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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

Archivo de julio 2012

ARGENTINA

 

El Hombre metió la mano en el bolsillo de su campera y sacó su llavero. Miró la foto de su hija de ocho años que tenía en él. La nena sonreía con una sonrisa eterna, inextinguible. El Hombre, entonces, levantó la vista y miró a su contrincante, El Diego, que permanecía sentado, indiferente a su mirada. Clavó los ojos en el revólver y deseó profundamente que la bala no saliera. Apretó la foto de su hija en el mismo instante en que El Diego apretaba el gatillo. El Hombre sintió alivio al oír el «clack» que evidenciaba que la bala no estaba en el compartimiento que le había tocado a su oponente.

La persona que dirigía la competencia, que todos conocían como El Hacedor, intervino arrebatándole el arma a El Diego. Abrió el tambor del revólver y le mostró a la cámara que los filmaba el lugar en que había estado la única bala. Ante la cámara giró el tambor y sin esperar a que se detuviese volvió a cerrar el arma.

—Señoras y señores, como acaban de ver, El Diego falló en su intento de ganar esta partida. Recordemos a nuestra audiencia que El Diego y El Hombre están compitiendo por cien mil dólares. Sí, señores, aquel que gane le dejará a la persona que él mismo elija la suma total de cien mil de los verdes. ¿Quién creen que será? ¿El Diego, que acaba de perder su primera y tal vez última oportunidad, o El Hombre, que puede llevarse los laureles en esta primera ronda? Si piensan que será El Diego, quien puede tener una nueva chance y ganar, envíen un SMS al *54245# con la palabra ElDiego; si, por el contrario, creen que va a ganar El Hombre, envíen un SMS con la palabra ElHombre al mismo número, el *54245#. Recuerden que el costo de participar es de cinco pesos y que hay importantes premios, entre ellos un departamento de dos ambientes y un auto cero kilómetro. Ahora bien…


Ilustración: Valeria Uccelli

El Hacedor se acercó a El Hombre y le puso el revólver en las manos, justo encima del llavero con la foto de su hija. El Hombre miró el arma y miró a El Hacedor. Se trataba de un hombre alto, vestido con un traje de color rojo, con camisa negra y corbata también roja, que usaba unos anteojos oscuros que le tapaban gran parte de la cara. El Hombre sintió un escalofrío al ver la sonrisa de El Hacedor; una sonrisa rígida, que dejaba ver una hilera de dientes blancos, ligeramente torcidos.

El Hombre agarró el arma con su mano derecha, apoyando su dedo índice en el gatillo. Al verlo, El Hacedor se inclinó hacia él y le murmuró al oído:

—No hagás nada hasta que te dé la orden, tenemos que esperar a que entre la mayor cantidad de mensajes posible. Y acordate de cómo tenés que hacerlo…

El Hacedor se irguió y, sonriendo, se ubicó en uno de los rincones de la escenografía, detrás de El Diego. Desde ahí, escondido en el fondo de sus anteojos oscuros, parecía vigilarlo todo.

El Hombre miraba el arma que tenía en su mano derecha alternadamente con el llavero que tenía en la izquierda. Su hija sonreía, como siempre, con su sonrisa angelical y verdadera. Levantó la vista y miró a El Hacedor, quien también sonreía, como siempre, con su sonrisa rígida y ensayada. Ambas sonrisas, no obstante, compartían la eternidad.

Volvió a mirar la foto cuatro por cuatro. Todo era por ella, por su hija, por Milagros. No quedaba otro camino, el juicio que habían perdido los había dejado en la calle. Trabajo no tenía, y si conseguía, ¿cómo iba a hacer para juntar la plata suficiente como para comprarse una casa? Tardaría años. Tal vez toda una vida. Y no quería que su hija creciera en una de las secciones, con los chicos de su edad intoxicándose en las puertas de sus propias casas. Además, él tampoco podría soportarlo, no tenía el carácter para hacerlo, las personas que vivían ahí se lo comerían crudo.

Levantó la vista. Desde su rincón, duro como una columna de mármol, El Hacedor sonreía. El Diego seguía sentado en su lugar, delante de él, con ambas manos entrelazadas sobre la mesa y con la vista clavada en ellas. ¿Quién sabía por lo que estaba pasando ese hombre? ¿Quién sabía si su historia no era todavía más terrible que la suya?

Escuchó que alguien vitoreaba a su derecha. «¡Aguante El Hombre!». Miró hacia allá y vio la cámara que lo filmaba y, detrás de ella, a toda la gente que había ido a ver el programa en vivo. Él no podía entenderlos, nunca lo había hecho. Cuando era un padre de familia normal, cuando era dueño de una editorial, es decir antes del juicio, siempre se quejaba del salvajismo de esos programas. «No entiendo por qué le gusta tanto a la gente —solía decirle a Marta, su esposa—. Se entretienen con personas desesperadas que están dispuestas a dar su vida por plata. Yo nunca vería un programa así, y mucho menos les daría de comer mandándoles mensajes». Ahora veía la paradoja de su vida. No solo su mujer y su hija miraban el programa, sino que estaban ahí presentes, entre las personas de la tribuna; y él no solo contribuía con el show, sino que formaba parte de él.

Miró una vez más a El Hacedor. Éste, con su sonrisa grabada, asintió. Entonces El Hombre cambió el arma de mano y, levantándola, la puso sobre su sien izquierda. Si bien era derecho por contrato tenía que apoyarla ahí, ya que, en el caso de que ganase, la sangre debía salir despedida hacia el público, para así, en el mejor de los casos, salpicarlos con ella. En su mano derecha sostenía ahora la foto de su hija. Trató de mirar de reojo a la tribuna, con el fin de verla, pero no pudo distinguirla entre la multitud. De todas maneras no hacía falta, la tenía con él, en su propia mano.

Volvió a mirar a El Diego, pero éste seguía rehuyendo su mirada. Más atrás, El Hacedor continuaba sonriendo. El Hombre cerró entonces los ojos y se dispuso a apretar el gatillo. Era curioso, se trataba de la primera vez que hacía algo así y estaba realmente tranquilo. Su corazón latía con normalidad. Algo le decía que todo iba a salir bien, que ganaría esa competencia y que su mujer y su hija iban a poder vivir de su logro.

Apretó el gatillo. Por un instante se sintió confundido. Antes de ir al programa le habían dicho que, en el caso de que el arma se disparase, él no iba a notar nada. No le iba a doler, sino que iba a morir instantáneamente. Se habían equivocado. Era verdad, no le dolía, pero tampoco estaba muerto; lo que sí, el ruido se había extinguido por completo.

Luego del disparo, El Hombre miró a su alrededor. Sin saber lo que hacía, se puso de pie. Tambaleándose, se acercó algunos pasos a la tribuna. Los espectadores, por lo que podía ver, estaban parados, aplaudiendo. Al tercer paso, pisó restos confusos de sangre y masa encefálica y se resbaló, cayendo al suelo. Levantó entonces la vista y, con satisfacción, vio lo que buscaba. Su mujer y su hija, su Marta y su Milagros, estaban ahí, mirándolo. Estaban sonriendo, abrazadas. El Hombre pudo ver la felicidad en sus caras y él también se sintió feliz. Ellas podrían volver a la normalidad y ya no tendrían que temerle al futuro. Él, El Hombre, había vencido al futuro. Él, El Hombre, había vencido.

 

 

Lucas Berruezo (Buenos Aires, 1982) es estudiante avanzado de la carrera de Letras de la UBA y escritor. Escribió los prólogos para las antologías de cuentos fantásticos y de horror Mundos en tinieblas (años 2008 y 2009), publicadas por Ediciones Galmort. Además, es codirector de la revista de literatura argentina contemporánea Sudor de tinta y gestiona el blog El lugar de lo fantástico, un espacio dedicado a la literatura y el cine fantásticos, pero en el que también se reflexiona sobre diversos temas teóricos, filosóficos y de actualidad.

Hemos publicado en Axxón DESDE LA CULPA.


Este cuento se vincula temáticamente con CALIBRE ETERNIDAD, de Guillermo Barrantes; REALITY, de Néstor Darío Figueiras y REALITY SHOW, de José Carlos Canalda.


Axxón 232 – julio de 2012

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Ciencia Ficción : Sociedad : Medios : Argentina : Argentino).