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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

Archivo de la Categoría “224”

 

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Tengo nueve años y estoy flaco, sucio, descalzo, semidesnudo y rodeado de otros niños tan mugrosos y harapientos como yo, en una callejuela fangosa y sin pavimentar, azotada por el crudo sol del Caribe y orlada de casuchas hechas con paneles de plástico y chapas recuperadas de acero y zinc.

La calle se llama Tu Madre También, y es la arteria principal de Barrio Ripio, el suburbio de barracas más miserable de CH, la megalópolis reina-mendiga, capital de la paupérrima Cuba post-Guerra de los Cinco Minutos. El sitio al que juré jamás volver mientras viviera. Y al que sin embargo regreso impotente cada noche en mis repetitivas pesadillas.

Así que ya sé que esto es un sueño, pero, como tantas veces, no me sirve de nada; no puedo despertarme. Ni mucho menos controlar lo que me sucede. Y lo peor es que, al no ser la primera vez que revivo esta escena, ya sé todo lo que va a ocurrir.

Tragicomedia ésta de ser prisionero de tu propio cuerpo, de tu propio pasado, que se repite una y otra vez… ¿hasta cuándo?

Como siempre, en el sueño, ajeno a cualquier drama, salto, alboroto y grito como todos los otros, como tan bien saben hacerlo los niños pobres y felices de cualquier parte del mundo, con la expectación que sólo da la cercanía del juego.

Porque vamos a jugar… y sé muy bien a qué…

Varios sostenemos en las manos pequeñas jaulas multicolores de fibras de poliestireno trenzado, no es un artículo de factura industrial, sino una pequeña muestra de improvisada artesanía infantil, hábilmente fabricada con desechos recuperados con paciencia asiática de entre las inmensas montañas de basura que rodean al Barrio. Algunos incluso logran venderlas fuera, seis por un cuc, las devaluadísimas unidades monetarias cubanas, cuyo origen se remonta a principios del siglo XXI, dicen.

Y dentro de las jaulitas están las corredoras.

No las miro aún. Prefiero concentrarme en los protagonistas de mis primeros años, que en este sueño son tal y como los recuerdo.

Es como saldar una deuda con la nostalgia de la infancia que nunca recuperaré. Por suerte…

Ahí está Yamil Mira Mis Bíceps, el jabao de ojos verdes, que con apenas doce años vive orgulloso de sus músculos adolescentes hinchados de esteroides. Bien vestido, atractivo, a la peligrosa manera de los chicos malos, de los malditos de nacimiento, pero nunca me llamó la atención sexualmente hablando.

Siempre abusaba de los más pequeños y soñaba con que los mayores lo aceptaran en su pandilla. Morirá sin lograrlo, a los quince, por una sobredosis de wildwall. No obstante, ahora está vivito y coleando frente a mí, tremolando su espléndido spent-droom.

A su lado, sombra inseparable, su réplica en pequeño hasta en la abultada melena afro, mirándolo como un acólito a su dios, su hermano menor, Yotuel Boca Llena. Casi nunca habla, y siempre anda escrupulosamente limpio y perfumado, le gusta vestir de impoluto blanco, aunque no sea yabó. Dicen que paga los vicios y placeres de su adorado hermano mayor con los cucs que consigue de noche, chupándosela a los viejos ricos y solitarios que detienen sus vehículos en los descansos de la autopista que atraviesa Barrio Ripio. Por lo visto, para atraer a esos pervertidos ricachos oler bien y lucir sano resulta fundamental.

Sí, la vida es dura aquí en CH, y cada uno la afronta como puede, sin juzgar a los demás.

Evita está también, claro, no en primera fila, sino detrás. Ahora tiene sólo seis años, y su cabello rubio y sus ojos claros contrastan casi cómicamente con la mugre espesa adherida a su blanquísima piel. Increíble todo el churre del que ha logrado cubrirse en sólo dos horas escapada de su casa.

Luego, para que pueda volver a vestir su fina ropa sin que su estricto padre el Gran Gerente Vargas sospeche de su fuga, Abel y yo tendremos que bañarla a conciencia, derrochando alegres el agua que tanto nos costara cargar a hombros por la mañana desde la única fuente potable y no contaminada de la zona, y cepillarla con fuerza mientras ella ríe encantada, sin rastro de pudor, sin sospechar que ya nuestra manera de mirarla desnuda no es tan inocente como el año anterior.

Abel, mi amigo del alma. Mi más que amigo. El primero con el que compartí el placer a escondidas, el descubrimiento mutuo del sexo con un orgasmo que fue más bien una extensión física de nuestra amistad. Piel tan negra como la noche, alma tan blanca como sus dientes o como el paraíso… no estaría donde ahora estoy si no fuese por él: a los quince, apenas su habilidad innata con las computadoras empezó a rendirle los primeros dividendos, me prestó el dinero para el pasaje orbital confiado en que algún día se lo pagaría.

No sé qué será de él ahora; cuando subí a la lanzadera con destino a la Estación Geosincrónica de Tránsito Clifford Simak, aquellos mil cucs me parecían una fortuna y prometí devolvérselos en cuanto pudiera… pero han pasado ocho años, ya he ganado mil veces esa suma y nunca lo he intentado.

Soy un ingrato egoísta hijo de puta, lo sé.

Quizás incluso esté ya muerto, el negro Abel: la vida de un hacker en Barrio Ripio no vale ni dura mucho. La mafia pancaribeña los considera personal de usar y tirar.

O quizás haya dejado ese riesgoso oficio y se haya casado, tenga hijos, y…

Pero no, ni dormido puedo permitirme pensar en eso.

Está también, saltando y alborotando como el que más, Ramirito La Mosca, el niño que nació sin ojos por culpa del abuso que hizo su madre del broncodust durante el embarazo… lo curioso es que la mulata Lina, después de eso (quizás por remordimientos de conciencia) resultó ser la mejor madre del mundo, y por años ahorró cada cuc de los que conseguía vendiendo el cuerpo, hasta que a los cinco pudo regalarle a su hijo los ansiados ojos artificiales, aunque fuesen los más baratos del mercado: unas holoprótesis facetadas norcoreanas que sólo permiten la visión en blanco y negro y le han ganado su apodo, que él no obstante prefiere, y con mucho, al anterior: Cara Lisa.

Presente Yamileysis, la rozagante y precoz mulatica, la única trabajadora profesional de la vecindad… trabajadora sexual, claro, en el servicio de chicas a domicilio del Gordo Marré: con ocho años ya ha olvidado más sobre el sexo que lo que muchas mujeres de Nu Barsa aprenderán en toda la vida. Los pezones de sus senos escuálidos, todavía más infantiles que adolescentes, apenas cubiertos con una camiseta fina y traslúcida como cáscara de cebolla, tienen más expresividad que sus ojos enormes, siempre cargados de maquillaje. De vez en cuando me mira, pícara. Me ha prometido que, dentro de unos meses, cuando cumpla los diez, me iniciará gratis en los misterios del sexo hetero, y no tendré que pasar por la grasienta, sudorosa ordalía de tantos con la ávida Karlita.

Nunca cumplirá esa promesa. El esplendor de las mariposas nocturnas dura poco en Barrio Ripio, y el Gordo Marré paga bien, sí, pero sólo porque no protege demasiado a sus chicas. Algún cliente insatisfecho dará el soplo de la perfecta salud de Yamy, excepción valiosísima en el ambiente contaminado de CH, los contrabandistas de órganos de la mafia pancaribeña la atraparán una mañana al regresar de su ronda, y luego sólo encontraremos los despojos.

¿La policía? Bien gracias; para la ley y el orden de CH, es más cómodo fingir que los suburbios simplemente no existen. Y dejar que nos matemos unos a otros.

Está además Ricardito, de nombrete El Pulpo, porque alguna extraña jugarreta de la química, la radiactividad y los genes sensibles lo hizo nacer con dos diminutas manos extra en los codos, que ningún cirujano se atreve a amputar por miedo a hacerle perder la movilidad de las de plantilla.

También, ¡cómo podía faltar!, lenta y cachazuda por el sobrepeso al que la condena su metabolismo mutante, sudando a mares por cada poro su característica especie de crema ácida, Karlita, La Tonelada: una hiperadiposa, a la que luego siempre me recordará mi amigo Joan… aunque él mide 2,23 m y ha elegido por pura pereza pesar trescientos kilos, mientras que Karlita, quiera o no, ya pesa doscientos a los ocho años, y con apenas 1,62 m de altura.

Encima, la pobre desgraciada sabe bien que cada año la situación empeorará, hasta que acabe ahogada en su propia grasa, antes de cumplir los veinticinco. Así que, dispuesta a aprovechar al máximo su breve lapso vital, está siempre disponible para los más locos juegos eróticos.

Y Damián, El Huérfano Piernas, así llamado porque cuando tenía tres años su padre enganchado del wildwall, que es la maldición del barrio (una de las tantas, aquí las drogas crecen como la mala hierba), vendió los brazos del hijo a los contrabandistas de órganos y al salir del colocón, avergonzado, se suicidó dejándole como herencia a Rita, una perra guía doberman que compró barata porque en Ayuda A Discapacitados la habían desechado por mutada… y no precisamente por tener tres ojos, sino por estar todo el tiempo en celo.

Está, en fin, toda la pandilla. Porque hoy es Día de Carreras.

Claro que no de caballos, de perros ni de atletas humanos inflados de esteroides, como los que compiten en la holovisión y en los estadios del fastuoso centro de CH. No; aquí en Barrio Ripio, la zona habitada con más alta radiactividad de fondo en todo el ya muy contaminado planeta Tierra, ninguno de esos delicados seres entrenados o genéticamente creados para correr duraría ni un solo día.

La vecindad de mi infancia es un infierno al final del túnel, en el que sólo sobreviven las criaturas más desesperadas y/o las más resistentes. No es raro entonces que, tanto los humanos que apostamos por ellas, como las pobres bestezuelas mutadas que decidirán cuál de nosotros gana o pierde, poseamos en abundancia ambas cualidades.

Fanfarroneando, aullando y golpeándonos unos a otros medio en broma y medio en serio, como monos traviesos o lujuriosos, los dueños de las jaulitas artesanales acabamos en primera fila, listos a liberar a nuestras cautivas cuando dé la señal el viejo Diosdado.

Diosdado Valdés, alma de la calle Tu Madre También y personaje respetado en todo el Barrio, es el padre o abuelo adoptivo, ni se sabe ni importa, de decenas de huérfanos. Acoge en su casa-asilo a muchos recién nacidos abandonados por sus madres y cuida de ellos para así pagar a sus orishas por la generosidad que alguien tuvo con él mismo de pequeño. Hasta que cumplen cinco años y pueden valerse por sí mismos. Entonces nos libera, a que muramos en las calles o nos hagamos adultos.

Pero todos los sobrevivientes llevamos con orgullo su apellido, que en un tiempo ya lejano, según nos cuenta, fue el único al que tenían derecho los niños sin padre de toda la isla.

El anciano es uno los babalawos, o sacerdotes del culto sincrético yoruba a los orishas, más respetados de todo Barrio Ripio, algunos dicen que de toda CH. Nadie conoce su verdadera edad, dicen que, aunque ahora parece un tipo inofensivo, cuando joven estuvo en Tropas Especiales y que lo dejó al ser herido en una explosión. También que sacrificó parte de su cuerpo a los celosos dioses africanos. Y todo puede ser: siempre vestido de blanco, flaco, con un solo ojo y una única pierna, constantemente bromea que cualquier día va a cortarse el brazo que le sobra, para acabar de parecerse a su orisha favorito: el cojo, tuerto y manco Olofi. Único adulto cuya autoridad reconocemos todos los huérfanos sin chistar, es el sempiterno juez y árbitro de nuestros más serios juegos y disputas.

—¡Vejigos cabrones, no jodan más y pongan a las chicas en sus carrileras! ¡Y los segundos, que vayan preparando ya el azúcar! —truena Diosdado, con su aguardentoso vozarrón de bajo, del todo incongruente en alguien tan bajo y delgado, mientras se acerca renqueando sobre su muleta de jiquí.

—Josué, ¿sabes una cosa? ¡Diosdado tiene cuerpo de tú y voz de usted! —me musita pícara al oído Evita, siempre tan ocurrente, y me da un beso húmedo en la mejilla antes de volver a susurrarme—. Quiero que gane Atevi, ya sé que le pusiste así por mí…

Evita, Atevi, ¿obvio, no? Si hasta una niña de seis años se da cuenta.

No le respondo, sino que coloco la jaula con mi esperanza de victoria en la línea de salida. Al otro lado, al final de las carrileras de hierro galvanizado, mi socio Abel, que hoy funge como segundo, ya derrama el azúcar que atrayéndolas, las hará correr a ella y a su rival.

—Para la primera carrera… ¡hagan sus apuestas! —ruge Diosdado y la algarabía redobla.

Yotuel Boca Llena, moviéndose con cuidado de bailarín para no ensuciar su impoluto atuendo blanco, ocupa silencioso su sitio junto a Abel, provocando las risas burlonas de la muchachada al calzarse unos largos guantes de hule, por si acaso.

El hermano menor de Yamil nunca ha resistido a las corredoras, lo suyo es casi una fobia. Todavía a veces grita de asco cuando alguna de las salvajes le pasa demasiado cerca. Hacer de segundo para su hermano en esta carrera es la mayor prueba del amor que siente por él. Está obsesionado con la limpieza: es el único del Barrio que se baña dos y tres veces al día y bota la ropa apenas empieza a apestar.

Ahora comprendo que no era sólo para resultarle atractivo a sus «clientes» sino porque su «trabajo» lo hacía sentirse sucio todo el tiempo.

La campeona a derrotar en el Barrio y por tanto la primera en competir es desde hace meses Centella, la corredora de Yamil, hay quien dice que comparte con ella sus propios esteroides, y tal vez sea verdad: aunque no sea tan grande como mi Atevi, tiene unas patas larguísimas y corre como si tuviera fuego en el cuerpo.

—¡Seis cucs a mi Centella! —aúlla Mira Mis Bíceps, sacudiendo orgulloso su melena afro y agitando en alto con su brazo musculoso un fajo de viejas tarjetas y chips subcutáneos de crédito, robados o recuperados, como si contuvieran millones de cucs y no unos misérrimos centavos… aunque seis Currency Unitys of Cuba ya es una cifra de respeto en Barrio Ripio: a algunos los han matado para robarles bastante menos—. ¿Quién acepta el desafío?

Como si no supiera. Como si no viera a Abel junto a su hermano. Como si yo no existiera.

Murmullos; todos me miran, saben de mi promesa, no puedo echarme atrás ahora, pero…

—Dale, Josué, si pierdes yo te presto el dinero, mi papá deja mucho más que eso cuando se cambia de chip a fin de mes —susurra de nuevo Evita, dándome ánimos. Y desde la meta, Abel me sonríe y me guiña el ojo: Atevi está tan lista como nunca lo estará, es ahora o jamás.

Trago en seco y digo simplemente:

—Voy en ésa.

—¿Tú, Josuecito? —se burla el jabao, prepotente, como si sólo ahora me viese y no conociera desde hace semanas mis planes de desafiar su supremacía—. ¿Tú, mulatico desteñido, tan poca cosa que tus amigos te dicen El Cero, piensas ganarle a mi campeona con ese engendro albino tuyo? —ríe, y medio barrio ríe con él, empezando por su silencioso hermano menor—. Deja, chama, yo no pierdo el tiempo en boberías. Llévate a tu bicha blanca y ven a donde juegan los hombres cuando los dos hayan crecido un poco más, y de paso cogido un poco de color, Cerito.

Risas inmisericordes. Trago en seco; es cierto que me dicen El Cero, pero porque, desde que a los cinco años me cayeron los piojos, a Diosdado le dio por pelarme al rape «para curarme en salud».

Como a tantos en el Barrio, por otra parte. Sólo que a mí se me quedó el nombrete.

—Si pierdo puedo pagarte —digo, con un hilo de voz, maldiciendo la hora en que no me tocó en la lotería genética un vozarrón como el de Diosdado, o un pellejo tan tostado como el de los dos jabaos hermanos y casi todos en el barrio—. Con dinero de verdad.

—¿Dinero de verdad? —sigue presumiendo Yamil Mira Mis Bíceps, y sus pupilas verdes destellan casi maléficas bajo la inverosímil mata de cabello rubio estropajoso—. No lo dudo, Cerito, si yo tuviera siempre al lado mío a una gallinita de los huevos de oro linda y ojiazul como la que tú tienes, hijita de papito, también tendría dinero de verdad. Pero, ¿y si no quiero tus cucs cuando le gane a tu albinita? ¿Y si lo que quiero es a la gallinita misma?

Tiendo protector el brazo por encima de los hombros de Evita… no, ni hablar, ella no está en juego, no quiero ni imaginar lo que podría hacerle Yamil… coño, la cosa se está complicando.

Según las inmisericordes reglas del barrio, el campeón puede elegir la apuesta, y el retador no aceptarla, tres veces. A la cuarta negativa, se considera que ha perdido el desafío antes de resolverlo.

—Yamil, ya —dice bajito mi hermano negro Abel, sin levantar la voz y desde el otro lado de las carrileras, pero de modo que todos puedan oírlo—. Seis cucs no valen ni un moco de Evita. Pide otra cosa.

—¿Otra cosa? Bueno, a ver —el jabao finge pensar, rascándose ostentosamente su ensortijada, amarillenta y exuberante melena afro—. A ver, ¿qué tal que si pierde su desteñida Josuecito El Cerito se tenga que templar a quien yo quiera?

—Me parece buen trato… siempre que esa persona quiera también —murmura Abel, evidentemente más seguro que yo mismo de nuestra victoria, y todo el mundo ríe.

Mi amigo, siempre tan hábil manejando a la gente, ha hecho de nuevo el milagro con unas pocas palabras. Y ya no están ansiosos por ver cómo Mira Mis Bíceps me humilla, sino de mi parte, del débil contra el fuerte, apoyando a David contra Goliath. La eterna historia de mi isla.

—Por supuesto —acepta Yamil, mordiéndose los labios con despecho: no es lo que él hubiera querido, pero se sabe atado por las reglas de la carrera—. Si no sería una violación y no creo que nuestro amiguito El Cerito pueda violar ni a su propia sombra. ¿Corremos, entonces?

—Corremos —digo, tan seguro como puedo, y pongo la jaula con Atevi al principio de la carrilera.

A Mira Mis Bíceps no le queda sino imitarme y ahí nos quedamos los dos, expectantes y mirándonos con ojos llameantes. Pero el odio casi adulto del musculoso jabao no es nada en comparación con el rencor en estado puro que late silencioso en las verdes pupilas de su hermano menor, al final de la carrilera.

Sí, no hay enemistades como las de la infancia.

Me pregunto qué habrá sido luego de la vida de Yotuel. A la muerte de Yamil, nadie sabe por qué, me culpará a mí. Puto de autopista con ocho años, sin hermano musculoso que lo protegiera, su existencia debió complicarse bastante. Hasta que desapareció del barrio.

Creo que para siempre. Habrá muerto al poco tiempo, como tantos niños de mi generación en Barrio Ripio, huérfanos o no. No me lo imagino convertido en adulto, con esa obsesión suya por la limpieza, y teniendo que vivir en medio de la mierda.

Pero el sueño sigue su curso, sin darme tiempo a reflexiones pesimistas.

—¡En sus marcas! ¡Listos! ¡Suelten a los bichos, sanacos! —grita Diosdado con su vozarrón.

Y allá van las corredoras, entre los frenéticos gritos de la muchachada.

Las carrileras reglamentarias, de pulido acero galvanizado, son canales con perfil en U, quince centímetros de alto por los lados, y las paredes bien lisas para que las corredoras no puedan trepar por ellas. De ocho metros de largo, describen dos curvas y pasan por tres desniveles.

En los basureros de Barrio Ripio es fácil encontrarlas. Años después sabré que se trata de medios tubos de escape de antiguos motores cohete de factura china.

Mi Atevi está mejor entrenada que la Centella del jabao: mientras su rival y titular pierde un par de preciosos segundos reconociendo la zona de salida y ubicándose en tiempo y espacio, ya mi retadora olió el azúcar al final de la senda y, erizando sus largas antenas, ha recorrido casi medio metro moviéndose a todo lo que le dan sus seis patas erizadas de espinas quitinosas.

Abel me guiña un ojo; Yotuel y Yamil ponen caras de mierda mientras yo me sonrío, teniendo por fondo a las alborozadas carcajadas de Evita, que literalmente salta de contento. Bravo, Atevi… no fallé eligiéndote de entre todas las demás de la camada. Eres una competidora natural.

Sí. Aunque como es de rigor le corté las alas apenas comencé a entrenarla, incluso levanta sus élitros blanquecinos como para dejar libre su sistema de locomoción aéreo. Ah, si pudiera volar, indudablemente llegaría la primera, mucho antes que Centella.

Quizás algún día se descubra el modo de hacer competencias de vuelo, y así no haya que seguir mutilando a las mejores cucarachas mutadas del barrio.

Luego, ya respetado condonauta de Nu Barsa, cuando tenga tiempo y medios para averiguar esas cosas, entre muchas otras, cuando complete mi endeble educación leyendo todo lo que me caiga entre las manos, aprenderé que su nombre científico es Periplaneta americana mutantis. Y que desde tiempos inmemoriales la especie vive cerca de los humanos, que la consideran casi unánimemente el insecto más asqueroso y uno de los seres más repugnantes del mundo, hasta el punto de que algunos psicólogos creen que tal rechazo está ya fijado en nuestros genes al nacer.

Pero se equivocan, o será tal vez que el ser humano puede adaptarse prácticamente a todo: entonces, ahora en mi sueño, Yotuel era la excepción de la regla: para mí, para casi todos los huérfanos Valdés, eran sólo cucarachas, o bichonas, o corredoras. No las vemos como monstruos repulsivos… más bien las respetamos, por ser sobrevivientes naturales, aparecidas junto a tantos otros seres mutantes al elevarse la radiactividad de fondo por la Guerra de los Cinco Minutos.

Y tampoco es cierto que apesten; criadas desde pequeñas en un ambiente limpio, apenas si tienen un suave olor a especias. Como mi Atevi.

Con sus doce centímetros y medio de largo, mi corredora sería un ejemplar perfecto de su resistentísima especie, si no fuera porque algo se torció en sus genes y salió despigmentada: a través de su tegumento semitrasparente, mirándola a contraluz, se puede ver latir veloz su corazón, sus jugos gástricos moverse en el intestino cuando acaba de comer, y sus músculos flexionarse y extenderse.

Bello espectáculo, o asqueroso, según sea Abel, yo, o el melindroso Yotuel quien lo observa.

Claro que Atevi no es ni con mucho la mayor cucaracha que hemos encontrado en Barrio Ripio, yo mismo las he visto de veinte centímetros, disputando huesos a los perros callejeros, y Diosdado jura que una vez cuando era joven vio una de medio metro de largo y que maullaba como un gato. Pero todos creemos que eso debe ser cuento, lo mismo que esas titanes insectiles de un metro que dicen exterminaron hace veinte años en Ciudad Podrida, un suburbio muy similar a Barrio Ripio, sólo que al otro lado de CH, en la costa sur de la isla.

Luego descubriré que teníamos razón en nuestro escepticismo: las cucarachas carecen de pulmones, como todos los insectos. Respiran por tráqueas, un sistema eficiente para pequeñas dimensiones; una de ese tamaño, simplemente, se ahogaría, sin contar con que el exoesqueleto, que tan ligero y eficaz resulta como sistema de sostén para pequeños animales, también se vuelve ineficiente y engorroso cuando se superan ciertas dimensiones, y ni siquiera podría sostener su propio peso.

Como niños de Barrio Ripio, quizás intuíamos algo de eso: todos sabíamos que cuando las corredoras miden más de quince centímetros, se vuelven tan pesadas que ni vuelan ni corren mucho.

Las mejores son las patilargas, como la Centella de Mira Mis Bíceps, que apenas mide diez centímetros de largo, pero con esas patazas parece la hermana menor montada en zancos de la mía.

Ah, esas patas malditas… ya a la altura del segundo metro del recorrido sobre el acero galvanizado está recuperando terreno; la muy cabrona es una velocista nata. En el cuarto deja atrás a Atevi y su dueño el jabao vuelve a tener esa sonrisita socarrona y prepotente que tanto odio, mientras Evita se calla y deja de saltar, mirándome consternada como si no pudiera creer lo que ocurre.

Pero para un insecto, aunque mida diez centímetros de largo, ocho metros de carrilera con tres subidas y bajadas en el recorrido son casi el equivalente de correr el maratón para un humano. No es una distancia en la que decida exclusivamente la velocidad… al fin también se impone la resistencia.

He entrenado a mi Atevi haciéndola recorrer hasta quince metros sin parar, a base de suaves aguijonazos eléctricos. Aunque también luego, en las noches más frías, la dejara dormir caliente, acurrucada junto a mí, disfrutando su olor. Guante de terciopelo en mano de hierro.

Evidentemente, comparta o no con ella sus esteroides, Yamil no se ha tomado la molestia de hacer nada similar con la suya, y a la altura del penúltimo metro de la carrera Centella flaquea de nuevo, vuelve a disminuir su ritmo, y mi preciosura traslúcida acorta distancias otra vez.

La algarabía se vuelve escándalo, pandemonio: todos saltan y gritan a mi alrededor, Evita me aprieta fuerte la mano y yo no tengo ojos más que para mi supercucarachona, que a menos de cincuenta centímetros de la meta alcanza a la campeona… la rebasa… ¡no! Centella hace un esfuerzo extra… las patas espinosas rechinan sobre el acero galvanizado… ahora están antena con antena…

Pero la patilarga de Yamil despliega los élitros, saca unas alas picoteadas al descuido (evidentemente eso de cuidar animales, por mucho dinero que le rindan, no es el fuerte del jabao) y aunque no logra alzar el vuelo, el impulso extra de su torpe aleteo le vale entrar primera a comerse el azúcar, por pocos milímetros, sí, pero ganadora indiscutible del reto.

Yamil Mira Mis Bíceps cae de rodillas, alza los musculosos brazos y aúlla, vencedor. Su silencioso hermano corre a abrazarlo, encantado del triunfo compartido (aunque manteniéndose todo el tiempo prudentemente apartado de la para él repugnantísima Centella), y Abel y yo corremos a protestarle a Diosdado con gran manoteo:

—¡Tiene las alas, tiene las alas, invalida la carrera, no vale, trampa!

—No invalido ni pinga —sentencia lapidario el anciano babalawo con su incontrovertible vozarrón—. No voló, así que no hay trampa que valga. Josué, tienes que pagar.

Abel suspira, me mira y asiente: no queda más remedio. Suspiro.

El jabao se me queda mirando, socarrón, y luego llama, con regocijada autoridad:

—Karlita, Toneladita, putica, cosa linda, ven acá, que te tengo un primerizo.

La hiperobesa mutante se acerca con su orondo contoneo, sudorosa y lúbrica, relamiéndose y extendiendo hacia mí sus ansiosas manos, que parecen manojos de regordetas salchichas.

—Coño, preferiría diez veces templarme a esa perra ruina de Rita antes que a la gordita bayoyona —me confiesa al oído Abel, con un hilillo de voz, quizás para darme ánimos.

Y aquí es donde comienza la auténtica pesadilla.

En la vida real nadie más que yo escuchó el comentario del negro Abel, así que tuve que hacer de tripas corazón, ser buen perdedor y asumir mi papel de hombre: con ocho años arreglármelas para lograr una erección regular ante los kilos y kilos de bamboleante carne desnuda de Karlita, con su ácido y penetrante olor. Y penetrarla delante de todos y bombearla entre vítores y burlas, pensando en Yamileisys y en Evita, durante unos largos, interminables minutos, hasta que el sádico de Mira Mis Bíceps se dio por satisfecho con el patético espectáculo.

Qué cucarachas ni que nada. Eso sí fue asco. Por supuesto que no tuve ningún orgasmo.

Peor; desde ese día nunca he podido volver a excitarme frente a una mujer humana cien por ciento… así que, en rigor, casi debería estarle agradecido a ese cabrón abusador de Yamil por regalarme un oficio junto con el trauma. Aunque limitara mi elección de parejas al lado masculino y, platonismos aparte, como mi obsesión por Gisela, la hipernavegante de la Gaudí, a féminas de fenotipos no muy humanos, como el de la condonauta de segunda generación Nerys, con sus aletas y branquias de sirena.

Pero en mi sueño recurrente de cada noche las cosas ocurren de otra manera: el jabao de ojos verdes escucha el comentario de mi amigo de negrísima piel y me ofrece una inesperada alternativa.


Ilustración: José Manuel Schmill Ordóñez

—’Tábien, Cerito, te voy a dar un chance… ¿no te la para la gordita? Pues ahí está la perra siempre ruina de Damián El Piernas, ¡dale, métele mano a Rita! ¡Aquí, delante de tó’ el mundo!

Así que de repente me encuentro, con mis andrajosos pantalones cortos, única prenda que uso, enredados en los tobillos, mientras sujeto un lomo musculoso que el pelo erizado de gusto vuelve áspero al tacto, y agito las caderas contra el trasero siempre húmedo de la doberman.

Y lo peor de cada noche es que, con esa falta de lógica típica de las pesadillas, a cada golpe de cintura que doy la perruna anatomía parece crecer y desdibujarse en torno a mi sexo infantil, convirtiéndose gradualmente en un extraño híbrido de perra mutada y gordísima hembra humana, de Rita y Karlita, que gira su cabeza para mirarme con sus tres ojitos socarrones, y entreabriendo su boca, deja colgar lujuriosa su lengua entre colmillos feroces, para susurrarme: «Así, Josué, dame más duro».

Sin que yo pueda nunca despertarme, hasta que, tras largo rato de debatirme contra la horrenda pesadilla, emerjo de las profundidades del sueño con un alarido, empapado en sudor…

Lo malo es que cada vez soporto más rato.

Ahora, por ejemplo, la horripilante quimera perra-mujer me dice, por primera vez desde que tengo la recurrente pesadilla: «Cojons, Josué, ¡acaba de levantarte y abrirme, cabrón!, que no vine precisamente a hablar de los peces de colores contigo».

¿A hablar de los peces de colores conmigo?

Y ¿cojons? Eso es catalán, creo.

Alto ahí. Eso nunca lo habría dicho Karlita. La Tonelada no hablaba catalán.

Ése que habló tiene que ser… ése es… Joan. Sí, Joan Puigcorbé. Bendita sea su estampa.

No tengo ocho años, sino veintitrés. Esto no es Barrio Ripio, sino Nu Barsa.

Te jodí, subconsciente; por hoy se acabó el sueño.

 

 

Emerjo desde lo más hondo de los dominios de Morfeo con un largo quejido de alivio. Como siempre en los últimos años, despierto bocabajo, con las manos engarfiadas, si no durmiese flotando desnudo en una placa antigrav, ahora estaría aferrando mi ropa de cama como si quisiera estrangularla.

Tuve que comprar el carísimo lecho de factura algoleña para poner fin al gasto constante de reponer colchón y almohadas, sábanas y fundas hechas trizas cada noche, y para no seguir despertando empapado en mi propio sudor, cuyas gotas flotan ahora ingrávidas a mi alrededor, por suerte.

Creo, sin embargo, que hoy son muchas menos que otras veces. Es un avance.

Como para alentar esperanzas de curarme, en un futuro cercano.

Digamos, siendo optimistas, en algún momento de los próximos dos mil años.

A pocos centímetros de mi cara, con su enorme humanidad comprimida en un holograma de medio metro de altura, mi amigo el condonauta catalán gesticula con impaciencia ante mi puerta.

Son apenas las nueve de la mañana. Qué asco.

La IA que controla mi casa tiene instrucciones de despertarme a esta hora absurda tan sólo si me llaman o visitan tres personas: Nerys, mi novia ondina; Miquel Llul, el temido jefe del Departamento de Contactos de Nu Barsa, y este gordo de corazón de oro o su esposa Sonya.

—Ya voy, cabrón elefante madrugador —refunfuño, y luego bostezo, girando perezoso en la ingravidez por efecto del ademán—. Mejor que lo que te traes entre manos sea importante de verdad.

 

*****

 

—Cojons, Josué, no seas tan cabronamente Narciso y acaba de una vez esa puñetera calistenia tuya, que a este paso vas a llegar a la Central del Govern pasado mañana —dice Joan comiendo a dos carrillos, como siempre que tiene oportunidad.

Esta vez son tamales con carne de puerco, y no la birria que cocina el autochef (de patente alemana tenía que ser, ¿cuándo ha habido buenos cocineros alemanes?), sino preparados por mí mismitico en la cocina manual y según una vieja receta de Barrio Ripio.

—Ustedes no entienden de puntualidad, está claro… pero, ¡vaya si saben cocinar sabroso, tío! —comenta mi amigo con la boca llena, terminando con el último.

Ymala, la que me enseñó a hacerlos, murió cuando tenía diez años. Brondocust, sobredosis.

—Calma, gordo —le respondo entre dientes, enfrascado en la última serie de prom-press con mi barra de gravedad variable, ahora regulada para unos respetables ciento quince kilos de peso—. Todo a su tiempo… a fin de cuentas… oficialmente no hace… ni cinco minutos… que me enviaron… la convocatoria a reunión urgente… tampoco conviene… ser el primero, ¿no?

Alérgico a todo lo que huela a mil millas a ejercicio físico, el inmenso condonauta catalán me observa con visceral desaprobación mientras, empapado en sudor, devuelvo el ingenioso artefacto de gimnasia a su soporte.

—No veo por qué te empeñas en esa tontería, cubanito —señala aún, implacable—. A tu edad, con tu complexión, tu pasado de carencias dietéticas y encima sin suplementos anabólicos, no vas a ser ningún cachas ni tampoco Míster Nu Barsa. Entonces, ¿para qué?

—Me ayuda… a pensar —le miento sólo a medias, mientras, tendido boca arriba sobre el banco, hago aperturas pectorales con las barritas gemelas de gravedad variable, reguladas para apenas veinte kilos.

En Barrio Ripio, desde esa edad en la que todo niño imaginativo aspira a ser cuando crezca un forzudo machote con pinta de superhéroe (como, por ejemplo, ese resentido e insoportable, pero delicioso ejemplar masculino que es Jordi Barceló), soñaba con tener un equipo de gimnasia como éste.

Las ultratecnológicas barras de gravedad variable sustituyen sin problemas a las tradicionales pesas, y como ocupan mucho menos espacio y con el generador desactivado son ligerísimas, además pueden llevarse casi a todas partes. Lo único malo, sobre todo para un niño pobre de Barrio Ripio, es que como todo artefacto sofisticado, y especialmente de los que funcionan gracias a tecnología Ajena, como es el control de gravedad algoleño, cuestan casi cien veces más caras.

Y así, para cumplir un viejo sueño infantil, una de las primeras cosas que me compré hace ocho años, cuando me contrataron como Especialista en Contactos aquí en Nu Barsa y recibí mi primer chip de créditos, fue precisamente este avanzadísimo equipo de gimnasia.

Así que no es del todo falso que hacer ejercicios me ayuda a pensar, a pensar en primer lugar en todo lo que he avanzado desde que era un niñato muerto de hambre en Barrio Ripio de CH, en todo lo que me ha costado y a todo lo que estoy dispuesto con tal de conservarlo… y ganar más, si se puede.

Por otro lado, es cierto que nunca seré como el tercer oficial de la fragata de hipertránsito Antoni Gaudí, ni mucho menos como sus ex colegas los culturistas profesionales: moles humanas de genética privilegiada, con doscientos kilos de puro músculo y un escaso cinco por ciento de grasa corporal, que sudan y jadean en los gimnasios del enclave, con el metabolismo tan alterado por los cócteles de hormonas y esteroides que beben que su esperanza de vida apenas si llega a los sesenta años.

No me interesa, pero no por ello voy tampoco a convertirme en una masa fofa como mi paquidérmico amigo Puigcorbé. Un condonauta no tiene necesariamente que ser un fenómeno muscular, ni un gimnasta o un luchador de artes marciales, pero sí tener un notable dominio de su cuerpo, especialmente sobre ciertas zonas que esas tres clases de atletas suelen descuidar.

—¡Completo… Camagüey! —jadeo confirmando el final de mi rutina de ejercicios con una frase que ya debía ser vieja cuando la escuchaba a los mayores, allá en el Barrio, y cuyo sentido nunca entendí muy bien—. Oye, si estás tan impaciente, ponte a jugar con Diosdado, pero déjame en paz. Necesito un par de minutos más para ducharme y vestirme y ya nos vamos, te apuesto a que llego casi al mismo tiempo que los demás, pero…

—… fresco y sin estresar, ¿no? —capta al fin la idea Joan, y sonríe, mientras alza su elefantiásico brazo derecho hacia el anillo de campos magnéticos que recorre todo el perímetro de mi apartamento, a pocos centímetros del techo, la «jaula» de energía de mi biovort, Diosdado—: Eres un gran pillo calculador, Josuecito. Así no sólo le darás al gran Miquel la idea de que siempre estás listo para todo, sino que de paso alejarás cualquier sospecha de que sabías un poco antes que los otros lo que se estaba cocinando, gracias a mi buen oído y privilegiada capacidad deductiva —comenta lleno de falsa modestia, mientras la cercanía de su biocampo hace acudir a mi mascota a investigar, con gran despliegue cromático—. Cojons, tu bichito me encanta; es una pena que todavía te niegues a vendérmelo, está tan cariñoso como siempre.

¿Vendérselo? Ni en sueños, ni aunque Joan sea mi mejor amigo.

Bueno, a no ser que tuviese que enfrentar alguna catástrofe como que no me renovaran el contrato, con lo que mi situación financiera empeoraría notablemente, y notablemente deprisa.

Los biovorts, abreviatura de biovórtices, son pequeñas entidades de energía que habitan en la corona de un puñado de soles raros de la Vía Láctea. Sin ser racionales, son una de las pocas formas de vida (o cosa así) que se conocen basada en el plasma, de ahí que su precio resulte literalmente astronómico, a tal punto que nunca habría podido permitirme poseer uno si no fuera porque cierta kigra quedó tan satisfecha de mi desempeño durante el Contacto que decidió premiar con un obsequio extra mi habilidad y dedicación a la fraternidad interespecies pese a la brutal diferencia de tamaño: más de trescientos metros de su lado, contra mi escaso metro con setenta.

Con mi habitual mezcla de nostalgia y culpabilidad, bauticé al plasmático regalo de la leviatanesca hembra de Ofiuco como Diosdado, en honor al viejo babalawo de mi infancia en Barrio Ripio. Y aunque habilitar mi apartamento para contener a un ser capaz de volatilizarlo en un segundo si su gas altamente ionizado se liberase de sus cepos magnéticos me costó un huevo, la verdad es que impresiona muy favorablemente a mis visitas, con sus velocísimos movimientos a ras del techo y sus vistosos cambios de forma y color. Lo malo es que no se le puede simplemente acariciar, como a Antares, pero igual es una prueba de lo bien que me van las cosas: todo un status-symbol.

Y mucho que me ayudó a impresionar a esa materialista de Nerys.

Dicen los exobiólogos que algunos biovorts llegan incluso a reconocer a sus dueños, así que todavía tengo la esperanza de que Diosdado, cualquier año de éstos, deje de ofrecer tan deslumbrantes exhibiciones de placer ante cualquier «extraño» (aunque se trate de visitantes asiduos, como Nerys, Joan y su esposa Sonya) y reserve todas o al menos la mayoría de sus carantoñas exclusivamente para su amo. ¿De qué sirve una mascota, por cara que sea, si encima de que ni puedes tocarla, trata con la misma familiaridad que a su dueño a todos los demás que se le acercan?

—Joan, definitivamente tú le caes bien; cualquier día de éstos me vuelvo loco y ¡qué vendértelo!, te lo regalo. Chico, y la verdad es que, volviendo al tema… todavía no creo mucho en nada de lo que me has contado —le respondo ya desde el baño, despojándome de mi short deportivo.

Contraigo los músculos frente al espejo y luego me acaricio la cabeza, satisfecho; pese a todas las recientes (¡y carísimas!) cirugías estéticas que me han librado de las cicatrices de mi infancia en Barrio Ripio, por el acné y/o las picaduras de insectos, sigo sin ser un Adonis… y menos en Nu Barsa, uno de los epicentros de belleza de la Esfera Humana, donde pocos mueren sin haberse retocado jamás el cuerpo y la cara que Madre Natura les dio.

Pero al menos con estos bíceps y estos dorsales que ya habría querido Yamil en sus buenos tiempos, y los dreadlocks que he cultivado pacientemente durante los últimos años, ya nadie podrá volver a decirme Cerito.

Además, esa piel tan clara que era mi desesperación de la infancia aquí es perfectamente normal.

Sí, mi infancia y sus traumas han quedado atrás para siempre. Menos uno, que me da de comer.

Entro a la ducha, dejando entreabierta la puerta para poder seguir conversando con Joan y disfrutando de los vistosos cambios cromáticos de mi mascota.

Activo mi sofisticada regadera sistema Tornado, que acto seguido me envuelve con sus chorros giratorios, vertiendo en un minuto sobre mi persona diez veces más agua a presión que toda de la que podía disponer en Barrio Ripio durante un mes entero.

¿Qué más da que el líquido, como casi todo en este enorme hábitat, haya sido mil veces reciclado? El caso es que puedo usar todo el que quiera, y el masaje se siente tan bien…

—¿Qué no crees en qué cosa? —inquiere Joan desde la sala.

Le contesto a gritos, por entre la tormenta acuática:

—¡Ni que te retires, ni que finalmente hayan aparecido esos Ajenos extragalác…!

—¡Chitón, Josué! —rugisusurra imperativo Joan el paranoico, asustando a Diosdado, que pulsa frenéticamente entre violeta y azul prusia, cambiando además su habitual forma esférica a la de una especie de serpiente eléctrica, histéricamente llena de ángulos que zigzaguea por todo el apartamento, velocísima—. En Nu Barsa, y en casa de un condonauta extranjero contratado, las paredes pueden tener oídos. Miquel El Prudente no se fía ni siquiera de nosotros los catalanes, imagínate de uno como tú. Oye, ¿y de veras me lo regalarías? —se queda mirando pensativo a Diosdado, antes de desinflarse en un suspiro paquidérmico—: Ni hablar; si lo llevo a casa Sonya pondría el grito en el cielo… y a mí en la calle, de seguro. Además del gasto de instalar todas esas barreras magnéticas, con los muchachos sería como tener una bomba atómica dando vueltas cerca del techo —para luego sacudir la cabeza y continuar, con su habitual vozarrón de gordo feliz—: Pues sí, amigo. Lo creas o no, renuncié. Colgué el sable. Dejé todo el tinglado. Ya no soy más un Especialista en Contactos. Mierda, que tengo cuarenta y dos años y dos hijos de cinco y tres, ya sabes, a los que su madre todavía se las arregla para mentirles sobre el trabajo de su padre, pero que, la verdad sea dicha, apenas si me reconocen cuando me ven.

—Sí, Sonya es una santa —confirmo, pensando en la esposa de mi amigo, tan menuda y callada como él es gordo y extrovertido, pero igual de voluntariosa, mientras la Tornado sustituye sus densos chorros de agua por acariciantes torbellinos de viento tibio que me secan en un santiamén.

—Tú también le caes bastante bien a ella, Josuecillo, pero ni así aceptaría nunca tener en casa a tu bichito de energía —se alegra él, y sigue, irradiando una sincera satisfacción que Diosdado debe percibir perfectamente, porque lo hace tornarse felizmente verde-rosado y volver a ser esférico—: Así que pensé que eso de andar zapateando el cosmos, listo todo el tiempo para encamarme alegremente con cualquier forma de vida Ajena para conseguir que nos venda un nuevo aparatico, ya estaba empezando a no ser el trabajo que un día me fascinó, y que podría haber llegado la hora de dedicarme a ser un simple padre de familia y educar a mis retoños… y como he ganado suficiente como para mantener a mi familia por unos cuantos años hasta que dé con otro oficio, pedí el retiro y estaba firmando los papeles, bueno, ya sabes, la misma burocracia de siempre, aunque no sean auténticos papeles: que si patrones retinales, que si huellas digitales, que si ADN y demás identificaciones para cobrar la pensión, cuando de repente se armó el revuelo… nunca había visto al departamento tan patas arriba, ni a Miquel El Impasible tan alterado. Por lo que sumé dos y dos, y estaba alegrándome de que ya no fuera más asunto mío, cuando me acordé de mi coleguita cubano y vine a todo cohete a avisarte. Estaba más que claro que sólo podía tratarse de ya sabes qué… por cierto, felicitaciones… ya me enteré de lo bien que lo hiciste en tu último Contacto, ¿conque entidad Evita, eh? No todos los días se Contacta a una nueva especie telépata, biotecnóloga y polimorfa.

—Gracias por los cumplidos… pero no hay de qué; fue pura suerte. Y gracias también por el dato, hermano. —Salgo del baño completamente seco, perfumado y entalcado, pero aún desnudo (un viejo juego con mi amigo, que ignora olímpicamente cualquier intento de seducción hacia su masiva persona), y le palmeo a Joan los lomos, tan anchos como los de un búfalo.

A ras del techo, encantado con nuestra amistosa concordia, Diosdado es ahora un anillo de rápida rotación que pulsa satisfecho entre azul cielo y amarillo pollito… si fuera gato estaría ronroneando, supongo.

—¿Crees que los haya encontrado alguna nave nuestra? —le pregunto, súbitamente preocupado, mientras me pongo la ropa interior color lavanda.

Por semejante elección cromática, en Barrio Ripio me habrían probablemente apedreado: es curioso cómo en el Caribe, una de las regiones pioneras del mundo en cuanto a la homo y la bi como patrones de sexualidad dominante, todavía en mi infancia el machismo siguiera tercamente aferrado al anticuado heterosexualismo estricto, al estilo de Jordi, antes de enredarse conmigo, claro.

El biovort, captando empáticamente la zozobra que oculta mi tono, se torna oliváceo y adquiere una imprecisa forma de yunque: una más que pasable imitación de nube de tormenta.

—Yo diría que no es para tanto. O el alboroto habría sido fiesta —reflexiona Joan, tranquilizándonos a un tiempo a mi mascota de energía y a mí.

Encantado, abro mi guardarropas, y tras breve duda, me enfundo con tres tirones en una camisa de lino color lavanda y un traje inteligente de seda de araña, para luego calzarme unos zapatos autoadaptables de cuero de delfín siriano (radián 167, cuadrante 14; la mejor piel de la Galaxia, lástima que lo exploten los kigros), atuendo que de seguro que vale más que todo Barrio Ripio.

Con tal vestuario, y al cuello mi «count-down» como única joya, nadie me tomará por otra cosa que lo que soy. ¿Y para qué esconderlo? Muchos nos imitan; en Nu Barsa, como en toda la Esfera Humana, hoy somos los Especialistas en Contactos los que marcamos tendencia, como una vez lo fueran las estrellas del cine y la música.

—Entonces de nuevo se tratará solo de una pista. La enésima… —respiro más tranquilo, con los ojos entrecerrados para disfrutar una vez más la deliciosa sensación de las sofisticadas telas y el carísimo calzado adaptándose milimétricamente a mi anatomía. Ahora soy yo el que ronronearía si pudiera—. Será sólo que otra vez alguien ha visto o cree haber visto a los fantasmales Ajenos extragalácticos o ha encontrado rastros de su paso, pero sin que los Contacten aún. Así que todavía puedo ser un héroe para Nu Barsa haciéndolo yo.

—Bravo por el espíritu, cubanito, pero tal vez ya no sea tan fácil —vuelve a estropearme el ánimo Joan, caviloso—. Me pareció escuchar la palabra «quígaros». Y si esos vagabundos polimorfos matreros están de por medio…

Tiemblo sólo de pensar en las posibilidades que eso implicaría, y por supuesto, junto al techo Diosdado llamea intermitente entre rojo y violeta, reflejando mi preocupación.

Pero no, mente positiva, ésa es otra de las condiciones imprescindibles para ser un buen condonauta. Aparto de mi cerebro, con un esfuerzo casi físico, todo pensamiento que involucre a esos cabrones Gitanos Ajenos con sus miles de formas y naves-mundo, y logro sonreír de manera bastante despreocupada, lo que devuelve a mi sensible biovort su más puro tono azul cielo.

—Debes haber oído mal —especulo, ya en la puerta de mi apartamento—. Igual, sea lo que sea, cruzaré ese puente cuando llegue a él,

—Cruzaremos, Josué; cruzaremos —recalca Joan, que ya llega bamboleándose, tras despedirse de mi mascota, que llamea feliz en rosado… ahora, estoy seguro, si fuera perro movería la cola. Su falta de selectividad afectiva es muy inapropiada para un animal de compañía, sobre todo de ese precio.

Quizás debería buscarme un gato, como Antares.

—¿No dijiste que te acababas de retirar? —le espeto, burlón, y tras cerrar a nuestras espaldas el portón con acceso controlado por ADN, subimos a la estrecha y lenta acera móvil que conecta la puerta de mi apartamento con las mucho más rápidas del exterior del edificio.

—¿Crees que Miquel El Ahorrativo me iba a dejar ir así como así? —Mi enorme amigo se encoge de hombros cómicamente, mientras, como tenemos cierta prisa, caminamos a largas zancadas por encima del sistema de transporte interno del edificio, que apenas si se desliza a dos kilómetros por hora a través del amplio vestíbulo—. Chico, tuve que hacer un par de concesiones, pero salí ganando: seguiré trabajando con el poderoso Departamento de Contactos, aunque sea en calidad de asesor. Y me temo que para esta misión van a requerir de toda mi experiencia y consejos…

Un adolescente del segundo piso sale del ascensor, me reconoce y, clavando los ojos en mi atuendo (a que mañana presumirá ante sus amigos con una imitación barata), me llama por mi nombre.

No le contesto, como no le contesté a Joan, pero no por hacerme el personaje.

Simplemente estoy concentrado en la semiacrobática maniobra de pasar de un salto de la lenta acera rodante del edificio a la cinta más externa de la pública, la Rambla Móvil que ya circula a cinco kilómetros, velocidad media de cualquier peatón.

Gran invento, las aceras móviles, aunque dicen siempre que cuesta un ojo de la cara mantenerlas. Pero al menos en este distinguido barrio residencial, Ensanche Nuovo, uno de los más caros de Nu Barsa, por cierto, funcionan como un reloj.

Joan y yo vamos pasando casi mecánicamente, con apenas un segundo entre transición y transición, de la cinta externa a las más internas de la Rambla Móvil. Cada una se desplaza 5 km/h más rápido que la anterior, hasta que la última y central alcanza unos nada despreciables 50 km/h, por lo que ya lleva dobles postes-agarraderas de seguridad cada cuatro metros. Nos sujetamos a uno, con prudencia, y en menos de dos minutos llegamos a la terminal de monorraíl de levitación magnética, casi sin mover un músculo. Viva Nueva Barcelona. Viva la tecnología.

En el andén del mag-lev, Joan y yo esperamos en silencio la llegada del siguiente coche apenas minuto y medio. No es hora pico; en el enclave no hay nada semejante, mucho menos en Ensanche Nuovo. Cierto que, aunque nunca llega a apagarse, la luz del «sol» en lo alto del enclave sigue ciclos de intensidad de veinticuatro horas, pero una perfecta planificación divide a toda la población del hábitat en tres turnos de trabajo-ocio.

Al entrar, aprovechando que seremos los únicos pasajeros del ahusado y velocísimo vagón, recurrimos a uno de nuestros muchos privilegios como Especialista en Contactos y marcamos un destino prioritario, convirtiendo el ya rápido transporte público en nuestro tren superexpreso privado.

Ya sin necesidad de desviarse ni detenerse en cada andén, la IA que controla el mag-lev lo acelera sin remilgos, hasta que a unos pocos cientos de metros ha alcanzado los ochocientos kilómetros por hora… que no es su velocidad tope, sino apenas la de crucero. Tenemos prisa, sí, pero no urgencia.

Los vagones no tienen ventanas. Sus enormes holopantallas panorámicas con filtros de vértigo nos permiten disfrutar perfectamente de la vista exterior y sin el riesgo de mareo que podría provocar la directa contemplación del velocísimo desplazamiento relativo del paisaje.

Como en la antigua Barcelona terrestre, también aquí los catalanes tienen una red de transportes envidiable. Se les da bien esto de la organización, casi tanto como a los alemanes, dicen.

Ojalá algún día pueda visitar Vaterland para comprobarlo, y ver si ese prepotente de Helmut Schmodt no ha exagerado con las alabanzas hacia su planeta de origen.

Nuestro destino, El Govern Central, o corazón administrativo de Nu Barsa, es un apretado manojo de torres (por supuesto, rojidoradas, ¡viva sempre Catalunya!) que se divisa en lontananza, tan alto que, si aún permaneciera en pie en la Tierra, la Sagrada Familia original de Gaudí quedaría apenas como un grotesco y rechoncho muñón a su lado.

De hecho, el complejo incluye una réplica de la catedral que fuera símbolo de la Barcelona histórica, al doble de su tamaño, pero minimizada incluso así por sus espigados descendientes.

La reverencia que sienten los catalanes por su genial arquitecto católico es tal que en Nu Barsa hay al menos seis Parq Güell, y he contado como quince Casas de la Pedrera. Sin hablar de la fragata de hipertránsito en la que sirvo. No me extrañaría que en cualquier momento le presentaran al Nuevo Vaticano una moción para primero beatificarlo y luego canonizarlo.

Si es que no se la han presentado ya. San Gaudí… no suena mal, no.

Gracias a su ligera y resistentísima estructura interna de túbulos de carbono, y sobre todo al control gravitatorio algoleño que las sostiene, las gráciles atalayas oro y grana, los tradicionales colores heráldicos del original condado de Barcelona, se elevan hasta diez kilómetros de altura en algunas zonas. Sus esqueléticos perfiles están unidos por infinidad de puentes y calzadas que recuerdan, si bien más elegantes y a escala muy superior, a las de la Metrópolis de aquel visionario film homónimo del siglo XX dirigido por Fritz Lang.

Es una vista tan impresionante que a veces hasta olvido que Nu Barsa, como la mayoría de las colonias humanas fuera del Sistema Solar, no es un auténtico planeta, sino un hábitat artificial.

En otras palabras, una estación espacial. ¡Pero qué estación!

Ni Konstantin Tsiovolsky, ni Robert Goddard, ni Lynn Poodle, ni Werner von Braun ni Arthur Clarke, ni ningún otro de los audaces pioneros de la cosmonáutica o la ciencia ficción que en el siglo XX fantasearon a su aire imaginando anillos orbitales, asteroides excavados u otros diversos habitáculos humanos permanentes en el espacio, concibieron jamás una estructura tan grande.

Disfruto una vez la magnificencia del espectáculo. No en balde resulta tan caro vivir aquí.

Hasta los pequeños asteroides de apoyo del campo de fuerza y del «sol» artificial, que apenas si se divisan sobre nuestras cabezas como una tríada de puntos negros colgada del cenit en torno al constante resplandor de fusión de nuestro «astro de bolsillo», hay exactamente cincuenta kilómetros.

De distancia o de altura, lo mismo da. Lo que importa es que el espacio englobado bajo el «techo» es más que suficiente para que lo recorran perezosamente no ya holoproyecciones, sino nubes auténticas de vapor de agua, amén de para que helicoplanos, turbocópteros, gravimóviles y toda clase de aparatos aéreos pueden navegar con amplia comodidad.

El «suelo» es una simple capa de dos o tres metros de grueso de tierra vegetal recubriendo el amplio campo de fuerza que une entre sí los diez o doce pequeños asteroides donde se albergan los generadores; siempre tecnología algoleña, que usamos aunque no entendamos las matemáticas en las que se basa, y nuestros físicos juren y perjuren que una Teoría del Campo Unificado es imposible.

Bueno, nuestros físicos no han sido muy penetrantes que digamos últimamente. Y con la «brujería gravitatoria» pasa como con el hipermotor tarplino que distribuyen los quígaros: que nadie es tan tonto como para dejar de emplearlos tan sólo por no entenderlos.

De un extremo a otro, el gran enclave orbital catalán mide casi quinientos kilómetros de diámetro, por lo que, según la simple fórmula del área de la circunferencia, Pi por radio al cuadrado, daría…

¿Daría? No estoy para cálculos complejos, ni tengo ganas de molestar a la IA del monorraíl con pequeñeces, daría como doscientos mil kilómetros cuadrados, que es la cifra redonda que siempre esgrimen ufanas las autoridades de la titánica arcología ante sus generalmente apabullados visitantes.

Dimensiones perfectamente caribeñas; es casi la mitad de la extensión de mi isla natal, o como las de Puerto Rico y Jamaica sumadas.

Toda una ínsula espacial, flotando en uno de los puntos de Lagrange en torno a Pi y Margall, una enana amarilla del radián 457, cuadrante 12, invisible desde la Tierra y con sólo tres planetas… todos gigantes gaseosos sin satélites, y por ende absolutamente inapropiados para la colonización. Fue sólo por eso que los avaros arctianos nos dejaron ocupar este sistema a un precio módico, aunque quede bien dentro de su zona de influencia, y hasta rebautizar a su primaria con ese nombre tan catalán.

Desplazándonos a toda velocidad en el monorraíl, sólo el extrañamente plano horizonte nos recuerda que no estamos en un planeta, sino en un hábitat orbital construido por el hombre.

Nu Barsa no es el enclave orbital humano más grande. Ese privilegio lo tiene Commonwealth, de los ingleses-hindúes-australo-jamaiquinos, que orbita a la estrella de Bannard, mucho más cerca de la Tierra, con setecientos cincuenta kilómetros de diámetro y setenta hasta el cenit de su «cielo con atmósfera».

Una vez más, pienso que los humanos tal vez hayamos conquistado el cosmos gracias a los Ajenos, sobre todo a los extintos tarplinos y la generosidad de sus herederos los quígaros con sus excelentes hipermotores… pero gracias también, y no puedo evitar sentirme orgulloso ante la idea, al trabajo duro y abnegado de Especialistas en Contactos como Joan y yo.

Ninguna tecnología al alcance de la humanidad del siglo XXII habría permitido, no ya la construcción de una arcología espacial tan enorme y tan lejos del Sistema Solar como ésta, sino ni siquiera el traslado a su superficie de los once millones de catalanes y cuatro de representantes de otras nacionalidades que hoy la habitan, sobre todo en un plazo razonable.

Bendito sea el control gravitatorio algoleño. Y los sistemas de biorreciclado arctianos de alto rendimiento, y tantas otras tecnologías Ajenas sin las que hoy la humanidad tal vez sólo sería un triste recuerdo, apenas un renglón más en la larga lista galáctica de razas y civilizaciones extinguidas que encabezan los tarplinos y que tan cuidadosamente llevan sus herederos los quígaros.

Los rusos, canadienses, brasileños, sudafricanos, japoneses y alemanes, únicas naciones que han logrado, ya sea descubriéndolos, ya sea comprándolos bien caros, ocupar planetas más o menos terraformables, tampoco podrían haber llegado a sus flamantes (y de paso lejanísimos) mundos de Rodina, New Thule, Nova Saudade, Krugerlaand, Amaterasu y Vaterland si no fuera por el motor de salto hiperespacial de diseño tarplino y que venden esos mismos quígaros.

Vaya; Joan, como casi siempre que sube al monorraíl, ha comenzado a roncar estrepitosamente.

Yo, en cambio, miro abstraído la holopantalla panorámica, por la que desfilan pequeños bosques, centros poblacionales, lagos, cultivos… resulta casi natural pensar en viajes cuando uno se desplaza a una velocidad de vértigo sobre un hábitat orbital tan imponente como Nu Barsa.

Tras un impasse de casi siglo y medio (culpa entre otras cosas de la Guerra de los Cinco Minutos), la segunda y más brillante etapa de la aventura espacial humana comenzó, como a menudo sucede, por pura casualidad. Un afortunado 19 de mayo del 2154, Joaquim Molá, astronauta catalán destacado en solitaria misión exploradora de la Unión Europea en busca de cometas de hielo de agua en la Nube de Oort, Contactó por primera vez con una especie Ajena.

O quizás sería mejor decir que la cosa empezó cuando el avispado Quim les cambió los primeros veinticinco motores de hipertránsito que poseyó la humanidad a los quígaros, ¡nada menos que por su gato! (de nombre Aldebarán, según consta en los registros, parece que ya entonces los mininos-mascotas de nave se solían bautizar con nombres de estrellas árabes), ¡y un diccionario catalán-español-inglés!, en lo que probablemente haya sido el trueque más provechoso y providencial del que se tiene noticia, desde que los holandeses le compraron Manhattan a los indios norteamericanos por apenas veintidós dólares.

Nadie discute que los gatos sean, y Antares me lo recuerda en cada viaje, las mejores mascotas para una nave, así que tal vez los quígaros no hicieron a la larga tan mal negocio. Sin contar con que ese diccionario catalán-español-inglés debió ser para ellos toda una joya; son unos obsesos de las lenguas nuevas. Hasta ahora no han dejado de insistir para que les vendamos nuestro software de traducción actualizado… sin éxito claro, pues ésa es nuestra principal carta de triunfo en los Contactos.

No obstante, siempre que pienso en el episodio, no sé por qué, me viene a la mente el viejo chiste sobre cómo se inventó el alambre de cobre: dos catalanes agarraron al mismo tiempo una peseta, y cada uno, sin soltarla, tiró y tiró para su lado.

Molá, astuto negociador y héroe de toda la humanidad, es sin embargo casi execrado, ¡como traidor y tonto de remate!, tanto en lo poco que queda de la original Cataluña terrestre como en este floreciente enclave de Nu Barsa.

Puedo entenderlo. Todo catalán que se respete debe pensar con rabia que si su paisano, en vez de entregar, ¡ni siquiera vender!, con tanto altruismo veinte de los preciosos hipermotores a toda la humanidad, los hubiera reservado todos para su gente, ahora probablemente vivirían en Nu Catalunya, un planeta entero, y no en este hábitat orbital, grande, sí, pero a la vez lamentablemente limitado.

Y el resto de la raza humana habría tenido que pagar derechos a los catalanes por el uso del motor de hipersalto tarplino-quígaro, como hoy se paga a los rusos por los biorrecicladores de alto rendimiento que consiguieron de los arctianos, o se habría ido tranquilamente a la mierda.

Traición o no traición de Quim Molá, los humanos tuvimos mucha suerte.

Justo en la que parecía nuestra hora más oscura, después de que, primero en el 2136 la Gran Guerra chino-norteamericana de los Cinco Minutos, con su secuela de contaminaciones radiactivas, ciudades completamente arrasadas o parcialmente destruidas (entre ellas Madrid y Barcelona, dicho sea de paso), y sobre todo, el catastrófico cambio climático subsiguiente, con sus inundaciones y sequías que desataron la peor hambruna de la historia, hubiesen reducido en menos de una década la población mundial terrestre de unos pululantes siete mil millones de personas a unos escasos y hambreados novecientos… cuando parecía que un Sistema Solar sin planetas colonizables iba a ser nuestra tumba, después de que la Tierra hubiera sido nuestra cuna, los Ajenos y sus nuevas tecnologías nos abrieron la Galaxia.

Y hoy, casi cinco décadas más tarde, a punto de entrar en el siglo XXIII, si jugamos bien nuestras bazas, otros Ajenos, pero ahora extragalácticos, podrían abrirnos todo el Universo.

El coche mag-lev comienza a decelerar demasiado pronto, me parece. El corazón de la ciudad, la Central, que los viejos catalanes prefieren llamar El Govern, ese complejo de altísimas estructuras desde donde se dirige Nu Barsa, apenas si empieza a cobrar detalles, kilómetros adelante.

—¿Impresiona, eh, Josuecillo? —despierto por el cambio de velocidad, Joan me adivina el pensamiento, cosa nada difícil, viéndome con la vista perdida en el majestuoso espectáculo de las lejanas y estilizadas torres y puentes colgantes a los que nos dirigimos.

Las laberínticas y a la vez airosas estructuras de la Central desafían la gravedad artificial generada bajo el enclave, extendiéndose con sus casi caligráficas filigranas sobre bosques, cultivos, ríos y hasta lagos. Joan las observa y suspira, satisfecho:

—Cada vez que me cuestiono por qué cojons en la lista de mis parejas sexuales hay muchas más hembras Ajenas que humanas, miro todo esto y al saber que es nuestro hogar gracias a gente como yo, me siento… digamos que retribuido —bosteza, acomodándose en la amplia poltrona doble del coche de levitación magnética, que sus monumentales posaderas llenan sin embargo casi por completo.

Una vez más ha logrado que sus palabras suenen como si estuvieran imbuidas de auténtico espíritu de sacrificio. Bueno, a fin de cuentas, tal vez él lo sienta de veras.

Así que tan sólo digo:

—Sí, es un hábitat hermoso… ojalá pronto pueda ser yo otro de sus felices y orgullosos ciudadanos —para luego tragarme prudentemente el resto de mis comentarios.

Al segundo siguiente mi amigo ya está otra vez roncando con angelical tranquilidad.

Lo miro. Es curioso, cada vez que intento imaginarme a esta mole adiposa que es Joan teniendo relaciones sexuales con cualquier entidad viviente, ya sea una hembra Ajena o la heroína de su esposa, sencillamente se me bloquea el cerebro.

Su notable éxito como condonauta es el mayor misterio del Departamento de Contactos. Se toma nuestro menester con una calma y un sentido del deber tales que, simplemente, no dejan sitio para nada más. ¿Libido en el Contacto? Ni soñarlo; Joan el Asexual, le llaman algunos sarcásticos… a sus espaldas, como es obvio. No se hace esa clase de bromas en la cara de alguien que pesa trescientos kilos, aunque no todos sean precisamente de músculo.

Los chismosos también especulan, medio en broma y medio en serio, que los muchos y ventajosos tratos comerciales que Joan Puigcorbé ha logrado a lo largo de su brillante carrera tienen que deberse a que los Especialistas en Contacto Ajenos han reconocido su infinita buena voluntad, o se han compadecido de su ineficacia como amante, o ambas cosas.

Porque, de que es buena persona, lo es como pocos… pero, lo que es un orgasmo, muchos dudan que ni siquiera engendrando a sus hijos con su esposa haya tenido alguno. Y menos provocado.

Por cierto; entre esos burlones escépticos, ¡casi me da pena confesarlo!, me cuento también yo.

Quizás porque nunca me ha hecho una proposición, ni reaccionado a mis sutiles provocaciones.

Bueno, no hay que exagerar; estoy dispuesto hasta a aceptar que él y Sonya deben disfrutarlo aunque sea un poquito, porque tienen dos hijos, y además, porque si así no fuera…

Es que, sin placer sexual, aunque sea retorcido, simplemente no cabe imaginarse nuestro oficio.

Me quedo, como tantas veces, mirando al falso Mont Juic en lontananza. Uno de estos días tengo que animarme a visitarlo, aunque llevo años diciéndome lo mismo. Es una réplica bastante fiel del original. La Barcelona de antes de la Guerra de los Cinco Minutos era, por definición, una ciudad entre el mar y la montaña, pero en el enclave Nu Barsa habría resultado caro e ineficaz instalar una copia convincente del Mediterráneo. Las tierras cultivables y de pasto que en la distancia se alternan, como los parches de una colcha de retazos, eran mucho más necesarias. No se puede alimentar a quince millones de habitantes sólo con hidropónicos. Sin contar con que el peso de tanta agua sobre el campo de fuerza del «suelo» podría haber sobrecargado los generadores gravitatorios, por muy algoleños que sean.

Al máximo compromiso que pudieron llegar los nostálgicos ambientalistas con los ingenieros, ganaderos y agricultores fue a instalar ese hermoso rosario de lagunas que se extiende hasta el horizonte.

Por cierto que el pescado comestible pulula en ellas. Los catalanes sí que saben cómo sacar el máximo de jugo económico a cada detalle, aunque parezca meramente ornamental.

Debe ser genético.

Execrado o no por sus compatriotas, siempre pienso que además de buen negociante Joaquim Molá fue un tipo rápido captando situaciones nuevas, un improvisador imaginativo y… además, por suerte, alguien sin muchos escrúpulos morales.

O un perverso sexual de tal envergadura que nos deja chiquitos a todos sus esforzados herederos del Departamento de Contactos de Nu Barsa, independientemente de la generación en la que nos clasifiquen. Aunque los quígaros de la nave que Quim Contactó tampoco eran tan espectacularmente distintos de nosotros los humanos, por lo que se sabe.

Tenían por lo menos dos brazos y dos piernas, que tratándose de Contactos, ya es mucho decir.

Molá fue también lo bastante prudente como para, cuando regresó victorioso a la Tierra sin gato ni diccionario, pero con los primeros veinticinco hipermotores tarplinos obtenidos de los quígaros bien seguros en su bodega, abstenerse de contar todos los detalles sobre el trueque en el que los consiguiera.

Fue sólo después, cuando nos dispersarnos por el cosmos gracias a miles de esos mismos motores, comprados uno a uno a los ¿generosos? quígaros, y las relaciones de la humanidad con la Comunidad Galáctica de los Ajenos se volvieron más frecuentes y necesariamente más… estrechas, que quedó claro que Molá, para sellar su ventajoso intercambio con los quígaros tuvo que… ejem… la prensa de aquel tiempo, tan adicta a los eufemismos además de a los escándalos, lo llamó «cohabitar» con un tripulante de la nave Ajena.

Interrogado poco después por un famoso semanario de chismes, Molá sólo dijo que no había sido tan difícil, que una hembra es una hembra, quígara o humana, y que, ¡por supuesto!, había usado condón.

Muchos creen que el término coloquial que define a mi oficio nació de tal confesión de Quim.

Claro que el Protocolo de Primer Contacto nada dice respecto a condones u otras barreras o filtros de protección burdamente físicos.

En la Vía Láctea se cuentan hasta hoy unas veintinueve mil razas inteligentes… y eso, considerando a la gran variedad de seres que habitan en las naves-mundo de los quígaros como pertenecientes a una única raza, pese a la opinión de muchos exobiólogos escépticos. De otro modo, el número casi se duplicaría.

Por lo que, teniendo en cuenta además que la lista sigue creciendo a razón de varias decenas nuevas (y cuentan las aliviadas razas más antiguas que hace siglos eran cientos) cada año, como mi recién Contactada entidad Evita, amén de que la gran mayoría de esas nuevas civilizaciones recorre la Galaxia en todas direcciones, es fácil comprender que toparse con naves, planetas, colonias o representantes de otra especie inteligente viene a ser un acontecimiento tan cotidiano como cruzarte con un vecino en una acera móvil.

La importancia de que normas aceptadas por todos regulen tales encuentros salta a la vista.

Bastante más antiguo que la humanidad, y de origen supuestamente tarplino, ya que los quígaros insisten en que heredaron de sus mentores la curiosa costumbre, esa curiosa «etiqueta interespecies» que es el Protocolo de Contactos ha sido bien acogido por casi todas las razas sintientes de la Vía Láctea.

Podría resumirse así: si te encuentras por primera vez en el cosmos con representantes de una civilización Ajena y quieres hacer patentes tus buenas y pacíficas intenciones, por si en el futuro pudiese surgir entre ambas especies un comercio mutuamente ventajoso, en vez de una inmediata y mutua desintegración, demuéstrales que puedes dejar de considerarlos como Ajenos, al menos por un rato.

O sea, «cohabita» alegremente con ellos, o al menos finge que lo haces alegremente.

En cambio, si ya los conoces y quieres algo de ellos, entonces se trata de un simple Contacto, no de un Primer Contacto, y la cosa es aún más sencilla: sea información, tecnología, mercancía o cualquier otra cosa suya lo que te haga falta, primero pacta el intercambio, págales con algo que ellos deseen, y luego, ya sabes: ayudaría bastante a un trueque fluido si les demuestras de nuevo que, al menos por un rato, puedes dejar de considerarlos como Ajenos. Y en nombre de la buena voluntad y las mejores relaciones comerciales presentes y futuras, «cohabita» con ellos, alegremente o no.

Las barreras de protección no biológicas no están prohibidas, obviamente, a veces no queda más que recurrir a ellas, como cuando tu metabolismo se basa en el oxígeno y debes enfrentar a una especie de biología fluorada. Pero, salvo similares casos extremos, algo tan burdo como un condón u otra clase de filtro físico suele considerarse una desagradable descortesía, amén de evidencia del escaso desarrollo de las ciencias médicas en la cultura cuyos representantes recurren a tan groseras precauciones.

El «count-down» que sólo protege la integridad del ADN del Especialista en Contactos, no cuenta. Los refuerzos inmunológicos y vacunas antivirales, tampoco.

Y menos mal, porque incluso con ellos, no han sido pocos los condonautas fallecidos en estricta cuarentena, contagiados de extrañas enfermedades, ¿se podrá decir venéreas?, sobre todo en aquellos primeros años de entusiastas Contactos con la Comunidad Galáctica, antes de que nuestra inmunología se viese obligada a alcanzar el nivel que la mayoría de las razas Ajenas hoy posee.

Los líderes de las decenas de facciones diferentes y siempre en pugna en que quedó dividida la diezmada humanidad del siglo XXII tras la Guerra de los Cinco Minutos pronto se dieron cuenta de que el Protocolo de Contactos, fuese o no idea de los misteriosos y antiguos tarplinos, permitía que las razas con mayor dominio sobre la materia viva llevaran casi siempre la parte del león en cualquier trueque: una especie cuyo metabolismo se basara en el oxígeno, pero resultase capaz de modificar de forma «natural» ya no sólo la anatomía, sino también la química corporal de sus individuos, tendría indiscutibles ventajas sobre otra de menor desarrollo biotecnológico a la hora de Contactar, por ejemplo, a una nueva raza de respiradores de metano.

Y ni hablar de casos todavía más exóticos, pero perfectamente reales, como los aracnoides de Volpes IV, de química basada no ya en el carbono, sino en el exotiquísimo germanio.

Vaya, que tras el entusiasmo inicial ante el afortunado trueque de Molá, parecía que las cosas se presentaban más bien de color hormiga para nosotros. Para navegar por el cosmos había que Contactar y ¿quién podría excitarse ante la visión, no ya de una aracnoide volpiana con su raro metabolismo tóxico, sino simplemente de una tritona anfibia de Wurplheos VII, con su profusión de aletas espinosas y su piel rosada salpicada de puntos verdosos?

¿A qué astronauta podía exigírsele tanto, encima de su cuidadosa preparación científico-técnica?

Pero, ya se sabe que somos una especie con suerte. Resultó que sí existía gente capaz no sólo de enfrentarse a tan estrambóticos Contactos, sino incluso de disfrutarlos. Nosotros.

Los por tantos siglos rechazados vergonzosamente como perversos y desviados sexuales. Los gays, bisexuales, masoquistas, sádicos y fetichistas, los raros y aberrados; las más o menos satisfechas víctimas de inconfesables parafilias, que antes éramos encerradas en manicomios y cárceles o hasta ejecutadas para que el cáncer moral que en nosotros latía no contaminase a la «sexualmente sana» y horrorizada sociedad.

Pero ya se sabe que todo es relativo en la viña del Señor. Y que la moral depende de la conveniencia; tras la difusión de los más escabrosos pormenores del Primer Contacto de Quim Molá con los quígaros, (aunque varios gobiernos trataron de mantener en secreto esos detalles), se produjo una extraña, radical y absolutamente inesperada inversión de valores sexuales; casi de la noche a la mañana, esas mismas ovejas negras que la comunidad se negó por milenios a considerar como sus miembros con plenos derechos nos volvimos importantes, esenciales, imprescindibles; la prosperidad de toda la especie humana dependía en buena medida no sólo de nuestras habilidades negociadoras, sino sobre todo de nuestra falta de escrúpulos sexuales, de nuestras ansias de emociones nuevas.

De hecho, surgió una ola de liberación sexual que aún dura, y probablemente haría que cualquier honorable ciudadano del siglo XX o el XXI se horrorizara ante nuestra sociedad contemporánea, en la que la heterosexualidad es sólo una posibilidad entre varias, en modo alguno la orientación mayoritaria o correcta que fue por tantos años.

Conscientes de su misión histórica, acariciando toda clase de sucias fantasías espaciales en sus mentes torcidas, los antes apestados y estigmatizados por su sexualidad diferente marchamos hoy orgullosos y con el pecho hinchado hacia las estrellas. La misma humanidad que por tantos años nos escupiera, rechazara, denunciara, repudiara y matara nos despide ahora con vítores y fanfarrias como a nuevos y talentosos embajadores… sexuales, y nos imita… en lo que puede.

Supongo que piensan que, si «cohabitar» con extraños seres es la manera de conquistar las estrellas, ¡pues a «cohabitar» entonces! Y empezando por nuestros semejantes, para ir practicando.

La nueva política exterior y la moral de ella derivada tuvieron al principio muchos detractores, claro, los cultos religiosos de todo tipo pusieron el grito en el cielo ante tamaña «inmoralidad espacial» y declararon que era mil veces preferible languidecer y morir «puros» en la Tierra sin acceso a la sofisticada tecnología Ajena, antes que sobrevivir y conquistar las estrellas a tan repugnante precio.

Los Imanes islámicos clamaron por una jihad cósmica. Desde el Vaticano, en una iracunda encíclica, el neopapa Inocencio XXIV acusó a los Especialistas en Contacto de ser los herederos de Sodoma y Gomorra, de burlarse de Dios y adorar a demonios lujuriosos venidos de las profundidades del cosmos, los excomulgó a todos y los llamó despectivamente «condonautas», sin sospechar que sería justo ese apelativo el que acabaría designando popularmente al nuevo y prestigioso oficio.

De todos modos, valga decir que el siguiente ocupante del Trono de San Pedro, Juan XXVIII, no solo retiró la iracunda y apresurada excomunión lanzada sobre nosotros por su predecesor, sino que incluso trasladó la sede de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana al espacio, más exactamente, al enclave orbital conocido como Novo Vaticano, construido (por supuesto) con tecnología Ajena en torno a Beta de la Cruz del Sur.

Eso es lo que yo llamo justicia poética. O arrepentimiento oportunista.

Pronto quedó claro que la raza humana había tenido de veras una gran suerte con Quim Molá, porque no todos los perversos sexuales sirven para condonautas, ni mucho menos.

Por desgracia, no basta con la actitud, hace falta también cierta aptitud.

Algunas razas de la Comunidad Galáctica nos son más Ajenas que otras: por ejemplo, «cohabitar» con una algoleña, pese a sus dos metros de alto, su cabello verde, su piel lila, su boca llena de colmillos amarillentos y su habla llena de frecuencias ultrasónicas que te erizan la piel, resulta casi un paseo para la mayoría de los condonautas humanos.

De hecho, considerando que ambas somos especies evolucionadas a partir de primates (o sus equivalentes), viene a ser casi como hacer el amor con una prima lejana. Sin contar con que la musculatura voluntaria que poseen en sus vaginas las nativas de Algol le da su nada despreciable atractivo extra al Contacto con ellas.

No en balde la segunda tecnología Ajena que adquirió la humanidad fue precisamente el control gravitatorio desarrollado por estos lejanos primos.

En cambio, Contactar con una balenóptera de Kigrai u Ofiuco, con su cuerpo de cientos de metros de largo y sus tres vaginas, cada una de varios metros de diámetro, sin contar con su característico olor a pescado mal salado, ¡esa sí que resulta toda una proeza!

Si lo sabré yo, han pasado años de eso y todavía tengo a veces pesadillas con el episodio, aunque me haya permitido tener a Diosdado.

Y como generalmente lo que cuesta vale, resulta que, mientras que los algoleños son una raza casi tan joven y desprovista de sofisticadas tecnologías como nosotros (y nunca está de más recalcar el «casi» en un sitio que, como éste, existe ante todo gracias a su control gravitatorio), los leviatanes kigros se cuentan entre las especies más poderosas de la Comunidad Galáctica, y atesoran más valiosas patentes de biotecnología que diez o doce de las otras razas juntas.

Secretos que mucho nos gustaría tener, como el de las bionaves, los fármacos genéticamente individualizados, las biobaterías o la regeneración celular controlada.

Así que hacen falta cada vez más y mejores condonautas.

Pronto se determinó que, salvo casos excepcionales como el Contacto con los furasgos, que son inteligentes de pequeños y pierden el raciocinio al crecer, o los reptiloides termizarianos, que sólo practican el sexo heterosexual para reproducirse y el resto del tiempo son alegremente homoeróticos, los pedófilos y pederastas rara vez resultan adecuados para el menester: su espectro de preferencias suele ser demasiado estrecho, simplemente.

Pero en cambio, otros tipos de perversos, como los furrys, con su obsesión por disfrazarse de animales con trajes de peluche; y especialmente los zoófilos, encantados por tener sexo con animales, hemos encontrado en el Contacto con los Ajenos la profesión de NUESTROS sueños.

También se hizo obvio bastante rápidamente que, pese a la publicidad que se dio al nuevo oficio estelar, no había suficientes pioneros lo bastante talentosos como para desempeñarlo. Porque no bastaba con ser un perverso dispuesto a todo, ni mucho menos: se necesitaba también dominar los rudimentos del arte de la negociación, la diplomacia, tener nociones de lingüística y relativismo cultural, tecnología y ciencias, intuición social, cortesía, tino… muchas habilidades, en fin.

Y como ningún gobierno del abigarrado mosaico de culturas en que continuaba dividida la humanidad sobreviviente a la Guerra de los Cinco Minutos quería quedarse atrás, sobre todo desde que se hizo patente que, al intercambiar tecnología con un determinado grupo racial en un Contacto, una especie Ajena no se consideraba moralmente obligada a que tal información llegara a todos sus semejantes, primero los rusos, luego los canadienses, luego los nipones, en nación tras nación de las más poderosas se fueron creando con toda urgencia costosas y bien equipadas escuelas especiales para detectar y luego fomentar en sus sacrificados estudiantes toda clase de inclinaciones furrys, zoofílicas y de otros tipos considerados valiosos para el Contacto… además de adiestrar a sus más talentosos alumnos en el duro y antiquísimo arte de la negociación.

Surgieron así academias como la Pluma, Pelo y Escama de Nueva Madrid o la Pan-Galac-Zoo de Karlovy-MheschePlakneta, y muchas otras, a las que las madres de clase baja (y algunas de no tan baja) llevaron y siguen llevando a sus hijos, soñando con verlos superar las durísimas pruebas de admisión y adquirir, tras dificilísimos y agotadores entrenamientos que no pocas veces incluso quiebran la salud mental de los alumnos, la formación profesional necesaria para algún día partir al Cosmos convertidos en gloriosos Especialistas en Contactos, dispuestos a todo para representar a la humanidad ante las demás razas y culturas que navegan entre las estrellas.

Y sobre todo, volver enriquecidos por las altísimas regalías que se pagan por Contacto exitoso.

Por supuesto, ni en Barrio Ripio ni en CH ni en toda Cuba, ni siquiera en todo el Caribe funcionaba ninguna de esas carísimas escuelas especializadas, así que yo entré al oficio de la manera más dura: improvisando.

Cuando la habilidad de Abel como hacker y su bondad me pagaron el pasaje de lanzadera hasta la Estación Geosincrónica de Tránsito Clifford Simak (así nombrada en honor a un famoso autor de ciencia ficción del siglo XX, por cierto), el mayor hábitat libre de impuestos en órbita terrestre, demoré apenas un par de horas antes de hacerme contratar como condonauta por Agustí Palol, el capitán de una pequeña nave mercante independiente, bien que de matrícula catalana: la corbeta de hipertránsito Juan de la Cierva, que con sus cuatro tripulantes se preparaba para partir, no a explorar heroicamente el espacio profundo ni mucho menos, sino a su enésimo viaje comercial de rutina por el llamado Circuito Zodiacal.

Por cierto que no escogí aquella corbeta completamente al azar; desde pequeño me fascinó la historia de la tecnología y de sus inventores, así que pensé que volar en una nave bautizada en honor del ingenioso creador hispano del autogiro me traería suerte… y así fue.

En teoría, cada nave humana debería llevar un Especialista en Contactos a bordo, por si se da la afortunada (y ya se sabe, muy probable) circunstancia de que se vea involucrada en un Primer Contacto con alguna nueva raza Ajena, además de que, siempre según el dichoso Protocolo de origen tarplino que sus fieles discípulos quígaros se han encargado de difundir, debería ser básicamente imposible cualquier tipo de trato mercantil sin un condonauta capaz de representar a cada especie interesada.

Pero en la práctica, muchas naves (y no sólo humanas) se arriesgan a navegar por la Vía Láctea prescindiendo por completo de Especialistas en Contactos en su tripulación, lo que limita sus posibilidades de negocios a simples trueques con otros mercaderes ya conocidos. Los Especialistas en Contacto, humanos o no, no crecen en los árboles. Y los individuos normales de casi ninguna especie están precisamente muy dispuestos a tan efusivos intercambios sexuales con los representantes de otra, por mucho que se le parezcan.

La xenofobia sexual no es un invento exclusivo del homo sapiens ni mucho menos; de ahí la ironía particular del Protocolo creado por los tarplinos: si todo el mundo disfrutara los Contactos, ¿qué gracias o mérito tendría entonces ser condonauta?

Claro que siempre queda un margen para la improvisación y hasta para el intrusismo profesional. Entre nosotros los humanos, y supongo que también entre algunas razas Ajenas, a veces tripulantes desaprensivos (y/o desesperados) intentan asumir el prestigioso rol de Especialistas en Contactos.

Fingirse condonauta viene a ser como la última carta de la baraja para un astronauta que por X razón ha perdido o ha abandonado su nave, y a quien ningún otro vehículo espacial quiere contratar en cualquier función. Un recurso desesperado. La ruleta sexual, le llaman algunos; si se tiene mucha suerte, no habrá que Contactar a nadie durante el viaje; con menos fortuna, será algo no del todo desagradable, como «cohabitar» con una algoleña, pero si uno se pone fatal, siempre puede tocarle una balenóptera kigra…

Pero incluso en tal caso será mucho mejor para el impostor que por lo menos lo intente y haga de tripas corazón; según el sacrosanto Protocolo de Contactos de origen tarplino, si el condonauta contratado no logra desempeñar a cabalidad la función de embajador sexual que de él se espera, el capitán de la nave está en todo su derecho, no sólo de no pagarle lo prometido, sino incluso de arrojarlo al espacio ipso facto, por estafador.

Es así que no pocos Especialistas en Contactos improvisados han enloquecido (o al menos han fingido enloquecer) al intentar terca y desesperadamente sobreponerse a su repugnancia natural y Contactar a alguna Ajena especialmente repulsiva, todo con tal de no verse abandonados en pleno Cosmos por decepcionados e iracundos capitanes.

Bueno, nadie dijo que el nuestro fuese un oficio siempre agradable, ni exento de peligros.

En tan riesgosas condiciones me enroló el capitán Palol. Supongo que, pese a mis juramentos de experiencia, nunca creyó que yo fuera más que otro jovenzuelo fugitivo, al máximo un tripulante abandonado, quizás un grumete con mala suerte, y decidió darme la oportunidad.

Que los orishas bendigan su buen corazón.

Y su gratitud por el buen rato que le hice pasar en su oficina cuando me contrató…

A fin de cuentas, en sus últimos veinte viajes la corbeta Juan de la Cierva no se había encontrado sino con los mismos viejos socios de siempre: los Ajenos del llamado Ekhumen Merchanttil de Aries, el sidhar Iar Fjhoi y su gente: bípedos con dos brazos y dos ojos que en la oscuridad podrían pasar bastante bien por humanos si no fuera por su olorcillo a mercaptan, su piel azul oscuro, sus cuernos supraoculares y sus cortas colas escamosas, claro.

Pero el azar estuvo a mi favor; en la ruta de vuelta, y tras un intercambio comercial por completo rutinario con los mercaderes arianos (tres toneladas de geodas de cuarzo terrestres por una y media de cerámicas hiperconductoras de factura furasga, sospecho que fruto de algún contrabando, por su precio más bien bajo), la pequeña nave mercante de matrícula catalana detectó el escape de un vehículo espacial sublumínico a la altura de la constelación de Piscis.

El capitán Agustí me miró dubitativo y preguntó: «¿Te atreves, Josué?«. Yo asentí, aunque temblando como un azogado, pedí que me pincharan con cuantas vacunas y reforzadores inmunológicos podía resistir sin reventarme, me ceñí al cuello el «count-down» y fue así como tuvo lugar el Primer Contacto de la humanidad en general y de los catalanes en particular con los continentines: gigantescas masas de protoplasma, inteligentes, oriundas de un sistema doble cercano al cúmulo globular de Hércules, y que confiadas en su resistencia física e inmortalidad biológica, tras escuchar durante milenios las trasmisiones radiales de la Comunidad Galáctica, habían finalmente decidido emprender la ruta del espacio, ¡nada menos que en naves impulsadas por motores de fusión nuclear!

A eso le llamo yo no tener prisa en llegar a ninguna parte. Menos mal que ya navegan con hipermotores tarplinos, como todo el mundo… gracias al capitán Palol y a mí.

Mi Contacto con esas gigantescas amebas hermafroditas fue canónico; ya se estudia en un par de academias. Y me ganó enorme prestigio. Confieso que, personalmente, eso de introducirme en un mar de citoplasma, protegido sólo por una ligera escafandra biológica y nadar siguiendo los cambios sol-gel no me reportó gran excitación. Pero por lo visto, tenía de veras un talento innato para el asunto; la forma en que estimulé el micronúcleo de su inmensa célula le resultó tan placentera a su Especialista en Contactos que no dudaron en ¡regalarnos! nada menos que los secretos de su método de fusión fría, con lo que aseguré a Nu Barsa un suministro prácticamente ilimitado de energía barata no contaminante y me convertí en todo un héroe ante los ojos de los catalanes, que me propusieron el contrato a largo plazo con sueldo principesco gracias al cual vivo desde entonces en el Ensanche Nuovo.

En estos ocho años, con sus altas y sus bajas, he recorrido media Galaxia a bordo de diversas naves de hipertránsito, desde pequeñas corbetas hasta enormes navíos, «cohabitando» por cuenta de los catalanes, mis empleadores, con decenas de formas de vida Ajenas, incluyendo once Primeros Contactos.

Y todo ello sin más consecuencias molestas que un sarpullido fungoide que me trasmitió un pólipo guzoid infectado, nada que no pudiera tratar la farmacopea humana, por suerte: un poco de interferón, y las esporas Ajenas se rindieron en masa a mi sistema inmunológico potenciado.

No está mal para un niñato harapiento fugado de Barrio Ripio, ¿eh?

El coche mag-lev vuelve a acelerar, evidentemente, el frenaje anterior no tenía que ver con la cercanía al final de nuestro trayecto, sino con el paso de otro tren de mayor prioridad.

Aunque ahora ya casi ni vale la pena aumentar de nuevo la velocidad; prácticamente rodamos por entre las bases de las primeras estructuras de la trama de finísimas torres que es la Central del Govern.

Justo en el borde superior de la holopantalla se divisa la sede del Departamento de Contactos, con su inconfundible silueta. Me habría gustado conocer al arquitecto que la diseñó. Ese Xavier Pugat debió ser un tipo sarcástico; si en el pasado muchos decían que los rascacielos, altos y finos, no eran más que un burdo símbolo fálico, él fue un paso más allá, al decidir que el edificio que albergara al Departamento de Contactos y a todos sus Especialistas fuese precisamente un enorme falo hiperrealista.

Tiene sentido, ¿no?

No le faltan ni siquiera las venas, ni hay confusión posible con el color… uno casi esperaría ver aflorar una titánica y opalescente gota de semen desde su cúspide, que en realidad es el acceso al pozo central de ascensores y ventilación.

—Y aquí estamos —resopla Joan, estirando su monumental envergadura con tanta brusquedad que los amortiguadores del asiento crujen lastimosamente—. De nuevo en la olla de los grillos —sonríe, entre beatífico y pícaro—: ¿Por qué esa cara de velorio, Josuecillo? ¿Fumaste wildwall, o es que no te da gusto volver a ver a Nerys y contarle los detalles de tu Contacto con esa entidad Evita?

Rebufo, anticipando un ataque de celos de la ondina:

—A lo hecho, pecho; la vida de un Especialista en Contactos exige sacrificios y la de su novia también. De hecho, pensaba visitarla hoy mismo y hacerle la historia con pelos y señales… lo que no me da ningún gusto es volver a poner los ojos sobre la carcasa naciborg de ese Herr Schmodt. ¿Crees que esté ahí?

—Lo siento, pero SÉ que estará —se encoge de hombros mi amigo catalán—. Su nave regresó de misión tan sólo ayer, como la tuya, así que no tiene tiempo de haber partido de nuevo… ya sabes cómo puede ser de exasperante Miquel El Estricto con los descansos entre viajes de sus tripulaciones.

El coche mag-lev, tras la última y casi imperceptible deceleración (bloques de absorción inercial, enésima aplicación del control gravitatorio algoleño) se detiene en el amplio andén al pie de la fálica torre de nuestro departamento de Contactos, y sus puertas deslizantes se abren de par en par.

—Arriba, mamut —le espeto a Joan ya en el umbral y para tranquilizarnos repito el manidísimo chiste—: La subida en el ascensor expreso dura al menos dos minutos… una vez más podremos experimentar lo que siente un espermatozoide en plena eyaculación.

Joan me sigue el juego, como de costumbre:

—Con tal de que no salgamos disparados por el pozo central hacia arriba, cubanito… hoy no traje mi paracaídas.

 

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