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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

Archivo de la Categoría “241”

ARGENTINA

 

 

«¿Y de qué sirve un libro sin dibujos ni diálogos?»

Las aventuras de Alicia en el País de las Maravillas – Lewis Carroll

 

 

«Brilla, luna; ilumina el camino de un rey.»

El reino de las sombras – Robert E. Howard

 

 

«Un lector, un loco.»

Del epitafio. Odas – Salvatore Nicoletti

 

 

 

Rufius esperaba en la noche.

La torre de piedra se elevaba como una incógnita bajo las estrellas, y Rufius Malakkai Treviranus de Mélido, el ladrón más avezado de la Cofradía del Baluarte Norte, esperaba en la noche saturada de ecos.

De pronto, algo se movió, y una voz anónima susurró:

—Llegas tarde…

Rufius sintió el sedoso rozar de un cuerpecillo que olisqueaba sus piernas.

—Eres un gato. Se supone que los gatos son pacientes.

Un ojo verde miró desde las sombras de las pantorrillas.

—¡Pues los humanos suponen demasiado! —El gato se sentó sobre sus cuartos traseros—. ¿Llevarás a cabo el trabajo o no? El que me envía empieza a mostrar signos de impaciencia.

Rufius estudió las piedras de la torre.

—¿Acaso tengo opción? —indagó.

—Negativo, grandulón. —El gato comenzó a acicalarse una pezuña—. ¡A no ser que te agrade la idea de que tu pellejo adorne la morada de mi amo!

Rufius sonrió con ayuda de unos dientes enfermos.

—Eres convincente —dijo.

—¡Lo sé! —ronroneó el felino. Y agregó—: Mi amo dice que dejes el botín en el Cruce de los Empalados. Luego, piérdete, ¿de acuerdo?

—Y, por supuesto, no obtengo nada…

—¡Conservar tu vida! —maulló el sigiloso animal—. Es un buen trato, ¿no lo crees?

—Supongo que sí. —El ladrón bajó la cabeza y suspiró—. Bien, ahora déjame hacer mi trabajo: la noche pasa y no espera, ¿entiendes?

—¡Los de mi clase entendemos mejor que nadie a la noche, amigo! —El gato le dio la espalda al humano y, con el rabo dignamente enhiesto, comenzó a internarse en el paisaje ensombrecido—. ¡En el Cruce de los Empalados! ¡Esta misma noche! O si no…

Y la voz ronroneante se apagó como una llama.

Rufius desvió la vista del camino y la concentró en la mole de roca que se levantaba como un gigante desdeñoso. Puso manos a la obra: tanteó la superficie hostil en busca de la primera depresión. El empinado ascenso redundaría en una merma considerable de sus fuerzas, aunque el ladrón confiaba en que el trabajo se simplificaría una vez alcanzada la cúspide: todo lo que lo separaba de su objetivo —un volumen con caracteres indescifrables— era una bruja tan, tan vieja que parecía estar a un paso de la sepultura. Rió para sus adentros. «¡Será fácil!», pensó. Había hecho labores similares en una infinidad d…

¡Un búho!

Rufius perdió estabilidad y se aferró a la piedra con las uñas. Contuvo la respiración mientras la visión de la tierra lejana desaparecía transmutada por la de la emplumada aparición: un imponente ejemplar que pernoctaba con sus ojos abiertos de par en par en un nicho encavado en la roca. Rufius exhaló el aire contenido en sus pulmones y maldijo por lo bajo. «¡Qué esperas para desaparecer de mi vista, maldito pajarraco!». El búho giró la cabeza, displicente, y ululó. Sacudió las alas en un claro gesto de desafío y se infló. «¡Bah!», escupió el ladrón. «¡Tan pronto baje te convertiré en mi cena!».


Ilustración: Tut

Rufius dejó atrás el escandaloso ululo de indignación. No más escollos ni distracciones: sólo el carraspeo de su accionar sobre la roca, y la luz de la luna que lo acompañaba en calidad de amiga. El gigante desdeñoso pronto comenzó a ver de otra manera al insignificante mortal que trajinaba concienzudo su flanco invicto. ¿Cómo no reconocer un avance significativo en un lapso de tiempo relativamente breve? Ni el viento feroz ni la escarcha traicionera habían podido con la convicción férrea que impulsaba la labor conjunta de pies y manos. El cielo estrellado no tardaría en coronar el éxito del atrevido ascensionista de no tomarse medidas urgentes. Se decidió a probar algo… Nada del otro mundo: se limitaría a aflojar una de sus junturas, apenas un pequeño bloque como para que…

¡Rufius, boquiabierto, miró la cuña suelta en su mano impotente!

Cayó. Cayó rasante con la pendiente impiadosa. Atrapó al vuelo una saliente pronunciada que aletargó la caída, y luego cayó otro tanto, y volvió a cerrar los dedos sobre una punta: el bólido de su cuerpo detuvo por fin su crudo desmoronamiento. Respiró agitado, se mordió los labios atravesados por el dolor, levantó la enfebrecida mirada y…

«¡Hola, amigo!». El búho se infló, sacudió las alas y ululó: indudablemente, para el ocupante de las alturas, el intruso comenzaba a tornarse molesto. Rufius soltó una risita exhausta. Se dijo que ahora empezaría el trabajo de una maldita vez: adelantó una mano, adelantó un pie, y una mano, y un pie, y una…

Horrorizado, el gigante desdeñoso aflojó algunos bloques más de su estructura, aunque infructuosamente: el humano-mosca estaba a pocos pasos de alcanzar su meta. Sin embargo, cuando Rufius Malakkai Treviranus de Mélido estiró los dedos tiznados a pasos de una ventana, se vio asaltado por una nueva sorpresa: el cabo anudado de una pesada soga lo golpeó en el hombro y casi lo hace trastabillar…

Le siguió un chistido no menos inquietante:

—¡Hey! ¡Aquí, amigo! ¡Aquí arriba!

El escalador, estupefacto, siguió la dirección de la voz.

—¿Quién habla? ¿Quién eres tú?

—Un amigo —susurró la voz. La soga se sacudió con un temblor acuciante—. ¿Qué esperas? ¡Tómala!

Rufius dudó. ¿Quién sería este sujeto? ¿Otro ladrón que se le había adelantado? La soga desaparecía en la cavidad oscura de la ventana, de manera que no alcanzaba a ver de quién se trataba.

—No necesito ayuda, amigo —gruñó Rufius—. ¡Me las arreglo bien solo!

La soga corcoveó, como si la mano que la asía hubiera dudado. Rufius se preparó: tanteó a la altura de su cinturón y extrajo una daga que apretó, con fría pericia, entre los dientes. Estaba consciente de que matar a un colega en el oficio contravenía seriamente el código de la Cofradía de Mélido, y que la sangre derramada pronto reclamaría su cabeza; no obstante, el ladrón estaba dispuesto a correr el riesgo: el mandamás que lo empleaba era lo suficientemente peligroso e impredecible como para pensárselo dos veces. La soga, como una voluminosa serpiente, desapareció finalmente engullida por la negra boca de la abertura. Rufius no perdió tiempo: impulsó su cuerpo y avanzó frenético con los dedos entumecidos. Un par de maldiciones y un breve salto bastaron para ponerlo en cuclillas sobre el exiguo canto de acceso a la torre.

El ladrón asaltó el espacio de la estancia blandiendo el filo de la daga.

—¡Enséñame los dientes, perro! —bramó.

Pero no halló a nadie…

Avanzó a tientas por el ensombrecido aposento, hasta que sintió el chistido a sus espaldas. Se volvió, rápido como un tigre, y reparó en la sombra de un hombre encapuchado.

—¿Y tú quién demonios eres? —Rufius descartó la idea de otro ladrón que buscara compartir el botín: atuendo demasiado holgado para los gajes que demandaba el oficio—. ¿Y bien? ¡Habla!

La sombra se aproximó, tambaleante y nerviosa. Se hizo visible la presencia de un muchacho demasiado joven para las canas que poblaban sus sienes.

—¡La gloria sea con Aquel que no muere! —dijo el desconocido, adelantando el remedo de una precaria sonrisa—. ¡Eres mi genio salvador! —El muchacho se acercó a Rufius y tanteó su pecho, sus ropas, su pelo, sus ropas otra vez—. ¡Extraña apariencia para una criatura del Otro Mundo! —concluyó, y clavó la vista azorada en el arrebatado rostro del ladrón.

—¡No soy tu genio, y no vengo a salvarte! —Rufius estudió el semblante de su interlocutor—. ¿Quién eres? ¡No pareces una bruja ajada por los siglos!

—Me llamo Abdul. Soy… ¡Estoy prisionero en este endiablado lugar! —El muchacho retorcía con fruición un pliegue de su túnica—. ¡Ahora tú también eres un prisionero!

Rufius alzó los hombros en un claro gesto de impaciencia.

—¿Así que eres un prisionero? ¿Y quién te priva de tu libertad? —El ladrón miraba receloso al muchacho—. ¿Seguro que no eres un niño de mamá, enviado por alguna casa ducal a completar sus estudios en este aburrido claustro, y que ve ahora la oportunidad de largarse?

—Oh, noooooo, ¡no! —El joven negaba con la impaciencia frenética de su cabeza agrisada—. ¡Soy el esclavo de Mardella, la hechicera-vampiro! ¡Ella te arrancará el corazón por haber mancillado la maldita santidad de su morada, y me obligará a mí a comérmelo aún palpitante por no tomar las medidas del caso!

—¿La maldita santidad de su morada? —El ladrón soltó la risa ante el espanto contenido del entogado—. «¡Por no tomar las medidas del caso!» —rememoró, y se llevó una mano a la cabeza, al tiempo que las lágrimas saltaban de las ranuras de sus ojos.

—¡De qué diablos te ríes! —El muchacho miraba en torno suyo, como si esperara que de las sombras surgiera la mismísima Muerte—. ¡Cállate o si no…!

—¡Suficiente! Si eres prisionero, niño —dijo Rufius, restregándose las lágrimas de las mejillas—, ¿por qué no intentaste escapar?

—¡No sabes cuánto lo deseo! Pero, aun teniendo tu habilidad para escalar, ¿a dónde iría? —El joven suspiró abatido—. Soy originario de la región de Hiyaz, mis pies han fatigado las puertas de Los Dos Santos Lugares, en bendita peregrinación, bajo las noches insomnes que son mil y una veces contadas… ¿Crees que el Ramadán está fijado en el calendario que dicta las fases de esta luna? ¡Mi reino no es de este mundo, oh, ladrón del Libro!

Rufius apenas entendía algo de lo que el chico le decía, pero alzó la guardia alarmado cuando oyó la palabra comprometedora.

—¿Qué sabes tú del libro? ¿Y por qué crees que vengo por él?

—¡Oh, vamos, todo aquel que interfiere en el nido de Mardella busca sólo una cosa: el Libro de los Muertos!

Rufius se rascó la cabeza.

—¿Has dicho… nido?

—¿Acaso has notado en toda la edificación algún tipo de acceso que no sea la diminuta ventana por la que entraste?

Rufius, sombrío, asintió. En efecto, la mole de roca se erguía solitaria en un promontorio desolado, desprovista de todo tipo de murallas: «Ni muros exteriores ni interiores», le había asegurado su mandamás. «Sólo una torre, como un gran dios pétreo, en medio de la bruma».

—¿Qué hay arriba? —preguntó el ladrón.

—Una atalaya almenada —contestó Abdul, sin soltar su túnica—, y los belicosos vientos del Orbe.

El siguiente interrogante de Rufius —de qué manera accedía Mardella— halló respuesta antes de que formulara la pregunta: un golpe atronador retumbó sobre su cabeza; un golpe de tal vigor y sustancia que los andamios del techo abovedado rechinaron y la argamasa se desprendió bajo el intempestivo aporreo de unas pisadas sostenidas.

El rostro del muchacho empalideció. La verborragia de su boca atacó estentóreamente, mientras la espuma de la locura comenzaba a agolparse en las comisuras de sus labios.

—¡Oh, veo que has llegado, Mi Reina de la Negra Mortaja Alada!

Rufius observaba el techo al tiempo que sentía la evolución de los contundentes pasos. Miró al chico: estaba de rodillas, lacerándose las muñecas y los antebrazos con un pequeño estilete que había extraído de su manga.

—¡Ya casi he terminado la traducción del Libro, Mis Ojos Abatidos! ¿Podré hoy besarte o rozarte, Sublime Íncubo de la Noche Primigenia?

Para Rufius el espectáculo había acabado: sacó a relucir dos espadas cortas de los laterales de su mochila. De pronto, la luz decreció, y el ladrón vio que una maraña de ratas negras y peludas se abría, en varias vertientes frenéticas y chillonas, a través del espacio de la ventana. Las ratas promediaron el exiguo antepecho de la abertura, y cayeron con un ruido sordo y fofo sobre el adoquinado de la sala. A continuación, las vertientes de pestíferos roedores se unieron en un cauce unívoco para elevarse, engrosarse, y, finalmente, entre innúmeros chillidos de diminutas pezuñas abigarradas, cobrar una forma cercana a lo humano.

La cosa trazada por dientes y garras proyectó dos ojos encendidos como brasas, y Rufius sintió la fuerza de su corazón sacudiendo la caja de su estremecido pecho.

¿Qué dádiva deja tu alma en el vórtice de mi casa?

¡La voz! Era como oír a una serpiente, si tales animales poseyeran el don de la palabra.

Rufius Malakkai Treviranus, de la infecta Ciudad de Ladrones: Mélido, la que es Reina.

Pero entonces la cosa desatendió al ladrón, y clavó los ojos fulgúreos en el joven Abdul, que, a duras penas, se había puesto de pie.

¿Y tú, yerto Califa?

El harapo en que se había convertido el muchacho se acercó lánguidamente a la aberración de abominables pálpitos rastreros.

—¡Soy tu obra, oh, Atroz Majestad Ubicua! —balbució, y cayó de hinojos.

Mientras tanto, Rufius había detectado la abertura salvadora de una cámara adyacente. De un salto, atravesó el umbral flanqueado por obtusos cirios. Se encontró en una sala pequeña, vagamente amueblada: una mesa cubierta de rollos, folios y un tintero, una lámpara de aceite, un alto atril, y, sobre el atril…, ¡un voluminoso tomo!

A todo esto, la voz sibilina le llegó opacada del otro lado de los muros:

¡La traducción del Libro no se ha concretado! —alcanzó a oír, y, seguidamente…

En algún punto del cerebro de Rufius se articuló la idea de que algo gritaba, se retorcía y moría. Se negaba a creer que el grito hubiera salido de boca humana, puesto que ni en la agonía de la tortura podía un ser de carne y hueso proferir un lamento semejante; sin embargo, cuando el ladrón de Mélido vio avanzar a la caricatura de ser humano en que se había convertido el joven Abdul —la piel de su cuerpo colgaba en tiras que se arrastraban tras los pasos informes y ciegos— comprendió que el horror puede registrarse más allá de los márgenes de la mente y devenir grito:

—¡¡¡NO ME ATRAPARÁS CON VIDA, PERRA!!! —rugió, y apretó las empuñaduras de las espadas.

Entonces evaluó el peso de las armas, y concluyó que no le servirían de nada. En ese momento, recordó a su mandamás: «¡Oh, casi lo olvidaba, mi estimado Rufius: es posible que la vieja bruja refunfuñe y se ponga un poco molesta porque quieres llevarte su librito. Si esto sucediera —aunque es harto improbable, ya que es solo una anciana achacosa—, no dudes en usar el ingenio de cintura que te di, ¿de acuerdo?».

¡El ingenio de cintura! Rufius extrajo de su cinto un extraño, ebúrneo y esbelto tubo provisto de un amplio agujero en uno de sus extremos y de una empuñadura curva y pequeña de madera en el otro. Lo miró a lo largo y ancho, recordando las instrucciones de uso que le había dictado su mandamás: «Bueno, en realidad no he tenido tiempo de perfeccionarlo según las pautas de bizarra exquisitez que me caracterizan, pero, creo, básicamente, que funcionará: todo lo que tienes que hacer es echar para atrás este pequeño pestillo hasta que oigas un cliqueteo y, luego, jalar de esta palanquita que está acá, ¿me sigues?».

«¡Claro que te sigo, condenado hechicero del Infierno!», pensó Rufius, al tiempo que retiraba el volumen del atril y lo guardaba en una alforja. «¡Así que sólo una vieja con achaques!».

A Rufius le llegó el sibilante modular de la voz, y se le erizaron los pelos de la nuca:

Rufius Malakkai Treviranus de Mélido, me ruge tu corazón. Esbirro del Sin Sombra, me susurra tu odio…

Rufius adelantó el tubo sujetándolo firmemente: «Con ambas manos, ¿sí?, y contienes la respiración. ¡Y no lo olvides: derecho a la cara o al pecho!».

«¡Maldito hechicero!», escupió Rufius, y esperó…

El rostro de la cosa asomó, como una aparición, en medio de un fragor de chillidos estridentes.

La detonación retumbó en el reducido espacio del aposento con un estertor de proporciones demenciales: el engendro retrocedió, con la cara deshecha.

Rufius pasó sobre el cuerpo violentamente convulsionado de la criatura y emergió a la sala principal. Vio el ínfimo espacio de la ventana, como la esperanza suspendida en un rayo de luz ceniciento.

Las instrucciones de su mandamás asaltaron su memoria:

«¿Estamos escapando? ¡Bien, bien, bien! Ahora, escúchame, compañero de los Mares Oscuros: en cierta ocasión, para salvar el pellejo de las garras de Máximo Radinnhus, Senescal de Poo, tuve que idear un juguetito para Valerio, su muy gordo y aburrido vástago. El ingenio me costó un par de noches de reclusión en las mazmorras de Silahj, fortaleza del Senescalado de Poo-Sur, y otros tantos suplicios frutos de la metódica visita de un enviado personal del amigo Máximo, que se entretenía torturándome para que apurara el lúdico trámite. Como sea, el juguete estuvo listo, y el retoño seboso y horripilante disfrutó porcinamente de él, ¡hasta que yo, henchido con el néctar de la dulce venganza, lo hice rebotar y reventar sobre la cabeza enmudecida de su propio padre! Ah, en fin…, no quiero enternecerme refrescando tan gratos momentos: el juguetito está debidamente plegado en la mochila que cargas sobre tus hombros; así que, condenado hijo de perra, ¿qué diablos crees que estás esperando?».

«¡Maldito hechicero!», pensó Rufius.

Corrió y se lanzó, y sus pies se separaron del suelo con el impulso de una saeta, para seguir al bólido de su cuerpo que ya atravesaba la ventana, y…

¡Y algo aferró uno de sus pies!

Rufius cayó doblado en dos sobre el antepecho de la abertura, se golpeó y se repantigó en el piso.

Algo —unos dedos finos y duros— se había cerrado sobre su tobillo, impidiendo la fuga.

¡El Sin Sombra te ha conducido a tu perdición, ladrón! ¡Te mantendré vivo por siglos y me alimentaré de tus vísceras oyendo tus eternos gritos de terror!

Rufius adelantó el humeante ingenio de cintura, tiró del gatillo y…

¡Y comprobó que el arma no actuaba!

Se la arrojó a la cara a la cosa, que, según advirtió, no sólo no presentaba rastros de quemaduras o roturas producto del explosivo poder de fuego del tubo, sino que había adoptado un aspecto más humano: los ríos de chillonas ratas habían sido reemplazados por una piel nívea, ligeramente traslúcida y atravesada por venillas azules; sus ojos eran dos diamantes del color de la sangre, que miraban con un odio de eones, sobre el horizonte de una boca orlada de negros y furiosos dientes. La voz, sibilante, era la misma cuando dijo:

¿Y ahora qué harás, ladrón de guante blanco, fugaz agente de la Cofradía del Baluarte?

Rufius respondió. Asió las espadas y las blandió: el primer estoque cortó de punta a punta el cuello de la cosa, que se abrió vertiendo un mar de sangre. El monstruo, sorprendido por la rapidez del ataque, tanteó la herida con mano trémula bajo la barbilla. El ladrón no desaprovechó el instante: la bestia se había puesto precariamente de pie, aún pasmada por la furiosa pericia del atacante, cuando Rufius proyectó el filo de la segunda espada: esta vez, el estoque atravesó el pecho y el corazón de la criatura. La cosa se paralizó, como una estatua de mármol en una noche de tormenta, y clavó la fragua de los ojos en su enemigo. Gruñó, ya recuperada, y adelantó su sonrisa de dientes de sable; mientras tanto, su mano de garras corvas y pronunciadas se había cerrado sobre la empuñadura de la espada, para, tramo a tramo, retirarla del pecho. Contemplaba el acero bañado en sangre con jocoso desprecio, cuando comenzó a decir:

¿En serio creías, insignificante mortal, que con esto…?

¿Cómo se registra un grito que es odio y es sorpresa y es carnadura de sorprendido miedo?

Rufius no estaba. ¡No estaba!

La criatura enloqueció, olisqueando a uno y otro lado la escena vacía. Finalmente, desplegó sus alas de un negro traslúcido, bellas y terribles como el encaje confeccionado por la rueca de un sastre diabólico, y levantó vuelo. El salto se produjo con tal impulso que el techo de la torre se desmoronó por el impacto. Cuando emergió a la noche, su ambigua forma alada se recortó momentáneamente en el disco de la luna. A todo esto, Rufius, al límite de sus fuerzas, se había dejado caer por la abertura, recordando a su mandamás:

«¿Qué me cuentas de la vista, eh, amigo? ¡Oh, olvidé que careces de la inteligencia suficiente como para tomártelo con humor! Está bien, voy al grano: ¡Tira de la maldita cuerda!».

¡La cuerda!

Rufius obedeció. Lo que ocurrió a continuación fue una mezcla de miedo, sorpresa y redomada suerte: el monstruo había divisado la figura distante del ladrón cayendo por las profundidades del abismo, y, de la misma manera que el halcón arremete sobre el ave de presa, se había lanzado en su persecución. A poco estuvo de atravesarlo con sus garras cuando el juguete accionado por el cabo de la cuerda cobró vida: una inmensa sombra brotó con la fuerza de un huracán del interior de la mochila, ocultando a la vista la figura desvanecida del asaltante. Pero, como la suerte tiene dos caras que sonríen a la par, el engendro se vio atacado por la misteriosa sombra que, al mismo tiempo, le había salvado la vida a su contrincante: sintió que una presencia de negro lo recibía en su seno dúctil, engullendo su diabólico cuerpo alado, para golpearlo con invisibles puños de viento.

Rufius se precipitaba ahora más rápido: Mardella, la hechicera-vampiro, se sacudía anonadada en el informe ingenio flotante, luchando vanamente para liberarse de la insólita reclusión en la que se encontraba. Sus sacudidas deformaban la estructura contenedora de vientos, al tiempo que sus chillidos cortaban el paisaje nocturno con una hoja de enloquecido odio.

El ladrón tiraba de sus aparejos inútilmente, tratando de sacudirse a su enemigo, mientras continuaba el descenso en picada. De pronto, Mardella emergió de la informidad que la había apresado y desplegó sus alas: voló, como un ave de carroña, describiendo círculos en torno de Rufius. El ladrón apretó la alforja que contenía el libro contra su pecho, observando la evolución de la vampiresa: los círculos se cerraban, cada vez más y más. Poco a poco la tuvo encima, inevitable, funestamente: Mardella lo apresó por los hombros mientras ambos se deslizaban a través de la noche.

El monstruo rugió:

¿Y bien, Rufius de Mélido? ¿Qué otro truco escondes bajo la manga?

El ladrón no tuvo tiempo para dedicarle una sonrisa a su salvador, puesto que todo se desarrolló en segundos: un aleteo frenético sobrevoló a los contendientes y unas garras de hierro arañaron la cabeza vampírica. Tan pronto el monstruo alzó la vista para precisar la naturaleza del ataque, se topó con el más punzante de los dolores: ¡Porque el pico de un búho se había clavado en el rubí de sus ojos!

Mardella profirió un grito espantoso y se separó de Rufius, mientras sacudía la tempestad de sus garras a diestra y siniestra, tratando de sacarse de encima al emplumado demonio que la atacaba con un tesón de pesadilla. Rufius contempló embriagado la escena: los alados antagonistas se alejaban, se empequeñecían, esgrimiendo formas y dibujos sobre un fondo de estrellas, como si ambos encarnaran una constelación dedicada a la guerra. Entonces, el aire se adensó a su alrededor, y Rufius Malakkai Treviranus, de la Cofradía de Mélido, sintió un golpe que le recorría el cuerpo desde la planta de los pies hasta la cabeza. Segundos antes de perder el conocimiento, supo que una sombra de negro caía sobre él, con la blanda y necesaria eficacia de una mortaja.

 

***

 

La lengua de un gato es decididamente rasposa, ¿no lo creen?

 

***

 

Rufius abrió los ojos. Y alcanzó a ver que un rabo enhiesto tomaba distancia de él, para situarse a los pies de un hombre de oscura presencia: su impredecible y conspicuo mandamás.

—Come, amigo sabio. —Narhitorek, el nigromante, deslizó un ratón al pico del búho posado en su antebrazo—. Después llenaré tu escudilla, Tenaz —concluyó, mirando de soslayo a su gato tuerto.

Rufius se incorporó sintiendo el precario accionar de cada uno de sus adoloridos huesos. Todavía era de noche, y la morada de Mardella resplandecía con un fuego oscuro bajo el ojo de la luna.

—Si estás pensando en usar tu famosa daga, camarada —comenzó diciendo el hechicero, ni bien constató que el ladrón tanteaba su cintura—, piénsalo de nuevo, ¿quieres? —Y, en este punto, sopesó el filo del arma en su diestra—. ¿Cómo la ves, compañero bogante?

—¡Maldito, hechicero! —escupió Rufius, mientras se deshacía del lastre de su mochila—. ¡Así que sólo una anciana venida a menos!

—Mardella tiene cuatro mil años —bostezó, tranquilamente, el nigromante—. Está bastante arrugada, en mi nada humilde opinión. —Detectó la agitación en su interlocutor—. ¿Buscabas esto? —Adelantó el correoso e imponente volumen—. ¡Cumples bien con tus trabajos, atracador de caminos!

—¿Qué harás con él?

—Olerlo, por supuesto, cada una de sus páginas. —Narhitorek repasó el volumen con mirada encendida—. Luego, veré si tiene dibujos, porque, claro está, ¿de qué demonios sirve un libro si no tiene dibujos? —El nigromante cerró el tomo y lo guardó en un estuche forrado en piel—. Y, por supuesto, reservaré lo más tedioso para el final: me quemaré las pestañas leyéndolo.

—Había… —empezó el ladrón—. Había un muchacho…

—No podías salvarlo, si es lo que te preocupa. —El hechicero alzó su antebrazo y dejó que Plata, el búho, batiera sus alas y se marchara—. Fue secuestrado por los agentes de Mardella en otro plano de la realidad. ¡Lamia estúpida! Como traductor debe haberle servido de poco: cualquier principiante en arcanos menores sabe que la lectura de las necrománticas líneas conlleva la locura.

—¡En ese caso, no creo que tengas problemas, maldito! —Rufius se plantó de cara al nigromante—: ¡Tú ya eres un completo demente!

—¡Oh, así es, gracias! —El hechicero pegaba saltitos, emocionado. Enseñó los dientes bajo el ala del sombrero cuando preguntó—: ¿Fumas? —Extrajo una pipa de hueso de entre los pliegues de su capa y se llevó la esbelta boquilla a la boca.

Rufus no se molestó en contestar. Le dio la espalda al nigromante y echó un vistazo a la siniestra torre-nido de Mardella: el vencido gigante desdeñoso ocultaba la vergüenza de su cúspide entre una nube de densa bruma.

—¿Qué hay de la perra? ¿Vive?

—¡Oh, por supuesto! —Narhitorek aspiró el humo de sus veloces pitadas—. En este momento, permanece envuelta en un capullo secretado por su propio cuerpo malherido, del cual surgirá como nueva.

—¿Y qué esperamos? ¡Acabemos con ella mientras dura el trance!

—Dormida es más peligrosa que despierta: Mardella fue una hechicera de enorme poder antes de profesar el Rito de la Sangre. Su morada permanece bajo la protección de las más cruentas trampas pergeñadas por su mente profunda. —El nigromante soltó la risa—. ¡Bah! ¡Más adelante, yo mismo le daré un buen tirón de orejas! —Y, diciendo esto, se alejó hacia un abrevadero en el que pacían un par de caballos.

Rufius se desentendió de la torre y miró al gato.

—¿Y tú, qué?

El ojo bueno del felino se clavó con su aureola verde en el humano. Dijo:

—¡Mauuuuu!

—¿No dices nada?

El gato insistió:

—¡Mauuuuu!

Rufius tomó una piedra del suelo con gesto amenazante.

—¿Estás seguro de que continuarás con tus burlas?

En esta ocasión, el animal optó por rascarse el cogote.

—¡Así que…!

—¿Qué haces?

Rufius pegó un salto. El nigromante estaba a su lado, sujetando las riendas de los caballos.

—Tu gato —se limitó a decir el ladrón, y lo señaló. Detectó la cara de genuina consternación del hechicero. Insistió—: Es decir… Tu gato, Tenaz… Él… —Vio que el nigromante lo miraba de hito en hito, para luego desentenderse del tema y dedicarse a aprontar una de las monturas—: Quiero decir… Es decir… ¡Nada!

El hechicero concluyó su faena.

Betún te llevará a un lugar seguro donde repondrás fuerzas —dijo, palpando el robusto cuello del semental—. ¿Conoces la posada del viejo Ruth?

—¿El trueno azul? —Rufius montó, aún contrariado por lo del gato—. ¡Sí, claro que la conozco!

—Dile que vienes de mi parte. No tendrás problemas…

—Hay quienes aseguran que el lugar está embrujado —empezó a decir Rufius—. Se dice que unas luces extrañas…

Narhitorek propinó un contundente azote al anca del imponente caballo. Betún salió despedido con un relincho, llevándose las maldiciones de su jinete. Rufius detuvo el trote en seco, se volvió y escupió:

—¡Vete al infierno!

Narhitorek se sacó el sombrero, profundamente agradecido, mientras saludaba con la mano.

El jinete se alejó por fin, profiriendo maldiciones a boca de jarro.

Cuando la explanada frente a la torre quedó en paz, el nigromante retiró el libro de su estuche. Lo sopesó en sus manos, con una sonrisa de niño en la cara pálida. Finalmente lo abrió y lo olió: una inspiración profunda y sentida, propia del conocedor.

Entonces dijo:

—¡Ahora los dibujos! —Y buscó ávido las retorcidas ilustraciones manuscritas—. Mueve tu pequeño trasero, Tenaz. ¡Nos vamos! —El gato lo siguió de cerca, ronroneando complacido.

Se alejaron por un camino festoneado de raquíticos árboles, mientras la luna, como una habilidosa ascensionista, llegaba a lo más alto del cenit.

Nada diré en este punto sobre lo que le pasó a Narhitorek mientras avanzaba embebido en la contemplación de las terribles páginas. Para eso, caminante, tendrás que esperar…

Lo único que te revelaré es que una plañidera voz lo abordó a la vuelta de un recodo y le susurró… le susurró…

¡Oh, en fin!

¡Hasta la próxima, caminante!

 

 

Juan Manuel Valitutti. Escritor nacido en Buenos Aires, Argentina, en 1971. Ha publicado cuentos de ciencia ficción, fantasía y terror en los principales medios digitales y de papel. Su personaje Narhitorek, el Nigromante, nace en el contexto de relatos titulado «Crónicas del Caminante», editado periódicamente en la hoy desaparecida página electrónica «Portal de Ciencia Ficción», de Federico Witt. Alumno agradecido del taller «Máquinas y Monos», llevado adelante por la Revista Axxón, asegura haber aprendido en este espacio virtual las dos armas ultrasecretas para concretar un cuento: la construcción del tempo o distribución visual de la información en pantalla, y una herramienta imprescindible: la invencible combinación ALT + 0151.

Hemos publicado en Axxón: EL SALUDO, EL HOLOCAUSTO DEL BÁRBARO, AL FINAL DE LA TARDE, NARHITOREK, EL NIGROMANTE, LOS ENVIADOS DE NARHITOREK, PARA VERLOS VOLAR, DEMONIO BLANCO y EL FINAL DE LA HISTORIA.


Este cuento se vincula temáticamente con DEMONIO BLANCO, de Juan Manuel Valitutti; TOPACIO, de Graciela Lorenzo Tillard y Fabio Ferreras; y CUENTAN LOS SOLDADOS, de Yoss.


Axxón 241 – abril de 2013

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Fantasía : Magia : Argentina : Argentino).