Revista Axxón » «Una historia de siete demonios», Frank Richard Stockton - página principal

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EEUU

La iglesia de negros que estaba en los bosques de pinos cerca del pequeño pueblo de Oxford Cross Roads, en uno de los condados más pobres de Virginia, era presidida por un individuo anciano, conocido por la comunidad en general como el Tío Pete; pero los domingos los miembros de su congregación se dirigían a él como Mano Pete. Era un hombre serio y lleno de energía, y, aunque no sabía leer ni escribir, por muchos años había expuesto las Escrituras a satisfacción de sus oyentes. Su memoria era buena, y esas partes de la Biblia, que de vez en cuando había escuchado, eran utilizadas por él, y a menudo con poderoso efecto, en sus sermones. Sus interpretaciones de las Escrituras eran por lo general completamente originales, y ajustadas a las necesidades, o lo que él suponía eran las necesidades, de su congregación.

Tanto como «Tío Pete» en el jardín y en el campo de maíz, o «Mano Pete» en la iglesia, disfrutaba de la buena opinión de todo el mundo excepto de una persona, y ésa era su esposa. Era una persona de gran temperamento y algo insatisfecha, que había concebido la idea de que su marido tenía el hábito de darle demasiado tiempo a la iglesia, y demasiado poco a la adquisición de pan de maíz y cerdo.

Cierto sábado le dio un tremendo regaño que afectó tanto la moral del buen hombre que influyó en la selección del tema para su sermón del día siguiente.

Sus feligreses estaban acostumbrados al asombro, y les gustaba bastante, pero nunca antes sus mentes habían recibido tal impacto como cuando el pastor anunció el tema de su disertación. No tomó ningún texto en particular, porque no era su costumbre, pero dijo que la Biblia establecía que cada mujer en este mundo era poseída por siete demonios; y mostró con mucho calor y sentimiento los males que este estado de cosas había causado en el mundo. El tema, principalmente de su propia experiencia, llenaba su mente, y lo entregó a su audiencia caliente y fuerte. Si sus deducciones eran correctas, todas las mujeres eran criaturas que, al ser poseídas por siete demonios, no eran capaces de un pensamiento ni de una acción independiente, y debían con lágrimas y humildad ponerse absolutamente bajo la dirección y la autoridad del otro sexo.

Cuando se acercaba a la conclusión de su sermón, el Hermano Peter cerró la Biblia, que, aunque no podía leer una palabra de ella, siempre estaba abierta delante de él mientras predicaba, y les entregó la exhortación final de su sermón.

—Ahora, mis amados feligreses de esta congregación —dijo—. Quiero que comprendan que no hay nada en este sermón que acaban de escuchar que les haga pensar que son ángeles. De ninguna manera, feligreses; todos ustedes nacieron de mujeres, y tienen que vivir con ellas, y si algo en este mundo es contagioso, mis feligreses, son los demonios, y por lo que he visto de algunos de los hombres de este mundo espero que sean perseguidos por todos los demonios que les puedan caber. Pero al parecer, la Biblia no dice nada sobre el tema de la cantidad de demonios en el hombre, y espero que ésos que los tienen —y deberíamos sentirnos muy agradecidos, mis queridos feligreses, porque la Biblia no dice que todos los tengamos— los tienen de acuerdo a las circunstancias. Pero con las mujeres es diferente; tienen exactamente siete, y Dios bendiga mi alma, feligreses, creo que eso es suficiente.

»Mientras le daba vueltas en mi cabeza al tema de este sermón, recordé una parte de las Escrituras que escuché en un gran sermón y bautismo en el molino de Kyarter, hace unos diez años. Uno de los predicadores estaba contando sobre la vieja madre Eva comiendo una manzana. La serpiente pasa con una manzana roja, y le dice: «Dale esto a tu esposo y pensará que es tan buena cuando la coma que te dará cualquier cosa que le pidas, si le dices dónde está el árbol». Eva muerde una vez y entonces arroja la manzana. «Qué quieres decir, serpiente insignificante», dice ella. «¿Me das una manzana que no sirve para nada excepto para hacer sidra?» Entonces la serpiente le entrega una manzana amarilla, y ella le da un mordisco, y entonces dice: «Sigue de largo, tonta serpiente, me diste esa manzana de junio que no tiene gusto a nada». Entonces la serpiente piensa que a ella le gusta algo ácido y le entrega una manzana verde. Ella muerde una vez, y luego le lanza la manzana por la cabeza, y le grita: «¿Estás esperando que le dé esa manzana al tío Adán y que le dé un cólico?» Entonces el demonio le ofrece una manzana Lady, pero ella dice que no tomará nada tan insignificante como eso para su esposo, y le da un mordisco y la lanza lejos. Entonces él le ofrece otras dos clases de manzanas, una amarilla con líneas rojas y la otra roja de un lado y verde del otro —también manzanas de muy buen aspecto— de la clase que se compra por dos dólares el barril en la tienda. Pero Eva no se queda con ninguna de ellas y después de darles un mordisco las arroja a un lado. Entonces la vieja serpiente demonio se rasca la cabeza y dice para sus adentros: «Esta Eva, es muy quisquillosa con sus manzanas. Creo que tendré que esperar hasta después del invierno, y entonces buscar una realmente buena». Y espera hasta después del invierno, y entonces le ofrece una Albemarle, y cuando ella le da un mordisco sigue adelante y se la come toda, corazón, semillas, todo. «Mira esto, serpiente», dice ella. «¿Tienes otra de esas manzanas en tu bolsillo?» Y entonces él saca una y se la da. «Perdóname», dice ella. «Me iré a despertar a Adán, y si él no quiere saber dónde está el árbol donde crecen estas manzanas, puedes tenerlo como trabajador en un campo de maíz».

»Y ahora, mis amados feligreses —dijo el Hermano Peter—, mientras le daba vueltas a este tema en mi cabeza, y preguntándome cómo era que las mujeres tenían exactamente siete demonios cada una, recordé esa parte de las Escrituras que escuché en el molino de Kyarter, y calculo que eso explica cómo entraron los demonios en la mujer. La serpiente le dio a madre Eva siete manzanas, y por cada mordisco que ella les dio recibió un demonio.

Como podía esperarse, este sermón causó una gran sensación, y produjo una profunda impresión sobre los feligreses. Por regla general, los hombres estaban aceptablemente bien satisfechos con él; y cuando los servicios terminaron, muchos de ellos aprovecharon la ocasión para señalar los puntos tímida pero muy claramente a sus amistades y parientes de sexo femenino.

Pero a las mujeres no les gustó en absoluto. Algunas de ellas se enfadaron, y hablaron con mucha fuerza, y los sentimientos de indignación pronto se extendieron entre todas las hermanas de la iglesia. Si su Ministro hubiera creído conveniente quedarse en casa y predicar un sermón así a su propia esposa (quien, debe señalarse, no estaba presente en esta ocasión), habría sido bastante bueno, considerando que él no había hecho ninguna alusión a los de afuera; pero venir allí y predicarles esas cosas era completamente insoportable. Cada una de las mujeres sabía que no tenía siete demonios, y sólo algunas de ellas admitirían la posibilidad de que alguna de las otras estuviera poseída por tantos.

La explicación del predicador sobre la manera en que cada mujer llegó a ser poseída por tantos demonios les apareció de menor importancia. Lo que ellas objetaban era la doctrina fundamental de su sermón, que estaba basado en su afirmación de que la Biblia declaraba que cada mujer tenía siete demonios. No estaban dispuestas a creer que la Biblia dijera tal cosa. Algunas de ellas llegaron tan lejos como afirmar que era su opinión que el Tío Pete había escuchado esa tonta idea de algunos de los abogados en el juzgado cuando estuvo en un jurado un mes atrás. Era muy notable que, aunque la tarde del domingo apenas había comenzado, la mayor parte de las mujeres de la congregación llamaban Tío Pete a su Ministro. Era una prueba muy fehaciente de una repentina disminución de su popularidad.

Algunas de las mujeres de más carácter, al no ver a su Ministro en el claro enfrente de la iglesia de troncos entre las demás personas, fueron a buscarlo, pero no lo encontraron. Su esposa le había ordenado volver a casa temprano, y poco después de despedir a la congregación partió por un atajo en el bosque. Esa tarde, un airado comité compuesto principalmente por mujeres, pero que incluía también a algunos hombres que habían expresado su incredulidad ante la nueva doctrina, llegó a la cabaña de su pastor, pero sólo encontró a su esposa, la vieja e intratable Tía Rebeca. Ella les informó que su marido no estaba en casa.

—Se había comprometido —dijo—, a cortar todo un bosque para Kunnel Martin de Little Mountain durante toda la semana próxima. Está a catorce o trece millas de aquí, y si se iba mañana por la mañana iba a perder todo el día. Además, le he dicho que si sigue hasta la noche la cena estará pasada. ¿Qué quieren todos ustedes con él? ¿Van a pagarle por predicar?

Cualquier intención en ese sentido fue negada al instante, y la Tía Rebeca fue informada sobre el tema por el que sus visitantes habían venido para tener una charla muy directa con su marido.

Aunque pareciera extraño, el anuncio del nuevo y sorprendente dogma no tuvo al parecer ningún efecto preocupante sobre la Tía Rebeca. Por el contrario, la anciana más bien parecía disfrutar de la noticia.

—Creo que él debe saber todo sobre eso —dijo ella—. Ya tuvo tres esposas, y no se ha liberado de ésta todavía.

A juzgar por su risita y por los meneos de cabeza mientras hacía este comentario, alguien podía imaginar que la Tía Rebeca estaba un poco orgullosa del hecho de que su marido pensara que ella era capaz de exhibir un diferente tipo de demonismo cada día de la semana.

La líder de los indignados miembros de la iglesia era Susan Henry; una mulata de una mente muy independiente. Se sentía orgullosa porque nunca trabajó en la casa de nadie, sólo en la suya, y esta inmunidad del servicio fuera le daba cierta preeminencia entre sus hermanas. Susan no sólo compartía el resentimiento general con que la sorprendente afirmación del viejo Peter había sido recibida, sino que sentía que su promulgación había afectado su posición en la comunidad. Si cada mujer estaba poseída por siete demonios, entonces a ese respecto no era mejor ni peor que ninguna de las otras; y por esto su orgulloso corazón se rebelaba. Si el pastor hubiera dicho que algunas mujeres tenían ocho demonios y otras seis, habría sido mejor. Podría haber hecho entonces un arreglo mental con respecto a su relativa posición que de alguna manera la habría consolado. Pero ahora no tenía ninguna oportunidad. Las palabras del pastor habían degradado a todas las mujeres por igual.

Una reunión de los miembros opositores de la iglesia tuvo lugar a la noche siguiente en la cabaña de Susan Henry, o mejor dicho en el pequeño jardín al frente, porque la casa no era bastante grande para contener a las personas que asistieron. La reunión no fue organizada, pero todo el mundo dijo lo que tenía que decir, y el resultado fue una gran cantidad de gritos, y un aumento general de la indignación contra el Tío Pete.

—¡Miren aquí! —gritó Susan, al final de algunos comentarios enérgicos—. ¿Hay alguna persona aquí que pueda contar dedos?

Consultas sobre el tema corrieron por la multitud, y en unos momentos un niño negro, de unos catorce años, fue empujado hacia ella como experto en aritmética.

—Ahora, tú Jim —dijo Susan—, has ido a la escuela, y puedes contar dedos. De acuerdo con los libros de la iglesia hay cuarenta y siete mujeres que pertenecen a la congregación, y si cada una tiene siete demonios dentro, exactamente quiero que me digas cuántos demonios vienen a la iglesia cada domingo a escuchar el sermón del viejo Tío Pete.

Esta perspectiva del caso creó una sensación, y mostraron mucho interés en el resultado de los cálculos de Jim, que fueron hechos con la ayuda de la parte posterior de una vieja carta y un trozo de lápiz suministrado por Susan. El resultado por fin fue anunciado como trescientos diecinueve, que, aunque no precisamente correcto, estaba bastante cerca de satisfacer a la compañía.

—Ahora, ténganlo todos en la mente —dijo Susan—. Más de trescientos demonios en la iglesia cada domingo, y nosotras las mujeres los tenemos. ¿Acaso alguien supone que voy a creer esa tonta charla?

Un hombre de edad madura levantó su voz ahora y dijo:

—Estuve pensando sobre este asunto y he llegado a la conclusión de que tal vez las palabras del pastor fueron usadas en una forma figurativa. Tal vez los siete demonios significan hijos.

Estos comentarios fueron mal recibidos por la reunión.

—¡Oh, váyase! —gritó Susan—. Su vieja mujer ha tenido siete hijos, con seguridad, y espero que sean todos demonios. Pero esos pensamientos no se aplican a todas las mujeres aquí, en particular porque las más jóvenes no se han casado todavía.

Era una buena lógica, pero el sentimiento sobre el tema resultó ser aún más fuerte, ya que las madres en la compañía se enfadaron tanto porque sus hijos fueran considerados demonios que por un rato pareció existir el peligro de un ataque de Amazonas sobre el desafortunado predicador. Esto fue evitado, pero siguió mucho alboroto; la sensación general era que debían hacer algo para mostrar el resentimiento profundamente arraigado por la horrible carga contra las madres y las hermanas de la congregación. Hicieron muchas proposiciones violentas, algunos de los hombres más jóvenes fueron tan lejos hasta ofrecer quemar la iglesia. Finalmente se llegó a un acuerdo, por unanimidad: que el viejo Peter debía ser destituido sin ceremonias de su lugar en el púlpito que había llenado durante tantos años.

A medida que pasaba la semana, algunos de los hombres más viejos de la congregación que tenían sentimientos amistosos hacia su viejo compañero y pastor discutieron el tema entre ellos, y después con muchos de los otros miembros, y sucedió al final que llegaron al consenso general de que debía permitirse al Tío Pete una oportunidad para explicarse, y dar los fundamentos y razones para su asombrosa declaración con respecto al género femenino. Si podía mostrar autoridad bíblica para esto, por supuesto no se hablaría nada más. Pero si no podía, entonces debía salir del púlpito, y sentarse en un asiento al final de la iglesia por el resto de sus días. Esta proposición encontró mayor aceptación, porque incluso los que estaban más indignados tenían una seria curiosidad por saber qué diría el anciano en su favor.

Durante todo este tiempo de airada discusión, el bueno y viejo Peter estaba callado y tranquilo, cortando madera y cargándola hasta Little Mountain. Su mente estaba en una condición de gran comodidad y paz, porque no sólo había sido capaz de librarse, en su último sermón, de muchos de los duros pensamientos con respecto a las mujeres que había estado reuniendo por años, sino que su ausencia de casa le daba vacaciones del hostigamiento de la lengua de la Tía Rebeca, de modo que ningún nuevo pensamiento culpable había surgido dentro de él. Se había olvidado del tema totalmente, y estuvo rumiando un sermón respecto al bautismo, porque pensaba que podía convencer a ciertos miembros más jóvenes de su congregación.

Llegó a casa muy tarde, el sábado por la noche, y se durmió en su simple sofá sin saber nada de la terrible tormenta que se había estado reuniendo a lo largo de la semana y que estaba por caer sobre él en la mañana. Pero al día siguiente, mucho antes de la hora de la iglesia, recibió una advertencia suficiente de lo que iba a ocurrir. Unos individuos y delegaciones se reunieron dentro y alrededor de su cabaña; algunos para decirle todo lo que se había dicho y hecho; algunos para informarle lo que se esperaba de él; algunos para estar de pie y mirarlo; algunos para regañar; algunos para denunciar; pero ninguno para alentarlo; ni para llamarlo «Mano Pete», esa amada denominación de los domingos. Pero el anciano poseía un alma terca, y no se asustaba fácilmente.

—Lo que digo en el púlpito —señaló—, explicaré en el púlpito, y sería mejor que todos ustedes se fueran a la iglesia, y cuando llegue la hora del servicio, allí estaré.

Este consejo no fue acatado de inmediato, pero en el transcurso de media hora casi todos los aldeanos y holgazanes se habían marchado a la iglesia en el bosque; y cuando el Tío Peter se hubo puesto su alto sombrero negro, algo maltratado, pero todavía con suficiente aspecto clerical para esos feligreses, y le hubo dado algo de lustre a sus zapatos de cuero, se dirigió por el mismo sendero acostumbrado al edificio de troncos donde tan a menudo le había hablado largamente a su gente. Tan pronto como entró en la iglesia fue informado por un comité de los miembros líderes que antes de que empezara con los servicios, debía aclarar a los feligreses si lo que había dicho el domingo anterior, que cada mujer era poseída por siete demonios, era una verdad de las Escrituras y no una simple tontería perversa de su propio cerebro. Si no podía hacerlo, no querían más oraciones ni prédicas de él.

El Tío Peter no respondió, sino que subió al pequeño púlpito, puso su sombrero sobre el banco donde acostumbraba ponerlo, sacó su pañuelo rojo de algodón, se sonó la nariz de la manera acostumbrada, y miró a su alrededor. La casa estaba llena de gente. Incluso Tía Rebeca estaba ahí.

Después de que una lenta revisión de su audiencia, el pastor dijo:

—Feligreses y hermanas, veo delante de mí al Mano Bill Hines, que puede leer la Biblia, y que tiene una. ¿Es cierto, Mano?

Después de que Bill Hines asintiera y gruñera recatadamente, el pastor continuó.

—Y allí está el hijo de Ann Priscilla, Jake, que no es un hermano todavía, aunque es bastante viejo, les digo; y él puede leer la Biblia, verdad, y me la ha leído a mí una y otra vez. ¿No es así, Jake?

Jake sonrió, asintió, y bajó la cabeza, muy incómodo al ser señalado públicamente.

—Y allí está la vieja Tía Patty, que conoce más de las Escrituras que cualquiera aquí, habiendo sido enseñada por las hijas pequeñas de Kunnel Jasper y por su madre antes que ellas. Creo que conoce toda la Biblia de memoria, desde el Jardín del Edén hasta Nueva Jerusalén. Y hay otros aquí que conocen las Escrituras, algunos una parte y otros otra. Ahora les pregunto a todos los que conocen las Escrituras si recuerdan que la Biblia cuenta cómo nuestro Señor, cuando era hombre, sacó siete demonios de María Magdalena.

Un murmullo de asentimiento subió desde los feligreses. La mayoría de ellos lo recordaban.

—¿Pero alguno de ustedes leyó, o les leyeron, que alguna vez sacara los demonios de alguna otra mujer?

Unos gruñidos negativos y sacudidas de cabeza significaban que nunca nadie había oído hablar de esto.

—Bien, entonces —dijo el pastor, mirando suavemente a su alrededor—, todas las otras mujeres todavía los tienen.

Un profundo silencio cayó sobre la asamblea, y en unos momentos un miembro de edad se puso de pie.

—Mano Pete —dijo—, creo que debería comenzar con el himno.

Título original: Dusky Philosophy: A Story Of Seven Devils, traducido por Graciela Lorenzo Tillard

Frank Richard Stockton (5 de abril, 1834 – 20 de abril de 1902) fue un escritor y humorista norteamericano, más conocido hoy por una serie de innovadores cuentos de hadas para niños que fueron muy populares en las últimas décadas del siglo XIX. Stockton evitó la moralización didáctica, común a los cuentos infantiles de la época, en su lugar utiliza el humor inteligente.

Su más famosa fábula es «¿La dama o el tigre?» (1882). La historia termina abruptamente y no se sabe cuál de las dos opciones elige la princesa para su amado.

Axxón 199 – agosto de 2009
Cuento de autor americano (Cuento: Fantástico : Fantasía : Terror : Maleficios : Estados Unidos : Norteamericano).

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