Revista Axxón » «La sociedad de los Ovos», Cristian J. Caravello - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ARGENTINA

 

El supervisor Seiscientos diecisiete se enjuagó la cara, se secó y espió en el espejo ese rostro blanco como la muerte. Colocó su ovo sobre la cabeza y volvió a mirarse. El espejo devolvió ahora su apariencia de siempre: la forma ovoide del casco, afinada hacia abajo y ligeramente inclinada hacia delante, siguiendo la anatomía del mentón. El ovo cubría toda su cabeza hasta el cuello, incluyendo el rostro, y sólo mostraba al frente un display con su número, y las dos pequeñas entradas de aire a los costados. Acercó su cabeza al espejo y lustró con la toalla unas marcas dactilares hasta dejar el liso cascarón de plástico brillando como una perla.

Seiscientos diecisiete salió del pequeño toilette de su oficina y se sentó frente al ventanal que monitoreaba desde la altura la enorme línea de control y empaque. Allí abajo, los ovos relucientes del personal se alineaban a ambos lados de las cintas transportadoras y asemejaban una colonia de hormigas cultivando sus hongos debajo de la tierra.

Trescientos cuarenta y cuatro yacía casi inmóvil frente a la cinta, observando en la pantalla interna de su ovo el monótono desfile de los brownies en sus pilotines de aluminio y celofán. Como todos, Trescientos cuarenta y cuatro utilizaba la pantalla interna dividida en dos: la parte inferior reservada para las imágenes de realidad virtual reconstruidas desde el exterior, y la parte superior para sus actividades personales en la red.

Los ovos vieron la luz al confluir la tecnología de Internet por Wifi con la telefonía celular y la adicción por ambas cosas. El problema que planteaban las tablets y los celulares de utilizar las manos para sujetar el aparato y digitar, se resolvió cuando aparecieron los cascos con pantalla interna y cliqueo por guiño. El primer ovo fue una revolución y en pocos años la humanidad entera se enterró debajo de esos cascos de cabeza y rostro. El dispositivo permitía un estado de comunicación permanente con el mundo de la red y a su vez, un regenerador de realidad virtual entregaba en 3D las imágenes normales del entorno para que el sujeto pudiera desarrollar sus actividades con el casco puesto, sin necesidad de mantener libre la vista.

Después de una rápida evolución, los ovos terminaron por cerrarse contra el cuello, incorporando un sistema de filtrado de aire que reducía la polución, y un realce de colores que mostraba un entorno mucho más brillante y luminoso que el real.

Luego de unos escarceos iniciales debidos al uso de ovos en el ámbito laboral, la justicia había resuelto que los actos privados de los individuos debían resguardarse aún dentro del trabajo. Así pues, todo el mundo vestía sus ovos a toda hora. Sin excepción.

En la parte externa de la carcasa, los ovos presentaban un pequeño display donde la gente configuraba lo que, dada la ausencia de un rostro, sería su identificación visual ante el mundo. Pero dentro del trabajo, el display exterior debía mostrar el número de legajo personal.

Trescientos cuarenta y cuatro aborrecía el modo en que algunos individuos dejaban rastro de sus actividades privadas con el ovo. Frente a él, Ciento treinta y cinco se pasaba el día siguiendo un ritmo con la cabeza, y Mil treinta y tres exhibía una actitud tan desvergonzada que todo el mundo podía imaginar cómo, mientras por su pantalla inferior desfilaban los brownies de chocolate, la pantalla superior mostraba bizarras escenas de sexo explícito. Por su parte, Setecientos era una mujer insufrible, mal educada. Trescientos cuarenta y cuatro no la soportaba, pero la tenía justo a su izquierda. Resultaba evidente que Setecientos se dormía en horas de trabajo porque su ovo se ladeaba hacia un costado y permanecía inmóvil durante largos minutos mientras frente a ella desfilaba una legión de brownies defectuosos, tal como lo indicaban las imágenes del «Muestrario de Fallas Típicas» que pendía en el centro de la línea. Era frecuente que Trecientos cuarenta y cuatro tuviera que redoblar su atención para separar las unidades anómalas que Setecientos dejaba pasar. Y varias veces al día la llamaba al orden.

—¡Eh! ¡Setecientos! Despertate, que estás dejando pasar sapos embarazados.

—¿Y a vos qué mierda te importa? —respondía la mujer—. La puta que te parió. Metido de mierda… Puto —murmuraba, al tiempo que retomaba la tarea.

Trescientos cuarenta y cuatro tenía una gran actividad en la red. Era miembro del grupo de elite del sitio internacional de ajedrez, participaba asiduamente en la red social unificada y tenía permanentemente configurados a no menos de treinta amigos y parientes con los que conversaba todo el tiempo en el modo de video conferencia. Su nick en la red era «enroquededama» aunque sus interlocutores lo llamaban simplemente «Enroque». Hacía tiempo ya que los nombres institucionales habían entrado en desuso, quedando relegados a los documentos de identidad y la papelería oficial. Toda la gente se llamaba por su nick, incluyendo las madres a los hijos. El ambiente de Enroque dentro del ovo se encontraba perfumado y permanentemente acompañado por una suave cumbia sinfónica de fondo. En las imágenes de la red, los ovos no existían y toda la gente se mostraba con sus rostros humanos reales o animaciones digitalizadas de los mismos.

Trescientos cuarenta y cuatro estaba exaltado. Hacía varias semanas había conocido a Guinea en una discusión acerca de la Apertura Catalana, donde Enroque defendía la postura ortodoxa, sosteniendo que la apertura conduce invariablemente a tablas. Rápidamente comprendió que Guinea sólo conocía el movimiento de las piezas y que su intervención en el debate debía perseguir otros objetivos. La relación con Guinea se desplazó fuera de los debates de ajedrez y lentamente comenzaron a conocerse. Guinea era una chica uruguaya, ligeramente rubia y de tez muy blanca. Tenía un discurso simple que no revelaba grandes aptitudes intelectuales. Pero poseía la rara habilidad de dar una señal de acercamiento con cada comentario.

—Soy jefa de vendedoras en una importante tienda de Montevideo —le había dicho.

—Yo soy arquitecto —había respondido él. Y ambos habían mentido.

A la semana de conocerse, Guinea había convencido a Enroque para que instalase en su ovo el sistema de simulación de movimientos corporales. Desde entonces, sus encuentros se desarrollaban de cuerpo entero en el espacio virtual de la red. Trescientos cuarenta y cuatro pasaba gran parte del día paseando por sitios de ensueño, junto a Guinea, en la mitad superior de la pantalla; y en la profundidad inmensurable de algún bosque de pixels, bajo el cobijo verdeado del dosel, el arrullo de las piadas y una bruma de sol, Trescientos cuarenta y cuatro se fue enamorando de Guinea.

—¿Cómo será besarse en este sitio? —había dicho él.

Ella se acercó.

—Probemos —propuso, y se estrelló en la imagen de sus labios.

Se separaron y se miraron.

—Es como besarse —sentenció Guinea. Y se quedaron abrazados en medio del bosque.

Él pudo sentirla como si fuera real. Mejor aún. Era un abrazo de enamorados, tan certero, tan profundo… En tanto, allí abajo, como una sombra absurda, como el tironeo molesto de una realidad opaca y gris, seguían desfilando en su cinta los brownies de chocolate.

Trescientos cuarenta y cuatro comprendió que estaba listo para un encuentro personal con Guinea. Sintió algo de temor por sus mentiras: siguiendo la práctica usual del internauta, el hombre había falseado, al menos, su profesión, su empleo y su ciudad de residencia. Pero la relación pedía un encuentro.

En los días siguientes lo planearon todo: se reunirían en el verano de París.

En la sociedad de los ovos, París era una mosca en la leche. Allí la gente marchaba por la calle con sus rostros al viento, y el uso de ovos estaba prohibido en todo sitio público. Gracias a estas medidas, la ciudad se había convertido en un centro turístico orientado a las parejas y los jóvenes.

Al día siguiente, Trescientos cuarenta y cuatro llamó a la puerta del supervisor. Segundos después, Seiscientos diecisiete lo invitó a pasar y a tomar asiento.

—Necesito adelantar una semana de vacaciones —dijo Trescientos cuarenta y cuatro—; del 2 al 8 de julio.

Largos segundos después, el supervisor enderezó levemente su ovo en dirección al empleado.

—¿Qué necesita? —preguntó.

—Le decía: necesito adelantar una semana de mis vacaciones…

—No —respondió el jefe.

Hubo un silencio.

—Bien —reconvino el empleado—, entonces solicito una semana de permiso sin goce de sueldo, del 2 al 8 de julio.

Hubo otro largo silencio. Realmente, Setecientos diecisiete estaba mirando una película de acción en la pantalla superior de su ovo y toda la situación le resultaba una interrupción fastidiosa. Hacía largas pausas en el diálogo para no perderse las escenas más vertiginosas.

—Dígame, Trescientos cuarenta y cuatro, ¿cuál es la cosa tan urgente que debe hacer en julio?

El empleado titubeó un instante.

—Debo hacer un viaje para reunirme con… una persona, señor.

El supervisor pausó la película, se acomodó contra el respaldo e increpó al hombre con precisión certera.

—Usted va a viajar en busca de sexo, Trescientos cuarenta y cuatro. Dígame si me equivoco.

Algo sorprendido, el empleado habló con franqueza.

—Realmente no lo sé, señor. Es una posibilidad. Pero una relación importante es mucho más que sexo.

—Nunca es más que sexo, Trescientos cuarenta y cuatro. Siempre es sólo sexo, aunque deseemos convencernos de que hay algo más. El sexo es la razón de ser de la existencia humana.

—Bueno, ésa es una opinión —respondió—. Hay otras. Sartre, por ejemplo, decía que no hay una razón para la existencia humana.

Ahora el supervisor hizo un gran ademán con ambas manos.

—Ah, sí, Jean-Paul Sartre, el filósofo de moda. Vaya impostor. En efecto, sostenía que nuestra existencia no tiene una razón, nuestra naturaleza no es lo que somos sino lo que hacemos, entonces la clave de todo es la libertad de elegir lo que haremos. Consecuentemente, Sartre construyó una moral que magnificó la importancia de la libertad en el humano. Y una vez que logró difundir esa moral hasta que fuera aceptada en su forma más extrema con más unción que los Diez Mandamientos, le dijo a su amada compañera, Simone de Beauvoir, que ambos serían libres de mantener otras relaciones paralelas —hizo una pausa y continuó—. Mire este rostro. ¿Qué ve?

En el ovo de Trescientos cuarenta y cuatro apareció el rostro de un hombre sesentón, con el cabello fino y engominado peinado hacia atrás, unos lentes redondos, los labios gruesos en una boca de pescado, un ojo mirando hacia delante y el otro intentando escapar hacia un costado por debajo del lente.

—Es Sartre —dijo el empleado.

—No le pregunté el nombre (que ya lo sé) sino qué ve allí. Se trata de un rostro de muy desafortunada apariencia. ¿Comprende? Consciente de su fealdad estrábica, Sartre perpetró una estrategia de seducción basada en el intelecto. Pero no se hizo notar ante las hembras con cualquier idea exótica, no. El hombre pergeñó una filosofía a partir de la cual pudiera inferir y difundir una moral que le diera permiso para copular con la mayor cantidad de mujeres posibles. Su obra no es consecuencia de su ejercicio de la libertad, sino de una subrepticia y muy poderosa punción sexual, única razón de la existencia humana.

Trescientos cuarenta y cuatro saboreó con cierto deleite el extravagante argumento del jefe y comenzó su partida de ajedrez.

—Realmente no lo entiendo —dijo.

—Es muy simple. ¿Se lo explico de nuevo?

—No, no. Comprendo perfectamente la lógica de su argumento. Lo que no entiendo es otra cosa. Verá, si usted es conciente de que el sexo es lo más importante, la razón de ser de la existencia humana y ya ha descubierto que voy a viajar por sexo, ¿por qué me niega el permiso? Es evidente que no lo pido por una nimiedad; me lo impone la razón de ser de mi existencia.

El supervisor se movió en su asiento, acusando el golpe.

—No es eso —zozobró—. Es que… ya hemos armado el esquema de vacaciones invernales y hay muchas ausencias programadas en su sector. Déjeme ver un poco.

Durante largos minutos, Seiscientos diecisiete siguió musitando mientras abría archivos de cronogramas en la pantalla de su ovo.

—Bien —concluyó—. Creo que habrá un lugarcito más para que adelante sus vacaciones en julio.

A las 16, Trescientos cuarenta y cuatro marcó la salida en el reloj y abandonó el establecimiento junto a doscientos empleados más. Hizo un par de guiños en la barra de herramientas y configuró su avatar en el display externo. Otro tanto hicieron los demás, y antes de concluir la primera cuadra, ya eran doscientos desconocidos caminando juntos hacia los centros de transporte.

En la calle el escenario urbano mostraba la sociedad de los ovos con toda su crudeza. Las personas eran zombies que deambulaban titubeantes, ausentes y con suma lentitud. Era común encontrar individuos haciendo ademanes con la espalda contra la pared o contra un poste de iluminación, o simplemente detenidos en la mitad de la acera, con su ovo apuntado hacia un lado, ligeramente hacia arriba, en ese gesto de los ciegos que buscan un sonido.

La marcha de los transeúntes era una danza aletargada y pastosa de sujetos entregados a múltiples y secretas actividades dentro de sus ovos y que sólo cumplimentaban a desgano el fatigoso trámite de arrastrar sus cuerpos por el mundo. Nadie hacía jamás lo que estaba haciendo. Nadie estaba donde estaba. La vida real era esa cosa que ocurría en la mitad inferior de la pantalla, y todo el mundo se movía al ritmo que les permitía la intermitencia con la que espiaban esa vida.

Las relaciones en vivo eran secas y sumamente desatentas.

—¿Qué quiere? —decía el carnicero, y volvía a la pantalla superior para leer un mensaje de «Gonzalito_12.347»

—Dos bifes de lomo.

El carnicero tomaba una tira de asado, la dejaba, tanteaba una pieza de cuadril, la dejaba y finalmente levantaba el costillar de bifes.

—¿Éstos?

—Sí. Dos.

El carnicero cortaba uno; se detenía; irrumpía en una estruendosa carcajada y regresaba lentamente para preguntar.

—¿Cuántos quiere?

No había grupos en la geografía urbana, sólo individuos sueltos que interactuaban con otros individuos de la red a través de sus cascos de conectividad permanente. Los bares sólo contaban con mesas de un único asiento. La persona formulaba su pedido ingresando desde su ovo en el menú del sitio y al rato un camarero arrojaba su bandeja sobre la mesa. La gente desmontaba el cobertor de nariz y boca para ingerir los alimentos y allí se podían escuchar sus conversaciones y ver parte de sus gestos faciales. Entre bocado y bocado, en la más absoluta soledad, todo el mundo hablaba, escuchaba, reía, enfurecía, daba órdenes, reconvenía, realizaba ampulosos ademanes y se enternecía hasta las lágrimas.

La estética de los ovos había sufrido también su evolución. En un principio, dejaban libre la nariz y la boca, pero el formato integral se puso de moda rápidamente. La gente deseaba ver sobre sus hombros un huevo perfecto, completamente liso y con un leve brillo mate. Los hombres utilizaban variantes de gris, negro, marrón, azul y verde oliva. Las damas, más arrojadas, usaban el rosa, el lila y el blanco. Los jóvenes preferían variantes con diseños psicodélicos o rayos surcando la superficie en un sentido aerodinámico. Muchos adultos utilizaban los modelos juveniles para disimular la edad, pero ésta se hacía evidente de todos modos cada vez que se sentaban o se paraban.

En la mañana del 30 de junio, Trescientos cuarenta y cuatro ingresó al Espigón Internacional de la Estación de Trenes de Buenos Aires. Media hora después, estaba confortablemente sentado en una butaca del tren interoceánico. En tres horas estaría en Madrid y desde allí, París en unos instantes más. Se entretuvo los primeros minutos con el documental del tren de alta velocidad. El monorriel viajaba dentro de un túnel de vacío de nanotubos de carbono, construido en trozos de un kilómetro de largo que se soportaban sobre miles de bases flotantes, cada una de las cuales ajustaba permanentemente su posición con una exactitud milimétrica mediante un sistema inteligente de control por GPS. Asimismo, cada base producía la electricidad para energizar su tramo mediante generadores mareológicos. Cada veinte o treinta balsas, había una estación habitada por servicio técnico permanente. En varios puntos del trazado, algunos tramos de túnel se descalzaban en horarios programados y giraban 90º para permitir el paso de los enormes barcos de carga que surcaban el océano en todas direcciones.

Con el suave traqueteo de las uniones de tramos, Trescientos cuarenta y cuatro se quedó profundamente dormido. Despertó en Madrid, donde el convoy realizó una breve parada para que bajaran y subieran pasajeros. Unos minutos después de reanudada la marcha, una voz femenina informó que se encontraban próximos a llegar a París y que por disposiciones vigentes debían quitarse los ovos.

Se escuchó un ruido de cierres plásticos que se destrababan y el roce de muchos cascos removidos al mismo tiempo. Hubo también un murmullo de alivio, de liberación, como si un cargamento de esclavos de pronto se viera libre de sus cadenas. La gente se miró las caras con extrañeza, con placer, con curiosidad. Trescientos cuarenta y cuatro cruzó miradas con una señora a su derecha y presagiando el maravilloso modo de vida de París, intercambiaron saludos.

—Buen día —dijo ella.

—Buen día —repuso él. «Maravilloso», pensó.

Descendieron y marcharon por un largo corredor iluminado por altos ventanales bajo los cuales progresaba una hilera de canteros florecidos. La realidad visual era un tanto opaca pero plena de detalles y Trescientos cuarenta y cuatro se maravilló por los papelitos en el suelo, el polvo sobre las ventanas y sobre todo, las innumerables arrugas en los rostros. A poco de andar desembocaron en una galería inmensa. La Estación Internacional de Trenes de París bullía de gente. Las personas marchaban en grupos o parejas y atestaban los barcitos de manera bulliciosa y desenfadada. Muchos grupos de jóvenes marchaban en medio de risotadas y abrazos, con sus guitarras y sus bolsos colgados en la espalda.

Trescientos cuarenta y cuatro tomó un taxi hasta el hotel, realizó el check in y se internó en su habitación. Luego de una rápida inspección del lugar, se quedó absorto frente a la ventana que mostraba París desde el piso diecisiete. Luego se colocó el ovo y comprobó que Guinea no estaba en la red, clara señal de que ya se hallaba en París.

Enroque y Guinea se encontraron a las cinco de la tarde en la Avenida de los Campos Elíseos, a pocas cuadras del Arco del Triunfo, en un punto programado de antemano.

—¿Enroque? —dijo ella, señalándolo con una sonrisa.

—Guinea —confirmó él.

Se dieron un beso en la mejilla con un abrazo tibio y formal.

—¿Qué tal tu viaje? —dijo la chica luego de un silencio incómodo.

—He dormido todo el tiempo.

Enroque sintió que la confesión resultaba un tanto sosa como respuesta a una primera pregunta.

—Soñé con este encuentro —agregó—, pero no con los detalles de la charla.

Ella rió de más.

—¿Y cómo has encontrado París? —preguntó.

—París es una fiesta —dijo él, citando a Hemingway vanamente.

—Vamos a divertirnos, entonces.

La chica lo tomó del brazo.

—Las tiendas son extraordinarias —dijo.

Iniciaron un paseo despreocupado por las anchísimas veredas de la avenida. Guinea estaba encantada con las vidrieras y no dejaba de hacer comentarios acerca de los vestidos y las carteras, admirando una belleza para la que Enroque no tenía sentidos. Conversaban animados y, sin proponérselo, ambos seguían utilizando el español neutro de la red.

Lentamente se fueron acercando a lo que parecía ser un tumulto en medio de la acera. Detrás del amontonamiento había una mesita bajo una sombrilla, y un joven subido a una banqueta pronunciaba una arenga en francés. A su lado, una chica entregaba folletos a los curiosos. Guinea se intercaló entre la multitud y al rato reapareció sonriente con un manojo de folletines. Se trataba de un mitin de la Internacional Antiovos. En uno de los folletos se veía una figura humana invertida con la cabeza enterrada hasta el cuello debajo de la tierra, los brazos a 45º y las manos muy abiertas. Arriba, titulaba una leyenda: «Eres libre, no elijas ser esclavo». Otra publicidad mostraba una fotografía de Sartre y la leyenda: «Libérate de tus cadenas y ponte en acción», y más abajo: «Lo que hagas es todo lo que serás».

La Internacional Antiovos era una agrupación que pugnaba por la prohibición absoluta del uso de ovos en lugares públicos. Sostenía que los ovos eran el inicio del fin, el suicidio de la humanidad, que no habían llegado para prestarnos un servicio sino para sumirnos en una adicción que estaba conduciendo a la sociedad hacia un aletargamiento irremediable y fatal. Los más extremistas afirmaban que la extraordinaria difusión del adminículo era parte de un plan mentado por las Multinacionales y las Corporaciones para mantener a las masas adormecidas mientras acumulaban más y más poder.

En sus variantes más virulentas, algunas facciones de la organización desarrollaban actos vandálicos en distintas ciudades, destruyendo comercios de artículos electrónicos e incendiando automóviles, en algunos casos.

Rato después, Enroque y Guinea tomaban un trago sentados en los esterillados silloncitos de un bar muy concurrido.

—¿Qué piensas de esto? —dijo él, señalando los folletos.

—Por mi parte, prefiero mirarte en vivo y en directo —respondió la chica acodada en la mesa con la cabeza inclinada y una mirada levemente provocadora.

Él se quedó observándola, recordando la pasión con que se trataban en el espacio virtual y decidió ir adelante.


Ilustración: Valeria Uccelli

—¿Cómo será besarse en este sitio? —dijo, al tiempo que acercaba su rostro.

—Probemos —contestó ella.

Se besaron un momento.

—Es mejor —dijo la chica—. Definitivamente —sonrió. Luego tomó los folletos y bromeó—. Debemos afiliarnos ahora mismo.

Continuaron el paseo abrazados. Ya entrada la noche, caminaron hasta la puerta del hotel donde Guinea se alojaba.

—¿Quieres entrar a conocer? —dijo la chica

—Quiero entrar —respondió él—, pero no exactamente para conocer el hotel.

Guinea moduló una carcajadita breve, lo tomó del brazo y lo empujó hacia adentro.

La habitación era amplia y tenía cierta espectacularidad debida, en parte, a un sector del techo consistente en una gran placa de vidrio que caía como un tejado, dejando ver al otro lado el negro cielo nocturno. La chica espió al pasar, su ovo tirado en un estante del vestidor, con el display centellante de mensajes pendientes.

—Observa esto —dijo, y apagó casi todas las luces.

Sin nubes y sin luna, el cielo pareció encenderse con millones de chispas detrás del vidrio.

Enroque y Guinea se abrazaron, cayeron sobre la cama e hicieron el amor bajo la luz de la Vía Láctea.

Varias horas después se despidieron en la puerta.

—Fue la mejor noche de mi vida —dijo ella.

—Esperemos a ver las siguientes —respondió él. Se fundieron en una larga despedida y el hombre se marchó.

Guinea cerró la puerta, se quedó inmóvil un instante llevándose las uñas a la boca. Volvió a espiar su ovo centellante en el estante y se abalanzó sobre él, ansiosa por develar uno a uno el manojo de mensajes que hacinaban el buzón.

 

Conforme avanzaba la semana, la rutina de Enroque y Guinea incluía cada vez menos paseos y más momentos de privacidad. Pero el viernes la relación dio un salto hacia delante.

Regresaban de un almuerzo liviano hacia el hotel de Enroque cuando vieron avanzar de frente a un grupo de al menos cien manifestantes violando la prohibición de uso de ovos, con pancartas alusivas a la libertad de elección del ciudadano. «Si eres libre, debes poder elegir», rezaba una. Otros enarbolaban una enorme caricatura de Sartre en blanco y negro bajo la leyenda «Libertad es libertad de elección» y «Fuera la prohibición».

Así como existía un grupo que denostaba la irrupción de los ovos, existía otro que se oponía a la prohibición. El primero hablaba de «liberación» y el segundo de «libertad». Y como al Moisés de los judíos y los musulmanes, ambos ensalzaban a Sartre.

Enroque se volteó y observó que detrás de ellos avanzaba una formación de policías antidisturbios alineados detrás de sus escudos, dispuestos a reprimir la protesta.

Los manifestantes comenzaron a tirar piedras a la policía y ésta respondió con gases y una arremetida a paso vivo, de modo que la pareja quedó en medio de un fuego cruzado.

Enroque arrastró a Guinea hacia una vidriera para evitar el choque, pero los activistas avanzaron rompiendo los negocios con sus palos. Rápidamente cundió el caos y un desorden de corridas y gritos ganó la calle. Enroque volvió a buscar refugio aplastándose contra una puerta, abrazando bien fuerte a Guinea, mientras pensaba en la curiosa antinomia. ¿Dónde estaba la libertad? ¿Era libertad deshacerse de la adicción aletargante por los ovos o lo era dejar que las personas sucumbieran a ella, si así lo deseaban, aunque esto condujera a una declinación de la raza humana? Se quedó inmóvil buscando una respuesta en la enorme imagen de Sartre que avanzaba sacudiéndose en lo alto; pero no encontró en esos ojos más que una metáfora de la encrucijada.

Guinea se hundió en el pecho de Enroque, cerró los ojos con pavor y sintió que su hombre era una gran muralla protectora que la defendía de todos los males, y que nada le ocurriría mientras mantuviera los ojos cerrados y la cabeza apretada contra su pecho. En ese momento comprendió que hasta entonces todo había sido una mera aventura amorosa, y que ahora estaba perdidamente enamorada.

Esa noche fue distinta. Fue mejor. Permanecieron recostados uno contra el otro. Conversando, expresándose sus mutuos sentimientos. Por primera vez habló Guinea de formar una familia, de pasar la vida juntos. Él asintió y agregó muchos hijos a la historia. Enroque se había enamorado ya en aquellos días de los encuentros virtuales.

El domingo lloraron en la despedida. Lloraron muchas veces y se prometieron nuevos encuentros. Ya lo arreglarían en sus contactos virtuales. Formarían una familia, tendrían muchos hijos y una vida plena de felicidad. Sólo restaba el trámite aquel de develarse sus mutuas «mentiras de internauta». Luego hablarían de eso. Jamás durante la triste despedida.

Enroque marchó hacia la estación de trenes y Guinea tomó un auto al aeropuerto. Su avión despegó a las 11:50. Instantes después se apagó la luz de prohibición de ovos y todos los pasajeros se colocaron sus cascos con la ansiedad de un síndrome de abstinencia. El bólido realizó un suave giro y se inyectó en el cielo a la velocidad de un rayo con su cargamento de personas sin miradas.

Dos meses después, Guinea confirmó sus sospechas. Salió del consultorio con el ancho sobre blanco del laboratorio. Ya no cabían dudas, esperaba un hijo de Enroque.

Sintió emoción y algo de temor. El plan de una familia debía acelerarse. ¿Cómo lo tomaría él? Bien, sin duda. Si Enroque deseaba muchos hijos, no podía ofuscarse con el primero. ¿Cómo se lo diría? ¿Cuándo se lo diría?

Ese día Guinea entró a la planta con la mente en cualquier sitio. Marcó su ingreso en el reloj y caminó por los oscuros pasillos hasta su sector de trabajo. Su mente volaba, iba y venía, imaginaba el futuro y le temía, y a la vez lo deseaba. Tomó asiento en su silla y realizó un rápido paneo. Contempló por un instante el perezoso bamboleo de los ovos sobre las cabezas de ese ejército sin rostros. Hoy era distinta la rutina. En dos horas se conectaría con Enroque. En dos horas le daría la noticia. En dos horas cambiaría su vida.

Su compañero a la derecha llegó y tomó asiento. Guinea sintió el roce hostil de su uniforme contra ella. El hombre saludó con un impersonal «Buenos días». Ella lo espió y volvió a mirar al frente con desprecio. Hoy no se preocuparía por ese imbécil, por más que se pasara el día montado sobre su hombro, espiando su trabajo, presto a saltar sobre ella en cuanto dejara pasar un brownie con la puntita mellada.

—Idiota —masculló—. Metido de mierda… Puto.

 

 

Cristian J. Caravello nació en Morón, provincia de Buenos Aires, el 21 de febrero de 1965. Estudió matemática y le interesan las ciencias en general. Administra los foros de «Astroseti«, un sitio español sobre Astronomía y Astrobiología. Su actividad literaria es reciente. Mantiene su blog «Letras de Cristian» desde hace dos años, con cuentos fantásticos y de ciencia ficción. En 2010 Cuasar publicó en su sitio web su cuento «El Juego de las Baldosas«.

Esta es su primera participación en la revista.


Este cuento se vincula temáticamente con CABEZA CABLEADA, de Raúl Soto; ZETA, EL POETA DE LAS CON-SOLAS, de Juan Ignacio Muñoz Zapata y VIAJERO INCANDESCENTE, de Luis Saavedra.


Axxón 223 – octubre de 2011

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Ciencia ficción : Realidad virtual : Sociedad : Argentina : Argentino).

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