Revista Axxón » «El loco de la colina», Ricardo Giorno - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ARGENTINA

 


Ilustración: Pedro Belushi

Los gueliyontes corren y la tierra tiembla como en terremoto. Absorto por la belleza del momento, un macho zengra permanece aferrado con sus seis patas sobre lo alto de la colina, las pinzas delanteras cliqueando: Jiztlic.

Al pie de la loma, la vegetación ocre parece cobrar vida: parándose sobre sus cuatro patas traseras, las yeliú se dan a conocer ante Jiztlic. ¡Enormes! ¡Mortíferas! Y hermosas.

Él no retrocede. ¿Cómo es que le dejan presenciar sus juegos de caza una y otra vez? Muchos zengras han sido masacrados por menores causas.

Y ahora, las yeliú ya están corriendo en cuña, enfrentando a la manada de gueliyontes que, ante la vista del depredador, se abre en dos.

Ellas dejan pasar a la mayoría de los animales. Varias se desprenden de la cuña, formando un embudo, y así quedan atrapados unos pocos brutos. Los más viejos, los enfermos. Los de la retaguardia.

Las demás yeliú los cercan. La rígida calma llega a Jiztlic. Y aunque sabe qué ocurrirá, no puede evitar estremecerse.

Acorralados, los gueliyontes braman, cabecean y corcovean. Las yeliú danzan, subiendo y bajando su caparazón: tratan de enfurecerlos.

Sólo cuatro de ellas avanzan, mostrando el flanco al enemigo. Las bestias no se hacen esperar: bramando con más poder, cargan contra las cuatro yeliú, que parecen indefensas. Subido a la pequeña colina, embriagado por la acción, Jiztlic no puede apartar la vista.

Cuando parece que ya nada puede salvarlas, las cuatro yeliú dan un salto y eluden la embestida. Despejan el camino para las otras que, trepándose al lomo de los gueliyontes, clavan sus colmillos y descienden con gracia y presteza.

Jiztlic no desea ver más. Acondiciona sus seis patas y sus dos pinzas delanteras, y baja de la loma renovado de energía. Pero sabe que esa energía no le pertenece, que él es sólo un espectador, un macho zengra al que le resultaría imposible lograr la proeza que ha presenciado.

De camino al segmento de su casa subterránea, ve pasar una nave humana. Se queda contemplándola lo que tarda en desaparecer de su vista. Ellos ganaron la «Guerra de una sola batalla», pero no quisieron destruir a Prompot.

Jiztlic estudia desde hace tiempo las sociedades humanas de la galaxia. Por supuesto, sin que se entere la sapía de su segmento: el mero interés por civilizaciones alienígenas se castiga con la hoguera. Y pensar que los humanos comparan a las sapías con su propia Policía. ¡Si supieran!

Jiztlic comprende que la suya es una sociedad cerrada, compleja, fuera del alcance del entendimiento humano. Quizá por eso los erguidos desistieron de estudiar Prompot. O quizá desistieron de estudiar Prompot debido a los continuos «accidentes». Sí: nunca se sabe cómo reaccionarán las yeliú. Hubo masacres de investigadores provocadas por hechos que de seguro a los humanos les parecerían fútiles, inocentes.

Una hembra yeliú, se dice Jiztlic en medio de una ensoñación, tiene el doble del tamaño de una zengra. Son acorazadas. No deben llamar a engaño ese volumen y esa coraza: resultan mucho más ágiles que las zengras. Y Jiztlic desconoce por qué los machos yeliú cazan siempre por su cuenta, apartados y solitarios. Trabajan en grupo sólo para el Festival del Acoplamiento Masivo, y se unen únicamente a las de su raza, despreciando a las zengra. Piensa que tal vez de allí vengan las continuas matanzas interraciales. El exacerbado odio entre zengra y yeliú, que siempre andan trazando planes para destruirse una a la otra.

Ve ese enorme cilindro de seda correosa que se eleva desafiante en medio de lo que sería el techo de su ciudad subterránea: el Círculo. Cientos de esos cilindros se desparraman por el planeta. Uno por cada ciudad zengra. En este Círculo, a Jiztlic lo espera el Festival del Acoplamiento Masivo. Y hace tiempo que desea intervenir en el Festival. Consciente por primera vez en muchos ciclos de que no puede aguardar más, se prepara a conciencia.

Entra a su segmento y apenas puede deslizarse por esos estrechos pasadizos. Las yeliú no podrían discurrir por allí. ¿Será por esto que ellas nunca pudieron conquistarnos?, y ese pensamiento lo lleva a detenerse. ¿Se habría topado con una verdad hasta ahora desconocida para él?

 

 

Al día siguiente, sale de su casa. Se mira las pinzas. Hace tiempo que modeló sus patas delanteras como pinzas, acaso considerando cuidar el ganado. Pero es inútil: él es de la ciudad. Ama retozar en la campiña, pero sólo como una aventura pasajera. De puro porfiado, no quiso volver a modelarlas en algo más útil para la vida ciudadana, y ahora Jiztlic ha llegado a la edad en que el cuerpo permanece invariable hasta la muerte. La sapía, la hembra zengra de su segmento, se lo recuerda todos los días. Ella busca su enojo, su odio, porque sabe que son esas motivaciones las que lo impulsarán a acoplarse con ella durante el Festival. Las sapías necesitan que la mayor cantidad posible de machos trate de fecundarlas. Eso es poder… y él no le dará el gusto.

Deslizándose en silencio, copiando el accidentado terreno contiguo a su ciudad, Jiztlic se imagina como un héroe invencible, conquistador, mientras se acopla a una hembra yeliú. A la hembra más grande, a la más temible, a la más sanguinaria: la Gran Matriarca yeliú. Pero sabe que la realidad es otra. La realidad es que lo masacrarán en el intento.

Piensa de nuevo en las sapías, sus hembras, y menea el abdomen: en aquella batalla contra los humanos, ellas no habrían actuado como los erectos, que sólo las desarmaron para después montar un sistema de vigilancia contra la proliferación de armas. Qué va. Ellas habrían arrasado con todo signo de civilización, transformando los mundos conquistados en meras copias de Prompot.

Menos inmisericordes, los humanos no prohibieron los viajes espaciales ni el comercio: muchas naves bajan para traer o llevar mercancías. Gracias a ellos y sus estrategias en Prompot restan pocas armas. Y, desde aquella batalla única, Jiztlic colecciona artículos humanos: cualquier objeto manufacturado por el hombre es digna pieza para su catálogo. Pero, con la sapía siempre vigilante y al acecho, se le hace difícil adquirir material.

Balancea el abdomen nuevamente mientras piensa: Hoy debo salir de caza, es parte de mi entrenamiento. Se da cuenta de que menea el abdomen en público, y ahoga una risa entrecerrando los colmillos. Los humanos no menean el abdomen. En lugar de eso, ellos —sobre todo ellas— suspiran. Y las zengras no se ríen. Esto es otra cosa que aprendió: la risa. Le hace bien. Si no temiera la ejecución pública, trataría de enseñarles a reír a sus vecinos. Y si no fuese tan tímido, hasta les enseñaría a las yeliú a reír, que por algo ellas siempre están fuera del alcance de las leyes. Sobre todo cuando se desplazan en grupo.

La ciudad subterránea va quedando atrás. Los últimos corrales de cría se cierran a un interminable y rojo llano de pasturas.

Jiztlic tiembla de frustración: va de cacería sólo por una cuestión de entrenamiento, porque no quiere quedar en desventaja ante una poderosa yeliú. Admira de ellas la organización para la caza y, también, luego del festín, cómo se dedican a esos juegos que a los otros zengras les parecen brutales, pero que a él le resultan eróticos.

«Erotismo» es un vocablo sin significado en Prompot, y él se precia de haberlo incorporado a su modo de vida. Lo aprendió en uno de los tantos cubos de memoria humanos. Y, cuándo no, debe mantenerlo en secreto. Sí, ya está decidido: va a inmolarse en el Festival a cambio de un instante de placer, y no consentirá otra unión que no sea con una hembra yeliú.

¿Será eso lo que los humanos denominan amor? No, no lo cree. Sólo es un deseo, una certeza de que ya no puede seguir viviendo así. Un macho zengra es el último eslabón en la sociedad de Prompot. Y él está harto. Quiere más. Desea… ¿Qué es lo que realmente desea?

La caminata y los pensamientos lo llevan más lejos de lo previsto. El pasto rojo dejó paso a matorrales azules moteados de verde y flores amarillas: arzarjares. Miles de hermosos arzarjares le brindan un momento de sosiego. ¿Por qué la especie dominante en Prompot no es vegetariana?

A unos pocos pasos se levanta un bosque de arcatas. La inmensidad y colorido de esos árboles le proporcionará un buen escondite. Cazará un cetranto y volverá a su hogar.

Antes de entrar a la floresta, Jiztlic se desnuda: una de las reglas de la cacería. Se interna confiado, apartando los pastizales con sus pinzas retráctiles. Más adelante, las arcatas demasiado juntas le dificultarán el acecho y la embestida. Busca algún claro, un curso de agua. Algo que discontinúe la vegetación y que le permita desarrollar las técnicas de caza.

Encuentra una charca que el sol del mediodía entibia. Busca el árbol más grueso y cercano, y trepa.

Aferrado con sus patas traseras a una rama, aguarda, expectante. Rodeado de las franjas violetas, rojas y verdes del tronco de la arcata, que remeda la coraza queratinosa de los machos zengra, se siente invisible. ¿Serían los bosques de arcatas el primigenio teatro donde su raza se desarrolló?

La espera no es larga: un cetranto hembra y sus tres crías se arriman a beber. El calor debe de agobiarlos, pues casi no se detienen a inspeccionar los alrededores.

Ahora que Jiztlic se enfrenta a la cacería, lo ataca el remordimiento. Eligió una de las crías, la más débil a simple vista: un ser que morirá de una manera horrible.

Ante la inminencia del ataque, piensa en su vida en la ciudad. La comida ya viene predigerida, y la empresa que la provee le agrega vitaminas y minerales que, según ellos, ayudan a mantener una salud perfecta. Nadie de las ciudades caza. Todo viene listo y se consigue sin esfuerzo. Jiztlic detesta la forma de vida de la ciudad, pero a la vez sabe que no podría vivir fuera de ella. Una vez más piensa en las hembras yeliú y lo fácil que parecen sus cacerías.

La madre cetranto levanta la cabeza del agua, nerviosa. ¿Lo habrá presentido? Jiztlic no espera más: se lanza sobre la cría. La atenaza con fuerza. Le clava los colmillos. Le inyecta la toxina. Suelta la presa. Y las acciones le pasan como lentos hologramas. Una parte de él caza, otra observa.

El cetranto da unos pasos, chillando de dolor, y cae. Se retuerce en el suelo y sigue chillando, pero ya es inútil. Esos chillidos acongojan a Jiztlic, renuevan su remordimiento. Ve a la madre: indecisa, ya no puede hacer nada, y la presencia del depredador es demasiado. Huye, seguida por sus hijos.

La cría libera el canto inarmónico del cetranto moribundo… y muere.

Y si bien esa muerte no será una muerte inútil, pues él se alimentará con el cetranto, sabe que la pena, la culpa, el asco, lo perseguirán por mucho tiempo. Y para alimentarse, Jiztlic debe esperar a que su veneno le disuelva los órganos a la presa.

Se aleja del sol. Recoge las patas y apoya el abdomen en el pasto. Trata de calmar sus pensamientos, alejarlos de ese lugar. Distante, le llega el clamor de la apenada hembra.

Jiztlic tiene miedo de la euforia que sintió al tensar las patas traseras, al volar en busca de su presa, al clavarle los colmillos. Euforia, sí. Eso sintió. Una embriaguez asesina que completó una parte de su ser.

El miedo le estrangula las patas: es su reacción ante el deseo de seguir matando. Y él no quiere ser un asesino, pero la borrachera del éxtasis sigue ahí. Sigue tibia, dispuesta a ser degustada.

La excitación deja paso al cansancio. Jiztlic se adormila arrullado por el viento y el fresco de las sombras que proyectan las arcatas.

El follaje se estremece, y entonces ingresan al claro del estanque… ¡tres hembras yeliú! Él se alza de inmediato en su estupor: ¡tres hembras yeliú, al alcance de sus pinzas!

Una de ellas primero inspecciona el cetranto muerto, y luego al alelado y paralizado Jiztlic. Parada a corta distancia, sus ojos se clavan en los de él.

¿Fue un encuentro casual, o lo habrían seguido? No, se dice, es una locura pensar que tres espectaculares hembras me seguirían precisamente a mí.

Pero no puede distinguir intención en sus miradas. Luego ve o cree ver en la más cercana un gesto de respeto. ¿Una yeliú respetándolo? No bien asimila ese golpe, Jiztlic recuerda que está desnudo. ¡Desnudo! Es demasiado para él. Tanto que, apoyándose contra un árbol, simplemente se desmaya.

Cuando despierta, las hembras ya se han ido. Con paso inseguro llega hasta el cetranto, ahora apenas un pellejo del cual podrá sorber todos los nutrientes ya disueltos. Se alimenta de él. Nota el sabor agrio y fuerte, aunque queda saciado de inmediato: en comparación, la comida de la ciudad le sabe liviana.

Va en búsqueda de sus ropas. Se viste, recordando la sensación de impotencia y desamparo frente a las yeliú. La vergüenza lo obliga a reconocerse un cobarde citadino.

Vuelve con la certeza de que morirá en el Festival y morirá irremediablemente virgen. Y sí: ha estado frente a tres yeliú, monstruos inmensos que hasta ese momento había visto sólo a la distancia. ¿Cómo se le habría ocurrido la idea de acoplarse a una de ellas? ¿En qué estaría pensando para tomar tal decisión?

Una locura, sí, una locura. Él es un loco, y la sapía que gobierna su segmento demuestra sabiduría cuando lo trata de loco. Cuando le dice que lo controla de cerca, que él no es un zengra normal. Que sabe de sus escapadas a esa colina donde Jiztlic ve cazar a las yeliú. «Tu destino es la hoguera», le repite con constancia.

No, no le dará el gusto a la sapía. Irá al Festival y terminará sus días intentando acoplarse a una yeliú. Eso hará. Él no es un loco. Al fin comprende por qué decidió ir al Festival del Acoplamiento Masivo: desea demostrar cuánto desprecia su condición de macho zengra.

 

 

Jiztlic ingresa al Círculo como si se tratara de la profetizada hoguera. Divisa a la sapía que comanda su segmento. Momentos después lo comprueba: ella no le quita los ojos de encima, y frota las patas delanteras detrás de los colmillos, esparciendo ese olor que irrita a los machos zengras. Y la irritación se vuelve furia. Y la furia desemboca en deseo.

Él supone que no es como el deseo de que hablan los humanos. El zengra desea embestir a su hembra hasta darla vuelta, hasta invertirla. Ponerla patas arriba, para dejar al descubierto ese bulto blanco, esponjoso, seguramente ya inflamado y listo para recibir el aguijón. Entonces, el macho zengra se subirá a la hembra, que lo abrazará firmemente. Y él expulsará como una bala el aguijón, que desaparecerá dentro del bulto esponjoso. Y ese será su propio fin: no hay escapatoria del abrazo letal de la hembra, ¡el macho es devorado en vida!

Jiztlic bascula su propio aguijón, como sopesándolo. Ahí, ahí se encuentra su progenie. Piensa en los otros machos, sin destino de descendencia. Piensa en los millones de aguijones que sólo penetrarán la tierra mientras sus dueños son descuartizados, pulverizados… y menea el abdomen en signo de resignación.

El aceitoso olor de la sapía lo envuelve. Jiztlic retrocede como si le salpicaran ácido: ella lo espera, pero él no le dará gusto. Sigue retrocediendo hasta apoyarse en la pared del Círculo. Le llegan a la mente dos palabras humanas: «risa» y «erotismo». Se da vuelta y ve tres cadáveres de machos desperdigados alrededor de la hembra. Y comprende que esas palabras le han conferido un valor inaudito: ¡él es más fuerte que aquel olor, él tiene control de sí!

—»Risa» y «erotismo» … ¡Vengan a mí ahora! —gozaen voz alta—.¡Ustedes! —y señala a los demás pretendientes—. ¡Ustedes son esclavos!

Entonces, la tierra tiembla mientras él capta un sonido estremecedor: la entrada de las yeliú.

Para obtener una visión panorámica, sube por la seda correosa de la pared del Círculo. Sabe que está prohibido subir por allí, pero… ¿qué van a hacer? ¿Matarlo? Si él ya está muerto. Si ya sabe que éste es su último día. Si él mismo se repite una y otra vez que ya no quiere seguir viviendo así, aborreciendo su debilidad: lo peor de la galaxia es ser un macho zengra en un planeta como Prompot.

Y sin buscarla la ve: la yeliú más imponente de todas las yeliú. La Gran Matriarca: su objetivo, ahora lo confirma. Porque Jiztlic no es un loco. A lo sumo se volvía loco de excitación cuando presenciaba desde esa colina los juegos de caza de las yeliú.

Ahora ve que la Gran Matriarca se mantiene pegada a la pared del Círculo, detrás de las más jóvenes. Los yeliú machos deberán pasar una barrera formidable si quieren acoplarse. «Solo el más apto» es el lema de ellas.

Jiztlic sube otro poco por la seda: ve, delante de la Matriarca, la fila de hembras yeliú contra la cual los machos chocan en una danza planificada, en que la pericia y la muerte no se excluyen. A ningún otro se le ocurrió ir contra las reglas y subir por la pared de seda: la barrera más difícil es la del acondicionamiento, la de las costumbres arraigadas, la del instinto recurrente. Él acorta el camino que lo separa de la Matriarca. Sin que nadie se lo impida, desciende y se ubica detrás de ella. Al advertirlo, la Gran Matriarca gira con rapidez.

Quedan mirándose, mientras el bullicio de la matanza los arrulla. Pero la yeliú no ataca, y Jiztlic constata una vez más la locura de sus deseos. Obliga a sus piernas a zarandearse, la inmovilidad sería un suicidio. Y se siente pequeño, insignificante.

¿Cómo hacer? ¿Cómo llegar a ella? Advierte que sus patas se mueven sin su voluntad. ¿Será posible? Sí, es un patrón de movimiento, como de… como de danza, ¡eso! Y Jiztlic se deja llevar por esa danza. Se ayuda con chasquidos y movimientos de sus pinzas. Danza unas figuras rítmicas que hasta entonces ignoraba. Quizás un legado de costumbres ancestrales, de cuando las razas se parecían, antes de la Mutación.

La Gran Matriarca observa. Jiztlic no interpreta violencia en esa mirada. La ve menearse al ritmo de su baile. Ella retrocede lento, tuerce los colmillos hasta dejarlos paralelos al piso y baja la cabeza. Él avanza, se yergue sobre sus patas traseras. Usa las pinzas para frotarlas en los colmillos de ella. Y ahora la yeliú evoca a una efigie rampante. Jiztlic está poseído por una determinación que le impide razonar. Investido de una energía nueva, empuja a la yeliú, que cae patas arriba. El estruendo hace que la matanza aguarde, se detenga… y las hembras miren.

Jiztlic ha logrado subirse a la inmensa yeliú. Rasca esa parte de la coraza cercana al abdomen y de la que sobresalen unos pelos blancos. La coraza se abre como si fuese una tijera y deja al descubierto el premio: un bulto blanco, esponjoso, tentadoramente palpitante. Él gira, ofreciendo su propio abdomen a los colmillos de ella. Pero eso poco importa, es algo en lo que ni piensa. Su mayor concentración, su único pensamiento, están en expulsar con fuerza el aguijón. Con tanta fuerza y precisión que penetre en el bulto blanco y desaparezca dentro de él.

Jiztlic calcula el momento justo, aguardando para que el aguijón no falle. Aguantar.

Aguantar.

Aguantar. Y aguantar es…

…¡»Erotismo»!

Expulsado con fuerza el aguijón, que desaparece dentro de la masa palpitante, Jiztlic queda exhausto, feliz, completo. Ahora su vida tiene sentido.

Levanta los ojos y se topa con miles de ojos. Y él descubre incredulidad.

Pero la muerte no descansa. El roce de los colmillos de la Gran Matriarca, acomodándose, lo previene. Las patas de ella bajan en el último abrazo, y él sufre la picadura en el abdomen, fría y mortal. Ve que la coraza se cierra. Ahí, ahí adentro, florecerá su progenie. El dolor lo tortura, pero una palabra viene en su auxilio: «risa».

Entonces Jiztlic se ríe en público por primera y última vez. Más tarde, las yeliú sólo recordarán que el único zengra que alguna vez fue capaz de acoplarse a una hembra de su raza emitió un extraño y contagioso sonido antes de que la Gran Matriarca lo devorase.

 

 

Ya ha quedado atrás la gestación, como también ha quedado atrás el período de adiestramiento de la prole —unas doscientas hembras, cosa inusual—. La Gran Matriarca permanece en su puesto, al frente de sus más recientes hijas: la última cacería antes de la conquista. Sus planes han salido a la perfección, y todo gracias al acoplamiento con ese macho zengra. Al pobre jamás se le pasó por la mente que lo acechaba el sigilo de las cazadoras de la Matriarca, esas hembras tan fieles a su madre, tan provistas de seductoras feromonas. El loco de la colina estuvo en lo cierto al creer que lograría lo que ningún macho de su raza había logrado: cruzarse con una yeliú. Estúpido, además de loco. Porque lo que ha conseguido en definitiva ese cazador cazado es la inminente extinción de las indeseables zengra.

La Gran Matriarca se vuelve para contemplar a sus hijas, fruto de aquel acoplamiento tan minuciosamente calculado. Después de la parición, había seleccionado de esa camada a las que poseían lo mejor de las dos razas: la coraza impenetrable y la ferocidad de las yeliú, y el tamaño de las zengra. Los estrechos corredores de las ciudades subterráneas enemigas ya no serán un impedimento para futuras victorias en las guerras étnicas y de anexión.

Luego de la caza, ya saciadas con los gueliyontes, la Gran Matriarca gira sus colmillos y los frota con las patas delanteras: el aroma que se esparce les dice a sus hijas que la conquista definitiva de Prompot ha comenzado.

 

 


 

Este cuento se vincula temáticamente con CONDONAUTAS, de Yoss; LA INMUTABILIDAD DE LOS CICLOS, de Ricardo Giorno y GÉNESIS, de Elaine Vilar Madruga.


Axxón 248 – noviembre de 2013

Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Ciencia Ficción : Especies extraterrestres : Rituales, costumbres : Argentina : Argentino).

3 Respuestas a “«El loco de la colina», Ricardo Giorno”
  1. Ric dice:

    ¡Me encantó la ilustración de Belushi.

  2. Juan D. dice:

    Me los imaginé más arañas que escorpiones, aún así es impresionante.

  3. Nolberto dice:

    Éste es genial. Bueno, pensaba seguir con «excelente» pero, ya ves, voy cambiando de calificativo.

  4.  
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