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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 


ARGENTINA

 

Está cayendo la tarde, pero en el pequeño charco ya se refleja la luna, que ahora es atravesada por dos finas hileras de cables de tensión y por un pájaro que no persiste. En uno de los cables hay un nido a medio hacer; no creo que dure mucho más que el pájaro. También se ve la fracción de un árbol parcialmente seco desde este ángulo. En la lagunita, el cielo es tan violeta y la luna tan anaranjada que la imagen parece un Monet, perfectamente frugal y ardorosa. De a ratos el viento, como una escobilla, corrige un trazo, lo reafirma, se aquieta tras una eternidad de vibraciones que aportan una sonoridad visual. La progresión del sol hacia el ocaso favorece la entonación de los matices. Arriba todo debe ser tan normal como siempre, seguro que sí, pero ya no puedo mirar hacia arriba: intuyo que en el reflejo el cielo también sería normal, celeste, y la luna blanca, sin dudas, si el charco no estuviera lleno de sangre.

 

Todavía me cuesta creerlo. Hay tantas cosas que no le dije a Zulema, tantos te quiero, tantos ya estaremos bien. No obstante, en lugar de eso, preferí irme, desertar de la familia creyendo que encontraría una mejor conclusión para mi vida, quizá una nueva mujer, otros hijos, enamorarme cuantas veces me sea posible, qué sé yo; y sin embargo tuve la mala suerte de que aparecieran estas diabluras negras, estos especímenes sin cara, sin patas, sin boca, pero tan corrosivos, carajo. No creo que ni Zulema ni Pablito hayan sobrevivido a la epidemia. Por momentos se me viene la imagen de los dos revolcándose en el suelo de la cocina como perros, aullando de dolor, consumiéndose. Puta madre…

 

Tenía que suceder en Argentina —había dicho el Tordo— porque Argentina es un país que nació con la forma y la medida del zapato que usa la desgracia. ¿Me seguís? ¿Qué más querés de un ispa en el que un gremio es una cofradía de narcos, en el que los presidentes y las presidentas gobiernan con las manos de los muertos, en el que te tirás un pedo y sale en los diarios, en el que hay que tener cuidado de la policía? Dejate de joder, hermano… Y esta locura está pasando ahora porque nos arrastraron hasta este límite, porque tenía que haber una conclusión y no podía ser buena.

Pienso en el Tordo ahora y me parece como si hubiera existido en otra vida, lejos de todo esto, de esta frontera de silencio. Todavía me acuerdo cuando lo conocí, en las afueras de Rosario; no pasaron dos semanas de aquel día. Al principio fue como todo, un movimiento de cabeza, dos tipos que comparten la misma mala fortuna y se ponen a hablar entre un montón de extraños. Habíamos empezado a discutir sobre la Epidemia de Pez, esas manchas que, para colmo, llegaban en nubes, atravesándolo todo, dejando las ciudades paradas sobre sus vigas y los cuerpos desnudos de carne en las calles… Hasta entonces no había ninguna certeza de qué eran; lo único que sabíamos era que se detenían en las fronteras y de ahí no pasaban. Por eso el exilio. Y de eso también hablábamos con el Tordo: del exilio y de la familia, cosas que nos tenían con las fibras peladas.

 

 


Ilustración: Laura Paggi

A pesar de que se me antojó abandonarlos, nunca dejé de pensar en Zulema

gritando

ni en Pablito

aullando

en ningún momento.

como perros

 

Estuvimos un par de días deambulando por los centros de refugiados de Rosario y Santa Fe, ayudando a la gente en lo que podíamos; él podía hacer más que yo, naturalmente: era médico, y yo apenas un pintor de baratijas. Pero habíamos trabado una amistad tan espontánea como intensa. Y después, aquel viernes, lo perdí en el momento en que comenzaron a sonar las sirenas del Ejército, avisándonos, y tuvimos que abandonar la ciudad, entre todo aquel caos de piernas que huían por el campo abierto.

Ojalá haya logrado cruzar a Uruguay. O a Brasil, no lo sé, es posible que haya habido cambios en el proceso de huida. Como sea, espero que esté bien.

 

Ahora apenas se oye el sonido seco de algunas aves. En la calle alcanzo a ver unas marcas de neumáticos; otros cuerpos más allá. El charco frente a mí se intensifica en un magenta explosivo. La luna es borravino.

 

Poco después fue cuando conocí a René y a Maia, camino a La Falda. La infección aún no había llegado. Eran, como se les llamaba entonces, «Tierras Vírgenes».

Aquellos dos jóvenes me salvaron el pellejo. Yo hacía un día que venía caminando por una ruta de tierra. No tenía ni puta idea de adónde estaba yendo; sabía que iba hacia el noroeste, nada más. A mi espalda, y en el frente también, había otros marchando en el mismo sentido. No llegué a entablar relación con ninguno de ellos.

 

De pronto veo (vemos, todos) un Peugeot 306 que se acerca por el camino. No hubo una sola mano que no se alzara en autostop. Hacía calor esa tarde y yo me había atado una remera a la cabeza. Por eso Maia y René me bautizaron «Califa», pero eso fue después. Primero sucedió que frenaron a la vera del camino por un desperfecto. Mal lugar, y peor situación, para que se descompusiera un auto.

Me acerqué sin dudarlo. No tanto por la esperanza de que me llevaran, sino porque uno tiene que buscar alguna distracción mientras camina para no volverse loco: cantar, dar saltitos, bailotear, mirar el paisaje y componer algún poema mentalmente, imaginar alguna pintura, arreglar autos… René lo único que sabía de autos era que tenían cuatro ruedas y un volante; Maia manejaba pero no tenía conocimientos de mecánica; yo soy hijo de un mecánico, por lo que estaba bastante familiarizado con el tema. Lo cierto es que no era gran cosa lo que tenía el Peugeot, unos ajustes al carburador y ya estaban listos para salir de nuevo.

Instantáneamente se ofrecieron a llevarme. Habían estado viviendo en Trelew y ahora se dirigían a su otra casa en La Falda. Les dije que estaba encantado, pero el problema era que se había agolpado demasiada gente en torno al coche y se me iba a hacer difícil subir. No, imposible; había, por lo menos, unas veinte personas agolpadas al vehículo intentando abrir las puertas (un hombre delgado como una cuerda y con cara de halcón golpeaba la ventanilla trasera con insistencia y lloraba), gritando, pidiendo locamente ¡un aventón!

Por suerte Maia traía consigo una 38.

 

La mujer bajó una pierna del coche y apuntó al tumulto por encima del techo. Automáticamente, se abrieron hacia atrás.

—Suben dos personas. Primero, el mecánico —me sonrió la chica. Miró entre el montón y señaló a una mujer de rostro curtido y flaco; era imposible establecer qué edad tenía, pero pude situarla en algún punto entre los cincuenta y los trescientos años. Cuando la anciana se acercaba al auto oímos un llanto más atrás. Era una chiquita (Alina) que estaba sentada del otro lado del camino llorando con la cara entre las manos. Maia la llamó sin apartarse del 306. Como la niña no se movió, fui, la alcé y la llevé yo mismo hasta el auto. Algunas personas ya se habían resignado y habían retomado la caminata; el ambiente se había serenado de pronto. La mujer que estuvo a punto de subir al coche le sonrió a Maia, luego le tocó el pelo a la chiquita y le dejó un beso en la mejilla antes de retomar el camino. En alguno de los telediarios estúpidos de esos que existían en los canales de aire hubieran dicho: «fue un gesto humano».

Y eso me recuerda…

 

Había transcurrido un mes y medio de la epidemia. Se presumía que, de Buenos Aires para abajo, Argentina ya no existía y había quedado en manos de la invasión. Seguían funcionando algunas radios, muy pocas, pero sólo transmitían una secuencia de música programada de veinticuatro horas que después recomenzaba y así imagino que seguirá siendo. En cuanto a los canales de televisión, se habían declarado «En suspenso hasta nuevo aviso». Una mañana (hace exactamente cuatro días), estábamos sentados en el living con René y hablábamos de la familia y le mentí que era soltero y todo eso; él, arquitecto, joven, se había casado con Maia hacía un año. Estaban felices y tenían como objetivo cruzar a Bolivia; me contó que Sucre es una belleza, y que es barato (los argentinos siempre medimos las cosas en buenas o baratas). De todos modos, René suponía que cruzar la frontera iba a ser toda una odisea; no sólo por el hecho de llegar, sino por la masividad con la que se iban a encontrar. Imaginábamos que debía ser bestial.

 

En eso estábamos cuando pasó Alina por delante de nosotros, tomó el control remoto de la TV y la encendió. Cualquier chiquita de su edad lo hubiera hecho; digamos que no la habíamos puesto al tanto de algunas cosas (aún estaba conmocionada por la pérdida de sus padres; vivían en un ranchito al sur de la provincia, en algún pueblo ignoto). Cuando la pantalla comenzó a aclararse nos extrañó que no se oyera la lluvia de interferencia o el pitido infernal de Cadena Nacional; no, contrario a eso, oímos que Rial hablaba:

—…de dónde salió esta maldición. ¿Quién lo hubiera pensado?

Ahí estaba el chusma oficial, la vieja de barrio nacional, Jorge Rial (o «Viral», como decía Zulema), que ahora había perdido todo el encanto y la pulcritud, y quizá también un poquito de cordura. Vestía un jogging azul con rayas transversales blancas a la altura del muslo y una remera blanca de Adidas que estaba manchada con lo que Alina denominó «salsa para los fideos». Pero era sangre, no cabía duda.

 

Por lo que dijo el hombre, en el piso del canal sólo estaban él y un cameraman. Confirmó que había zonas de Buenos Aires que aún no habían sido afectadas por lo que a partir de ese entonces comenzó a llamarse «La Epidemia del Pez». René, Maia y yo (y calculo que el país entero, o lo quedaba de él) estábamos absortos escuchando a aquel papanatas. Creo que todos lo sentíamos un poco porque aún seguía vivo, pero lo cierto es que nos brindó una información que hace al por qué de esta devastación. Dijo algo sobre su familia (¿por qué mierda todos tienen que hablar de eso?, pensé) y luego, ya saliendo de cámara, le dijo al otro: Carlos, poné el video de nuevo y rajemos de acá.

 

En el video se lo veía al presidente Cristian Kramer de pie en un escenario, emitiendo alguno de sus discursillos. René se percató de que en la esquina inferior del video estaba la fecha: 24/06/2011, el día de en que se desató la plaga. Nos miramos un segundo y volvimos a la imagen. El hombrecito aquel decía lo de siempre: posibles aumentos para los jubilados, más puestos de trabajo, menos inflación, menos delincuencia, más producción nacional… más, menos, más, menos, y así. Lo cierto es que a Kramer no se lo veía nada bien; hablaba pero cada tanto hacía una mueca y se agarraba el estómago. Aquella misma mañana había llegado de un viaje a quién sabe dónde, a hacer quién sabe qué, y había vuelto algo descompensado. Emitió su dulce palabrerío de sirena durante unos veinte segundos más. Lo que pasó después hizo que Alina gritase como en una pesadilla.

Súbitamente, Cristian se inclinó hacia delante y volcó el micrófono con una mano. El público se inquietó. Segundos después comenzó a querer vomitar, pero de su boca no salía nada. Le tembló la quijada un momento, hasta que una ráfaga de cosas negras salió expulsada de él. Fue realmente horroroso: su boca empezó a pudrirse instantáneamente; al principio parecía un payaso sin gracia; después su imagen se volvió repulsiva. Su boca continuó ensanchándose hasta que la mitad superior de su cabeza cayó hacia atrás y los cositos negros se abalanzaron sobre el Pueblo. En el video siguen unos diez minutos más de griterío y muerte, luego se corta.

 

Nos llevó un rato tranquilizar a Alina. Si bien Maia le había cubierto los ojos para que no viera, la chica se había dado maña para espiar igual. Cuando estuvo un poco más serena, preguntó:

—¿Qué son esas cosas? —Aún gimoteaba.

Y René fue sincero.

—Demagogia.

No pudimos evitar una carcajada, a pesar de todo. La pobrecita de Alina se nos quedó mirando con un puchero dibujado en su cara, como si estuviéramos de remate.

 

Al día siguiente por la mañana terminamos de cargar el 306 con comida y otras cuestiones necesarias. Estábamos yendo a contrarreloj porque se decía que El Pez ya había llegado a Córdoba Capital y en cuestión de un día estaría en La Falda.

Cerca de las once de la mañana partimos.

 

El viaje fue tranquilo, salvando alguno que otro episodio de agresión (los peatones estaban desesperados). Llegamos a La Quiaca en dieciséis horas. El cruce de Villazón hacia Bolivia estaba imposible, se había desatado una ola violenta por ver quiénes pasaban primero y quiénes después. Lo cierto es que el puto Ejército tuvo toda la culpa; estaban retrasando todo y enardeciendo a la gente: «Pasan de a uno, muestran sus identificaciones, se les revisará cada bulto que traigan encima y recién después, si está todo en orden, avanzan», gritaba una cinta grabada por un altoparlante. Había por lo menos unas quince mil cabezas esperando atravesar la frontera, quizá más. Al paso que iban, en cinco, seis días, estaríamos pasando nosotros. Y no teníamos ese tiempo. De haber pretendido cruzar al país vecino por Pocitos, hubiéramos tenido que enfrentarnos a lo mismo; incluso, puede que hubiera sido peor: el viaje nos hubiera robado muchas horas.

 

Al segundo día en La Quiaca nos mandamos a la plaza del centro y nos sentamos con Maia, René y Alina. Estábamos todos en igual condición: cansados, un poco tristes también, a la expectativa. Sentados ahí en el banco de plaza, parecía no pasar el tiempo. No hablábamos casi, y aquella tarde me arrepentí de haber dejado a Zulema y a Pablito; los extrañaba y me hubiera gustado haberlos acompañado hasta el final. Pero ya estaba, había que dejarlo atrás.

 

Fue entonces cuanto Alina nos contó qué había que hacer para inmortalizar algo.

La abuela de Alina había fallecido un año atrás de «algo que la mató», según la niña. Dos días antes de que eso sucediera, la mujer le había pedido a su nieta que la mirara bien fijo y que, de repente, cerrara los ojos. La chica obedeció y comprendió el efecto enseguida: la abuela ahora estaba detrás de los ojos, sonriendo. Alina nos contó que todavía la podía ver cada vez que cerraba los ojos. Y que eso le hacía bien.

Maia estuvo a punto de echarse a llorar. Bueno, quizá yo también, y René, supongo. Todo el episodio nos tenía bastante sensibles.

 

Y en eso estábamos cuando percibimos una oscuridad incipiente en el cielo, hacia el sur. La gente que esperaba en la plaza poco a poco fue poniéndose de pie. La sombra negra que se alzaba en el cielo como una enorme ola, parecía extenderse copiosamente. Ahora algunos empezaban a retroceder, sin dejar de mirar hacia el sur. Hacia aquello.

Estábamos a unas seis cuadras de la frontera, y todos pensamos lo mismo: avanzaron de golpe; no vamos a llegar a cruzar.

Maia dio la orden de correr (esa chica era una luz), yo cargué con Alina y René se acercó al coche y sacó algunas pocas cosas para llevarse encima. Más no se podía hacer. Corrimos en malón con la gente. Se oía desde la frontera un griterío de estadio; imagino que derribaron a todo el Ejército y la mayoría pasó. Nada puede resistirse a la voluntad de las masas, y eso es incuestionable.

 

Tuve la mala suerte de tropezar y de caer con Alina hacia delante, pero René lució unos reflejos de puta madre: alzó a la chica con un brazo y la apretó contra sí. Maia estaba a punto de tenderme una mano cuando alguno (alguno bien grande) pasó por encima de mis vértebras y me las hizo pedazos. Instantáneamente sentí que me había quedado quieto para siempre; no era un razonamiento, sino una sensación absoluta de quietud, de que yo era todo ojos y ya. Ni siquiera dolía. El cuello parecía no estar, al igual que el resto de mi cuerpo. Ya no pude mirar mucho más arriba de la línea del cordón de la calle. Maia se fue llorando, al igual que Alina que gritaba mi nombre; René se agachó un segundo: «Disculpame, Califa», dijo, me acarició los pelos (cosa que no sentí) y se fue sin mirar atrás.

Minutos después el mundo se apagó momentáneamente. Fue instantáneo, una ráfaga. Luego vi a la plaga alejarse y detenerse en la frontera como una enorme valla negra. Imaginé que las fronteras de todo el país estarían ahora cubiertas de Pez.

 

Confieso que no me dolió tanto como imaginaba; supongo que la rotura de mi columna y la posterior falta de sensibilidad me favorecieron para que no me infartara de dolor. No sé cuánto queda de mi cuerpo, pero es tan surrealista ver cómo mana mi sangre y se junta en el hueco de estas dos baldosas rotas. Es tan… es tan bello también: la luna ahora roja, el cielo casi negro, unas pocas estrellas rosadas. Posiblemente sea este sueño, esta lenta caricia del final que me abarca, lo que enardezca las formas que veo; me voy fundiendo con mi tierra en un proceso lerdo, y me voy amigando con esta belleza rebelde sin cuestionarla. Recién ahora noto que los cables que cruzaban la luna cayeron roídos y el cuadro aparece desnudo. Cada tanto pasa una paloma blanca (roja); es siempre la misma y es tan grande, y vuela en círculos nerviosos, como un avión en llamas. En el reflejo percibo que tiene un ala toda negra. Está infectada. No puedo evitar que la paloma se parezca a todo.

Voy a esperar a que cruce de nuevo el cielo para cerrar los ojos y llevármela.

Quizá para cuando ella caiga yo haya muerto.

 

 

Daniel Flores nació en Buenos Aires en julio de 1983, es músico, escritor y docente por vocación. Cursó estudios de Corrector Literario en el Instituto Superior de Letras Eduardo Mallea y, actualmente, cursa materias del Profesorado de Lengua y Literatura. Realizó varios cursos de escritura, con Alberto Laiseca y Cecilia Sperling, entre otros. A los veinticinco años decidió mudarse a la provincia de Tucumán (Argentina), en donde hoy reside, y en donde dirige un taller de escritura creativa y cuento breve. Es autor de «Bajo un cielo carmesí», un libro compuesto por catorce cuentos que oscilan entre lo fantástico y el horror. Daniel mantiene su blog en www.verbaetumbra.blogspot.com.

Esta es su primera participación en Axxón.


Este cuento se vincula temáticamente con CUANDO LOS ADMINISTRADORES DE SISTEMA GOBERNARON LA TIERRA, de Cory Doctorow; BURROS MÁS VELOCES QUE LA LUZ, de Javier Goffman; LA VACA NO ES UNA VACA, de Javier Goffman y NOTAS AL PIE de C. C. Finlay.


Axxón 217 – abril de 2011

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Ciencia Ficción : Epidemia : Política : Argentina : Argentino).


2 Respuestas a “«El pez por la boca», Daniel Flores”
  1. dany dice:

    Disfruté mucho de este relato. Tiene imágenes fuertes y a la vez sugerentes.

  2. josepzin dice:

    Muy bueno, me gustó :)

  3.  
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