«Die Hände vom Zestrun», Magnus Dagon
Agregado en 14 agosto 2011 por dany in 221, Ficciones, tags: CuentoESPAÑA |
Es difícil empezar a contar una historia cuando ni yo misma soy capaz de creer lo que ha pasado. A veces me levanto por las noches, asustada, turbada por pesadillas donde él aparece; y siempre miro a los lados frenéticamente, como si me estuviera observando. Vivo sin vivir del todo, preguntándome cuándo llegará mi momento, si será cuando a mi alrededor no haya más que ruinas y polvo, y entonces ya no me quede nada más que hacer que hundirme en la misma negrura, física y mental, que me rodeará en ese momento.
Pero antes de que ese terrible momento llegue, antes de que desaparezca como si nunca hubiera hollado la superficie de la tierra, creo que es mejor que cuente lo que sé, aunque sean vagas palabras que posiblemente también desaparecerán, convenientemente ocultadas para que jamás logren salir a la luz, y no iluminen las tinieblas de otros que hayan podido pasar por experiencias similares a la mía.
Mi único consuelo es que, aunque nunca había pensado de tal manera, ahora soy consciente de que hay cosas infinitamente peores que la muerte, y sólo espero que para mí no haya más destino que un sueño sin sueños, eterno e inagotable hasta el final de los tiempos.
Mi nombre es Bárbara López Román y soy tratante de libros. Estudié historia del arte en la Universidad Autónoma de Madrid y me convertí en una de las especialistas más reconocidas del país. Gente de todo el mundo acudía a mí para pedirme opinión acerca de manuscritos adquiridos en los lugares más remotos y apartados imaginables, ya fuera en alguna vieja librería en la ciudad de Brujas, ya fuera en alguna de las tiendas clandestinas diseminadas a lo largo y ancho de toda La Habana, ya fuera en lugares aún más recónditos que, por miedo a desvelar sus lugares de compra, no llegué nunca a conocer. Mi amplia red de contactos me permitía además moverlos a gran velocidad por el mercado de las antigüedades, ya fuera entre museos o por medio de colecciones de particulares. Como vendedora de arte, obtenía los mejores precios para mis clientes, siempre respetando todas las leyes establecidas, pero exprimiéndolas en la medida de lo posible para obtener el máximo beneficio.
Dado que mi negocio me movía por todo el mundo, apenas paraba en Madrid más de unos pocos días al mes, y además de ello tenía una apretada lista de espera de personalidades que solicitaban mis servicios. En la mayoría de los casos eran ricachones que tenían todo el tiempo del mundo para esperar a la venta de sus libros, pero había excepciones, en muchas ocasiones aristócratas arruinados que preferían deshacerse de sus reliquias de familia antes que plantearse la idea de tener que trabajar como cualquier otro mortal.
Ni qué decir tiene que no tenía tiempo de mantener una relación, y mucho menos de cargar con el peso de una familia. Pero eso no era algo que me importara en lo más mínimo. Ya bastante tenía con la presión a la que me veía sometida por mi ocupación laboral.
Más o menos así era mi vida cuando conocí a Zelig Heilman. A pesar de su nombre, Heilman vivía en Madrid, concretamente en la Colonia Bellas Vistas, una de las zonas más caras de la ciudad en el pasado, pero que estaba empezando a experimentar un lento y gradual proceso de decadencia. Heilman solicitaba mis servicios para la venta de un manuscrito que había sido propiedad de su familia desde hacía muchos años. Sus motivos para deshacerse del mismo eran, en sus propias palabras, meramente emocionales. Eso, en un principio, me hizo sospechar que la obra en cuestión no estaba en su poder por medio de procedimientos legales.
Dado que vivía cerca de mi propia oficina, decidí hacerle una visita con la intención de indagar mejor el terreno y, si el caso resultaba interesante, aceptar la gestión que conllevaría la venta del manuscrito. Por ese motivo agarré el coche y puse rumbo a la Colonia.
Cuando llegué allí a través de Bravo Murillo, callejeando por bocacalles bastante antes de llegar a la Plaza Castilla, lo primero que noté era el peculiar carácter recóndito que rodeaba a la zona en cuestión. Estaba escondida entre amplios edificios y se accedía por una verja principal. Llamé al timbre y, una vez que me abrieron, pasé con el coche. No tuve problema alguno para aparcar, incluso tenía multitud de huecos a elegir, algo impensable a aquellas horas en cualquier otra parte de la ciudad. Una vez que bajé del coche comprobé que, salvo por los vehículos, aquella zona estaba completamente detenida en el tiempo. En aquel momento no tenía ni idea de en qué época se construyó todo aquel conjunto, pero tras unas indagaciones posteriores averigüé que su origen databa de los años veinte del siglo pasado, cuando aquella parte de la capital no era más que un descampado alejado del centro urbano de la misma y la Ciudad Universitaria poco más que un atractivo proyecto de futuro. Habían sido edificadas en base a una política de levantamiento de viviendas baratas, fundamentada en leyes anteriores a la Guerra Civil, y milagrosamente libres de la especulación urbanística, a pesar de los continuados intentos por parte de las constructoras de hacerse con una parcela tan jugosa de terreno en la actualidad.
Parte del motivo que llevaba a que la Colonia no hubiera cedido a las ofertas de venta residía en que las viviendas eran heredadas de padres a hijos, y de ese modo nunca salían de un mismo linaje. Eran viviendas unifamiliares con jardín, muy espaciadas unas de otras y distribuidas a lo largo de un minúsculo bulevar con tres plazas, que se considera privado aunque permanecía abierto la mayor parte del tiempo. La arboleda rodeaba todo el conjunto y lo libraba de miradas no deseadas, y contribuía también a la fantasmal impresión de que el tiempo se había detenido en ese lugar como por arte de magia.
La sensación que tuve al llegar allí por primera vez no pudo ser más extraña. Trabajo con lo antiguo, con lo que ya no pertenece a nuestra época ni nuestra cultura, pero en mi caso siempre había presenciado algo así en términos aislados, como si el pasado insistiera en invadir el presente: un original de los Siete libros crípticos de Hsan junto a un teclado de ordenador, una trascripción al latín de los Manuscritos Pnakóticos en los modernos sótanos del Louvre, o incluso un rarísimo ejemplar de Unaussprechlichen Kulten de von Junzt sobre una silla de Ikea. Pero lo que allí ocurría me hizo sentir como si se hubieran invertido los términos, como si fuera la modernidad la que estuviera fuera de lugar y no al revés. Aquel trozo del pasado, oculto y aislado, luchaba por mantener su identidad, su estatus privilegiado, aun a pesar del patetismo que subyacía cuando se comparaban los edificios de más cinco plantas y ladrillo visto con aquellas bucólicas viviendas regionalistas de principios de siglo y tejas planas, mezcladas de vez en cuando con otras neorrenacentistas de época similar, con torres en esquina y forja en balcones y verjas.
Precisamente una de estas últimas casas, que se encontraba a la altura de la última plazoleta desde donde había entrado, era aquella en la que aparentemente vivía Heilman. Aunque no estaba en mal estado de conservación, algo que no podía decir de alguna que otra de las viviendas que la rodeaban, un incierto halo gótico la envolvía, o tal vez era que mi mente era consciente de que estaba en un entorno fantasma, que aún se mantenía en pie desafiando al tiempo y a las leyes naturales que estipulaban que lo antiguo debe sucumbir en beneficio de lo moderno para no parasitar el mundo que le tocará vivir a las generaciones del futuro.
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La entrada de la vivienda estaba marcada por una minúscula verja cuya función era más delimitadora que de protección del área. La cancela, de hecho, estaba abierta, por lo que sin más dilación crucé a lo largo del césped ligeramente descuidado y espolvoreado por malas hierbas y me paré frente a la puerta de acceso, protegida por unas modestas columnas. Llamé al timbre y esperé, y no pasó mucho hasta que escuché a alguien acercarse para abrirme.
Pensé que tal vez alguna clase de empleado me abriría la puerta, pero mi cliente en persona, Zelig Heilman, estaba allí ante mis propios ojos. Era un hombre joven, de mi misma edad, y aunque traté de buscar en él algún rasgo distintivo como los que siempre intentaba hallar en la aristocracia con la que estaba acostumbrada a tratar —manicura, ropa de categoría, algún tipo de cirugía— no había allí ninguno de esos detalles. El aspecto general que ofrecía era, de hecho, de clase media, casi humilde en sus gestos. Incluso al abrirme tenía la mano en el bolsillo.
Entramos en la casa y, tras cruzar un amplio recibidor, fuimos hasta el salón, capaz de albergar gran parte de mi casa en su interior, pero aun así bastante mediocre comparándolo con la vivienda media de mis clientes. Toda la casa presentaba en general un aspecto descuidado y pobre. No había plantas por ninguna parte, de lo que deduje que Heilman no compartía su vida con mujer alguna.
Fue cuando nos sentamos en el salón, y una vez que mi cliente apartó con una mano varios cuadros que estaban apoyados en el sofá para que me pudiera sentar, que comprendí que no llevaba la mano en el bolsillo como una costumbre, sino que debía de poseer algún tipo de deformidad y no deseaba que saliera a la luz. Ni corta ni perezosa le pregunté por ello —siempre conviene estar seguros, ya que he visto muchas excentricidades en mis clientes— y me dijo que se debía a una malformación de nacimiento. Debido a ella, de hecho, tuvo que aprender a valerse con la mano izquierda, y su padre insistió mucho en que se convirtiera en zurdo estricto, para no tener que mostrar su apéndice a los extraños. Como sea que ése me pareció un detalle extraño y no carente de cierta inquietud, puesto que personalmente no consideraba que la ocultación de una discapacidad fuera una terapia adecuada para su normalización, saqué a colación el tema del manuscrito y Heilman hiló los temas diciendo que, dado que su padre había muerto recientemente y tenía ese libro por herencia suya, deseaba deshacerse de él debido a que nunca había tenido interés en conservarlo.
En ese momento dudé de las verdaderas intenciones de mi cliente. Porque llevaba muchos años negociando en todas partes del globo y había aprendido a interpretar las señales universales de la duda. Él no estaba seguro de lo que quería hacer, y se notaba en su actitud, en su tono de voz, en su manera de encarar la situación. Si le empujara un poco en la dirección adecuada, sería capaz de lograr que me dijera todo lo que deseaba saber con respecto a sus verdaderos motivos para querer alejar el libro de su vista. Pero no lo hice, dado que no consideraba que tuvieran que ver con el aspecto legal de la transacción. Si bien la casa estaba patas arriba, no me parecía que Heilman pasara por apuros monetarios. Me inclinaba más bien a pensar que la relación con su difunto padre había sido más que complicada y quería apartar de él todo aquello que pudiera traérselo a la cabeza. De hecho, aposté mentalmente a que no tardaría en vender la casa y marcharse a algún otro lugar, seguramente una versión moderna de la Colonia, una urbanización de chalets en la periferia de la ciudad.
Insistí a mi cliente para que me enseñara el libro y se excusó para ir a buscarlo, saliendo del salón. Desde donde estaba podía seguirle con la mirada a través de un largo pasillo y vi que se paraba frente a una puerta que estaba al fondo del mismo, bañada en sombras en su práctica totalidad. Era una puerta que parecía bastante vieja, muy empapelada, y supuse llevaría al sótano de la casa, aún más lúgubre que su acceso superior, si no era éste el único. Me di cuenta de que Heilman estuvo mucho rato parado frente a ella, y al fin concluí que estaba buscando una llave para abrirla. La Colonia Bellas Vistas podía ser un lugar bucólico, pero tal gesto me indicó que el miedo a los robos no era desconocido en aquel lugar.
Cuando entró cerró la puerta tras de sí y pasaron varios minutos hasta que volvió a aparecer por donde había entrado, echando la llave de nuevo a su paso. Mi imaginación me jugó malas pasadas sobre qué podía haber en aquel sótano oscuro y cerrado, ubicado en una casa que ya de por sí pertenecía a una oscura y casi muerta época del pasado; pero cuando Heilman regresó al salón con el manuscrito y lo puso sobre la mesa, se impuso en mi mente el instinto profesional.
Esperaba encontrar algún tipo de libro anterior a la Guerra Civil, tal vez de la época de la Segunda República, pero no pensé que tanto. Por el estilo del lomo y la cubierta deduje que se trataba de un ejemplar editado en Alemania. Sin embargo era mucho, mucho más antiguo que ninguno que hubiera tenido antes en mis manos. Estaba impreso en cuarenta y dos líneas, y había sido rubricado a mano e impreso en papel. Lo cierto es que aquel libro parecía ser una auténtica pieza de la historia, al menos algo por lo que un coleccionista estaría dispuesto a pagar grandes sumas de dinero. Le dije a Heilman que tenía que examinarlo con calma y pensarlo pero posiblemente me encargaría de la venta del manuscrito. Cuando salí de allí con él, en realidad, estaba pensando que retrasaría todas las otras ventas si era necesario para dedicarme a aquel libro en exclusiva. Más que por los beneficios que me pudiera reportar, que me eran aún desconocidos, por la curiosidad que se había instalado en mi interior para intentar entenderlo mejor. Aunque debo decir, sin embargo, que a juzgar por la cara de alivio que puso mi cliente no creo que le hubiera importado que se lo robara con tal de no volver a tenerlo cerca.
No recuerdo con exactitud cuánto tiempo dediqué en los días subsiguientes al estudio de aquel sorprendente ejemplar que me había caído en las manos, pero sí recuerdo que la mayoría de las noches apenas dormía y algunos días ni me molesté en comer, estando como estaba enfrascada en el mismo. En realidad, había veces en que estaba anormalmente fatigada, como si aquel libro fuera una mala influencia o afectara al ánimo de aquellos que encontraba bajo su influjo.
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Lo cierto era que, en términos temáticos, razón no le faltaba. Se titulaba Tiehleknud Eid, y no había que ser ninguna lumbrera para darse cuenta de que escrito al revés podía leerse Die Dunkelheit, traducido literalmente como La Oscuridad.
Ya en algo tan simple como eso comenzaron mis primeras dudas. Porque si el libro resultaba tan antiguo como sospechaba, tal vez de la época de la imprenta, el hecho de que el título estuviera escrito al revés no auguraba nada bueno en cuanto al contenido del mismo. Sería muy probable que fuera un libro, cuanto menos, no aceptado por la Iglesia, herético en el mejor de los casos. Eso, por supuesto, no era una buena noticia para mí. Podía resultar muy interesante en términos históricos, pero el hecho de ser un libro oculto, o un libro prohibido, podía hacer que muchos clientes no se interesaran por él. Por un lado, porque podía no haber trascendido su existencia, y por otro, porque los más ultraortodoxos no lo querrían ver ni en pintura. Siempre cabía la posibilidad de venderlo al Vaticano, más interesada de lo que la gente cree en estos libros, pero tal vez ya poseyeran incluso una trascripción del texto.
Lo segundo que me llamó la atención del título fue el título en sí, Tiehleknud Eid. El hecho de que fuera tan escueto me hizo pensar que podía tratarse de una falsificación, además de que no estaba nada segura sobre que el alemán de la época permitiese realizar tal construcción. No sabía mucho de alemán, pero en todo caso ya me encargaría de esa parte más adelante, si otros indicios apuntaban en la misma dirección.
En cuanto al contenido, puedo asegurar, sin ninguna duda, que en la vida he visto nada más perturbador que aquellas páginas. No por lo que decían, porque apenas podía leer más que unas pocas frases. Eran los grabados e ilustraciones los que me producían una tremenda inquietud, agravada por los días de falta de sueño y nutrición. Había gran cantidad de dibujos de monstruos repugnantes, algunos vagamente parecidos a los humanos, que supuse serían demonios, pero otros en nada humanoides, como un enorme árbol que asemejaba una mano nudosa y cuyas ramas desembocaban en manos similares, como si fuera una especie de mosaico escheriano.
Sin embargo, había una parte concreta del libro que tenía los dibujos más perturbadores, y no fue por su apariencia sino por su tratamiento que me resultaron tan anómalos. Eran tres en total, y dos de ellos estaban en blanco. No porque se hubiera borrado la ilustración, ni porque se hubiera separado por algún motivo ajeno a la voluntad del impresor. Ahí, en esos recuadros, estoy segura, siempre se quiso que apareciese una imagen en blanco. Debajo del primero de ellos ponía Unsichtbar, y al lado un emblema que asemejaba un par de paréntesis. Junto al otro ponía Der Beginn, y un símbolo circular que me recordó al botón de encendido de mi televisor.
El tercer dibujo, sin embargo, no estaba en blanco. De una manera magistral, usando el blanco y negro, el autor había dibujado una bruma oscura, y de ella salían dos brazos repulsivos, ambos acabados en manos izquierdas. Debajo ponía Der Linkshänker. El Zurdo.
Tan terrorífica me resultó la imagen, como si aquellas manos pudieran salir del libro en cualquier momento y agarrarme para arrastrarme a su oscuridad, que lo cerré de golpe, por peligroso que eso pudiera resultar para la conservación del manuscrito, y pasó un buen rato hasta que lo abrí de nuevo. Me fijé en que también tenía su propio emblema, una flecha de doble punta superpuesta que apuntaba, como es lógico, hacia la izquierda, y que debajo ponía Die Hände vom Zestrun. Las Manos de Zestrun. Abrí el libro por las otras imágenes y vi que rezaban subtítulos similares: Die Stime vom Zestrun y Der Geist vom Zestrun. La Voz de Zestrun y la Mente de Zestrun.
Miré la cubierta del capítulo. En ella ponía, en letras grandes y góticas, Zestrun. Debajo, un símbolo más complejo que los anteriores, y que de hecho parecía amalgamarlos en uno solo. Por mucho que busqué, no encontré nada relativo a esa palabra, y deduje que debía ser un nombre. Poco más pude entender a raíz de mi escaso conocimiento de alemán, en todo caso una especie de principio que aparecía repetido en toda aquella parte del libro: Aktion, Verbindung, Gedanken. Acción, comunicación, pensamiento.
Abrí el libro por otros capítulos. Algunos de ellos tenían nombres igualmente desconocidos para mí, nombres que no había escuchado en religión alguna: Warreh, Riesfer, Asserlar. Cerré el libro y traté de descansar, pero fue inútil. Mis sueños estuvieron poblados por la pesadilla de aquellas manos, intentando agarrarme.
Al día siguiente resolví no volver a mirar aquel libro que tan malas noches me estaba provocando y centrarme en su venta. Ya tenía claro que no se trataba de ninguna falsificación, y dado lo peculiar de su contenido, supuse que no tardarían en comprarlo. Todo lo referente a las sectas de siglos anteriores —porque esos eran los principios de una secta, no tenía duda de ello— se vendía rápido y fácilmente. No hay más que ver el contenido de los bestseller.
Lo que me sorprendió fue, sin embargo, lo extremadamente deprisa que logré vender el libro a pesar del desorbitado precio que pedía por él. Un extraño cliente en mi mundillo profesional, una empresa consultora llamada ENK, se puso en contacto conmigo y me trasladó su interés por hacerse con el libro para su obra social. Ni corta ni perezosa cerré el trato con ellos y pronto el manuscrito pasó a estar en su poder. Todo aquello me resultaba raro, para qué negarlo, pero yo no era Jessica Fletcher ni Miss Marple, no me importaba un pimiento lo que estuviera pasando mientras no saliera del marco de la legalidad ni manchara mi reputación.
Sin embargo, el día que fui a visitar a Heilman para cerrar con él la transacción, no pude evitar mi curiosidad y quise indagar más sobre la manera en que ese manuscrito pasó a formar parte de su patrimonio. Y sus respuestas, lejos de satisfacer mi ansia de conocimiento, me dejaron aún más sedienta.
Antes de nada, me sorprendió ver que Heilman estaba bastante enfermo, o al menos lo parecía a simple vista. Tiritaba con frecuencia, a pesar de que la temperatura en el interior de la casa era más que agradable, y su mirada estaba marcada por unas profundas ojeras, resultando casi cadavérica. A pesar de ello, me recibió sin el más mínimo atisbo de duda y por primera vez, y no por última, tuve la sensación de que aquel hombre necesitaba desesperadamente de mi compañía.
En cuanto al origen del libro, inicialmente me decepcioné al descubrir que su familia nunca lo había adquirido, ya que había sido parte del patrimonio desde antes de que pudiera recordarlo. Ya su padre y su abuelo lo poseían y lo habían heredado, y una vez su abuelo le escuchó decir a su padre, es decir, al bisabuelo de mi cliente, que el libro había sido impreso en Alemania por el mismo Gutenberg, de quien André Heilman, antepasado directo suyo, era socio y colaborador en la empresa que formó con su invento, al parecer entrando en la misma en el 1438.
No pude evitar, sin embargo, tener la sensación de que Heilman me estaba ocultando algo crucial, algo que, tal vez, omitía no por recelo sino por prudencia; y traté de presionarle, pero se negó por completo a decir nada al respecto, alegando que sólo se trataba de imaginaciones mías.
Después de aquello no vi a Heilman en bastante tiempo y pensaba que no volvería a hacerlo nunca más. Compromisos con otros clientes me obligaron a viajar a Boston, Valparaíso y Venecia, en ese orden, y no volví a Madrid hasta varios meses más tarde. Cuando regresé, no obstante, noté que Heilman había tratado de contactar conmigo infructuosamente durante varios meses en ese periodo de tiempo, llenando mi teléfono de mensajes. Sin embargo ni mi móvil ni mi correo electrónico acusaron tal necesidad por su parte. Pensé que no debía tener más teléfono que el fijo y carecer también de ordenador, como si tales aparatos estuvieran prohibidos en un entorno como el de la Colonia Bellas Vistas, y un escalofrío recorrió mi cuerpo y me hizo pensar, intuitivamente, que sería mejor que me mantuviera alejada de aquel lugar.
Pero había algo, algo terrible en el tono de los mensajes del contestador, que me hizo cambiar de idea por completo. Parecía como si aquel hombre estuviera desesperado, casi como si fuera una cuestión de vida o muerte, y había algo más que no logré identificar, una velada súplica de ayuda que se filtraba en sus palabras. Todo eso, sumado a lo extraño de la venta que había llevado a cabo, hizo que sintiera pena por él y decidiera acercarme, a pesar de mi extremadamente apretada agenda.
Nada más regresar allí lo primero que noté fue que la enfermedad que le estaba atenazando empeoraba por momentos, y según él mismo me dijo, el proceso de degradación en su mano iba en aumento. Creo que en aquel momento entendí que detrás de su implícito grito de socorro había también una petición más profunda, que la soledad que impregnaba la vida de aquel hombre le había hecho fijarse en mí de otra manera ajena a lo profesional; pero el ambiente tenebroso que rodeaba todo aquello que parecía tener relación con mi cliente nubló mi juicio y me imposibilitó para verle en tales términos.
De todos modos, lo que más recuerdo de aquel día no fue aquella impresión, sino mi propio silencio cuando me paré frente a la puerta y me enseñó el símbolo.
Estaba en la misma puerta oscura que daba acceso al sótano y que, por supuesto, estaba cerrada con llave. No recordaba todas las líneas con claridad, pero estaba casi segura de que se trataba del mismo símbolo que había visto en el libro, el que presumiblemente pertenecía a aquella persona, o secta, o deidad, conocida como Zestrun. Al parecer Heilman tenía la intención de vender la casa, tal y como sospechaba, y la estaba reformando cuando, retirando el papel viejo de la puerta, se encontró con que eso estaba grabado debajo. Fue entonces cuando recordó que ese símbolo también estaba en el libro, y me confesó que ese manuscrito, siempre según su bisabuelo, contenía el corpus de creencias de una antigua secta cuyo nombre nunca llegó a conocer. Al principio lo tomó como un simple detalle anecdótico, pero la presencia de aquel emblema inquietante y el hecho de que la casa sólo perteneciera a los años veinte del siglo anterior, indicando que las creencias de la secta al menos habían llegado intactas a los comienzos de la era moderna, le habían hecho creer que aquel culto no había sido enterrado por el tiempo.
Era por eso que, decía, temía por su vida. Creía que al revelar el libro a la luz pública había atraído atenciones no deseadas. Le sugerí que hablara con la policía, pero se negó en redondo, diciendo que nunca le creerían, además que tenía la terrible sospecha de que era como si su familia estuviera en el punto de mira de todo aquello y él fuera algo así como el sacrificio final.
En aquel momento, no sé por qué, creí a pies juntillas todo lo que aquel hombre me estaba contando. Y aunque en aquel momento no lo sabía aún, a pesar de que no me estaba diciendo toda la verdad actuar de tal manera fue por mi parte lo mejor que pude hacer para intentar ayudarle.
Lo primero que hice fue lanzarme a recuperar el libro, acordando con Heilman ofrecer una suma sustancialmente mayor que aquella por la que había sido vendido. Sin embargo, por mucho que insistí, no me fue posible siquiera conocer su paradero actual. Al parecer ENK lo había delegado a una de sus empresas satélite, conocida como SessRad, que a su vez estaba financiada por una organización privada cuyo nombre nunca pude averiguar. Con mi insistencia logré concertar una entrevista con un abogado del grupo que, muy amablemente, me indicó que si seguía reclamando al respecto interpondrían una demanda por venta fraudulenta, ya que el libro era una falsificación y podían demostrarlo.
Tales declaraciones, destinadas inútilmente a amedrentarme —cosas peores habían intentado para meterme el miedo en el cuerpo— no hicieron sino lograr que aumentara mi insistencia, puesto que estaba empezando a estar segura de que había dejado escapar de mis manos un ejemplar único en el mundo. Tal vez, Dios no quiera que sea verdad, porque de serlo eso supondría todo un infierno profesional para mi trayectoria, aquel libro fue impreso en 1434, años antes de la entrada de André Heilman en la sociedad de Gutenberg, cuando él y su por entonces único socio de facto, Hanz Riffe, estaban desarrollando ciertos procedimientos secretos de cara al público. De ser así era posible que aquel libro hubiera sido impreso antes que el Misal de Constanza, convirtiéndose así en el primer libro tipográfico del mundo, como si aquella secta, o grupo, o conjunto de seres, o lo que fuera que hubiera perpetrado la edición de ese manuscrito maligno, estuviera al tanto de los avances de su época para emplearlos a la hora de difundir clandestinamente su palabra.
Fue así como logré una segunda entrevista con el mismo sujeto que había intentado asustarme con sus vanas palabras, y nada más le vi —he aprendido a juzgar a las personas de un simple vistazo— comprendí que aún guardaba un as en la manga. Lo que no esperaba, sin embargo, era que resultara tan eficaz para frenarme en seco.
Aquel detestable perro de presa comenzó a hablarme de los antepasados de mi cliente. Me habló de su abuelo, Johan Heilman, un soldado de la época de la Segunda Guerra Mundial que al parecer no dudó en abusar de decenas de niños durante el tiempo que estuvo infiltrado en nuestro país, en plena Guerra Civil. Me habló de su hijo y el padre de mi cliente, Franz Heilman, acaudalado especulador de terrenos del que siempre se sospechó que, en sus años jóvenes, cuando sólo era un matón de obra, estuvo detrás de la muerte de las mujeres de varios empleados de la construcción, supuestamente para imponer un silencio más cruel y sofisticado que el del pistolerismo de los años veinte entre sindicados y patronal. La maraña de datos contrastados que dio, mostrando documentos y declaraciones para los que, supuse, debió remover cielo y tierra a la hora de encontrarlos, lograron su cometido de desarmarme por completo y hacerme dudar de mi cliente. Pero no era tonta, y sabía que si no me habían dicho todo eso en primer lugar era porque estaban ofreciéndome información potencialmente peligrosa.
Después de eso, el abogado me instó amablemente en su lenguaje a que no metiera las narices en los asuntos de sus representados, y me sugirió que prosiguiera mi búsqueda por Internet, donde podría saber más del libro.
El caso era que evidentemente ya había buscado por dicha vía todo dato de interés con respecto al libro, y nunca había encontrado nada salvo una referencia velada que se hacía de él en una página web llamada sessenkrad.com. Pero esa referencia figuraba en una tercera página distinta de la anterior, y no salía nada cuando ponía esa dirección URL. Además de eso, al cabo de un tiempo ni siquiera pude volver a encontrar dicha referencia, como si todo rastro del libro hubiera desaparecido o hubiera sido sepultado en la maraña de datos de Internet.
Intrigada y preocupada, pero alertada debido a los nuevos datos que conocía, me acerqué de nuevo a la Colonia a informar a Heilman y noté cómo su estado era aún peor que el día anterior. Ya apenas se movía, y estaba todo el rato pendiente de su mano, teniendo incluso la otra junto a ella, como si le picara constantemente.
No me anduve con rodeos, fui directa al grano y le presioné para que me hablara de su padre y de su abuelo. Al principio trató de negarlo, pero insistí más y más en ello hasta que al final se derrumbó y, al borde del desmayo, confesó que sabía de aquellas acusaciones, y en su opinión seguramente eran ciertas. Después de una afirmación tan dura teniendo en cuenta que estaba refiriéndose a su propia familia, Heilman confesó que sufría malos tratos por parte de su padre, un auténtico monstruo en todos los sentidos imaginables. Al mismo tiempo, él los sufrió a manos de su abuelo, y por lo que le consta, la macabra tradición continuó hasta más allá de donde nunca llegó a saber. Había investigado por su cuenta los crímenes de los que se les acusaban, siendo los del descendiente más abyectos que los del progenitor, y al parecer los culpables de tales crímenes siempre tenían la perversa costumbre de acechar dos veces a la misma víctima, la primera para infundir temor, con el mero propósito morboso de torturar psicológicamente a la presa, y la segunda con intenciones fatales y, en el caso de su padre, letales. Me dijo que su sospecha de que esos crímenes eran ciertos radicaba en el hecho de que cuando su padre le pegaba siempre le advertía antes, para provocarle el miedo inmediato a no saber en qué momento exacto sucedería.
Es por eso que Heilman tenía miedo. No tenía miedo porque su vida estuviera en peligro. No lo creía así, de hecho. Tampoco creía que fuera un sujeto de sacrificio.
En vez de eso, se pensaba el sujeto de un experimento.
Un experimento creado tras innombrables generaciones, una estirpe podrida de antepasados cada uno de ellos un poco más moralmente putrefacto que el anterior, y un poco menos que el siguiente. Y Heilman se veía a sí mismo como la culminación del proceso.
Le dije que aquello era una tontería, que no tenía por qué ser así. Entonces se giró muy lentamente y se acercó al cajón más alto de un escritorio que estaba apartado a un lado de la entrada, y lo abrió con mucha prisa, como si hubiera recobrado las fuerzas sólo por un momento, para lo justo y necesario. Sacó varias fotos en sus respectivos marcos y me las enseñó.
No soy una persona fácilmente impresionable, pero tengo que admitir que un escalofrío recorrió mi espina dorsal cuando pude ver que en todas ellas aparecían hombres con la mano derecha deforme, estando los dedos retorcidos, especialmente el pulgar y el meñique. Al mismo tiempo, como si con eso quisiera remarcar lo convencido que estaba de ser el final del proceso, me dijo que como rasgo único en su enfermedad él era el primer miembro de la familia que tenía como efecto adverso de su enfermedad hereditaria la esterilidad. Aquello, unido a que en su familia siempre habían sido hijos únicos, no hizo sino constatar que era la rama más baja, y definitiva, de su tenebroso árbol genealógico.
Asustada, bastante más inquieta de lo que podía admitir, y pensando en cómo defenderme si ocurría algo imprevisto, le pregunté, y aún no sé de dónde saqué las fuerzas para hacerlo, qué clase de delito podía haber cometido para considerarse más monstruoso que su propio padre. Se alejó de mí y me dijo, con la cabeza agachada, que el suyo era el peor delito imaginable para un ser humano. No haber vivido la vida, en ningún sentido, ni en el de amigos, ni en el de familia, ni el sentimental. No haber sido, en definitiva, un ser humano.
Una pena inmensa me invadió en ese momento, una lástima profunda por el hombre que tenía frente a mí, y me quedé muda, inmóvil, mientras poco a poco avanzaba a cortos pasos hacia mí, extendiendo la mano, y noté cómo, poco a poco, hacía ademán de sacar la mano deforme del bolsillo.
En ese momento un profundo miedo, miedo a lo desconocido, se apoderó de mí, y no pude evitar dar un paso atrás, apartándome de él. Heilman se limitó a mirarme, decepcionado, como si yo fuera una especie de redención para él. Poco a poco fui dando pasos cortos hacia atrás hasta notar la seguridad del picaporte.
Me limité a mirarle y él se detuvo, comprendiendo que no deseaba estar allí. Se paró y no hizo nada, sólo esperar hasta que abrí la puerta y, saliendo sin siquiera coger mi abrigo, la cerré detrás de mí.
Una vez al otro lado, sin embargo, la extraña bruma de asfixia que me oprimía no desapareció. Más aún, sentí como si se estuviera extendiendo a todos los rincones que me rodeaban, a todas las viviendas descuidadas y solitarias a mi alrededor. Y entonces deseé salir de allí cuanto antes.
Fui hacia el coche, abriendo deprisa la puerta, y cuando llegué a la salida recordé que la verja estaba cerrada y tendrían que abrirla. Miré a los lados, por si había algún vecino en la zona, pero no vi a nadie. Los cristales tintados apenas me dejaban atisbar el exterior.
Cuando salí de nuevo, comprobé que no sólo se trataba de los cristales. La oscuridad había descendido notablemente, tanto que apenas lograba ver más de unos pocos metros por delante de mí.
Cuando llegué a la altura de la verja, fui incapaz de vislumbrar el lado de la calle. Allí estaba el mundo moderno, el mundo que había dejado atrás, y no alcanzaba a verlo.
Sé que lo que estoy contando ahora parecen los desvaríos de una loca. Sé que muchos no me creerán, si es que llegan a leer esto. Pero el primer signo de que algo malo, realmente malo, estaba pasando, lo tuve cuando fui a acercarme al timbre para llamar al portero y vi que estaba oxidado por completo, como si llevara años de esa manera.
Pensé que tendría que haber llovido mucho para que estuviera así, pero de todos modos no quise especular con ello. En vez de eso, en un intento por tranquilizarme, di la vuelta al coche y lo dejé cerrado pero con las luces de largo alcance apuntando hacia el camino de regreso al bulevar. Sabía posible que se me fastidiara la batería, pero en aquel momento dicho detalle era lo que menos me importaba.
No sé si mi mente me estaba jugando malas pasadas o realmente vi lo que creo que vi, pero empecé a notar que el camino estaba muy descuidado, y la mayoría de las casas estaban, directamente, abandonadas, o eso me pareció. Algunas se estaban cayendo casi literalmente a trozos, y las forjas de todas ellas estaban tan llenas de herrumbre como el portero automático de la entrada.
Al cabo de unos pasos perdí casi toda referencia de luz, y empecé a caminar medio a oscuras. No había referencia alguna en el firmamento que me ayudara, ni de luna ni de estrellas, y durante un tramo caminé en la oscuridad más profunda. Pensé en regresar por el coche, pero no tardé en darme cuenta de que no podría avanzar por aquel pavimento. A pesar de que acababa de hacerlo cinco minutos antes.
Sin embargo, no tardé en encontrar una nueva iluminación que me guió, y de hecho parecía hacerlo hacia donde quería ir. Fue un alivio momentáneo que duró poco, puesto que no tardé en reconocer que se trataba del comienzo de un incendio.
Sin pensarlo dos veces entré corriendo en la casa, y noté que la puerta, casi podrida y negra, no por el incendio sino porque parecía como si llevara así mucho tiempo, cedió con un crujido nada más la intenté mover.
El interior de la casa, a pesar de tener la misma disposición original, la hacía parecer otra casa, remarcando especialmente la palabra otra. Era como si de repente todo el peso de las décadas que no habían pasado factura lo hicieran de manera instantánea, como si todo lo anterior fuera una ilusión y estuviera por fin en la realidad.
Caminé hacia el salón y al fondo del pasillo oscuro, rodeado por las llamas, vi a Heilman.
Quise ir hacia él pero varias cosas me lo impidieron. La primera y más obvia era la cortina de fuego que nos separaba, y que me impedía acercarme más. La segunda era que la puerta estaba abierta, y al otro lado había una densa, insondable negrura, que mentalmente atribuí al humo, y aún a menudo, cuando lo recuerdo, sigo haciéndolo intentando no pensar mucho más en ello.
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La tercera fue la mirada de Heilman. Porque de repente ya no vi humanidad en sus ojos, sólo vi muerte, una muerte que no sé cómo explicar, una muerte en vida más allá de todo lo que religión alguna podría jamás expresar con palabras y sermones de sus profetas y hombres de fe.
Después de eso se despidió, y al hacerlo la puerta se cerró tras él. Por un lado noté cómo el símbolo grabado en ella, el que parecía ser el símbolo de Zestrun, se había borrado en su mayor parte, y sólo quedaban unas pocas líneas, precisamente formando una flecha de dos puntas izquierdas.
Respecto al picaporte, trato de suponer que sólo fue producto de mi imaginación. Pero juro por Dios que por un momento creí verlo en el mismo lado de la bisagra.
Después de aquella perturbadora visión intenté salir de allí a toda prisa, ya no sólo por el incendio, cada vez más virulento, salir de aquella casa, y aquellas calles, y volver a la realidad, a la época actual. Corrí hacia el recibidor y cuando fui hacia la puerta la noté atorada. Tiré con todas mis fuerzas, y finalmente cedió.
Me encontré en la calle de nuevo, y nada había cambiado, todo seguía demacrado y envejecido como si aquel fuera el orden nuevo de las cosas. Empecé a correr sin parar hasta que pude distinguir la luz de los faros de mi coche, y no me detuve hasta llegar a su altura. Varias veces tropecé, una me caí y otra perdí un zapato, pero nada de eso me frenó un solo segundo.
Llegar a la puerta de mi coche y ver el tirador colocado al revés, sin embargo, sí que logró detenerme en seco.
Estaba al revés. Estaba segura. Estoy segura. Es mi coche, uno sabe esas cosas, al menos inconscientemente.
Aquello me paralizó definitivamente. La locura podía extenderse a aquellas casas, a aquellas calles, al pavimento, al cielo. Pero no a mi coche. No a un objeto reconocible y familiar.
No tuve el valor de abrir la puerta. Sin embargo, no hizo falta que lo hiciera.
Porque la puerta se abrió sola y, muy lentamente, se abrió completamente frente a mí. Y lo que vi en aquel momento hizo que me desmayara al instante y perdiera el conocimiento.
Cuando desperté empecé a escuchar sirenas. Al principio lejos, pero no tardaron en sonar más cerca, hasta que llegó un momento en que estaban casi encima de mí. Me incorporé como pude y vi un coche de bomberos junto a mí. Mi coche estaba obstaculizando la entrada. Todo había vuelto, además, a la normalidad. O lo anormal sólo estuvo en mi cabeza.
Dos bomberos bajaron a ayudarme y me retiraron de la calzada. Intentaron mover mi coche, pero dado que la batería se había descargado, tuvieron que retirarlo quitando el freno de mano. Nada más se acercaron a mi vehículo un ligero temor me recorrió de arriba abajo. De más está decir que no tardé en comprarme un coche nuevo.
Me atendieron y, cuando ya parecía que estaba más calmado, un bombero se acercó hacia donde estaba sentada, descansando, y comenzó a hacerme preguntas, tras lo que logré convencerlo de que era amiga del dueño de la casa. A medida que el tiempo pasó y el incendio se fue controlando me acerqué, cubierta con una manta.
Varios vecinos ya estaban allí. Algunos estaban preocupados por lo sucedido, otros porque el incendio se extendiera a sus casas, pero la mayoría estaban de mirones, ejerciendo el deporte nacional. Lo que antes había sido una casa grande apenas era ya un montón de escombros.
No tardaron en notificarme que habían encontrado un cuerpo carbonizado en lo que parecía ser un sótano. Me dijeron, sin embargo, que extrañamente carecía de ambas manos, por lo que muy posiblemente tendría que prestar declaración a la policía. Cuando pregunté qué podía haber en el sótano, respondieron que no lo tenían muy claro, pero que parecía que allí estaba guardada una enorme máquina, tal vez alguna clase de atrasado artefacto de impresión.
Al poco rato, un bombero salió con un cajón que había quedado en bastante buen estado a pesar de la virulencia de las llamas. Reconocí ese cajón al instante y se nubló mi mirada, porque sabía lo que contenía y lo que iban a preguntarme.
Sacaron las fotos, una a una, y me preguntaron si podía reconocer a la víctima en ellas. La mayoría estaban en muy mal estado, pero había dos que no.
La primera de ellas, y la primera que me enseñaron, era la misma en la que salía el padre de mi cliente, y que Heilman me había mostrado al mismo tiempo que señalaba su deformidad.
En la siguiente también salía la misma persona, pero eso no fue lo que me aterrorizó. No fue eso lo que nubló mi mirada y me hizo recordar la imagen del libro con la que había tenido pesadillas, aquella que pertenecía a una criatura llamada El Zurdo.
Lo que derramó todo el torrente de recuerdos, no sólo acerca de esa imagen sino de lo que había visto salir de mi propio coche, y me sumió en un estado de tremenda ansiedad que hizo que tuvieran que sedarme y llevarme al hospital, fue cuando vi que junto a ese hombre aparecía un muchacho cuya mano derecha estaba deformada hasta tal punto que parecía una perfecta mano izquierda.
He pasado por muchos psicólogos y psiquiatras después que sucedió lo que he contado. Todos coinciden en que sufrí alguna clase de trastorno alucinatorio transitorio debido, muy probablemente, al exceso de trabajo, y que mezclado con los dramáticos eventos que sucedieron, colapsaron mi cerebro de señales erróneas.
Hubo un tiempo en que pensé que tenían razón. Pero ahora no lo pienso.
Porque sé que ese libro, Tiehleknud Eid, existió. Sé que Zelig Heilman existió, y aún existe, aunque no sé si se le puede llamar humano. Tal vez el nombre de El Zurdo, el que aparecía en aquel libro diabólico, sea más adecuado para él.
Sé que la página web de sessenkrad.com, aquella que aquel abogado mencionó, tiene que existir. Me he pasado los últimos años rastreándola con la esperanza de hallar alguna pista que me lleve a entender lo que sucedió y por qué sucedió. Nunca he logrado siquiera acercarme a encontrar ninguna de las dos cosas.
Pero lo que hace que me pase noches enteras en vela, incapaz de conciliar el sueño, es el modus operandi que llevaban a cabo los antecesores de Heilman en sus crímenes.
Porque El Zurdo siempre ataca dos veces. Y siempre que llega el atardecer me pregunto si será ésa la noche en que regrese a reclamar mi alma torturada.
Magnus Dagon es un seudónimo de Miguel Ángel López Muñoz. Nacido en Madrid en 1981. En el año 2006 ganó el Premio UPC de novela corta, publicada después bajo el sello de Ediciones B. Ese año fue finalista también del Premio Andrómeda, al año siguiente del Premio Pablo Rido y en el 2009 ganador del IX Certamen de Narrativa Corta Villa de Torrecampo. Ha publicado relatos en numerosas publicaciones digitales y de papel. Es miembro de la asociación Nocte de escritores de terror. En abril de 2010 salió a la venta su primer libro, “Los Siete Secretos del Mundo Olvidado”, con la editorial Grupo Ajec. Es cantante y letrista del grupo musical Balamb Garden, que se puede escuchar AQUÍ.
Su cuento «Donde usted quiera llegar» obtuvo el primer lugar en el IX Certamen de Narrativa Corta Villa de Torrecampo.
Hemos publicado en Axxón: EL LÁNTURA, EL BRILLO DEL MAL, EL IMPERIO CAOS, NUEVO COMIENZO, COCHES AZULES, LOS NUEVOS DESCUBRIMIENTOS PERDIDOS: LOS HOLOGRAMAS, EL JUGADOR, BEYOND, SELOALV, RESET, DONDE USTED QUIERA LLEGAR y REWIND.
Este cuento se vincula temáticamente con REWIND, de Magnus Dagon; AGUA TURBIA, de José Antonio González Castro y LA LLAMADA DE CTHULHU, de H.P. Lovecraft.
Axxón 221 – agosto de 2011
Cuento de autor europeo (Cuento : Fantástico : Terror : Libro hermético : Ser fantástico : España : Español).