Revista Axxón » «La sonrisa acabada», Carmen Flores Mateo - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ESPAÑA

 

 


Ilustración: Pedro Belushi

Hoy:

 

—No soy yo, ¿no lo entiendes? Ella no soy yo.

—¡Cállate! —gritó él, agarrándola por el brazo con más fuerza de la que era su intención—. Ya me rompiste el corazón una vez. Aguanté a tu lado mientras te consumías poco a poco, sin ánimo y sin esperanzas, alentándote a reír, a vivir el tiempo que yo necesitaba. Y verte así fue el trance más amargo de mi vida, ¡así que cállate de una puta vez!

 

 

Hace 5 años:

 

La cafetería de la Facultad de Empresariales era un hervidero a cualquier hora de la mañana, cualquier mañana de lunes a viernes. Era la más grande del campus y, además, la que tenía el mejor sitio, estratégicamente elegido por la empresa que la gestionaba: la azotea del edificio central. Una cúpula de cristal la guardaba de las inclemencias del tiempo y proporcionaba unas vistas privilegiadas del campus, de las instalaciones deportivas que incluía y del cercano mar.

Era jueves, y el curso universitario había comenzado hacía apenas tres semanas. Los alumnos veteranos se movían con seguridad entre las mesas, saludando a diestro y siniestro y cargando en equilibrio, con los brazos alzados entre el gentío, sus bocatas y sus bebidas. Los novatos buscaban su sitio entre todo el barullo intentando, según el caso, llamar la atención del resto de la cafetería —sin suerte alguna—, o pasar totalmente desapercibidos para no ser el centro de las miradas. Entre los vergonzosos se encontraba una chica de pelo castaño, alta y bastante delgada, con un cuerpo precioso recién salido de la adolescencia. Sus ojos, del color de la miel, seguían al camarero, intentando captar su atención para pedir algo que tomar antes de que acabasen los veinte minutos de que disponía entre clase y clase, pero empezaba a sentirse totalmente invisible. La gente le empujaba desde atrás intentando robarle el sitio en la barra. El agobio era cada vez mayor.

El chico que estaba a su izquierda giró la cabeza y le dio un suave codazo.

—Eh, ¿quieres que te pida algo aprovechando que a mí ya me traen lo mío? —Sus ojos azules sonreían, eran cálidos y, aunque jóvenes, parecían poseer una experiencia y una seguridad en sí mismos de las que ella carecía—. ¡Víctor, cómo es que no atiendes a mi amiga, gandul! —Volvió a girarse hacia ella—. Este siempre va como una moto…

—Ahm, si, ¡te lo agradezco! Por favor, pídeme un café con leche.

Gracias al desparpajo y los gritos del chico, en pocos minutos estaban alejándose de la barra cargados con sendas tazas. Él la guió hasta el rincón más alejado, pegado a la barandilla que bordeaba la cúpula de la terraza, para escapar de los empujones y los gritos. Colocaron sus cafés en equilibrio, intentando aprovechar el poco sitio.

—Me llamo Josef.

—Yo soy Roslin —dijo ella con un hilillo de voz—. ¿Nos conocemos? Me suenas de algo…

 

 

Si habéis tenido algún amor de instituto o de universidad recordaréis la sensación de flotar en una nube de las primeras semanas. El ansia en saltar de la cama cada mañana, antes de la salida del sol, para ducharte y acicalarte a toda prisa, elegir cuidadosamente tu ropa pensando qué será lo que más te favorece, qué será lo que más le va a gustar a él o a ella…

Roslin no se había enamorado en su vida, y ahora vivía esa ansia con una intensidad que le quitaba el aliento. Tampoco es que su vida fuese muy larga, tenía dieciocho años recién cumplidos, pero en realidad sí era su primer amor. Había ido a un instituto femenino, más un internado, situado en las afueras de una gran ciudad pero aislado de ésta. No es que echase de menos a nadie, tampoco tenía nadie a quién recordar. Hacía tiempo, cuando era muy pequeña, que había aprendido a estar sola.

Cada mañana se peinaba y maquillaba cuidadosamente para Josef. El insistía en que no lo necesitaba para nada, que estaba perfecta sin ningún potingue en la cara, pero para ella era como un ritual, una ofrenda sagrada a la Diosa Fortuna para asegurarse cada día la compañía del chico. Asistían a seis asignaturas juntos, lo que suponía muchas horas semanales de pupitres para compartir pero, además, eran inseparables el resto del tiempo. Estudiaban juntos en la biblioteca, pasaban horas en la cafetería de la Facultad de Empresariales, donde se conocieron, sentados con un café. Era como si no existiese nadie más en el mundo aparte de ellos, como si el destino pudiese quitarles en cualquier momento el tiempo que les quedaba por pasar juntos y, separarse durante demasiado tiempo, conjurase en su contra.

—¿Vienes hoy a mi piso? Tengo ganas de que lo conozcas por fin —dijo Josef. Llevaba tiempo invitando a la chica, pero esta nunca se decidía.

—Venga, pesado, cuando se te mete algo en la cabeza…

—¿Pesado? Lo que tengo que aguantar… Menos mal que me lo dices con esa sonrisa en la cara —Intentaba decirlo serio pero se le escapaba la risa—. Encima que quiero que me conozcas un poco más y veas dónde vivo… No creas que invito a cualquiera a mi guarida… digo… ¡a mi refugio!

—Ja ja ja ja… Claro, claro, seguro que la mitad de la población femenina del campus ya ha visitado tu «guarida«. ¡Quién iba a resistirse a esos ojos azules!

—Pues lo creas o no, eres la primera a la que he invitado —La cara de incredulidad de ella le hizo ponerse serio de nuevo—. Joder, que sí, ¿no me vas a creer? Mira, además podemos comprar esos panecillos que te gustan tanto, los de semillas integrales, y con un poco de embutido o lo que sea nos hacemos una cena y vemos una peli, ¿hace?

—¿Y cómo sabes tú que me gustan tanto? No recuerdo ni haber hablado del tema contigo, me has puesto un detective o qué? Ja ja ja ja…

—Uno no, dos; te espían las veinticuatro horas del día, y te hacen fotos siniestras en blanco y negro por la calle. Hasta me dicen de qué color llevas cada día las bragas…

—Ja ja ja ja ja —Se reía muchísimo con sus ocurrencias—. Estás fatal. Eres un poco siniestro, ¿sabes?

—Ja ja ja —reía Josef también—. Yo que sé, me lo habrás comentado en alguna ocasión, ¡soy un tío muy observador!

Tras pocos meses parecía que se conocían de años. Josef se adelantaba a todos los caprichos y gustos de la chica, la mimaba como si de una reina se tratase, y cada día tenía una sonrisa para ella. Roslin se dejaba querer y se dedicaba a sus estudios.

 

 

Quizá fuese el sexto sentido femenino. También podéis llamarlo intuición, gusto por los detalles o simplemente tener la mosca detrás de la oreja… el caso es que había algo raro en aquella relación.

Roslin lo veía, pero no era capaz de definir exactamente qué era. Era algo relativo a la forma en la que su chico siempre se adelantaba a sus pensamientos, o cómo parecía saber todos sus gustos, su pasado, incluso si alguien a quien acababan de conocer iba a caerle bien o no. Cuando iban de compras juntos, Josef sabía exactamente qué vestido le gustaría a ella para cualquier ocasión. En los restaurantes se anticipaba a lo que pediría sólo con echar un vistazo a la carta. Parecía conocerla más que ella a sí misma. No es que le agobiase, ni que decidiese por ella, pero siempre acertaba, como si pudiese meterse dentro de su cabeza, como si le leyese los pensamientos, y a veces eso le resultaba bastante siniestro.

Empezó a elegir sitios o cosas que no le gustaban realmente, solo para ver las caras que ponía él. La miraba extrañado como preguntándose, por ejemplo «¿Por qué hemos venido a ver esta peli? Si a ti te hubiese gustado más la otra…». Josef nunca protestaba ni se enfadaba por esas pruebas, nunca objetaba nada, pero ella veía ese momento de desconcierto en sus ojos.

Hacía ya unos diez meses que vivían juntos, en un pequeño estudio que alquilaron por el centro, cuando Roslin ya no pudo soportarlo más. Llevaban casi cinco años saliendo. No tenía sospechas claras, no podía coger a Josef y preguntarle directamente, mirándole a la cara, qué super poder ejercía sobre ella para que jamás pudiera ser impredecible para él. Aprovechó que el chico tenía una entrevista de trabajo y buscó la llave del apartamento donde Josef vivía cuando se conocieron. Aunque cuando le conoció ella pensó que lo tenía alquilado, resultó que era de su propiedad, y no había querido buscar otro inquilino porque prefería tenerlo como sitio para guardar sus cosas. Cosas insignificantes pero que sin duda ocupaban mucho espacio: comics, ropa, DVDs y juegos, libros y todos los apuntes de la universidad…

Aunque al principio él se había mostrado reacio a presumir de ello, y Roslin se enteró casi de casualidad, Josef tenía una gran fortuna. Su familia le había dejado, como único heredero, varias empresas que daban excelentes beneficios sin que él tuviese ni que ocuparse de ellas, ya pagaba a gente para dirigirlas. Por eso el hecho de tener el apartamento vacío no les suponía un gran estorbo ni una pérdida de dinero, aunque apenas iban por allí.

Después de dos trasbordos de metro, Roslin entró sola, por primera vez, al apartamento de soltero de Josef. No sabía muy bien qué buscaba, pero sabía que había cosas de él que escapaban a su comprensión, y necesitaba conocerlas. No tenía muy claro, por ejemplo, porqué había elegido aquel apartamento, bastante humilde. O por qué aquella universidad, cuando podría haberse licenciado en las más prestigiosas del mundo. Tampoco sabía mucho de su infancia, excepto que había quedado huérfano de niño, aspecto que compartían. No le había hablado de sus ex parejas, aunque ella le había preguntado; siempre salía con evasivas y se limitaba a decir que ninguna importaba y que ella era la mujer de su vida. Pensándolo con detenimiento se daba cuenta de que conocía mucho a su novio, pero poco de cómo o porqué había llegado a ser el hombre que era ahora.

Como no sabía muy bien por dónde empezar, fue abriendo los cajones uno a uno. Cables del ordenador, pilas eléctricas, tarjetas de restaurantes… las cosas que todos olvidamos en esos sitios. Otros estaban llenos de apuntes de biología, o de carpetas de ensayos. Había cientos de revistas científicas y libros sobre genética, se notaba que era uno de los temas que más le apasionaban a él.

Le llevó bastante rato encontrar cosas más personales, y cuando lo hizo tampoco es que le resultasen demasiado interesantes. Mucha documentación burocrática sobre las empresas de las que era propietario, la mayoría dedicadas al asesoramiento y gestión de otras entidades… Documentos de sus cuentas bancarias, de transferencias, algunas millonarias, pero Roslin pensó que eso era algo normal, aunque ella no estuviese tan acostumbrada. Le sorprendió encontrar que Josef también era dueño de una empresa dedicada a la experimentación genética, de un hospital privado en un pequeño país de las antípodas y de un laboratorio. ¿Por qué nunca le había hablado de todo eso? ¡Llevaban juntos casi cinco años, joder! Ella siempre había querido respetar sus negocios y su intimidad, consideraba que era indiscreto hacerle preguntas sobre eso, que habría parecido una interesada y una cazafortunas… Pero vaya, ¿ni una sola mención, ni un comentario? No le parecía muy normal.

Casi se le saltaron las lágrimas al abrir un pequeño arcón de madera que encontró guardado debajo del sofá. Había muchas cartas pero, sobre todo, había fotos. Reconoció los ojos de Josef en el niño que salía corriendo en la playa, o sentado en las piernas de una mujer que sin duda, por el parecido, era su madre. En la mayoría aparecía solo, tanto en la infancia como en la adolescencia, pero siempre con una gran sonrisa en la cara y en lugares increíbles: Disneyland, Nueva York, Sidney, algo que parecía una playa del caribe… Las fotos se interrumpían cuando Josef tenía unos diecisiete o dieciocho años, y luego sólo había una que a Roslin le encantó, porque era de los dos en el campus de la universidad. Debía estar hecha al poco de haberse conocido, porque ella llevaba el pelo más largo, y él tenía una cara de niño que le hizo reír. No recordaba el momento que había quedado reflejado, pero sin duda había sido un momento feliz. La ilusión se reflejaba en los ojos de ambos, estaban cogidos por la cintura y sonreían confiados a la cámara, reflejando su amor.

Todavía con cara de tonta guardó todo tal cual estaba en la caja. ¡Que idiota había sido, nunca debía haber desconfiado de él! De todas formas, ya no recordaba porqué lo había hecho, y se culpó por querer buscar siempre tres pies al gato, por intentar encontrar algo malo a una relación que era tan bonita, y a un hombre que sin duda era único y que le hacía feliz.

Cuando volvía a colocar el arcón debajo del sofá, algo en su base se enganchó con la alfombra. Lo levantó y pasó la mano por debajo, notando que había algo doblado. Inclinó un poco la caja para poder verlo bien y colocarlo de nuevo para que no se doblase más, y pudo ver que era otra foto. Estaba pegada con cinta adhesiva a la base del arcón, y solamente se veía su reverso. Roslin la despegó con cuidado, quería verla mejor.

Viendo aquella foto, el arcón cayó con un ruido sordo a sus pies, su corazón se paró y su boca se abrió de par en par sin que pudiese evitarlo, aspirando todo el aire que sus pulmones pudieron retener y, aun así, Roslin sentía que le faltaba oxígeno, que no podía respirar.

 

 

Josef había vuelto de la entrevista de trabajo hacía un rato, y estaba saliendo de la ducha cuando Roslin entró en casa. Como siempre, se acercó a ella para darle un beso.

—¿Qué tal cariño? ¿De dónde vienes?

Ella ni le respondió ni le devolvió el beso. Su mirada estaba fija en el suelo, temerosa, asustada, extrañada… Dejó el bolso y la chaqueta en un sillón, y se quitó los zapatos dejándolos tirados en el suelo. Josef la seguía con la mirada mientras ella se sentaba en el sofá, sin levantar todavía la cabeza. Observó cómo abría la mano, dejando caer en la mesa un papel que había sujetado con demasiada fuerza, a juzgar por su aspecto arrugado.

—Ros, ¿qué te pasa? ¿Te han dado una mala noticia o algo? Me estás asustando.

—Algo así —dijo ella, levantando los ojos por primera vez—. La verdad es que no sé muy bien qué pensar…

Josef se sentó a su lado, todavía envuelto con su toalla y el pelo mojado.

—¿Quieres contármelo de una vez?

Ella le miraba, pero sus ojos parecían traspasarle. No decía nada y él empezaba a impacientarse. Nunca se enfadaba con ella, pero todo el mundo tiene un límite.

Cuando ella apartó los ojos de su cara y los dirigió al papel que había dejado caer sobre la mesa, Josef siguió su mirada. Miró el papel, solo una vieja fotografía, a juzgar por la textura, arrugada y extraña. Alargó la mano y la cogió, dándole la vuelta. Las arrugas hacían que no pudiese ver todos los detalles, pero pudo ver la foto. De hecho, pudo reconocerla.

—Ros… ¿De dónde has sacado esto? —El tono era suave, conciliador…

Ella seguía sin apartar la mirada de la foto.

—¿Cuándo? —tan solo eso pudo pronunciar ella, muy bajito.

—Mira, no sé de dónde has sacado esta foto pero…

—¿Y tú de dónde crees que la he sacado? —le interrumpió ella—. Eres el único que sabe dónde estaba, ¿en serio tienes que preguntarlo?

Josef se había quedado sin palabras, solo respiraba lenta y pesadamente, sin apartar los ojos de ella y sin soltar la fotografía, aún en su mano. Mil historias pasaban por su mente, mil disculpas, mil explicaciones… Pero sabía que ella no creería ninguna.

—Ros, puedo explicártelo —dijo como única respuesta.

—¿Explicármelo? ¿Qué clase de bromas macabras estás acostumbrado a hacer? ¿Cómo esperabas que reaccionase yo? —su tono iba elevándose a cada pregunta—. ¿La tenías guardada para Halloween, o para mi cumpleaños? ¡Bonita sorpresa!

—No es ninguna broma. Ojalá lo fuese.

—¿Entonces, Josef? ¡Mira la puta foto y dime porqué has montado algo así! —Arrancó la fotografía de la mano de él, golpeándola contra su cara conforme se iba encendiendo de ira más y más—. ¿Se puede saber cuándo has hecho el montaje, cómo y por qué? Joder, ¡es la broma de peor gusto que me han hecho en mi puta vida!

—Te repito que no es una broma, ni un montaje. —Cogió con fuerza la mano de ella para parar los golpes—. Roslin, esa eres tú.

Con la otra mano cogió delicadamente la fotografía de la mano de ella y la puso encima de sus piernas, todavía sujetando a la chica.

—Esa eres tú y ese soy yo —le hablaba mientras la miraba fijamente—. Solo que tú no te acuerdas.

—¿Cómo puedes pensar que no voy a acordarme de haber estado en una cama de hospital teniendo ese aspecto, Josef? —Le indicó con un gesto la foto—. Mírame, parezco un cadáver. Sé que hay programas para hacer esos montajes, lo que no sabía es que hay seres tan hijos de puta como para querer hacerlos. Y tú te has llevado la palma.

En la foto, Roslin descansaba en una cama de hospital, a duras penas incorporada sobre varias almohadas, y tapada hasta la cintura con la sábana. Las piernas, que quedaban ocultas, se insinuaban como puros huesos. Piernas de esqueleto de laboratorio, con ángulos que se marcaban por debajo de la tela. Pero por encima de la sábana el espectáculo era aún peor. Una Roslin acabada, esquelética, con los pómulos salientes y las cuencas oculares hundidas. En ellas, los ojos destacaban grandes, lacrimosos y doloridos, como en aquellas imágenes de los supervivientes de los campos de concentración nazis cuando al fin fueron liberados. Llevaba el pelo muy corto como ellos, y en la sien derecha había sido rapado para poder colocar una especie de electrodos. Sonreía a la cámara, pero con una sonrisa triste y pesimista. La sonrisa del que sabe que lo que le espera no es agradable, pero quizás precisamente por eso sí que es bienvenido. La sonrisa acabada de una persona acabada.

En la foto, a su lado, y en una silla con pinta de incómoda, estaba sentado Josef. El también miraba a la cámara y sonreía, pero el brillo en sus ojos y una pequeña curva en sus labios delataban que era una sonrisa forzada, que luchaba por mantener. Cogía la mano de Roslin entre las suyas, cubriéndola por entero con ansia, posesivo, como queriendo conservarla para siempre, que nada pudiese arrebatársela.

Dos grandes ramos de flores descansaban en la mesa al lado de la cama, así como libros y revistas, y en la pared, justo en el centro, un reloj digital marcaba las 9:03.

—La foto nos la hizo una de las enfermeras —dijo Josef muy despacio y mirando la fotografía—. No recuerdo como se llamaba, pero te cuidaba mucho. Cada día me ayudaba a bañarte y traía películas para que pudieses ver. Pasaba horas a tu lado leyendo revistas y hablando contigo, cuando estabas consciente y eras capaz de razonar —su tono era neutro, soñador—. Me obligaba a despegarme de al lado de tu cama para ir a darme una ducha o comer algo… Dios, pensaba que nunca tendría que contarte todo esto.

—¿Pero qué te pasa? —gritó ella sin poder contenerse ya—. ¡Claro que no soy yo, Josef! ¿Quieres volver a mirar la foto? ¡Jamás en mi vida he estado ingresada en un hospital, mucho menos en ese estado! ¿Quieres dejar de decir gilipolleces?

—Hicimos muchas fotos de esos meses, pero un día me pediste que las rompiese todas, que no querías que te recordase así —continuó él sin escucharle—. Querías que te recordase siempre como en la universidad, como cuando nos conocimos. Y casi cumplí tu deseo, pero ésta… —Josef empezó a levantar el tono, indignado—. ¿Cómo pensabas que iba a poder romperlas todas? Por mucho que ya hubiese decidido pasar página, ¡que ya supiese lo que había que hacer, lo que yo tenía que hacer! ¡No quería olvidarlo, no quería olvidarme de ti!

Roslin le miraba incrédula, cabreada, sorprendida.

—No soy yo, ¿no lo entiendes? Ella no soy yo.

—¡Cállate! —gritó él, agarrándola por el brazo con más fuerza de la que era su intención—. Ya me rompiste el corazón una vez. Aguanté a tu lado mientras te consumías poco a poco, sin ánimo y sin esperanzas, alentándote a reír, a vivir el tiempo que yo necesitaba. Y verte así fue el trance más amargo de mi vida, ¡así que cállate de una puta vez!

Roslin se echó hacia atrás con fuerza para soltarse del brazo de él. Había pánico y espanto en su mirada, porque nunca había visto en los ojos de él la desesperación que reflejaban ahora.

—Josef, cálmate y cuéntame de qué estás hablando.

El miró la foto por última vez, la rompió en dos y la dejó caer al suelo. Se echó hacia atrás reclinándose en el sofá. Y empezó a hablar.

 

 

«Nos conocimos en la Universidad. Nunca había sentido nada por nadie como lo que sentí por ti. Eras huérfana, como yo. Habías conseguido salir adelante con el poco dinero que tus padres habían dejado y que recibiste cuando cumpliste los dieciocho años, y habías empleado lo poco que te quedaba para pagar tu matrícula. Mis padres habían muerto hacía un año, y tú fuiste quien consiguió que dejase de sentirme solo por fin.

Cuando seis meses después te diagnosticaron cáncer de hígado, los médicos no nos permitieron tener ninguna esperanza. La enfermedad estaba extendida ya por gran parte de tu organismo, la metástasis era irreversible. Lloramos y lloramos durante días enteros, nos desesperamos, nos tiramos del pelo, decidimos suicidarnos juntos, decidimos que merecía la pena vivir juntos tus últimos días…

Cuando acepté que no había vuelta atrás, pero que no iba a quedarme cruzado de brazos, imaginé un nuevo comienzo. Compré el mejor hospital privado que pude encontrar, el más aislado, el más oculto, en la otra punta del mundo, porque decidí lo que tenía que hacer, y no iba a permitir que nadie me impidiese hacerlo. La herencia de mis padres incluía empresas por todo el mundo, y cuentas millonarias en bancos de los que yo ni siquiera había oído hablar. Y puse todo en funcionamiento para conseguir lo que me había propuesto. Contraté un equipo de expertos genetistas, psicólogos, médicos, cirujanos, embriólogos, asesores y abogados, y les hice trabajar sin descanso.

Te trasladamos inmediatamente al hospital, y las pruebas empezaron. Las soportabas esperanzada porque creías que buscábamos tu recuperación, que había una pequeña esperanza… y yo siempre fui incapaz de confesarte qué estábamos haciendo allí en realidad.

Cada día era un reto, una cuenta atrás. Los médicos intentaban convencerme de que lo que yo quería era imposible. Los psicólogos no dejaban de dar vueltas a las posibles consecuencias para mi salud mental pero, sobre todo, para la tuya. Decían que tenía que dejarte ir, que tenía que hacerte más llevaderos tus últimos meses en este mundo… Pero no soy buen perdedor, tú lo sabes.

Mil inconvenientes surgían cada día, mil obstáculos. La tecnología no estaba todavía avanzada, las consecuencias de cada prueba, de cada acción, eran impredecibles… Pero el equipo no dejaba de intentarlo. Sin descanso, día y noche, inventaban nuevas técnicas de gestación, de duplicación de ADN, de escisión molecular… Cuando un camino llevaba a un callejón sin salida, abríamos nuevos caminos sin saber hacia dónde nos llevarían. Células madre, ARN, secuencias de proteínas, cultivos embrionarios… aprendí mil términos sin apartarme de tu lado.

El día que tres de los doctores me arrancaron de tu habitación y me llevaron al laboratorio, se cumplían cuatro meses de nuestra estancia en el hospital. Sus caras estaban pálidas y ojerosas, nadie descansaba allí, nadie estaba dispuesto a rendirse. Disponían de todo el dinero que necesitasen, del equipo y el personal que pidiesen… y nadie ponía límites éticos o morales a su trabajo.

—Josef, tenemos un positivo —me dijo uno de ellos.

Un positivo era todo lo que yo necesitaba. Solamente uno. La posibilidad de que la esperanza existiese, de que hubiese una forma. Un solo embrión viable era suficiente para seguir hacia delante.

—¿De cuánto tiempo? —pregunté.

—Ochenta y dos horas. Ninguno había conseguido pasar de las cincuenta.

—¿Podemos reproducir el proceso?

—Creemos que si —El médico miró a sus compañeros antes de continuar—. Hasta ahora ningún blastocito nos había proporcionado células saludables, pero hemos cambiado la proporción de las proteínas y… bueno, hace tres horas hemos puesto en marcha veinte más.

—¿Veinte serán suficientes? ¿Qué probabilidades de éxito tendríamos?

—Antes de crear más queríamos hablarlo contigo, pero podemos aumentar nuestra ventaja creando unos cuantos más, quizás unos cincuenta.

—Adelante.

Cuatro semanas después teníamos dieciocho embriones preparados, que se desarrollaban sin problemas, sanos y perfectos. Pero el equipo científico volvió a pedir que me reuniese con ellos.

—Josef, el proceso está en marcha. De los dieciocho embriones, monitorizados en tiempo real, tendremos que elegir tres cuando cumplan las veinte semanas —El doctor me miraba atento mientras me enseñaba datos e imágenes en la pantalla de un ordenador—. El resto los dejaremos en estado latente… por si los necesitásemos más adelante. Pero no creo que eso pase —añadió rápidamente—. Nuestro trabajo no ha acabado aquí, por supuesto, pero hemos estado pensando mucho últimamente en cómo has pensado continuar con todo esto. Antes no sabías si íbamos a tener éxito pero, ahora que lo hemos conseguido… ¿Has meditado el siguiente paso?

—¿El siguiente paso?

—Mira… nadie jamás había conseguido lo que todos hemos hecho aquí. Pero Josef, ¿qué vas a hacer ahora?

—Estaré al lado de Roslin hasta el último momento, si es eso lo que está preguntando —exclamé indignado.

—No, no es lo que estoy preguntando. Dentro de ocho meses, uno de esos embriones llegará a término. Tendrás lo que querías… o lo que creías querer. Porque no la tendrás a ella.

—No sé si acabo de entenderle.

—Tendrás una copia exacta de ella. Con su pelo, su cara, sus manos y sus ojos… tendrás un clon. Pero no la tendrás a ella —El doctor me miraba con amabilidad mientras hablaba despacio, con tono amable, como se le habla a un niño cuando tienes que contarle que su perro ha muerto—. Josef, ¿tú la quieres?

—¿Por qué, si no, iba a hacer todo esto? —salté furioso—. La quiero con toda mi alma y no voy a permitir que muera ¿no es eso lo que estamos haciendo aquí?

—No. Ella morirá. De hecho no le quedan más de cinco o seis meses de vida, y eso porque estamos haciéndole todo lo que se nos ocurre para retrasar lo inevitable. Josef, te prometo que haré todo lo posible para que uno de esos embriones nazca sano, pero seguirá sin ser ella. Un ser humano solo es una carcasa, e imagino que te enamorarías de ella por algo más que su cuerpo o sus labios —el médico me miraba. Yo empezaba a entender—. Te enamorarías de su risa, o de las cosas que te contaba, de los libros o películas que le gustaba ver… Y todo eso no podemos reproducirlo en un laboratorio. Ni siquiera con todo el dinero del mundo.

La desesperación me inundaba, se me saltaban las lágrimas, ¡no podía ser así! ¡No podía consentir que algo así echase por tierra todo el trabajo y todas las esperanzas! El dinero lo puede todo, el dinero lo consigue todo… sólo hay que tener los cojones suficientes para pedirlo.

—Lo haremos.

—¿Cómo? ¿Cómo pretendes, con el tiempo del que disponemos, solucionar ese problema? —Todos me miraban atónitos— No es cuestión de querer, ¡es imposible!

—Hace unos meses vosotros me dijisteis que era imposible hacer lo que ya habéis hecho realidad. ¿Imposible? No lo creo. Solo es otro obstáculo y, como todos los que han surgido hasta ahora, lo superaremos.

Nada ni nadie puede parar a un corazón que sabe que está a punto de romperse para siempre. La mínima esperanza, la mínima ilusión, lo enciende sin remedio. Ahí empezó una época de lucha. Ellos me ponían zancadillas, yo las saltaba. Ellos imaginaban catástrofes, yo las remediaba. Les incitaba a pensar e imaginar los mil errores que podíamos cometer en el camino, para así poder ir superándolos uno a uno. Y así, Roslin, tus últimos meses de vida, que fueron siete en realidad, los pasaste drogada para no sentir nada, tumbada en la cama y hablando. Hablando conmigo y con el equipo de psicólogos, con las enfermeras. Hablando de tu infancia, de tu adolescencia, de tus amigos, de las cosas que te gustaban y de las situaciones que habías vivido. Hablando de todo lo que había sido tu vida en los veinte años en que habías pisado este mundo. Día a día, como un gran puzzle de tiempo, saltabas de unas situaciones a otras y nosotros anotábamos todo, grabábamos cada palabra tuya, para poder recomponer cada segundo de tu existencia, cada sensación que habías vivido. Y una enfermera te hizo esta foto.

Cuando finalmente el cáncer pudo contigo te fuiste, consumida, una triste parodia de lo que habías sido, pero con una sonrisa en la cara y tu mano entre las mías. Te fuiste en silencio y casi sin que me diese cuenta, porque pensaba que estabas dormida. Cuando me di cuenta de que ya no estabas allí, tapé tu cara con la sábana y salí cerrando la puerta. Fui al laboratorio.

—Ya está. Quiero que lo hagamos. Todo, como lo hemos preparado.

Me metieron en la cápsula de hibernación cuando los últimos tres embriones eran ya fetos a punto de nacer. Los médicos habían elegido uno de ellos para seguir adelante con el proceso. Yo descansaría dieciocho años, hasta que tú estuvieses preparada. Hasta el día en que me despertasen para conocerte de nuevo. Mientras tanto, todo el dinero de mis cuentas estaba destinado a reproducir tu vida. A reproducirte a ti. Sabíamos que no podríamos calcarla al cien por cien, que algunas cosas quedarían fuera de nuestro alcance… pero serías tú, solamente, quizás, con alguna experiencia distinta. Nadie estaba dispuesto a asegurarme que volveríamos a enamorarnos, que querrías estar conmigo y todo sería como lo había sido, pero después de todo el trabajo, tiempo, esfuerzo y dinero invertidos, estaba dispuesto a correr el riesgo.»

 

 

Roslin apretaba con fuerza los párpados, pero ni así podía evitar que las lágrimas escapasen entre ellos.

—No te creo.

—No tienes por qué hacerlo aún —dijo él—. Puedo demostrarte todo lo que te he contado. Viajaremos a la isla, al hospital, para que puedas verlo con tus propios ojos.

Ella respiraba deprisa, con dificultad, tragándose mocos, lágrimas y saliva.

—¿Hibernación? ¿Clonación? ¿Qué cojones me estás contando? ¡Eso no existe!

—El hecho de que algo no existiese no iba a pararme. Ya te lo he explicado: imaginamos lo imposible, y lo llevamos a cabo. En ningún país las leyes nos lo hubiesen permitido, pero una vez eliminado ese obstáculo, nadie nos impedía llegar todo lo lejos que pudiésemos. El tema de la hibernación fue más arriesgado incluso que guiar y recrear tu vida, porque era algo que no teníamos tiempo de comprobar si funcionaría. Simplemente lo hicimos, y funcionó. Durante dieciocho años mi equipo de doctores me mantuvo latente, sin dejar que muriese, y aunque la recuperación posterior no fue fácil, no me quejo, porque me permitió estar hoy aquí, contigo.

—Creo que estás loco —dijo ella—. Se te ha ido la cabeza, nada de lo que dices tiene sentido. Y no tengo porqué aguantar esto. —Se levantó.

Josef la cogió por el brazo de nuevo, y la sentó en el sofá.

—Te lo he dicho, iremos al hospital. Allí está todo el equipo, las anotaciones, las grabaciones… La memoria gráfica de todo lo que hicimos hace ya más de veinte años. También estás tú, enterrada allí, en tu playa favorita, donde íbamos a pasear los días que estabas mejor. Te llevaré.

Roslin sentía el horror que recorría su interior, que le paralizaba, pero que al mismo tiempo le decía «Huye, huye de aquí, rápido, cuanto antes«. Empezaba a creerle. Era imposible inventar una historia así, y lo contaba con tanta convicción en sus ojos… sin olvidar la foto, claro. Porque, por mucho que Josef lo creyese, ese cadáver enfermo no era ella. El amor nos hace ciegos, nos hace sordos, nos vuelve gilipollas. Nos hace creer lo que necesitamos creer con tal de seguir al lado de la persona que amamos. ¿Y no se ha dicho siempre que el amor nos enloquece? «Estaba loco de amor» ¿Quién no ha oído esa expresión? Acababa de darse cuenta de que él hacía honor a esa frase de una forma tan literal que daba ganas de vomitar.

Definitivamente tenía que huir de ahí, pero estaba cagada de miedo. ¿Josef se lo permitiría? Alguien tan desequilibrado como para gastar una fortuna en clonar a su novia muerta y engañar a la persona en la que se había convertido ese experimento, ¿dejaría que todo su esfuerzo saliese simplemente andando por la puerta? Aunque claro, había hablado de más embriones… ¿de verdad había oído eso? Madre mía… Las implicaciones le mareaban. Embriones. Varios. En plural. Clones congelados en algún laboratorio de una isla lejana, algunos seguro que totalmente formados, a punto de nacer, casi personas… Personas no, ella, ¡Ella! ¿La locura era contagiosa? Roslin empezó a plantearse seriamente que ella también estaba perdiendo la cabeza.

Pensó formas de salir de allí. Levantarse y salir corriendo. No, él la atraparía rápidamente y además, ¿después qué?. También podía coger el cenicero de encima de la mesa y golpearle la cabeza con él, intentar dejarle inconsciente o matarle… Madre mía, ¿matarle? ¿De verdad estaba pensando en cómo matar a su novio, al que había sido su pareja y su vida durante más de cinco años? Bajó la mirada a sus manos y vio cómo temblaban sin parar. Tenía que hacer algo, y rápido, porque cuando volviese a mirarle a los ojos, él vería el miedo y la locura en ellos, y no tenía ni idea de cómo iba a reaccionar…

Intentó por última vez razonar con él.

—Si vamos… si acepto ir, ¿de qué serviría? —preguntó—. Sé que no lo entiendes porque tú lo has vivido de otra manera. Pero Josef —Abrió por fin los ojos y le miró fijamente mientras le cogía las manos—, yo no soy ella.

Esperaba una mala reacción en su cara, que la golpease, cualquier cosa. Pero en la cara de él, lo único que había, era derrota. Se dio cuenta de que iba a dejarle ir, de que perderla era un trauma por el que ya había pasado y de que de verdad aquel hombre, aquel loco, debía de quererla tanto como decía. Olvidó el miedo que le había consumido hacía sólo unos segundos y sintió únicamente pena mezclada con un poco de asco.

Roslin se levantó despacio. Se puso sus zapatos, cogió el bolso y la chaqueta, pero dejó las llaves del piso encima de la mesa. Se dirigió a la puerta y la abrió. Antes de salir, giró para mirar a Josef por última vez.

—Superaste mi muerte una vez, así que supongo que ya estás algo más preparado que entonces. No me busques, no me llames. No soy quien tú piensas, no soy quien creías haber creado. Y, por lo que más quieras, destruye ese hospital, los laboratorios… y los embriones. Adiós.

Y se fue, dejando a Josef roto, como rota estaba la foto que había entre sus pies.

 

 


Carmen Flores Mateo. Albaceteña residente en Madrid. Escritora de relatos en prácticas. Lectora compulsiva y convulsiva, crítica voraz e inquisidora de libros. Ganadora del Concurso de Relatos de Terror 2013, en la elección del público, de Sopa de Relatos, y componente del equipo del podcast radiofónico dedicado a la literatura Leyendo hasta el amanecer.

Aquí, su primer trabajo publicado en Axxón.


Este cuento se vincula temáticamente con LA CLONACIÓN, de Cristian Cano, y EL PRINCIPIO DE INCERTIDUMBRE, de Ricardo Gabriel Zanelli.


Axxón 258 – septiembre de 2014

Cuento de autor europeo (Cuentos : Fantástico : Ciencia Ficción : Clonación, Hibernación : España : Española).

2 Respuestas a “«La sonrisa acabada», Carmen Flores Mateo”
  1. Ruben Pepe dice:

    Excelente cuento, muy humanos los personajes. Y un final llevado sin exageraciones ni melodramas. Un placer para la lectura.

  2. Pablo Vigliano dice:

    Está bueno. Interesantes los personajes. Dan ganas de que la historia continúe y todo, a ver si él la va a buscar, si en ese encuentro ella enloquece…

  3.  
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