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¡ME GUSTA
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COLOMBIA

El repiqueteo carrasposo de las radios era la música de fondo de sus pasados días. No el repiqueteo propiamente dicho, más bien la frase El repiqueteo carrasposo de las radios: Venía de fuera, de allá, o de más allá del cielo visible; como toda forma de la memoria, como todas las palabras que llegaron de arriba, dirigidas desde una torre de control de algún lejano planeta que las comandó para habitar cualquier mente humana. La propia mente humana era discernible a través de las palabras; fue el primer virus en llegar sobre los primates, la primera invasión extraterrestre y el intento más serio de una hegemonía en la Tierra. Pero esa mente primigenia se fue trastocando por otros invasores dirigidos por torres de control de otros lejanos planetas. La Tierra aún es un campo de batalla en el que los alienígenas luchan valiéndose de cuerpos humanos vivos. La explosión de bombas H sobre multitudinarias ciudades, las peleas entre borrachos en una esquina, los suicidios, son pequeñas batallas de una guerra de escala universal. Todos los planetas son campos de batalla. En todos ellos hay torres de control que envían pensamientos hechos de palabras al espacio exterior. También toman los pensamientos que salen de los habitantes de su territorio —pensamientos venidos de otros lugares—, los transforman y los disparan a distantes pixeles del universo. Ha llegado el momento en que éstos, los pensamientos, han mutado tanto que no se sabe de qué torre de control provienen.

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Sólo los muertos cerebralmente se mantienen en la pureza humana. Desear no leer o no escribir es reafirmar un pensamiento que viene de fuera. Sólo los que yacen como vegetales en una cama son suficientemente humanos.

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El repiqueteo carrasposo de la radio de la abuela: quizá ella nunca tuvo un radio cerca de su oído mientras dormía en las noches y el recuerdo fue enviado de una lejana torre de control, trastocando su pasado. O puede que sea algo tan genuino como un descerebrado. Quizá no hubo una abuela que se recostara en el lado de su corazón cuando dormía, con las dos manos debajo de su cara apoyada en una almohada delgada, amarillenta, olorosa a babas. O la abuela es el rostro hecho a partir de unas palabras extraterrestres que han colonizado la memoria de él; un recuerdo que lo embosca en sus viajes en el metro y le hace arder los lacrimales hasta que salen dos gotas salinas. Una familia sirve para llorar. La creencia de que su abuela es una infestación obedece a la orden de otro invasor; se libra una batalla entre dos civilizaciones con algunos eones encima; ¿es universal esa medida del tiempo u otra inoculación más? La guerra se extiende con vocación infinita, tapando con su manto casi la totalidad del universo. La lucha no se detendrá pese a que él fallezca; seguirá en el humo que saldrá del horno crematorio donde su cadáver devenga ceniza.

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¿Estás ahí, abuelita? Le preguntó, carcajeando hasta llorar, al humo que salía de la chimenea en que metieron el cadáver de su abuela. Su mamá lo abrazaba como si ella fuera la hija y él el papá que ella nunca conoció.

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Todos los de su familia hospedaban el mismo pensamiento, por eso eran familia. O quizá eran extraños invadidos por la misma especie extraterrestre. Lo peligroso de esas agrupaciones hechas por un pensamiento común es que la más mínima diferencia, orquestada por otro invasor y germinada en alguno de ellos, convierte en enemigos a quienes antes pertenecían al mismo frente. Una mujer fue asesinada a cuchilladas por su hijo. Apareció en el noticiero. La presentadora suele sonreír cuando habla de asesinatos; pertenece a otro ejército, sabe que cada muerto de los que aparecen reportados es un triunfo para su grupo. O sonríe porque sí. Las presentadoras cambian pero la sonrisa no; los dientes asomados en esa mueca persisten como cualquier recuerdo y obstruyeron sus lecturas de los libros de física del bachillerato cuando él quería ingresar a la facultad de ciencias puras; los dientes se mitigaban cuando se detenía en la página donde aparecía una imagen de Aristarco de Samos señalando el cielo, advirtiendo las amenazas que se cernían allá arriba, poseído por un pensamiento extraterrestre.

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La abuela solamente reía cuando escuchaba el repiqueteo carrasposo de su radio mal sintonizada. Ni sus papás ni sus hermanos lo supieron. Él la descubrió una noche en la que no podía dormir; se paró de su cama y, como los sonámbulos, se asomó desde la puerta del cuarto en el que la abuela reía y el radio mal sintonizado repiqueteaba. Entre la penumbra advirtió los ojos abiertos de ella, opacos por las cataratas. En la abuela había otros pensamientos; se libraban batallas entre civilizaciones que jamás lo invadirían, luchas que contenían una estrategia de tierra arrasada. Por eso apareció el Alzheimer como el estallido de algún pensamiento que se eclipsaba con la embestida de un nuevo invasor y optaba por destruir al enemigo, a sí mismo y al propio campo de batalla. Desde una torre de control salía la orden de autodestrucción; el olvido hacía estéril el terreno como para que cualquier otro pensamiento creciera. Levantó la almohada que había debajo de la cabeza de la anciana: la iba a poner en su cara hasta asfixiarla, después saldría por la ventana, rompiéndola con el televisor viejo que ella tenía en su cuarto y huiría. Volvió a colocar la almohada bajo la cabeza de su abuela, que seguía riendo. Y, detrás de su risa, el carraspeo de la radio mal sintonizada. «¿De qué te ríes?» Le preguntó, acercándose a la oreja. Ella continuó con su carcajada silenciosa, con los ojos abiertos, clavados en el techo. De la torre de control había salido una orden irreversible; por más que los que la dieron se arrepintieran, era tarde.

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También reía mientras el televisor regurgitaba un sonido carrasposo de un canal sin transmisión alguna. En la pantalla los puntos negros sobre un fondo gris o los puntos grises sobre un fondo negro, eran un panal de moscas desorientadas que saltaban de un lugar a otro como los electrones, según decía su libro de bachillerato que leyó tres veces sin obtener con ello un resultado en los exámenes que le permitiera estudiar algo distinto a administración de empresas. Los ojos abiertos de la abuela temblaban, siguiendo el titilar de los puntos. Él era el único testigo y fue incapaz de testimoniarlo para tranquilizar a su mamá cuando salió llorando del consultorio médico, agarrada de gancho con la abuela. Ella le dijo que ya todo estaba perdido. Y ¿qué significaba eso de perdido? Para sus hermanos, tíos y primos, que la abuela estaría ausente, que jamás volvería a hablar. Para él, era el final de charlas cortas con la abuela. A partir de ese momento, como si el médico lo hubiera sentenciado, ella sólo le habló a la radio; ya no sólo se reía con el repiqueteo carrasposo del aparato sino que le decía: «¡Estúpido!». Aún no había una estrategia de guerra arrasada. O quizá, el habla de la abuela era ese instante inmediatamente posterior al estallido, cuando un sobreviviente se levanta de entre los escombros, mira a todos lados y abre la boca para emitir la primera palabra en ese nuevo mundo. A la abuela llegó el último pensamiento de una civilización moribunda, quizá anciana. Todo un planeta dependía de ella; cada vez que reía y decía ¡Estúpido!, algo en ese lugar lejano se estremecía y sus habitantes volvían a asir una posibilidad en la que sus nietos envejecieran y murieran como todos los que les precedieron.

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Se quedó en la sala de espera del consultorio geriátrico, hojeando las revistas viejas que dejaban en un canasto. Entre ellas estaba «Muy interesante», una de las publicaciones que sus primos, reputados científicos que se abroquelaron en departamentos de Genética de universidades privadas, solían mencionar con desdén cuando él les hacía preguntas sobre el chupacabras. Ellos se reían porque eran de otro ejército, estaban invadidos por pensamientos provenientes de planetas radicalmente opuestos; por algo, le decían «el extraterrestre» y hacían chistes que sólo entendían los científicos a costa de él durante las noches buenas. Se detuvo en un artículo sobre el Big-Bang. Era la memoria de una entrevista hecha a George Smoot: «Si sintonizan su televisor en un canal donde no haya una estación, el 98% de los puntos que se observan en la pantalla es ruido terrestre, pero el 1 o 2% proviene del origen del universo. Tardan 14.000 millones de años en llegar y aparecen en la pantalla como puntos blancos. Tenemos que ver miles de millones de ellos para hacer un mapa del cielo.». Smoot tenía en su laboratorio una radio con bocina y una antena en el techo para escuchar los rugidos del origen del universo que aún se podrían captar. Smoot estaba invadido por el mismo pensamiento que se adueñó de la abuela, pero en él aún no se arrasaba el campo de batalla y las refriegas desembocaban en cálculos matemáticos mientras que en ella la ecuación se perfeccionó con un ¡Estúpido! y una risa. Su mamá salió llorando, agarrada de gancho con la abuela, como siempre que iban al geriatra.

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El radio emitía un carraspeo: el trajinar de los pensamientos a través de los agujeros de gusano abiertos como bocas en medio de la oscuridad.

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Ilustración: Guillermo Vidal

Algunos dicen que las estrellas son viejas catástrofes que hasta ahora llegan a las retinas humanas. Los del planeta de donde viene el pensamiento que lo domina saben que basta con mirar la muerte de otro terrícola para estar frente a una hecatombe cósmica. Las estrellas son espejismos. No pudo contener la risa mientras miraba la chimenea por la que salía el humo del cadáver rostizado de la abuela. Una vez muertos los cuerpos humanos, los pensamientos se iban entre el humo y se los tragaba el cielo, retornando al lugar donde nacieron. Y su mamá lo abrazaba como si hubiera encontrado al papá que nunca conoció. Y, de fondo, repiqueteaba la radio mal sintonizada.

Andrés Felipe Escovar es un escritor colombiano (Bogotá, 1981). Ha sido uno de los coordinadores del proyecto LEA (Laboratorio de Escritura de las Américas). Escribió, con Luis Cermeño y Julián Marsella, “Tríptico de Verano y una Mirla” (Ed. El Zahir, 2011). En 2011 obtuvo el primer puesto en el concurso de relatos «Game Over» con el cuento «Un té vespertino», escrito con Luis Cermeño. Es coeditor de Mil Inviernos.

Actualmente vive en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

Presentamos aquí su primer relato en Axxón


Este cuento se vincula temáticamente con SÁBADO A LA NOCHE, de Eduardo Carletti; EL LLANTO DE LOS NIÑOS MUERTOS, de Bernardo Fernández; LUCES DEL SUR, de Pablo Dobrinin.


Axxón 235 – octubre de 2012

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Fantasía/Terror : Percepción alterada : Colombia : Colombiano).

8 Respuestas a “«Abuela», Andrés Felipe Escovar”
  1. Leonor Barreto dice:

    Excelente. Cuento con gran fuerza que arruga el corazón.

    Escritor con mucho futuro!!

    Leonor
    Colombia

  2. Rosalia Escobar dice:

    No deja de sorprenderme las exquisiteses de este buen escrito. Nos produce fascinación y orgullo.
    Que talento!!!!!

    Rosalia

    Colombia

  3. Daniel Salvo dice:

    Sugerente y melancólico a la vez.

  4. Daniel Salvo dice:

    Sugerente y melancólico. Muy bueno.

  5. alexander medina dice:

    Escuchar esta extraordinaria publicacion evoca recuerdos inolvidables de mi abuela, que parecen que fueran ayer esos momentos vividos, me quito el sombrero a tan extraordinario escrito, que movio semtimientos tan profundos de mi

    felicitaciones y que sea todo un exito

  6. stella barreto dice:

    Excelente escrito, considerao que sera un excelente libro a nivel latinoamericano y mundial felicitaciones

  7. Kira dice:

    Muy buen relato. Bien construido y con frases impactantes. Siempre valoro mucho la ironía en los escritos y este cuento no escapa de ello. Sigue escribiendo! Felicitaciones.

  8. LUIS ALBERTO BARRETO dice:

    felicitaciones para andres felipe escobar por este escrito, deja muchas reflexiones para la vida

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