuntó hacia arriba, como una chimenea opaca, apoyándose sobre su sien derecha. El gesto había sido tan brusco que Estragali tardó unos instantes en descubrir que el hombre estaba llorando. Balbuceó:

—Busco al amor de mi vida, doctor...

Estragali, más tranquilo, colocó la estilográfica en el lapicero. Beltrame había llegado al punto de quiebre: ahora estaba a su merced. Permaneció en silencio, rebosando de curiosidad, y deseando que Beltrame se desahogara.

—Hace tres días, cuando salí de aquí, quería morirme. Regresé a mi departamento con un solo pensamiento: el revólver. —En sus manos, el cuervo negro volvió a la vida, aleteando nuevamente, como para mostrar que hablaban de él—. Nada evitaría que jalara del gatillo esta vez. Ni las sesiones de terapia establecidas por el contrato, ni ninguna otra propaganda del tipo "¡No sufra más! ¡Cambie de vida!", como la de ustedes. Pensé que volándome los sesos podría reencontrar a Luciana en algún lugar, de alguna manera... —¡Puta madre! ¡El imbécil se ha enamorado de la viuda!, pensó el doctor. Beltrame prosiguió atropelladamente:—. Y entonces tuve una idea. Recordé que usted me había dicho que yo permanecería en su banco de datos, que tal vez necesitara de nuevo mis servicios ... —Y calló, esperando a que Estragali adivinara el resto.

—¿Y?

—¡Ya se lo he dicho, doctor! Quiero ser un AS nuevamente.

—Jonás. Comprendo su angustia, pero esconderse en el bienestar ficticio de la neurosimulación no es la salida. Lamentamos profundamente que su primera experiencia en el Dreamtheatre haya resultado tan insatisfactoria. Ya le expliqué que tuvimos que despertarlo por razones de peso. Usted deberá aceptar su vida así como es, su vida real. Cuando dé este primer paso, se verá en condiciones de mejorarla hasta lograr sentirse pleno...

—Eso es pura mierda.

—Jonás...

—Es mierda, doctor. Y usted lo sabe. ¿Por qué, si creyera lo que me está diciendo, permitiría que los servicios de Reborn Dreams & Co. se publicitasen a través de esas propagandas de iglesia que prometen paraísos terrenales? ¡Sentirse pleno! ¡Pura mierda! ¿A cuántos infelices tiene ahora metidos en los sarcófagos? ¿Cuántas "cáscaras vacías" le están llenando los bolsillos? —Beltrame se había vuelto a excitar, y el revólver dio numerosos saltitos malabáricos entre sus manos para sortear los ademanes violentos.

Ante el mutismo abrumado del doctor, Beltrame estampó el arma de un golpe sobre el escritorio. El ruido fue como una detonación seca, y Estragali cerró los ojos, pensando que se había disparado. Pero no. Ahora el cuervo estaba aplastado bajo la mano brutal de Beltrame, sin posibilidad alguna de escapar. Se maldijo por haber soltado la lapicera. Del otro lado de la pared, Ronson permanecería ciego y sordo si él no manipulaba los controles que había en ella.

—Intentémoslo de esta otra manera —Beltrame le arrojó en la cara un fajo apretado—. Estos son los billetes que ustedes me pagaron hace tres días, doctor. ¡Cuéntelos, cuéntelos! Encontrará que sólo faltan uno o dos. Es que tuve que comprar mi aerosol NoReflex, ¿sabe? El resto se los doy como adelanto.

—¿Adelanto?

—¿Recuerda que me dijo que compilarían los patrones de Luciana, doctor? Quiero que los migren a alguna de sus "cáscaras" y la reconstruyan para la neurosimulación que va a programar para mí. Haré varios trabajitos para ustedes como AS, hasta juntar la cantidad necesaria...

—¿La cantidad necesaria? ¡No me haga reír, Jonás! Ni cientos de esos "trabajitos" bastarían para costear una neurosimulación. ¡El Dreamtheatre es un lujo para ricos, hombre!

En el despacho se abatió un silencio tan deprimente como el de una sala de espera, tan insoslayable como el de un cementerio. Beltrame miró a través de Estragali, de su sillón y de la pared, con ojos desenfocados, buscando en algún plomizo cielo privado las estelas de sus esperanzas desvanecidas. Ni siquiera había eso. No había nada.

Entonces había estado en lo cierto desde el principio, pensó. Y el cuervo, súbitamente liberado, voló raudamente hasta su boca abierta.

Estragali aún gritaba y extendía los brazos por sobre su escritorio de ébano y marfil cuando Beltrame gatilló.

Las manchas de sangre y masa encefálica, regadas sobre la pared evanescente, parecieron flotar en el aire cuando Estragali finalmente giró la virola de su estilográfica. Al ver la escena, Ronson y sus hombres se precipitaron inmediatamente dentro del despacho. El jefe de seguridad le soltó un sermón plagado de puteadas, que él no escuchó. Sólo atinó a decir:

—Pintura invisible, o algo así —Y señaló el arma, que ahora parecía haber perdido alguna cualidad vital. Aún era sostenida por ese enorme puño amoratado. Cualquiera hubiera jurado que el último latido de Beltrame hubiera palpitado allí, en la conjunción congestionada de la mano y el revólver.

Estragali se dejó caer en su asiento y pidió que enviaran a alguien para limpiar todo, indicando con énfasis que no se deshicieran del cuerpo sin antes compilar sus patrones mnemónico-cerebrales.

Al día siguiente descubrió que el vacío angustiante que había atormentado a Beltrame había anidado dentro de su oficina. Que su desazón se había pegado a la superficie de las cosas, como una pátina de humedad. Todo olíaa esa pesadumbre, y le pareció que el eco de sus palabras desesperadas aún rebotaba entre las paredes insonorizadas.

Entonces se decidió. Su idea hasta podía tener valor como Proyecto Experimental. Pero el mayor beneficio de esa decisión sería personal: algo se comenzó a limpiar dentro de él. Fue como empezar a sacar baldes llenos de la basura juntada durante tantos años. Se miró las manos, extrañado. No estaba acostumbrado a experimentar las sensaciones que producía el ejercicio de la compasión.


IX. La cabeza bien lejos

Él había rogado que la bala le llevase la cabeza bien lejos, hacia alguna irrealidad donde encontrar a Luciana.

Y luego de atravesar una nada ominosa, rasgando innumerables velos de agonía, había despertado suavemente; y una luz placentera bailaba una danza destellante sobre sus párpados evasivos.

Con ojos encandilados creyó descubrir a lo lejos dos verdes lagos, simétricos y brillantes, mientras lo bañaba una cascada de seda negra como la noche. No tardó en sentir las cosquillas de una caricia de crema sobre el pecho y los muslos, y un aroma de azahar le llenó la nariz.

Aunque su vista se empeñaba en borronear las imágenes, la voz cristalina resonó claramente en sus oídos:

—¿Jonás? ¿Estás despierto? Te dormiste bajo el sol, amor. ¿No quieres darte un chapuzón conmigo? ¡Vamos!

El lago, la cascada y la crema se arrancaron de su lado. Sólo el azahar, testarudo, se quedó en el aire por un rato, aliviando el dolor de la partida.

Cuando logró sentarse, pudo ver con creciente claridad el inconfundible cuerpo curvilíneo, apenas cubierto por una bikini translúcida, que corría hacia las olas.

—¿Luciana? —murmuró inseguro con labios resecos. Aunque el júbilo que lo inflamaba desde adentro no dejaba lugar a dudas.

Se puso en pie y se desperezó. Sintió bajo los pies la agradable rispidez caliente de la arena, que, para su sorpresa, era de color púrpura. El sol estaba en lo alto, y toda la extensa playa vibraba con la pulsión alegre de las gentes, que charlaban, se bañaban o practicaban algún deporte.

Detuvo su mirada en el bañero, que parecía velar como un dios por el bienestar de ese microcosmos. Estaba convencido de que lo conocía. Pero no pudo precisar por qué su rostro le resultaba tan familiar. Alguna inquietud oscura osciló en su memoria, como venida de otra vida; algo que intentó despertar el temor a la fugacidad de esa felicidad embriagadora. Pero ahuyentó esa sensación con un solo gesto enérgico.

—¡Jonás!

Sacudió la cabeza despreocupadamente y corrió hacia el mar, hacia ella.

—¡Luciana!



Néstor Darío Figueiras nació en 1973 y es músico, aunque sueña con conectar el universo de la ciencia ficción con el de las melodías y sonidos, hasta el punto que ha afirmado que algunas de las creaciones del Hacedor de estrellas de Stapledon son universos musicales. Ya veremos qué razones lo asisten para afirmar tal cosa. Pero estamos seguros de sus progresos como narrador, prueba palpable de que el taller de Creación de Universos de Carletti y Alonso, al que Néstor asistió, era cosa seria. Hemos publicado en Axxón: RUMORES (151), TRAICIÓN (163), FUGITIVO (168), ABUSO DE LOS FX EN EL CINE EXTRANJERO (180), HASTÍO (180).


Este cuento se vincula temáticamente con "SIMULADOR BIOLÓGICO", de Aníbal Gómez de la Fuente (155) y "HOTEL IMPERIAL", de E. Verónica Figueirido (182)


Axxón 185 - mayo de 2008
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción: Realidad alternativa: Psicología: Argentina: Argentino).