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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 


ESPAÑA

21 de Noviembre de 1996: Ignorado

 

Se fue una mañana de agosto, pero no fue hasta que llegó el invierno que descubrí que yo nunca había sido en realidad nadie importante para ella. Que nunca había tenido el más mínimo interés en mí, y que mis intentos de llamar su atención no habían sido más que un chiste desde su punto de vista. Que lo que había sido mi mundo hasta entonces sólo era una patética anécdota en su vida, cinco minutos de risas con los amigos mientras tomaba una copa en un bar cualquiera de Extremadura.

Ella fue la primera en destruir mi alma. En hacer brotar la semilla de la amargura en mí. El primer golpe, la primera grieta interior. Dicen que los primeros ataques son los que más duelen. Así lo pensaba entonces, pero no era así. No era así.

Aquella fue la primera vez que visité mi lugar especial.

 

 


Ilustración: Ferrán Clavero

Ángel sacó las llaves del coche y apretó el botón para desbloquear los seguros de las puertas. Era un movimiento mecánico, inconsciente, tan habitual en su rutina diaria que ni siquiera pensaba al efectuarlo, sólo lo llevaba a cabo de manera inconsciente, como tantas otras acciones que uno efectúa a la hora de conducir un coche. Llegó hasta la puerta del conductor, abrió con desgana y se puso al volante en cuestión de segundos. Se colocó el cinturón y, justo cuando estaba a punto de ponerse en marcha, maldijo por lo bajo. No había desplegado el retrovisor del copiloto. Maldita cafetera, pensó para sí mismo, que no tiene ni siquiera plegamiento automático de espejos. Salió del coche, realizó la operación, regresó de nuevo al asiento y se puso en marcha a toda prisa, pues iba con el tiempo justo para llegar al trabajo.

La vida de Ángel, en muchos sentidos, estaba marcada por la rutina. Todos los días eran un intrincado mecanismo de relojería, con sus pautas perfectamente marcadas y delimitadas. Nunca ocurría nada nuevo, nada misterioso. Sólo su escaso tiempo libre, del que disponía cuando regresaba por la noche a casa, aportaba algo de novedad a su sistemática agenda. Podía quedarse en casa a ver una película, o bien podía navegar por Internet en lo que malcenaba lo primero que pudiera agarrar. Había días que, por el contrario, se tomaba la comida más en serio y se daba a sí mismo un homenaje mientras escuchaba algo de música en el viejo radiocassette de la cocina.

Había también días en los que salía fuera. Pero eran muy poco habituales, y Ángel solía olvidarse de ellos con relativa facilidad.

Sin embargo aún quedaba mucho para que llegara el tiempo del ocio. Alrededor de diez horas, en concreto, si se sumaban las horas laborales al tiempo de descanso que le otorgaban, bastante más largo que lo que él mismo hubiera deseado, ya que prefería llegar antes a casa aunque eso supusiera menos tiempo para comer. Y eso sin contar la ida y la vuelta en coche, que, según la suerte que tuviera, podían convertirse en pequeños infiernos.

Hacía tiempo, sin embargo, que Ángel había encontrado una manera astuta de llegar antes a casa. En vez de hacer la ruta habitual que llevaba a su casa y le obligaba a pasar por Moncloa, un auténtico hervidero de coches a cualquier hora en Madrid, se desviaba hacia la Ciudad Universitaria. A esas alturas del día, con la noche ya cerrada, apenas había estudiantes por la zona, en el peor de los casos algún que otro catedrático adicto al trabajo, y por eso casi no se encontraba tráfico, gracias a lo que, a pesar de tener que recorrer mayor distancia, la recorría en mucho menos tiempo que si empleara la ruta habitual, que era, por otro lado, la que hubiera señalado cualquier GPS.

Aquel camino, sin embargo, tenía un inconveniente. Obligaba a Ángel a recordar.

No sólo su época universitaria, recuerdos incluso anteriores al instituto. Porque Ángel había vivido desde pequeño muy cerca de la Ciudad Universitaria. Había aprendido a montar en bici en el Edificio de Letras, había realizado footing en el descampado junto a Derecho, había hecho botellón en el Parque de las Ciencias. Se había pasado más de media vida atado a ese lugar, de una manera o de otra. Aquel había sido su parque, su barrio, su lugar de estudio, su hogar. Y había albergado algo más íntimo, aún más personal.

Allí estaba su lugar especial.

Su universo secreto, al que escapar cuando todo iba mal, cuanto todo lo demás fallaba y sólo deseaba reflexionar en soledad. Muy especialmente, el lugar donde esconderse si sufría un fracaso sentimental.

Al principio, de hecho, toda la Ciudad Universitaria era su lugar especial. Es lo que tienen los jóvenes, que piensan demasiado a lo grande y, como decía un famoso escritor, abren las ventanas de su casa para hacerle el amor al mundo y lo único que consiguen es una neumonía. Por eso, con el paso de los años, Ángel fue poniendo límites a su reino, reduciéndolo cada vez más, y más, no sin cierta ironía escondida.

Porque el lugar especial de Ángel, aunque él no lo sabía al principio, era tan grande que podía albergar más de un millar de coches en su interior.

Al principio no tenía nada de especial. Sólo eran unas rampas de hormigón que se escindían de la Avenida Complutense, un callejón muerto sin interés alguno para nadie. No solía ir a menudo, apenas una vez cada varios años, pero eso no quería decir que no conociera bien el lugar, puesto que cada vez que estaba allí era para dejar atrás todo lo demás, para vivir, aunque sólo fuera durante unas horas, como un nómada, al borde de la frontera. Sentarse en la pared sucia y desconchada y mirar al cielo con rabia, preguntándose por qué su vecina no le había hecho caso, o qué había hecho para convertirse en el marginado de clase y que por ese motivo ninguna chica accediera a salir con él, a pesar de sus esfuerzos por parecer simpático.

Cuando Ángel estaba en aquel lugar, odiaba al mundo. Lo odiaba con todas sus fuerzas. Pero cuando lo dejaba atrás, cuando regresaba de nuevo a casa, el odio se desvanecía, y podía encarar el futuro de nuevo y prepararse para la próxima embestida.

 

 

2 de octubre de 2000: Traicionado

 

Aquello nunca sucedió en realidad. Accedió a estar conmigo, sí, pero sólo fue teatro, una pantomima, y yo sólo fui una marioneta en manos expertas. Porque ella nunca tuvo interés en mí. No era a mí a quien buscaba. Era a un amigo mío, y yo sólo era el vehículo de sus actos, el objeto con que darle celos.

Después de eso me mintió. Muchas veces. Se quejaba de que no le creía, y luego decía a mis espaldas que tenía razón al hacerlo. No era buena persona. Pero yo tampoco lo era, porque le permitía ser así, porque cometía el error de quererla a pesar de todo lo que era capaz de hacer con tal de satisfacer sus egoístas objetivos.

No dejaba de resultarme gracioso, sin embargo, que fuera una persona extremadamente miedosa. Aún recuerdo aquella rejilla del suelo, la que se cruzaba en nuestro camino todas las noches, cuando iba a buscarme a la facultad y subíamos hasta mi casa. Siempre insistía en bordearla, y por mucho que razonara que no se había caído nunca, jamás la convencí de que la pisara.

Los seres humanos sólo somos animales instintivos que hemos tratado de justificar nuestros actos inventando lo que hemos llamado lógica racional. Pero eso es una quimera. No hay raciocinio en nuestros actos. Sólo el poderoso influjo de nuestros antepasados, corriendo por nuestras venas.

 

 

Con el paso de los años, Ángel conoció la historia de esas rampas de hormigón. Tardó mucho en hacerlo, puesto que nunca preguntó a nadie de manera directa acerca de ello. No quería que nadie se acercara ni remotamente a sospechar que podía tener interés en un sitio así. Era su secreto, donde era invencible, intocable, donde podía escupir al mundo en la cara y darle la espalda, y no lo compartiría con nadie más.

Aquellas rampas, como no era muy difícil de suponer, eran en realidad el acceso a un aparcamiento, pero uno tan grande que circulaba por gran parte del subsuelo de la Ciudad Universitaria. Ángel nunca tuvo claro cuáles eran sus dimensiones exactas, pero por lo que había escuchado tenía capacidad para unas 1300 plazas, por lo que supuso que debía ser muy grande. Lo curioso, lo irónico de todo el asunto, era que el parking no estaba ejerciendo su función. Ninguna empresa tenía interés en llevarlo adelante, y de ese modo tuvo que ser cerrado temporalmente. Con el paso de los años, el cierre pasó de temporal a indefinido, y se tapiaron las entradas y salidas con gruesas cortinas de cemento. Sólo una de las entradas se libró del emparedamiento, ya que dejaron en su lugar una no menos segura compuerta de acero, y otra de las entradas fue tapiada sólo parcialmente, dejando un enrejado de metal como posible acceso al interior.

Ángel, de hecho, siempre elegía como rampa predilecta donde tumbarse aquella que tenía el enrejado, pues nunca olvidaría la primera vez que estuvo frente a él. Estaba muy oxidado, con ribetes de color rojizo, lo que tampoco extrañó mucho a Ángel, puesto que la humedad del interior debía ser tan fuerte que la corrosión hizo su trabajo deprisa y los buenos tiempos para aquel metal duraron más bien poco. Las puntas laterales estaban fuertemente hincadas en las paredes de ladrillo recubierto de cemento, varias barras diagonales y rebeldes lo atravesaban de manera ocasional y no había bisagras a la vista, ni nada que pudiera evidenciar que aquello cumplía la función de entrada, aunque fuera entrada provisional.

Las demás rampas no estaban en mejor estado de conservación. En las paredes laterales de otra de ellas se destacaba un enorme graffiti quebrado por la mitad, debido a que parte del muro estaba derrumbada. Era de color predominantemente gris y de corte abstracto. La firma era tan grande como el dibujo y, a pesar de las letras incompletas, podía leerse a la perfección Juanjo. Junto a la firma, de una manera mucho más tosca, alguien había pintado ‘graffiti enfermo’.

Ángel solía pasarse horas mirando aquel graffiti, aquella pintura callejera de la que no entendía demasiado, pero que no por eso dejaba de llamarle la atención. Arte urbano, lo llamaban muchos. Para él era, principalmente, un elemento más de los que poblaban su minúsculo reino privado. Por eso conocía a la perfección todo matiz de gris sobre gris, todo trazo retorcido y desviado para juntarse con los otros, la línea horizontal de la pared que marcaba el nivel del agua cada vez que llovía y la rampa se inundaba, bajo la que moría el dibujo y se abría paso la ruina. Algunos elementos podían cambiar de visita en visita, pero el conjunto permanecía inmutable, inmortal, como si fuera una región eterna, más allá del tiempo y de las leyes de la naturaleza.

Sin embargo, si había algo que le fascinaba de aquel lugar a Ángel, era la oscuridad. La negrura que descansaba al otro lado del herrumbroso enrejado, como si fuera un cuadro, y la cuadrícula sólo sirviera para mantener la distancia con la obra de arte que había al otro lado. La primera vez que estuvo allí, allá por el 96, ya reparó en el magnético efecto que ejercía aquella espesura insondable sobre su curiosidad, y que hacía que olvidara todos sus temores.

La segunda vez que estuvo, varios años más tarde, fue cuando llevó la linterna.

Una linterna pequeñita, de las que funcionan con pilas de botón, y que cabía perfectamente en un bolsillo. Cuando llegó, durante un buen rato, se olvidó por completo del otro lado, amargado como estaba debido al motivo que le había llevado hasta allí, el fin de una relación que, en realidad, nunca había sido tal. Pero pronto se sintió intrigado y se levantó del suelo para ponerse cara a cara con la oscuridad. Así permaneció durante casi un minuto, sólo mirando fijamente al infinito, al abismo de la nada, como si pudiera ver más allá de las sombras.

Después de eso, encendió la linterna.

La débil luz de aquel aparato apenas iluminaba nada, pero Ángel empezó a sospechar que aquel lugar estaba tan herméticamente cerrado que no lograría ver demasiado aunque llevara consigo una linterna más potente.

Lo primero que vio fue un pasillo, bastante más estrecho que lo que había imaginado que sería por tratarse de un parking. Luego se dio cuenta de que en realidad, lo que creía que era la pared izquierda era un conglomerado de mesas y sillas similares a las que él mismo había usado en el instituto, las sillas con su respaldo beige atornillado por cuatro sitios, las mesas con sus barras dobles y su bandeja para la carpeta.

En la pared contigua había un graffiti, o eso al menos le pareció a Ángel. A pesar de la oscuridad, podía leerse claramente la palabra Seloalv. La firma era, simplemente, dos paréntesis que no encerraban nada en su interior.

Aquella visión, sin que entendiera bien por qué, asustó a Ángel. Apagó la linterna, se echó atrás y volvió a sentir la luz atravesar los poros de su piel, como si lo anterior hubiera sido producto de un mal sueño. Miró a su alrededor y se preguntó qué era lo que en realidad estaba haciendo en un lugar como aquel. Se prometió a sí mismo que no volvería allí. Que la próxima vez le iría bien, y podría liberarse de la maldición de regresar a su purgatorio particular.

Pero Ángel regresó con el paso de los años. Varias veces. Al mismo tiempo que crecía como persona y dejaba atrás instituto y universidad.

La última vez que lo hizo fue en el año 2008. Y aunque él no lo sabía, aquella vez iba a ser la definitiva.

 

 

5 de julio de 2003: Sobreestimado

 

Aquella vez todo marchó bien. Marchó mejor que lo que yo mismo hubiera sospechado. Pero para mi desgracia, mis sospechas no tardaron en estar fundamentadas. Sólo fue otro espejismo, otra ilusión.

Porque ella no vio en mí lo que yo era en realidad. Ella me pensó fuerte, y decidido, y no comprendió que necesitaba tanto apoyo como el que ella misma buscaba en mí. Fue entonces cuando comprendí que había puesto sobre mis hombros toda la responsabilidad de la relación. Sólo entendía el amor en una dirección: la suya.

No comprendía que yo también tenía ayer, que yo también lo había pasado mal. Me obligó a pensar por los dos, a ser fuerte por ambos, y no pude aguantar esa presión, pero aun así, aguanté.

Aguanté, y aguanté, y cuando quise darme cuenta no había nada que aguantar. Todo había acabado, y no tenía sentido seguir luchando, porque ya sólo quedaban ruinas, escombros de lo que pudo ser. Nunca tuve la oportunidad de mostrarme vulnerable, de confesar mis propios miedos, mis propias debilidades.

Después de eso lo dejamos, con efectos muy distintos en cada uno de los dos. A ella le sirvió para ganar seguridad en sí misma, puesto que me había usado como su paño de lágrimas, había pasado la peor parte conmigo. No tardó en encontrar una nueva persona con la que alcanzar la paz.

A mí sólo me sirvió para hundirme más en las tinieblas.

 

 

Aquella noche, Ángel había decidido salir fuera, después del trabajo. Era una de esas escasas veces en que se permitía el lujo de hacerlo, pero no tardó en arrepentirse de ello. No mucho tiempo atrás había conocido a una chica en un curso de fin de semana a los que se apuntaban los solteros sin vida como él, y cuando el curso acabó la invitó a tomar algo. Al principio aceptó, pero el mismo día que habían quedado, apenas media hora antes, le mandó un mensaje para decirle que se encontraba mal y no podía acudir, pero que ya llamaría ella otro día.

La llamada nunca se produjo, y aunque en su momento Ángel no quiso pensar en ello, el paso del tiempo, unido al recuerdo de fracasos anteriores, le amargó la noche hasta tal punto que decidió volver a casa cuanto antes. Cogió el coche, se guió malamente hasta llegar a la zona de Moncloa y una vez allí se desvió hacia la Ciudad Universitaria. Pensaba para sus adentros que había tenido suerte con el tráfico de Moncloa, a pesar de no haber podido desviarse a tiempo, cuando de repente notó que algo iba mal en el pedal de freno y no respondía como debiera. Asustado, intentó parar en seco, aprovechando que estaba solo no sólo en su carril sino también en el contiguo, pero aunque su velocidad había disminuido mucho no logró detener el coche del todo.

Más o menos al mismo tiempo comenzó a llover. Era una lluvia suave, apenas perceptible, lo que solía llamarse un calabobos, pero Ángel sabía que precisamente ese tipo de lluvia era la más peligrosa para la conducción. Torció hacia la Avenida Complutense y pensó que podía ir de un lado a otro de la misma cambiando de sentido al llegar a cada extremo, hasta que se acabara la gasolina. Sin embargo, al mirar el depósito, comprobó que tenía el tanque casi al completo. Profirió un insulto en voz alta y trató de pensar qué hacer.

A lo largo de la Avenida no había apenas salientes en los que rozar el coche, y Ángel supuso que más hacia delante podría haberlos, pero tuvo miedo de salir de aquella zona, sobre todo teniendo en cuenta que de encontrarse con un semáforo en rojo no podría detenerse. Tenía que decelerar de alguna manera, ya fuera rozando el coche, ya fuera con un brusco giro.

Al llegar a la media docena de subidas y bajadas por la Avenida, y ver las rampas, Ángel concluyó que eran su única posibilidad.

Las dejó pasar una vez más, y en la siguiente vuelta, una vez tomó de nuevo la rotonda, se preparó para meterse de lleno en alguna, tan frenético que tomó el carril en sentido contrario, para encontrarse cuanto antes con ellas. Su intención era colisionar con el frontal izquierdo del coche, para así quedar atravesado. Por un lado, el menos esperanzador, esperaba que el choque no fuera demasiado brutal, y por el otro tenía la vaga esperanza de que pudiera introducir el coche de tal modo que rozara masivamente la pared y se detuviera por sí solo.

La realidad se aproximó a sus suposiciones más pesimistas. No pudo girar a tiempo de cuadrar el coche en la rampa, y como resultado el morro del coche se plegó como un acordeón por el asiento del copiloto. Al mismo tiempo el airbag saltó y protegió a Ángel, no sólo de golpearse contra el volante, sino también de varios fragmentos de cristal que volaron por el interior del vehículo y rebotaron contra las paredes del mismo.

Cuando Ángel abrió los ojos concluyó que debía haber estado unos minutos desmayado, o tal vez desorientado. Se quitó el cinturón y salió del coche a toda prisa, temeroso de que pudiera estallar, ya que salía humo del motor.

Nada más pisar el suelo, y notar cómo la lluvia aumentaba su intensidad y limpiaba de sangre los cortes de su cuerpo producidos por los cristales, se encontró cara a cara con el enrejado oxidado.

Se llevó una mano a la cabeza, mareado, pero a pesar de todo tuvo un segundo para pensar que, irónicamente, una vez más estaba en el lugar que tanto había tratado de evitar, pero que era al que debía ir. No en vano, nuevamente, todo había salido mal. Su vida sentimental, de nuevo, era un fracaso, y aquel era el lugar al que su verdadero yo pertenecía.

Trató de recordar la última vez que estuvo allí, pero no pudo hacerlo. Entonces se quedó un rato mirando al otro lado del metal corroído, a una oscuridad aún más creciente por la noche que lo que solía ser por el día, y concluyó que debía salir de ahí cuanto antes si es que quería razonar con claridad.

No sin cierto esfuerzo, subió por la rampa, apoyando la mano al caminar, dejando ligeras huellas de sangre en la pared desnuda y sobre los graffitis. Cuando llegó arriba se detuvo un momento a tomar aire, mirando al suelo. No sabía si tenía alguna lesión grave, pero le costaba respirar, seguramente por culpa del cinturón.

Cuando levantó la vista vio que una silueta le observaba a lo lejos, al parecer perteneciente a una mujer.

—¡Oiga! —gritó. Sin embargo la silueta no se inmutó. Estaba en la otra acera, apenas a unos pocos metros, pero Ángel no lograba distinguirla con precisión, en parte por culpa de la lluvia, en parte por culpa de que era incapaz de enfocar a un punto fijo. Haciendo un esfuerzo sobrehumano comenzó a caminar hacia ella, notando, para su tranquilidad, que a medida que avanzaba se sentía mejor y podía continuar sin demasiado esfuerzo extra.

La silueta, sin embargo, se fue alejando poco a poco, sin prisa, como si estuviera guiando a Ángel. Como sea que en aquel momento era incapaz de razonar con claridad, se limitó a andar tras ella, y de ese modo atravesó casi una manzana entera de aquella zona que, dada la ausencia de viviendas colindantes, presentaba un aspecto completamente fantasmal.

Al fin la silueta se detuvo, y Ángel se paró en seco. Aquel cambio repentino no le gustó en absoluto, y prefirió quedarse quieto, sin tener muy claro qué hacer a continuación. Seguía sin ver a la chica misteriosa, pero por algún motivo que desconocía, le resultaba vagamente familiar. Algo relacionado con la manera de caminar, de desplazarse.

—No pases por encima —dijo la chica de repente.

Y en ese momento las pupilas de Ángel se dilataron. Porque reconoció esa voz —cómo olvidarla— y entendió por qué decía aquello. Y aunque sabía que nada de lo que estaba pasando tenía lógica, y que posiblemente era sólo una alucinación debida a la violencia del impacto contra el airbag, no pudo evitar hacer caso de la advertencia, a pesar de que sabía que nada podía ocurrir, de que él mismo había dicho, mil veces atrás, que eso no iba a suceder.

No sirvió de nada que lo intentara. Porque en cuanto intentó dar un solo paso, el panel de la rejilla sobre el que estaba se desprendió con fuerza y ambos cayeron juntos por el profundo agujero.

 

 

19 de Diciembre de 2007: Infravalorado

 

Si en el caso anterior fue por exceso de celo, en este fue por completo desinterés.

Daba igual lo que hiciera. Daba igual que me arrancara el corazón del pecho y se lo entregara en una bandeja. Lo que ella consiguió no lo había conseguido ninguna antes. Hacerme pensar que soy un monstruo. Una criatura abominable, desterrada del territorio de la humanidad, condenada a vagar por un abismo de rechazo, como algo abyecto, repugnante, que no debe ser mostrado a la luz.

Fue más o menos a partir de entonces cuando algo se apagó en mí. Tal vez no la humanidad, pero sí la parte de mi interior que me hacía sentirme humano. Empecé a pensar que tal vez era mi destino, un destino al que ya estaba dejando de temer y me limitaba a aceptar.

Siempre tiene que haber oscuridad para que haya luz, ¿no es así? Es lo que dicen siempre en tantas películas y libros.

Mi interior devastado estaba empezando a asumir el papel de esa oscuridad.

 

 

Una vez más, Ángel se despertó, y una vez más, al despertar, tuvo la sensación de estar soñando.

Aunque en este segundo caso, el sueño se asemejaba más a una pesadilla.

Estaba en el fondo de un amplio pozo de unos diez metros de diámetro. A su alrededor había complicadas marañas de tubos que se enredaban unos con otros y ascendían por la pared del pozo. Desde arriba se filtraba un tenue halo de luz mortecina, tan débil que Ángel no era capaz de ver la fuente del mismo. A su lado, enterrado entre colillas y porquería, estaba el panel de la rejilla que había cedido bajo su peso, junto a unos viejos raíles en desuso que desembocaban en la pared. Sin embargo, al mirar hacia arriba, no era capaz de ver la rejilla, y mucho menos el exterior. El agujero era tan profundo que, cuando quiso utilizar el teléfono móvil, descubrió que no tenía cobertura. Se planteó por un momento a cuánta profundidad debía estar para que sucediera algo así, y cómo era que no se había matado en la caída. Enfocó con el móvil al suelo, y comprobó que era una amalgama de papeles, polvo, comida podrida y toda clase de envoltorios, sólo por citar los más abundantes. Ángel comprobó con asco que, por haber, había hasta condones usados.

Se levantó y trató de enfocar a las tuberías con el móvil. Tras un examen más o menos concienzudo, concluyó que no le servirían para trepar hasta arriba, y eso suponiendo que estuviera en condiciones de soportar la subida. Bajó la mano resignado y el foco de luz del aparato enfocó de refilón una puerta de mantenimiento. Ángel comprendió que si quería salir de ahí iba a tener que caminar hasta encontrar un lugar donde hubiera cobertura. Mientras tanto, razonó, sería mejor que apagara el móvil. Afortunadamente aún guardaba la linterna que llevaba con él casi desde que empezó la universidad, la misma que le había servido para mirar a través del enrejado tanto tiempo atrás. La encendió y enfocó a la puerta. Se veía mucho peor, pero menos daba una piedra.

Por suerte para Ángel la puerta no estaba bloqueada, pero le costó cierto trabajo abrirla del todo. Empujó con todas sus fuerzas, que no eran muchas teniendo en cuenta que acababa de salir de un accidente de tráfico, y al otro lado escuchó un tremendo estruendo. Nada más pasar comprobó que había una pila enorme de mesas y sillas como las que vio en su momento, y había echado abajo una parte significativa de la misma al abrir la puerta. Eso le hizo concluir que nadie solía pasar por allí a menudo, por lo que más le valía moverse.

Inicialmente Ángel se propuso intentar orientarse para acabar al otro lado del enrejado, puesto que allí seguro que habría cobertura, ya que podía incluso sacar los dedos a través de la cuadrícula. Pero en ausencia de puntos de referencia, y con una linterna que apenas iluminaba medio metro por delante de donde pisaba, aquella tarea se convirtió en un auténtico reto. El parking era muy grande y para su fortuna las columnas estaban tan espolvoreadas que resultaba difícil darse de bruces contra alguna de ellas, pero al mismo tiempo eso le provocaba una terrible sensación de indefensión. Ángel había escuchado una vez que, de todos los asientos de una mesa, los que tenían detrás ventanas o, sencillamente, no tenían un muro, eran los que resultaban más incómodos para cualquiera que los ocupaba. Estando allí dentro, sin ser capaz de ver paredes ni límites a su caminar, empezó a entender los motivos.

Llegó un momento en el que decidió que lo mejor que podía hacer era moverse con un cierto orden, y se limitó a caminar en línea recta, o al menos todo lo recta que pudiera, y luego bordear las paredes. Con esa idea en mente avanzó, y avanzó, y la impaciencia hizo que ese rato se le hiciera eterno, lo que, unido al hecho de que tenía el móvil apagado, le hizo perder por completo la noción del tiempo.

Para cuando llegó a la pared más cercana, Ángel notó que, de hecho, había topado con una esquina. Como apenas sabía nada del diseño interior de aquel lugar, ignoraba si era una de las cuatro únicas esquinas o, por el contrario, había muchas de ellas por todas partes.

Al mismo tiempo que encontraba la esquina, Ángel pudo ver también un graffiti, situado un poco por debajo de la altura de sus ojos. Se trataba de la misma palabra que vio en su momento, Seloalv. La firma era, nuevamente, un par de paréntesis sin nada dentro de ellos.

Sin embargo, había diferencias con respecto a la última vez que vio aquella pintada. Diferencias significativas.

El motivo era que Ángel se interesó en ese lapso de tiempo por los graffitis, pues tenía curiosidad por saber quién podía haber creado esa pintada que tan vivamente le impresionó la primera vez que la vio. Buscando por Internet escuchó hablar de autores como Banksy, un grafitero que, desde el anonimato, plasmaba su obra, con un estilo muy peculiar, plagado de ratas y soldados, sobre el mobiliario urbano de ciudades de todo el mundo. Sin embargo, por mucho que buscaba, por mucho que investigaba, no lograba saber nada del misterioso artista que firmaba con paréntesis.

Hasta que encontró sessenkrad.com.

En esa página, Ángel descubrió que ella, de nacionalidad desconocida pero también con graffitis por todo el mundo, se hacía llamar Larama, aunque casi siempre la mencionaban como la Invisible. Al igual que Banksy, su identidad era un secreto, y firmaba sus trabajos, casi siempre caligráficos, con un par de paréntesis sin nada dentro. En la página web había otros trabajos suyos, y aunque la mayoría eran palabras extrañas, como por ejemplo Erkum y Ovordul, a veces consistían en frases o pequeños refranes. No discriminaba idiomas, y la letra de cada graffiti era única, especial, y despertaba en Ángel un cierto temor, porque no sabía por qué, había algo que no le gustaba en aquellos trazos acerados, aquellas mezclas de mayúsculas con minúsculas, e incluso de cursivas con redondas.

Y una vez allí dentro, ante aquel graffiti extraño y aquella palabra desconocida, Seloalv, Ángel sintió que en verdad tenía ante sí una obra de la auténtica Larama, la Invisible; a pesar de que eso no tuviera ningún sentido, de que fuera absurdo que se hubiera colado allí para pintar algo que, con un poco de mala suerte, jamás nadie llegaría a ver.

A medida que Ángel dejaba atrás el graffiti y seguía pegado a la pared, se encontró con más pintadas muy similares a la anterior. Todas estaban realizadas con mucho esmero, y ayudaban a mitigar la sensación de soledad y desolación que Ángel estaba sintiendo ahí dentro, aun a pesar de la inquietud que le provocaban. Cada vez que veía uno, casi se alegraba en su interior, pero no tardaba en recordar que no había encontrado aún puerta alguna y eso le traía de vuelta al mundo real.

Luego, un rato después de empezar a recorrer la pared, no supo si minutos u horas, notó cómo su móvil vibraba. Había recibido un mensaje. Lo cogió de manera instintiva, y sólo cuando lo empezó a leer fue cuando cayó en la cuenta de que lo había apagado.

 

 

No debes temer a nada desde que tus peores temores se hicieron realidad.

 

 

Ángel se quedó quieto, frenético, volvió al menú principal y trató de enviar un mensaje. Si había recibido uno tenía que ser capaz de hacer lo mismo. Pero nada. No tenía cobertura. Por más que retrocedió parte del camino, no había cobertura.

Fue en ese momento cuando trató de pensar qué era lo que había pasado, puesto que estaba seguro de haber apagado el móvil. Pero dado que las pruebas indicaban lo contrario, supuso que se había confundido y prosiguió su camino con el móvil encendido, pero usando todavía la linterna para no agotar innecesariamente la batería del mismo.

Cuando llegó a la esquina contraria, Ángel concluyó que no había encontrado una sola puerta de salida. Imaginó que había tenido mala suerte y le había tocado el lado ciego del aparcamiento, por lo que se limitó a seguir bordeando la pared.

Pero cuando llegó a la tercera esquina, siguió sin ver ninguna puerta, y Ángel estaba casi seguro de provenir de esa dirección. Sin embargo, con tan poca luz y habiendo sufrido un accidente, entendió que no podía dar nada por concluyente.

Recorrió la tercera pared y no tardó en ver que no era lisa, sino que poseía profundos recovecos, en los que hábilmente había más graffitis pintados, todos con el mismo diseño del anterior. Al llegar al final, sin embargo, su búsqueda de salidas fue en vano.

Aquello no tenía sentido. Si de algo estaba seguro Ángel, era que no provenía de la cuarta pared, la única que le quedaba por explorar. Pero dado que no tenía más que avanzar para comprobar su hipótesis, hizo el último recorrido.

Cuando terminó, concluyó dos cosas. La primera era que tenía que haber pasado por alto algún acceso, puesto que había recorrido todo el perímetro de lado a lado, y no sólo no había encontrado ninguna salida, sino que ni siquiera había vuelto a ver la enorme pila de sillas y mesas que se encontró al llegar.

La segunda era que podría jurar que había tardado mucho menos en hacer la última exploración que las otras tres.

En ese momento, Ángel recibió otro mensaje. Era igual que el anterior. De nuevo trató de comunicarse con el exterior. De nuevo fue inútil.

Cuando comenzó de nuevo la exploración, tuvo la inequívoca sensación de que el recinto se estaba estrechando.

O bien se había confundido, o bien se había desviado en algún giro extraño, pero estaba seguro de que cada vez tardaba menos en hacer las exploraciones laterales. De hecho, tenía el reloj del móvil para corroborarlo, aunque tampoco es que se fiara demasiado de aquel aparato, teniendo en cuenta su comportamiento con respecto a la cobertura.

Sea como fuere, siguió avanzando, y no sólo no encontró puertas, sino que cada vez el recinto, en efecto, era más estrecho, y al mismo tiempo, cada vez había más mesas y sillas a su alrededor, lo que confirmó sus sospechas de que debía estar andando por otros pasillos distintos de los anteriores.

Esa sospecha, sin embargo, se desvaneció cuando Ángel se encontró a sí mismo siendo capaz de vislumbrar los dos muros laterales simplemente moviendo la linterna a izquierda y derecha.

Estaba en un pasillo, un pasillo sucio y polvoriento, lleno de mesas y sillas a los lados del mismo. En el centro había columnas de las que delimitaban plazas de aparcamiento, a pesar de que no había sitio para meter un coche allí. A los lados ya no había graffiti alguno.

Ángel comenzó a caminar por aquel pasillo, asustado, sin entender muy bien cómo era que había llegado hasta allí, pero seguro por fin de que la salida tenía que estar al fondo del mismo, pues no había otra camino posible y no podía ser que estuviera encerrado entre cuatro paredes.

Fue no mucho después cuando encontró la primera jaula.


Ilustración: Ferrán Clavero

Había un número en la misma, labrado junto a los oxidados barrotes: 21111996. Ángel enfocó al interior de la jaula y pudo ver al fondo una especie de criatura extraña, de textura tan tosca que se confundía con las paredes y la mugre que la rodeaba. No llegaba a verla con claridad, pero se reía de una manera que le puso los pelos de punta. Se alejó todo lo que pudo y siguió caminando.

La segunda jaula estaba casi enfrente de la primera y tenía otro número: 02102000. Esta vez Ángel no quiso enfocar con la linterna a su interior, aunque la luz lateral que se escapaba le permitió ver que el suelo era una rejilla como aquella por la que había caído, rota por muchos sitios, y algo en el interior saltaba de un lado para otro, muy similar en términos estructurales al anterior prisionero.

Ángel empezó a ponerse cada vez más nervioso. Como esperaba, había una nueva jaula en la pared de enfrente. Su número era el 05072003. Ángel no quiso tampoco mirar, pero su miedo a lo desconocido fue superior a su miedo a lo que pudiera estar ahí y enfocó, muy brevemente, su interior. En un destello de apenas una fracción de segundo, pudo ver que había dos seres dentro de esa jaula. Uno era similar a los anteriores, el otro no. El primero estaba pegando al segundo, como si sólo fuera un muñeco de trapo, ya que ni se defendía. Las ropas que llevaba el agredido, o lo que fuera que le cubría eran, además, de colores muy parecidos a las suyas propias.

En la jaula siguiente, que tenía como número el 19122007, la situación era muy similar, pero los roles de agresor y víctima estaban cambiados. Sólo fue una rápida mirada de reojo, pero la visión de algo, que un momento antes le había parecido un muñeco sin vida, moverse de forma espasmódica, como si tuviera parte de los hilos cortados, fue suficiente para que avanzara más deprisa, sin querer mirar atrás.

Cada vez más nervioso, Ángel echó a correr, y una nueva jaula se cruzó en su camino. No quiso ni mirar su interior, pero de repente, de un vistazo fugaz, algo le detuvo. No se trataba de que hubiera mirado, contradiciendo sus intenciones, sino que al observar su número correspondiente, 17092008, entendió de repente lo que quería decir.

Era la fecha del día presente.

 

 

17 de septiembre de 2008: Engañado

 

La conocí en un curso. En un curso que ni siquiera me interesaba en realidad. Éramos las dos únicas personas de una edad similar, todas las demás nos sacaban un mínimo de diez años. Eso me facilitó las cosas al principio, pero luego no.

Se supone que a partir de ese punto, de la primera toma de contacto, todo resulta más sencillo. Pruebas a estirar la goma, a ver cuánto da de sí. Si se rompe, te olvidas de ello. El mar está lleno de peces, suelen decir. No para mí. No hay pez alguno que desee caer en mi red. Los motivos, los ignoro. Supongo que lo más fácil es echarle la culpa a mi aspecto. Al pasado. A mi personalidad. A todas esas cosas al mismo tiempo. Pero el caso es que hay gente más horrible que yo, con peores recuerdos y un carácter mucho más insufrible que el mío que no han sido condenados a este infierno en vida en el que se ha convertido mi existencia.

En realidad esta chica no es como las otras. No ha habido nada especial en su rechazo. Es sólo la gota que ha colmado el vaso.

Es por eso que sé que algo terrible debe estar a punto de suceder.

 

 

Ángel se acercó a la jaula, paso a paso, muy lentamente, con la linterna enfocando al suelo. Algo, tal vez su sentido común, le estaba gritando que se marchara, que no mirara atrás, pero no podía hacerlo. Tenía que saber qué era lo que estaba pasando, qué era lo que le estaba sucediendo. Y si para ello tenía que sacrificar su cordura, entonces seguiría adelante.

Se colocó frente a los barrotes. Ni un ruido desde el otro lado.

Elevó la linterna y enfocó frente a él.

La jaula estaba vacía.

Vacía por completo. Movió la linterna de un lado a otro, registró con la luz cada esquina, cada recoveco. Nada.

Fue entonces cuando, al girarse, vio el espejo al fondo del pasillo.

El hecho de que eso implicara que estaba en una estancia cerrada, sin salidas ni entradas, ya ni le importó a Ángel. Todo había pasado a ser tan inexplicable que no reparó en ese detalle.

Mientras avanzaba hacia el espejo, lleno de manchas y roto por muchos puntos, se fijó que había pintado en él un nuevo graffiti. Desde lejos parecía igual que los anteriores, pero al acercarse notó que, con mucha maestría, un segundo juego de letras, en concreto una frase, había sido grabado sobre el primero, que era la misma palabra que en los otros. Era una técnica que había visto en alguna de las obras anteriores de Larama. La frase era corta pero precisa.

 

 

Sólo en la oscuridad aparece la verdad.

 

 

La conexión de la frase con la palabra sobre la que estaba escrito no pasó desapercibida a Ángel, y de repente, al mirar no al espejo, sino a través de él, notó que el reflejo estaba vagamente distorsionado. Enfocó con la luz y notó que el reflejo, de hecho, le devolvía una imagen más similar a la del aparcamiento del que provenía. Eso le hizo pensar que debía ser un espejo falso, o alguna especie de ilusión óptica, por lo que se echó hacia atrás con la intención de coger carrerilla y romperlo de una patada.

Al retroceder, sin embargo, notó que justo frente a la quinta jaula había otro espejo similar al anterior.

Trató de recordar si lo había pasado por alto al principio, pero pensó que eso ya apenas le importaba. Al mirarlo, no notó nada especial. La jaula seguía vacía, acaso toda la herrumbre había desaparecido, y lo que parecía una jaula, en realidad, era una especie de construcción de jaula improvisada con mesas y sillas.

Se giró de nuevo y se dispuso a correr hacia el espejo principal cuando una terrible duda asaltó su interior. Se giró hacia atrás de nuevo, hacia donde estaban las otras cuatro jaulas. Aún podía escuchar las risas, los saltos y los golpes por duplicado, cada uno un poco más lejano que el anterior. Un sudor frío le recorrió la frente. Porque Ángel estaba empezando a comprender que las cosas no eran como él deseaba que fueran. Porque tendría que vencer sus más terribles miedos si es que deseaba salir de allí.

Ver la verdad que aparece en la oscuridad.

Caminó de nuevo al principio, desandando el camino, hasta que encontró de nuevo la cuarta jaula. Ya ni siquiera quiso mirarla directamente, aunque hubiera preferido hacerlo a tener que posar la vista en el espejo.

Cuando miró, lo que vio al otro lado fue tan terrible que tuvo que taparse la boca para no gritar.

Salió corriendo, como un loco, hasta que tuvo frente a sí la siguiente jaula y el siguiente espejo. Al mirar, de nuevo sus terribles sospechas se confirmaron, y volvieron a confirmarse cuando miró al siguiente espejo y al último de ellos, que estaba frente a la que había sido la primera jaula que había encontrado en su camino. Después de aquello, la mente de Ángel colapsó, y se tiró al suelo, revolviéndose mientras se movía con espasmos y lanzaba linterna y móvil lejos de su alcance.

Al fin, solo en la oscuridad, entre horribles gritos que no le parecían propios, vio la verdad.

 

 

25 de septiembre de 2008: Informe policial

 

Fue un profesor madrugador de la Facultad de Medicina, que solía emplear una de las entradas selladas del subterráneo para aparcar su propio coche, el que nos avisó del vehículo siniestrado. Una vez localizado, no fue difícil reconstruir los hechos, dado el rastro de sangre que había dejado su ocupante al caminar. Nos llevó cierto tiempo bajar con cuerdas a través del conducto de ventilación, pero el esfuerzo mereció la pena. Lo que allí abajo encontramos sólo puede describirse como producto de una mente enferma. Se habían usado las plazas de aparcamiento, junto con el mobiliario escolar que había almacenado allí abajo, para crear unas rudimentarias celdas, cinco para ser más concretos. En cuatro de ellas estaban los cadáveres de cuatro chicas, en avanzado estado de descomposición y al parecer víctimas de toda clase de torturas, abusos y vejaciones. La quinta celda estaba vacía. En el medio de las celdas, el cuerpo de un hombre joven, al parecer muerto a base de golpes, como si le hubieran propinado una paliza. Al principio pensamos que había sido atacado por la hipotética quinta ocupante de la celda, o bien que él mismo era el ocupante, pero esas hipótesis se han desvanecido cuando hemos encontrado, en el maletero del coche siniestrado, un nuevo cadáver, otra chica joven como las anteriores.

Estudios posteriores han revelado que el dueño del coche conoció personalmente a todas las víctimas en distintos momentos de sus vidas, pero que nunca se llegó a siquiera sospechar que las desapariciones tuvieran que ver entre sí porque los intervalos temporales entre ellas eran muy largos, en torno a un año en el mejor de los casos. Los psicólogos, por otro lado, han apuntado a un claro componente pasional en los crímenes. De todos modos, la investigación no trascenderá a los medios de manera significativa, dado que se desea reformar el parking para su uso futuro por parte de la comunidad universitaria.

Lo que sigue siendo un misterio, sin embargo, es la muerte del autor de tan horrendos crímenes, así como la palabra que apareció grabada en su espalda, con un esmero tal que se cree que el autor puede ser alguna clase de artista.


Ilustración: Ferrán Clavero

La palabra era Seloalv, y su significado, si es que lo posee, sigue siendo una incógnita. Nada encontramos allí que tuviera relación alguna con ese vocablo. Salvo el asesino y sus víctimas, nadie había entrado allí en mucho tiempo.

No había ni siquiera pintada o graffiti de clase alguna, tan habitual en esa clase de recintos abandonados o descuidados.

 

 

Magnus Dagon es un seudónimo de Miguel Ángel López Muñoz. Nacido en Madrid en 1981. En el año 2006 ganó el Premio UPC de novela corta, publicada después bajo el sello de Ediciones B. Ese año fue finalista también del Premio Andrómeda, al año siguiente del Premio Pablo Rido y en el 2009 ganador del IX Certamen de Narrativa Corta Villa de Torrecampo. Ha publicado relatos en numerosas publicaciones digitales y de papel. Es miembro de la asociación Nocte de escritores de terror. En abril de 2010 salió a la venta su primer libro, “Los Siete Secretos del Mundo Olvidado”, con la editorial Grupo Ajec. Es cantante y letrista del grupo musical Balamb Garden, que se puede escuchar AQUÍ.

De Magnus ya hemos publicado en Axxón EL LÁNTURA, EL BRILLO DEL MAL, EL IMPERIO CAOS, NUEVO COMIENZO, COCHES AZULES, LOS NUEVOS DESCUBRIMIENTOS PERDIDOS: LOS HOLOGRAMAS (ficción breve), EL JUGADOR, BEYOND y WARREH SPAWN.


Este cuento se vincula temáticamente con BEYOND y WARREH SPAWN, de Magnus Dagon; DOMINGO LABERÍNTICO de Damián Arturo Madrigal Aguilar y DETRÁS DE LA PUERTA, de Sergio Bonomo.

Axxón 213 – diciembre de 2010

Cuento de autor europeo (Cuentos : Fantástico : Terror : Crimen : Venganza : España : Español).


Una Respuesta a “"Seloalv", Magnus Dagon”
  1. bans dice:

    Hola ! me encanto el relato e ilustrarlo fue una pasada, muy entretenido, al final me decidí por tres ilustraciones en lugar de una.

    saludos

  2.  
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