Revista Axxón » «Génesis», Elaine Vilar Madruga - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

CUBA

Los gélidos rayos de Zomber, la Luz Prima de Uildeir Murg, tocaron la figura de la anciana. Welkiar despertó, atormentada por el regreso de la pesadilla. De repente, como otras tantas veces, no supo qué hacer, ni siquiera si se encontraba en el mundo de la realidad o del sueño. El miedo la mordió y Welkiar volvió a cerrar los ojos. Se preguntó en silencio por qué acudía aún a postrarse ante sus plantas la sombra irreducible de Eivia, el vestigio de aquellos actos y voluntades acechando su prudencia. Welkiar tembló un instante y supo que era imposible escapar del temor; eternamente estaría allí, hasta que ella misma no fuera más que polvo sobre los pies de Isweal la Diosa.

Sin embargo, con la llegada ruidosa de un grupo de niñas, frutos de las bondades de Isweal, Welkiar abandonó sus cavilaciones y aquellos recuerdos que amenazaban con asaltarla. Todas tomaron asiento a los pies de la anciana y le tendieron los dedos en un gesto de respeto.

—Señora, dame el discernimiento para educar a tu simiente… —masculló a media voz la Cuidadora, acogiendo a las pequeñas con los brazos abiertos.

Welkiar observó, desde su sitial de matrona, a la nueva cosecha que se forjaba en el seno de la comunidad. Aquel era su deber con Isweal: educar a las niñas, enseñarles las doctrinas, suplir el papel de sus madres desde la más tierna infancia. Ayudarlas a integrarse al mundo un día como una célula más. Pero Welkiar no se había atrevido a amar de nuevo a ninguna de aquellas chicas que venían a ella como pájaros con alas rotas y salían, años después, volando a cuenta y riesgo… No otra vez.

Muchas de las infantes asumirían un puesto activo dentro del Círculo de la Diosa en el próximo asdelar, ciclo de la reproducción femenina; otras tendrían que continuar educándose durante soles, hasta llegar a los límites de la comprensión. Welkiar era la pieza más importante, de la cual dependían los frutos de la Diosa. Sin ella, el mundo volvería al caos que Eivia había dejado con su destierro, pensó de nuevo, pero esta vez intentó sonreír. De muchas maneras, era feliz, feliz como sólo pueden serlo las Cuidadoras. Isweal le había entregado el mejor de los tesoros.

—Madre, dime cómo seguir apartándolas de mi miedo, cómo alejar el aliento de Eivia de nosotras… —rezó, apenas moviendo los labios. Welkiar sintió el pavor aferrándose a sus túnicas. La proximidad del asdelar no hacía más que recordarle su único error en la crianza de un retoño. Cada vez que las pequeñas abandonaban su resguardo, la Cuidadora percibía, más cerca que nunca, el peligro de Eivia, de que se repitiera lo irrepetible y una vez más se abrieran las puertas del desastre.

Asdelar, el rito de la concepción, del que ninguna mujer fértil podía escapar. Allí, los hombres de Uildeir Murg salían de su eterno vagar entre las sombras de la inconsciencia, para servir a Isweal. Sembraban su simiente en el vientre de las elegidas y luego retornaban a su sueño. Bajo la luz de las ocho lunas de Uildeir, la sociedad se reunía para ofrecer a sus hijas y convertirlas en la nueva generación de procreadoras. Y nada más importaba para aquel pueblo donde las mujeres reinaban bajo el sol y la luz de las estrellas, con el cetro y poder de Isweal. Nadie se había nunca opuesto al mandato de la tradición.

Las ciudades fluían desde Aiseld, los puertos del oeste, hasta Destyop, los Solares de Hibernación, sitio al que los varones eran conducidos desde la niñez. La caída del hombre resultaba un hecho ya consumado: inermes y drogados en inmensos salones de germinación, donde despertaban exclusivamente para recibir un latigazo de placer o ser llevados a los campos de trabajo, como simples esclavos. Finalmente, como bestias acorraladas, se escondían tras los barrotes y esperaban.

«Hasta que Eivia alzó las manos al cielo e invocó un nombre. Hasta que Eivia se atrevió a amar», pensó la anciana, cerrando los puños. En su interior, estaba llorando.

El renacer del ciclo se aproximaba, poderoso como las aguas, y ninguna de las súplicas de Welkiar podía detenerlo. Entregar a las niñas resultaba el sacrificio más cruento para una Cuidadora, mujer estéril cuya única misión dentro del entramado de la comunidad consistía en la formación de las generaciones. Welkiar sabía que esa era, probablemente, la última camada que acogería bajo su protección. Después se dejaría volver en paz al pecho de la Señora, con la felicidad del deber cumplido, y dormiría para siempre.

En su juventud, al saber que no podía dar hijos y ser separada del resto de sus hermanas y conducida a una celda de instrucción, Welkiar vio su alma dividida por la decepción. Estaba preparada desde la cuna para convertirse en una Productora y bailar junto a las otras muchachas las danzas rituales del asdelar… Pero su útero estaba seco como árbol con las raíces cortadas. Nadie regaría dentro de ella el misterio de la vida. El máximo privilegio de una mujer le estaba negado.

Al principio fue difícil aceptar la verdad; luego, tras años de espera, décadas de llevar en sus pechos a tantas criaturas, el oficio de Cuidadora le pareció una bendición menor que llegaba para aliviarle el desarraigo. Desde la posición ventajosa de la educación, se esforzaba por cumplir con los mandatos y alejar de las semillas inocentes el sabor de la pérdida. Algunas muchachas se entregaban a ella con las manos abiertas, extrañando el calor del abrazo de la madre, o ansiosas por perfeccionar el arte de la feminidad; otras tardaban en apartarse de la vida que dejaban tras los muros de Durtyer, la Capital Formativa. Pero todas las mujeres habían de pasar bajo sus muros, para integrarse a Isweal y comprender los propósitos y las leyes de la Diosa.

—Señora, que tus palabras escapen de mi boca —dijo, esta vez en voz alta y clara—. Ayúdame a mostrarles el laberinto de tus ideas. No puedo llevarlas al mundo sin conocer el peligro que ha dejado Eivia dentro de él.

Durante generaciones, había ocultado el único secreto de Durtyer, intentando confinarlo a unas tinieblas indiferentes. Welkiar no podía ignorarlo, aún cuando otras muchas Cuidadoras, más sabias y venerables, pretendían mentir y borrar la presencia de Eivia sobre sus rocas. Mas había llegado la hora de hablar. Lentamente, bajó la mirada hacia las niñas inquietas, que aguardaban envueltas en mutismo el inicio de la lección matutina, para tejer el paso de la historia.

Fue simple rememorar para ellas la llegada de Eivia a los jardines sin fin de Durtyer, camuflada entre el resto de la camada. Una niña como cualquier otra, delgada, pálida y llorosa; llevaba aún entre los dedos las flores de los jardines del mundo exterior. Aún no era un peligro, ni siquiera un estorbo dentro de la Capital. Eivia, que buscaba sin descanso una mano a la que aferrarse como a la tabla salvadora en un mar embravecido, y fue Welkiar la primera en extendérsela. Desde entonces, una se ligó a la otra. Para Welkiar, Eivia era la hija que nunca había llegado por los inmensos vados del destino, y como a tal la amaba.

Miles de ideas, reflejos de su memoria, cruzaron la boca de la Cuidadora. Dijo, quedamente, sin desviar la mirada de las pequeñas amontonadas a sus pies:

—Años atrás la Capital cometió un único error en su formación, un error que estremeció los peldaños de la magia de la Diosa. Urbes enteras cayeron asoladas por las pisadas de los hombres. Isweal perdonó, pero no es prudente olvidar. Todo comenzó tras estos muros, y hoy son pocos los que recuerdan la verdad, salvo aquellos que permanecimos tras sus paredes, mientras observábamos el devenir de los acontecimientos. Todo comenzó con Eivia, una muchacha encomendada a mi sabiduría… Quiero creer que ella ni siquiera imaginaba el alcance de sus actos… quiero creer… —La vieja tomó agua de un cántaro cercano y se refrescó la garganta—. Pero aun si fue así, es tan culpable como yo misma.

 

***

 

Era la noche de la Diosa, la noche del asdelar. La tercera luna descendía suavemente, como un milagro cotidiano. Poco a poco, las plazas de Durtyer fueron llenándose. Las jóvenes iban a ser entregadas al mundo en aquel ciclo, llenas de la gracia de la Diosa. Las ileas, sagradas novias, bailaban con desenfreno; sus túnicas sumergidas en agua las convertían en estatuas majestuosas, danzando sobre la piedra. Las Cuidadoras llegaron en silencio; todas vestían de negro y llevaban en los rostros las máscaras.

Welkiar también estaba allí. Saboreaba su triunfo, se sentía plena ante los bailes de Eivia, la más hermosa de todas las ileas. Su pequeña, a la cual debería renunciar cuando el sol despuntara en el horizonte, porque ninguna mujer que ha sido tocada por la Diosa puede volver a ver los muros de Durtyer, ni a ninguno de sus moradores.

La ceremonia del asdelar culminó. Las Sacerdotisas Guerreras, con sus rostros marcados por las cicatrices de viejas reyertas, trajeron sobre sus hombros la imagen de Isweal. Alta y serena, la estatua de roca y ojos vivos alumbró un instante la Plaza. Las ileas se inclinaron ante ella y observaron que el cuerpo de la Diosa estaba hecho de luz, fuego y agua, resumidos en una extraña mezcla. Las Sacerdotisas Guerreras colocaron a los pies de las ileas sus espadas desenvainadas y los guanteletes de plata de sus manos como símbolo.

Mientras, las muchachas, aún temblorosas ante la presencia de la imagen, se despojaron de sus vestidos y quedaron desnudas, aguardando…

La llegada de los hombres fue celebrada por la multitud con gritos plenos de victoria. Estaban despiertos y ellos también esperaban el primer paso, protegidos sólo por su piel. Las ileas permanecían absortas en la contemplación de aquellas criaturas tan distintas y, a la vez, tan parecidas a su propio reflejo. Al principio, la timidez las venció a todas; nadie quería aproximarse. Welkiar, desde su asiento, sonrió cautelosa. Había visto aquello una y otra vez y conocía, al igual que cada una de las ileas, que la procreación era la mejor y única manera de continuar la tradición.

Una mujer se movió hacia el otro extremo de la plaza, donde los varones aguardaban. Fue la primera, y luego, una a una, se acercaron y escogieron a su pareja.

Ahora Welkiar apenas podía ver a través de la máscara. La luz de la Plaza era casi nula. Los movimientos sinuosos de las ileas parecían semiirreales, orlados cual espuma, sembrados de sensualidad. Welkiar cerró los ojos, porque sabía bien qué pasaría a continuación. Sólo un momento se detuvo para mirar a Eivia. Ella se mecía sobre el cuerpo ajeno que la recibía, dispuesto a otorgarse en el holocausto del deseo. Welkiar vio los ojos de la ilea, ya convertida en mujer para siempre; y observó un calor desconocido que emanaba de ellos y se detenía sobre las pupilas del sometido. La Cuidadora se cubrió la mirada con la máscara.

La voz de Shuerteal, la Traductora de Ideas de la Diosa, Señora del Poniente, dio fin al ritual:

—Isweal —exclamó—, bendícenos con el nacimiento de niñas.

La plegaria corrió de labio a labio, brillante cual promesa. El sacrificio de los varones, para alimentar la tierra y los suelos, era la mejor forma de mantener a los hombres a raya, en los límites del agotamiento y la extinción. Reducidos como bestias… Los sobrevivientes se criaban en las Cámaras de Destyop, y agradecían el privilegio de respirar mientras las Sacerdotisas Guerreras rezaban letanías a media voz y mezclaban polvos y líquidos, que después los harían dormir durante mucho tiempo. Y así permanecían, en estado de hibernación, hasta la siguiente renovación del ciclo de Isweal.

Las ileas se tendieron, desnudas, suspirando de agotamiento, rechazando a los amantes paralizados por la cercanía de las Guerreras y sus espadas de hojas anchas y filosas. La plaza fue quedando a solas. La Diosa se había marchado sobre el hombro de sus hijas mágicas. Mientras, Eivia sentía sed y soledad. Y ansias de volver a abrazar el cuerpo de su amante.

Apenas alcanzaba a vislumbrar sus rodillas cuando se levantó y se encaminó, por última vez, a la Capital.

 

***

 

En su niñez, Eivia solía buscar refugio en la compasión de Welkiar. La Cuidadora la recibía sin hacer concesiones ni preguntas, interesada en los ojos que la medían, pidiendo ayuda. Cuando las canciones de consuelo se acababan para Eivia, cuando todo parecía perderse en tinieblas, quedaba la compañía mutua. Ahora que el desasosiego pretendía sumirla en aquel vórtice de violencia y mal, la ilea añoró la proximidad tan amada.

La Capital Formativa la recibió envuelta en mutismo. La muchacha avanzó, con una aprensión hasta entonces desconocida y penetró en las cámaras de las Cuidadoras.

Welkiar aún llevaba la máscara en el rostro…

—He vuelto —pronunció la joven débilmente, inclinándose ante ella—. ¿Vas a recibirme? ¿Podemos hablar aún?

—Lo haré si me lo pides —contestó la otra, sin despojarse del antifaz—, pero creo que tu madre estará ansiosa por verte de una vez. Ha aguardado demasiado por ti.

—Sí —afirmó—. También yo.

—Entonces… ¿qué más puede ofrecerte tu antiguo hogar? —inquirió la anciana, haciendo chasquear sus nudillos.

—Tengo preguntas, Welkiar. Dudas y temor. No sé hasta cuándo callar y cuándo decir las verdades sin comprometer a los que me rodean —hizo una pausa—. ¿Mi deber con Isweal ha culminado?

—El deber con la Diosa no termina, Eivia; se renueva, se despliega. De no ser así, nada de lo que conoces tendría sentido. El pilar sobre el que descansa nuestra prosperidad ha sido construido con imperturbabilidad, humildad y entrega. Gracias a esas virtudes, nosotras caminamos sobre terreno seguro.

—No entiendo. Quizás tampoco quiera hacerlo —dijo Eivia, y la voz se le quebró un momento—. Si me marcho, jamás volveré a verte, porque mi suerte ya está escrita en las estrellas y en los códices de la tradición. ¿No es así como me enseñaste?

—Exactamente —respondió la anciana, imperturbable—. Ahora te irás y no volverás a pensar en mí, ni te harás más preguntas.

—Dime que me amas, Welkiar. Necesito fuerzas para reconocerme. Enséñame, por última vez, tu rostro —pidióle la muchacha, la lluvia apropiándose de sus ojos—. Ven junto a mí.

La máscara de la Cuidadora permaneció en su lugar, en una burlona mueca de benevolencia y pasividad. Los colores del antifaz dieron vuelta frente a los ojos de Eivia para diluirse en un río de mentiras y soledad. Las leyes impedían que volvieran a tocarse. Procreadoras, Cuidadoras… nada más que tierra y furia y adiós. La distancia no sería salvada nunca.

—Vete ahora —le espetó Welkiar, señalando la salida—. Será mejor así.

El amanecer consumió la silueta de la ilea. Eivia derramaba lágrimas amargas por aquella madre que abandonaba por seguir con el deber. Welkiar la observó mientras la muchacha dejaba la ciudad. Cuando la anciana quiso, por un instante, retener la imagen, descubrió que ya era imposible. La Capital Formativa cerró las Puertas tras sus pasos y ningún vestigio quedó grabado en las piedras de Isweal.

 

***

 

Habían pasado cortos ciclos sobre la piel de Eivia. Aún no concebía. Por eso se encaminaba con paso dudoso hacia las puertas de los Salones de Hibernación, para que la Diosa le sonriera con su gracia.

Eivia dudó un momento en continuar internándose en el amplio condominio de Destyop. Quiso huir de sí misma, retornar a su origen, cuando la mayor de sus inquietudes era correr a refugiarse junto a Welkiar… Sin embargo, según los códigos, era una Mayor, sol de los atardeceres de Uildeir, con todos los derechos y responsabilidades dentro de su pueblo. Por eso tenía que traer a la vida a una hija que continuara su linaje. Y pronto…

Las Puertas de Destyop se abrieron y una Guerrera la recibió en silencio, con las manos sobre la empuñadura de la espada. La condujo a través de los laberintos sin decir palabra, con los dedos extendidos hacia delante. Eivia observó que de ellos emanaba la luz que impedía que ambas se perdieran en el dédalo; y supo que todavía existían en su pueblo seres con el don de Isweal de crear y también destruir.

—¿Algo en especial? —indagó la guía, alumbrando a los ejemplares que dormían. Eivia distinguió las brumas que domaban a aquellos cuerpos empotrados a la pared, escogidos para satisfacer los gustos de las más exigentes. Se sentía ciega y perdida. Ni siquiera estaba segura de poder reconocerlo entre tantos. Entonces, la claridad de los dedos de la Guerrera iluminó un rostro al azar y Eivia se detuvo sobrecogida.

—Éste —musitó y dio las gracias quedamente.

—Ten cuidado —dijo la guía antes de dejarla a solas—. Él es de los más intranquilos. Cuídate —y le arrojó el arma.

Una puerta apareció a sus espaldas, una puerta que jamás había estado allí. La Guerrera la atravesó y luego la abertura se fundió de nuevo con el granito. Eivia sintió la dentellada venenosa del pánico. Había venido hasta allí sólo por volverlo a ver, por desterrar de su cabeza aquella noche única. Tal vez estaba equivocada, y todas sus dudas fueran humo. Tal vez los hombres sí merecían permanecer en aquel sitio horrible, mientras el tiempo corría sin ellos.

Se acercó a él. Rozó su pelo y contempló la faz dormida. «Isweal, no me dejes aproximarme más», pensó, pero ya era tarde. La respiración del muchacho se hizo más constante, menos dominada por los hechizos. Eivia intentó volverse atrás y se protegió tras la hoja de la espada.

—Tú… —ella ahogó un grito ante las palabras del hombre, intentando esconderse de los ojos que se abrían escrutadores. El muchacho preguntó, reconociéndola—: ¿Qué haces aquí? ¿Para qué has vuelto?

—No lo sé —chilló Eivia. El peso del arma comenzaba a encorvarla. Por un minuto logró tranquilizarse—. Te buscaba, supongo.

—Bien. Es suficiente para mí. ¿Quieres que me tienda? ¿O prefieres…?

—¡No! —clamó la mujer, asustada de la violencia de aquellas palabras—. No vine a pedirte nada de eso. No vine a repetir un trago de la misma bebida. Por Isweal, no vine…

—No alcanzo a entenderte —él inclinó la cabeza en un gesto conciliatorio, ya despejado—. Puedes bajar la espada. No me gustaría que buscara mi carne. Puedes estar tranquila; no te atacaré. Ni siquiera pienso en eso. Digamos que mi tiempo despierto es demasiado corto para malgastarlo.

—Pero podrías —continuó la mujer—. Quiero decir; si quisieras hacerme daño, matarme, podrías hacerlo.

—Sí; esa hoja no me detendría —habló él con burlona reverencia—. Isweal le concede dones a todas las criaturas bajo el cielo. Ustedes nos controlan, y sin embargo, nosotros poseemos la fuerza. Animal y brutal, claro. ¿No es acaso la excusa que emplean para mantenernos recluidos? El miedo es una buena clave, que obliga a muchas cosas insensatas.

—¿Cómo puedes hablar así? —preguntó Eivia—. Siendo sólo un hombre, ¿cómo puedes expresarte de esa manera? ¿Y pensar?

—También tenemos buenos maestros, muchacha —él rió por un momento—. Algunos de nosotros, al llegar a la vejez, logramos quedarnos dentro de Destyop sin ser aniquilados, como ayudantes o esclavos. Algunos de los viejos burlan, de vez en vez, la vigilancia de las Guerreras y nos despiertan para hablarnos de lo que existe más allá de estas paredes. Hemos aprendido lentamente, de generación en generación. No todos pueden comunicarse contigo como yo. Hay quienes sólo sirven para sembrar semillas… Ésa es toda la historia.

—Sé que sufres… —empezó a decir Eivia, pero la risa del hombre cortó su voz.

—¡Mujer, mujer! Así lo quiere Isweal…

—Es también tu Diosa, tu Madre —Eivia percibió la vergüenza agitándose en las mejillas—. No deberías hablar así.

—¿Mi Diosa, mi Madre? ¿Una Madre que encierra a su prole, la conduce a las vías de la desesperación y el odio? ¿Una Madre que es dadora de vida para unas y de muerte para el resto? ¿Una Madre asesina frente a la que se arrodillan continentes con el propósito de borrar el error de su creación? ¿Una Madre que se proclama dueña de las estaciones y desprecia los frutos que nombra podridos? Si es a ella a quien reverencias, entonces no tengo que escucharte más.

—Calla —musitó la ilea, cubriéndose los oídos—. Yo tampoco quiero seguir aquí. Ya me has lastimado demasiado.

—Sabes que no —se le enfrentó el esclavo—. Es simple: otra persona ha derrumbado tu confianza y estás persiguiendo una excusa para enfrentarte al mundo con la mente nublada por fantasmas. Quieres encontrar en mí una clave para llenar el vacío, pero yo también estoy hecho tan sólo de carne y dudas. No puedo darte consuelo, ni las razones que deseas escuchar. Vuelve a tu guarida, y sirve a Isweal hasta que seas un cuerpo más bajo la tierra.

Una lágrima rasgó el perfil de Eivia. No tenía argumentos para rebatir al prisionero.

Había perdido el orgullo. No creía en nada, y sin embargo su corazón flotaba libre, sin ninguna cadena. Despacio, inició el diálogo:

—Estoy sola. El lugar al que una vez pertenecí forma parte del ayer. Jamás volveré a cruzar sus umbrales, ni a abandonarme al amor que intenté ver en la Diosa. Quizás seas tú el indicado para destruir los pilares de mi voluntad. Estoy sola —repitió, sin poder creerlo— y mi nombre es Eivia.

—Eidanth… —silabeó él, atreviéndose a reflejarse en sus pupilas y desviar el aliento común hacia las estrellas.

Aquel fue el primer encuentro de muchos. Yacieron juntos, acariciados por la inocencia, inviolables en su deseo, sin avistar la tormenta que despuntaba en el horizonte.

 

***

 

—Puedes darme la libertad. —Eidanth estaba una vez más despierto, pero el tiempo se abalanzaba en su contra—. Eivia, puedes darme vida, alejarme de este lugar horrible. A mí y al resto de los que dormimos bajo la Magia de las Sacerdotisas. Y algún día, los dos juntos, criaremos a nuestros hijos e hijas en igualdad, sin mentiras.

—Deliras —dijo ella y se desligó del abrazo—. ¿Qué podría hacer yo sola contra tantas leyes? ¿Cómo desbrozar tantos siglos?

—Tienes tu espada. Su hoja no está mellada, conserva el filo de batallas pasadas. Dámela —le pidió él—. Llama a la Guardiana, y déjame asestarle un golpe. Tú eres mujer y tienes los dones de Magia de Isweal. Avanzaremos por el laberinto, despertando a todos los que duermen allí. ¡Por favor!

—¿Qué me pides? ¿Qué piensas hacer? —se asustó ella— ¿Quieres que trastorne mi mundo, el que me educó? Piensa, Eidanth: cuando los tuyos salgan de este sitio, sembrarán el horror sobre mi gente. Entonces, ni siquiera tú podrás controlarlos.

—Sí, no te mentiré —dijo él—. No abandonaré Destyop para esconderme en las montañas de Noytelr. Avanzaré hacia las ciudades y haré la guerra, para que las generaciones que me sigan puedan respirar bajo el mismo sol, sin necesidad de aniquilarse mutuamente. ¿O acaso piensas que no merezco eso?

—Eidanth… No puedo.

—Entonces, cuando procrees un niño en tu vientre, cuando nuestro árbol germine, reza para que nazca hembra. Porque si es varón, tu propia mano deberá entregarlo para que otros lo conviertan en una máquina de odio.

Eivia cerró los ojos. Sabía que su amante decía la verdad; si ese día llegara, ella no tendría fuerzas para entregar a su niño, para condenarlo al sufrimiento… Pensó en Welkiar y su amor. El dolor le rasgó las entrañas. No volvió a hablar, pero llamó a la Guardia a grandes voces y cuando ésta se acercó con ojos soñolientos, ya Eivia tenías las manos en alto y empuñaba la espada. El acero cortó el aire dos veces, y silbó sobre la carne derrumbada. La muchacha cayó, mientras Eidanth la tomaba por un brazo.

—¡Rápido, rápido! —la urgió él, mientras le limpiaba del rostro gotas de sangre… y lágrimas.

—Antes de morir, ella me miró. Sabía que la había traicionado, y no podía comprenderlo —sollozó Eivia—. Jamás olvidaré sus ojos, Eidanth.

—Lo sé —pronunció él gravemente, y ya no dijo más.

Ambos avanzaron por el camino de piedra. Eivia extendió los dedos y la luz iluminó su senda. De repente, la Magia de la Diosa navegaba en sus venas y fluía a través de ella. Pudo ver a dentro de la roca a los seres hibernados que yacían en reposo y señaló hacia delante.

—Por aquí —murmuró.

Una puerta se abrió ante ellos.

 

***

 

Los hombres avanzaban por entre la maleza, agazapados. Las hojas cubrían sus rastros y los rasgos de sus rostros. Tras ellos, quedaban campos en llamas, las espigas encendidas como antorchas sobre la noche de Uildeir Murg. No se escuchaba una palabra.

Caminaban aprisa, pues un ejército de las más poderosas Guerreras de Isweal andaba tras sus pasos. Eidanth iba al frente de la comitiva. Había cambiado, quizás demasiado, desde los días nefastos en los Solares. Ahora tenía toda la apariencia de un guerrero: la espada envainada y puñales al cinto, el yelmo en la cabeza. Más vigilante.

Eivia estaba a su lado. Ya no vestía más como ileas. En lugar de túnica translúcida y vaporosa, llevaba una cota de mallas corta, un arco y un carcaj lleno de flechas venenosas de puntas doradas como picos de aves.

El rastro de desolación que dejaban tras ellos ya era largo. Muchos solares de Hibernación se consumían a su paso. Los hombres, finalmente a la intemperie, corrían junto a ellos, a integrar las filas y enfrentar las legiones de la Señora. Combate tras combate, el cerco se recrudecía; las probabilidades estaban en contra de los seguidores de Eidanth. Las tropas de Isweal eran un elemento a tener en cuenta, que sembraba el temor entre los liberados.

En cada ciudad, las cabezas de Eidanth y Eivia tenían puesto un precio. Un precio cada vez más alto. No eran pocas las emboscadas que habían eludido. Muchos del improvisado ejército habían ya caído en los campos de batalla, incapaces de detener el avance de las Guerreras, con sus espadas en alto, sus ojos hambrientos de carne viva, sus mandobles buscando una brecha por donde penetrar.

Sin embargo, aún no perdían la esperanza. Siempre quedaba Lugmad, la Nueva, hasta ahora la única ciudad donde hombres y mujeres convivían en armonía, donde todos los niños al nacer iban al seno de su madre y no hacia los Solares yertos.

Ahora lo que realmente importaba era llegar a salvo a Lugmad y sellar sus amplias compuertas, protegidas por los hechizos de Eivia, magia que ni siquiera las Sacerdotisas podían aniquilar. Borrar las señales que podían delatarlos en el camino.

Pero el tiempo corría en su contra…

—¡Adelántate tú! —murmuró Eidanth, tomando la mano de su amante—. Eivia, eres nuestra única esperanza; presiento que esta noche acabará con muerte y fuego. Si no llegas a Lugmad antes que las Guerreras, ellas barrerán nuestra obra.

—No puedo dejarte —dijo Eivia. Sabía que el guerrero tenía razón: las voces del viento le hablaban, y los ejércitos de Isweal marchaban en su contra. Debía correr y rezar, y abandonarlo atrás.

—Es tu deber —la conminó él—. Todos nuestros sueños y esperanzas están en juego. Ellas vienen a segarnos como plantas dañinas. No quieren que nuestro mal contagioso empañe su aire. ¡Vete! Nada puedes hacer a mi lado, salvo morir…

Eivia le besó las palmas de las manos, humedeciéndolas con sus lágrimas. Luego le dijo adiós, agitando ambos brazos en el aire, sabedora de que quizás fuera el último momento en que lo veía con los ojos abiertos. Luego corrió como una saeta hacia los bosques y se internó en ellos.

Eidanth la miró hasta que Eivia se perdió entre los árboles. Entonces escuchó su propio llamado. Isweal le estaba hablando.

Las tropas de la Señora lo esperaban en las Encrucijadas de Myrandúr.

 

***

 

La diestra de Shuerteal, Señora del Poniente, temblaba desafiante al entregarle la carta. Welkiar escuchó las pisadas del caos destruir la tranquilidad de su reposo, irrumpiendo cual huésped salvaje. Los actos de Eivia comenzaban a trastornar el eje interno de la sociedad y amenazaban convertir de nuevo el mundo en un lugar donde sería difícil para una mujer caminar sola sintiéndose segura. Los hombres eran cada vez más peligrosos. Habían conocido lo que era respirar sin cadenas, y ahora nada podría conducirlos de nuevo a Destyop, salvo la muerte o una derrota total.

Debían ser controlados…. y lo serían. Tanto Shuerteal como Welkiar estaban convencidas de ello; pues si bien los varones rebeldes poseían los dones del combate y la fuerza, no tenían manera de vencer las artes mágicas de las Sacerdotisas que encabezaban las huestes de Isweal.

Pero estaba Eivia, que finalmente había encontrado su poder. Ella era más que una traidora. Su nombre era escupido y maldecido en cada templo y ciudad, incluso en la misma Capital Formativa… Las órdenes del ejército de Isweal eran la muerte inmediata, sin clemencia alguna, para aquellos que se interpusiesen en su vereda. Pero aquella ley no se cumpliría ni en Eidanth ni en Eivia. Ellos debían lavar con sangre, ante el Templo de la Señora, cada uno de sus errores.

Una Cuidadora responde por cada camada que recibe. De alguna manera, Welkiar sentía que aquella renegada era también su responsabilidad. El nexo de amor con que durante años se había atado a Eivia no estaba aún trunco. Debía acudir a ella, aunque vano fuera el propósito.

—¿Qué pretendes enseñarnos, Señora? —murmuró al cielo, sin fuerzas para comprender—. ¿Cuál es la señal?

¿Quería Isweal, acaso, que se cuestionara su poder, se tambalearan las ciudades, se ahogaran los frutos de tanto trabajo? Welkiar descendió los altos Niveles de la Capital, advirtiendo que el aire estaba cargado de furor reprimido y pánico. Por un instante, le pareció ver nuevamente la sonrisa de Eivia desmintiendo el horror, corriendo entre laberintos. «Son espejismos que nada salvaguardan», meditó la vieja, espantando al fantasma de Eivia.

Sus cavilaciones fueron interrumpidas. Shuerteal se interpuso en su camino y volvió a extender la diestra. En ella estaba la misiva. Welkiar la tomó.

—Tu discípula no aprendió bien la lección —ironizó la otra, cubierta por la suciedad. Welkiar permaneció quieta, apreciando el miedo bajo la aparente capa de frialdad de la portadora—. Es hora de descargar el golpe. Hemos susurrado las demandas de la Diosa en un oído que pretende borrar todas las promesas. No quiere claudicar. Ha creado, en compañía de esa criatura que llaman Eidanth, una especie de refugio para aquellos que quieran construir un espacio fuera de las tradiciones, donde hombres y mujeres andan juntos bajo las lunas. Lugmad, le llaman. Puedes leerlo. La carta lo explica todo. Nada le debemos a Eivia… Ni siquiera tú.

—Ni siquiera yo… —repitió la matrona, aunque no podía creerlo. Aún no se desligaba de la sombra de su discípula. Después añadió, con los párpados contraídos, aunando las fuerzas para oponerse a una decisión de Shuerteal—. Quiero estar ahí cuando la capturen. Quizás quede alguna esperanza de recuperarla.

—Ninguna —negó categóricamente la otra, sonriendo a medias—. Además, ha dejado de ser tu responsabilidad. No ganarías nada. Es tarde.

Welkiar dio un paso atrás. Las leyes creadas por el puño de Isweal pesaban sobre sus hombros como hierro, acumulándose en compacta violencia. Shuerteal la observó un instante, con la risa jugueteando en las comisuras de los labios, preguntándose qué pretendía lograr aquella anciana en la carne de una pecadora.

Shuerteal pensó unos segundos. La Señora había dejado de morar sobre las Uildeir Murg para dar lugar a la guerra. Reinaba la incoherencia: hombres que exigían su libertad con las armas en la mano y diezmaban los campos, los sembrados y los altares de culto sin temor a la Diosa. Cientos de Solares de Hibernación que caían inundados por el fuego demoledor, liberados por el amante de Eivia.

Era hora de saldar las deudas. Welkiar podía ser útil.

—Ven conmigo —murmuró Shuerteal a la Cuidadora—. Estoy cansada y necesitaré ayuda.

En el pecho de Welkiar, la Diosa cantó en un tono indescriptible, cálido cual las profundidades de Uildeir Murg.

 

***

 

La Magia de las Sacerdotisas iba sembrando desolación en Myrandúr. Los seguidores de Eidanth caían al suelo como flores mustias, sin heridas visibles, sólo con una expresión de terror y dolor incomparable en los rostros. Rayos de luz púrpura inundaban la encrucijada como agua.

Eidanth observaba sus propias huestes mermadas, aún luchando con las pocas fuerzas que sobrevivían al espanto. Las espadas se mellaban como si golpeasen roca al caer sobre los escudos de las Guerreras, las flechas volaban un segundo y luego estallaban en el aire en una orgía inofensiva de color y fuego. Silbaban los puñales en el aire, y los hombres no ganaban ninguna ventaja. Isweal había desplegado toda su fuerza en un solo golpe.

Criaturas legendarias sobrevolaban el cielo oscuro, seres de pesadilla sin descripción. Eidanth se cubrió los oídos para evitar que estallaran y desprotegió uno de sus flancos. Cuando vio a la guerrera que se acercaba a él, con la hoja descubierta en amenaza, ya no pudo detener el choque. La sangre manó de su costado. Comenzó a sentirse mareado. Lo atacaron las náuseas. Con su propia espada, descargó violencia sobre la mujer, pero ella lo esquivó certeramente.

Eidanth saboreó el amargor de la derrota.

«Corre más, Eivia», pensó, de rodillas en la tierra, con las pupilas fijas en el cielo sin sol. «Corre lejos».

La muerte no tardaría en hallar su carne y su olor. Se vio a sí mismo como un ser más en un campo lleno de fatalidad, exudando su rabia segundos antes de volver al silencio de los dioses; luego el puño de su enemiga se alzó en el golpe fatídico. No tardaría en caer. No tardaría…

—¡ Alto! —escuchó la exclamación, y una de las Sacerdotisas se inclinó sobre su cuerpo. La guerrera detuvo su arma en el aire—. No mates a éste. Yo, Shileas Zild, te lo ordeno. Por Isweal.

De nada le valía su furia. Era otra vez un prisionero.

 

***

 

—Perdóname, por favor —Eivia lo miraba entre lágrimas.

El Ejército de la Diosa estaba paralizado. La traidora caminaba entre las filas de las mujeres y ninguna se atrevía a hacerle daño. Eidanth la vio desde lejos, y pensó que quizás desde siempre estuvieron predestinados a encontrarse en el asdelar y terminar dominados por el destino, prisioneros en una jaula de madera, los dos únicos sobrevivientes de la masacre en la encrucijada.

—Me entrego a ustedes —gritó Eivia, mientras arrojaba su cota de mallas, flechas y arco—. Soy Eivia y mi cabeza tiene precio en cada ciudad de Uildeir Murg. Soy aquella a quien buscan.

—¿Dónde está aquel lugar que llaman Lugmad? ¿Su ciudad maldita? —preguntó Shileas, sin mover un músculo de su faz—. Dime dónde está…

—Eso no —negó con la cabeza Eivia—. Cualquier cosa menos eso. Lugmad está más allá de su alcance. A la vez cerca y lejos. Protegida por mi Magia, y ni siquiera las grandes sacerdotisas de Uildeir Murg lograrán atravesar mi mente para descubrir dónde se esconde. Jamás hablaré…

—No importa —musitó Shileas, con una mueca de amargura—. Por el momento, es más que suficiente ponerlos a ambos bajo el mismo yugo.

Eivia fue arrojada dentro de la jaula. Sus dedos ya no despedían luz, como si el poder de la Diosa la hubiera abandonado de repente.

—He perdido mi fuerza —sonrió ella tristemente. Abrazó la cabeza ensangrentada de Eidanth y dijo—: Es hora de volver a casa.

 

***

 

Shileas Zild recibió el reconocimiento en las Puertas del Templo, sacudida por las ovaciones del pueblo. Los miembros del Concejo se deshacían en bendiciones, festejando la aniquilación de los rebeldes con el sanguinario júbilo de fieras en celo. En cada plaza, Shileas se detenía e iniciaba el recuento de su victoria sobre los sublevados, llena de fervor, provocando una oleada de febril excitación entre la gente.

La llegada de los prisioneros desterró toda prudencia; fue necesario recluirlos en el templo de Isweal para impedir una matanza colectiva. Eivia, asida a Eidanth, no conoció el reposo. Llevaban días sin dormir, primero sacudidos por el viaje y las amenazas de las Guerreras, luego, por los abucheos de la multitud.

Eivia intentaba no escuchar. Para Eidanth cada paso dentro de las urbes era nuevo; para ella era el retorno. Había vivido en aquel mundo tiempo atrás; le parecía que habían pasado milenios desde su ceremonia del asdelar hasta aquel exacto momento. Apenas conservaba unos jirones de ropa sobre el cuerpo. Tenía fiebre y la sed la atormentaba. Por eso, cuando la figura de Welkiar se aproximó a la jaula, mucho más anciana de lo que podía recordar, Eivia sonrió, pues pensó que estaba alucinando:

—Madre Welkiar…

La Cuidadora se acercó, trémula, a la apóstata, dejando que la costumbre frenara sus ansias de destruirla. Sentía odio, demasiado odio. Pero a la vez, compasión por las heridas de la muchacha, que era una desconocida ahora. Y también amor, por el pasado que una vez compartieron. Afuera, los bramidos se convirtieron en un llamado unánime a la censura. Todos aguardaban la llegada de la Diosa Isweal, y su sentencia sobre los condenados. El desprecio floreció en la boca de Welkiar:

—¿Te compensó lo suficiente? ¿Te dio lo que perseguías?

—¡Ah! —exclamó la otra, reconociéndola—. Entonces, en verdad estás aquí… ¿Te han traído para conmoverme? ¿O para quitarme lo poco que me queda? ¿Para humillarme con palabras?

—Las noticias son más rápidas que el viento, chica. Las tuyas no tardaron en abrasarme —dijo la mujer madura—. Parte del mal que provocaste arribó a la Capital Formativa. Nos continuará arrasando incluso cuando tú ya formes parte del polvo.

—Eso espero, ciertamente. Convertirme en cenizas —rió irónica Eivia. Luego agregó, más calmada—: Perdón… Estoy tan cansada que no puedo hablar sin rencor, sin olvidar nuestra derrota. Y ahora es tarde para intentar explicarte. Mis ruegos no han sido escuchados. Mis razones no podrían convencerte.

—¿Explicarme qué? ¿Tu ruptura con Isweal, tu insatisfacción con la esencia del Universo? —indagó la Cuidadora, con una mueca alterándole los rasgos—. Escupiste los límites, ensuciaste los ritos. ¿Qué nos queda ahora, Eivia?

—Van a juzgarme. Eso debería aliviar tus ansias vengativas. —La muchacha se acomodó en la jaula, de espaldas a la vieja—. No puedes tocarme… Tu temor te condiciona. Temes, me detestas, porque me crees el pilar del mal. No lo soy, Welkiar. Sólo soy distinta de lo que imaginaste… Y tú… tú… has matado lo mejor de ti misma. Yo me he entregado al amor. Mi sacrificio o mi crimen trepidará hasta el fin de las edades, pero tú nunca entenderás mis argumentos. Eres náufraga en un mar de incredulidad, guiada por los espectros de un linaje que desfallece. Tu mundo es muy viejo, y los míos son la nueva vida.

—La Señora jamás perdonará… —comenzó diciendo la mayor, buscando un rayo entre aquella espiral de sufrimientos. Y de repente, no supo qué otra palabra añadir.

—Bien —asintió Eivia—. Tampoco deseaba eso. El tiempo transcurre y yo no reclamo limosnas.

Una escolta irrumpió en la sala, cubiertas por las armaduras y los Espejos de la Ley de Isweal. Sobre los hombros de Shileas Zild giraba la estatua de la Diosa sobre la piedra, cubierta por centenares de hojas de aleuv. Había llegado el momento de juzgar. Welkiar se apartó. Incluso Eidanth miró con cierta reverencia.

La boca de Isweal se movió… Tras milenios de obstinada tregua había descorrido su velo y pretendía hablar. La luz del sol entró por las ventanas del Templo y se reflejó en los espejos. La Diosa continuó girando y sus ropas parecieron hechas de cristal.

La voz de la divinidad sacudió los cimientos del Templo.

Descansarán mis dedos sobre su frente y nada irrumpirá su signo. He decidido. Soy Isweal. La voz sin inflexiones era un murmullo ensordecedor, preludio de inmortalidad. Eivia fijó sus ojos en la figura ardiente, aguardando su dictamen. Estaba tan cerca del abismo que parecía simple fijarse en el borde y abarcar el dolor en un nexo irreducible. Nadie tocará la piel de los condenados, ni su esencia. No deseo más horror sobre mis campos.

Avanzarán al destierro sin rememorar las rutas de regreso a Uildeir. Todo rastro perecerá para ustedes. Arrastrados por el olvido, nada recordarán de esta tierra ni de sus vidas anteriores. Nacerán una vez más, en un mundo que recién conoce la luz. Un mundo sin habitantes, ni el calor de la existencia. Yo se los entrego… Vayan a él y háganlo el paraíso que soñaron, donde todos respiren bajo las estrellas sin diferencias. Serán el primer hombre y la primera mujer en un terreno sin nombre. Llevarán el peso de la creación y ella consumirá sus esperanzas algún día. Eivia, Eidanth… No teman más. Ésta es mi sentencia. Vayan a su universo y llámenlo Tierra. Han de pasar muchos ciclos antes que todos volvamos a reunirnos bajo la luz del sol.

Eidanth aferró la diestra de la muchacha, advirtiendo la cercanía del peligro. Poco a poco, su mente fue borrándose, quedándose como una página en blanco. Eivia duró un poco más que el resto de los recuerdos, como una sombra pálida que pertenecía al ayer, y luego también empezó a desaparecer. El aulló. La olvidaba… Deseaba aferrarla, pero no alcanzó su sombra.

Eivia: en tu mundo serás la perpetua culpable. Nadie entenderá tus lamentos. Tus hijas sufrirán el escarnio, la marginación, la mutilación, el desafío, por el simple hecho de respirar. Durante milenios, ninguna hembra alzará la frente sin recibir un golpe a cambio. Navegarán densas nubes en la utopía de ese mundo que soñaste, porque los deseos son conquistados con paciencia y mucho dolor. Tendrás que esperar, hasta que el crepúsculo fenezca y se encumbren los mares. Entonces, nada quedará, salvo que ustedes y nosotros volvamos a ser uno.

La Diosa-Piedra se escondió tras la máscara de la inercia. Eivia se sumió en el sopor. También a ella comenzaron a borrársele las ideas, sumiéndola en un mar de tinieblas, opacando su imagen y la de Eidanth. Abrió los labios, pero de ellos sólo escapó un gemido. Welkiar fue la postrera imagen que quedó aferrada a su piel.

—Oh, madre… —murmuró Eivia, antes de entregarse completamente al torbellino de la omisión.

Desconoce, ahora que descansan mis dedos sobre tu frente. Soy Isweal. La Señora calló nuevamente, mientras las lunas se avecinaban, clarividentes, sobre los amantes dormidos.

 

****

 

La Cuidadora reparó en la inoportuna arena que se había colado a través de las Puertas de Durtyer, quemándole la vista. Las discípulas se inquietaron e intercambiaron sílabas breves para después embriagarse en la expresión de la faz de Welkiar, aunque nada decían ni expresaban sus facciones.

Ilustración: Fraga

Por un momento, la anciana volvió a percibir la similitud de las eras latiéndole en el pecho; muchas de aquellas niñas eran demasiado parecidas a Eivia. Pero esta vez no sintió miedo. Todas las prohibiciones de la Capital Formativa no pasarían la barrera de sus remembranzas. Eivia quedaría escondida allí, donde nadie se la arrebataría, dulce como una ilea, fuerte y poderosa como la guerrera.

—Y así termina —señaló—. Ambos desaparecieron de nuestra vista. Eidanth… Eivia… ¿Quién sabe si encontraron un sitio que albergase sus ilusiones, un firmamento que abrazase sus singularidades? ¿Quién descifra los enigmas? ¿La Tierra? ¿Lugmad? ¿Dónde se encuentra su ciudad, perdida en nuestras propias entrañas por el hechizo de Eivia? Nunca quisimos discernir. La Diosa no dijo más. Entretanto, quedamos nosotras y nuestro mundo.

—¿Y si regresan? —indagó alguien y su tono era de turbación.

—¡Ah! —la anciana abrazó a las niñas más cercanas—. Si regresan… Isweal lo afirmó: quizás algún día estemos preparados para recibirlos.

Era de noche. La cuidadora miró hacia las estrellas. Los lejanos astros sonrieron desde el destierro. Welkiar los contempló, adivinando los acertijos de la Diosa, presentes en las constelaciones.

«Al final», pensó, «todo conduce al centro del misterio, fuente y génesis de la vida.»

 

 

Elaine Vilar Madruga. Ciudad de La Habana, 1989. Graduada de Nivel Medio de Música en la especialidad de guitarra clásica. Graduada de la Academia de Etnografía y Tradiciones Canarias en Cuba, de la especialidad de Literatura. Obtiene premios como “La flauta de chocolate”, “El viejo y el mar” de literatura infantil, mención en el Calendario 2006 de ciencia-ficción, mención en el Concurso Iberoamericano de Relatos BBVA – Casa de la América 2007, Premio Identidad Femenina y Primera Mención del concurso Tertulia Canaria 2008, así como diversos premios y menciones en los Encuentros de Talleres Literarios municipal y provincial. Primera mención del Concurso de literatura infantil y juvenil de la Tertulia Canaria 2008. Finalista del concurso internacional Evohé Ediciones 2008 de poesía mitológica, en España. Colaboradora y editora de la revista digital La Voz de Alnader. Ha sido publicada en antologías y revistas nacionales e internacionales. Ganadora del Decimosegundo premio “Indio Naborí” de décima del año 2008. Miembro de la Asociación Hermanos Saíz desde el año 2007. Ganadora del Premio Extraordinario de Cuentos de Nunca Acabar, del Primer Concurso Internacional “Garzón Céspedes” 2008, con el relato “Concepción”. Ganadora de la primera mención en poesía de los VI Juegos Florales, auspiciado por la Asociación Canaria de Cuba en el año 2008. En el año 2009, obtiene mención en el género de cuento en la 20 edición del concurso “Alfredo Torroella”. Ganadora también del Premio del Primer Certamen Internacional de Poesía Fantástica y de Ciencia-Ficción “Minatura 2009”, en España, con su poema “Eva”; donde otro de sus poemas “Las preguntas de la zorra”, quedó también finalista. Ganadora del I Premio “Día Mundial de la Poesía”, en poesía de temática libre. Ganadora del segundo premio del concurso Juventud Técnica 2009, de ciencia-ficción. Ha ganado también el VII Premio de la Décima Tertulia Canaria (año 2009), auspiciado por el Gobierno de Canarias y la Asociación Canaria de Cuba. Ha organizado, en colaboración con la Editorial Gente Nueva, el proyecto “Behíque” de divulgación del arte fantástico, en el marco de la Feria Internacional del Libro de La Habana, en el año 2009. Co-fundadora y co-organizadora del Taller de Creación de Arte y Literatura Fantástica “Espacio Abierto”, también en el año 2009. Graduada del curso de Técnicas Narrativas “Onelio Jorge Cardoso” en el mismo año 2009. Graduada del curso de Etnografía y Tradiciones Canarias, en la especialidad de Literatura (2009). Co-organizadora del Segundo Evento de Arte y Literatura Fantástica “Behìque 2009”. En proceso editorial se encuentra su novela “Al límite de los Olivos”; así como diversas antologías y revistas en Inglaterra, Italia, Venezuela, México, Argentina, Cuba y España con obras de su autoría. Publicaciones en antologías: Vuelos de colibrí- Casa Editora Abril. Cartas al padre- ARCI, Italia. Secretos con alas- Casa Editora Extramuros. Cuaderno de los V Juegos Florales- Editorial Cubano- Canarias. Compilación poética de los VI Juegos Florales- Editorial Cubano- Canarias. SOS, Ternura- Editorial Extramuros. 2009. Voces con Vida- Palabras y Plumas Editores S.A. México, 2009. Aldea Poética SXO- Editorial Aldea Poética, España 2009. Publicaciones en revistas: La voz de Alnader- ezine de fantasía épica y ciencia-ficción. La Edad de Oro en Nosotros- Casa Editora Abril. Cuba Confluencias- Madrid, España. Gaviotas de Azogue, número 67, año 2008. México. Minatura. Número 92, año 2009. España. Axxón. Argentina.

 


Este cuento se vincula temáticamente con LAS MUJERES, de Diego Escarlón, AMAZONAS DE LA MACETA, de Javier Goffman

 

Axxón 202 – noviembre de 2009
Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Fantasía : Feminismo : Religión : Guerra : Cuba : Cubana).