Revista Axxón » «Los demonios de Pindauro», Carlos Pérez Jara - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ESPAÑA

 

 

1

 


Ilustración: Duende

El Océano Bajo se extiende por el horizonte como una capa de aguas poco profundas, que oscilan entre el medio metro y el metro y medio de altura, y que por las noches se ilumina con los resplandores fosforescentes de las algas ácidas que habitan en su fondo arenoso. Es en esa franja acuosa de apariencia efímera donde se destilan los vapores y sortilegios de una vida inesperada, ya sea a través de los microorganismos que pululan el entorno fagocitando raíces, o por la bruma cálida que emana de esa vegetación subacuática y de la que surgen las extrañas nubes amorfas de Pindauro.

Nada hubiera alterado este paisaje único, sin una sola colina ni montaña que lo destaque ni lo diferencie, de no haber aparecido por el cielo sus primeros colonos. Pero a estas regiones tan silenciosas llegaron los iromitas o, mejor dicho, sus pálidos antecesores, hombres y mujeres desorientados que buscaban un planeta en el que asentarse, una verdadera tierra prometida. La causa por la que se establecieron allí ya casi nadie la recuerda ni la conoce en el fondo, pues hace siglos que la gigantesca Onatis aterrizó por alguna parte del hemisferio sur, no se sabe dónde. Lo cierto es que debieron caminar, y mucho, hasta darse cuenta de que aquellas aguas recubrían toda la superficie de un mundo que figura en varios archivos de exploración, pero que fue ignorado durante largo tiempo por tantas y tantas corporaciones espaciales.

Desde hace centenares de años, Galea se levanta como una montaña sobre una llanura uniforme y eterna, y alrededor de la cual se extiende Maruma, la gran Ciudad Baja, construida sobre soportes de juncos subterráneos y rocas, una población pescadera y humilde que produce cartílagos de algas resecas y se alimenta de la fauna acuática autóctona. Abajo abundan las construcciones pequeñas de tejados oblongos, calles sinuosas y una red sin fin de canales, un laberinto de casas y pequeños templos de juncos y piedras bastas que exuda el vapor cálido y maloliente de sus rincones.

Los habitantes de Maruma son gentes duras y curtidas, de pieles morenas, que viven a unos dos metros por encima del nivel del agua y que practican sus cultos y devociones religiosas como una forma más de sus propias costumbres. Han crecido hasta envejecer y morir sabiendo que los sacerdotes existen desde siempre, que nadie debe fijarse nunca en ninguno de ellos, y que en ocasiones bajan a la ciudad inferior para llevarse así una ofrenda: un rito que se reproduce en la conciencia popular y que ha tomado el aura de un proceso inevitable. Podría decirse que ambas castas coexisten como podrían hacerlo dos especies animales distintas, condenadas a ignorarse mutuamente en el mismo territorio.

No hay ningún marumiano adulto que no tenga su propia xhaptsua, una barca canoa con cuyo remo largo y fino va desplazándose a medida que apoya su pala en la tierra. En ciertos ceremoniales, cuando el sol de Alobe se oscurece, salen al Océano Bajo miles de canoas en busca de ciertos pequeños monstruos reptadores o de algas únicas de color naranja, un manjar de los dioses que se distribuye hacia las principales casas de contratación que los suben a Galea por medio de complejas grúas mecánicas. Aunque el planeta ha sido cartografiado en otra época, todo el mundo intuye que a nadie le conviene alejarse demasiado por el horizonte, a sabiendas de que luego tendrá que volver: lo llaman el mal del Océano… Muchos recuerdan y honran la memoria de ciertos seres queridos que se perdieron por la llanura sin fin de estos mares eternos.

Lo peor de caminar sin rumbo ni destino posible es que al fin caes en la cuenta de que en algún momento habrá que detenerse y morir de todas formas. En algún sitio habrá que descansar para que las fibras corrosivas de las algas conviertan tu cuerpo en un esqueleto petrificado cubierto de hongos grises, un risco abrupto y orgánico en medio de una superficie lisa, en apariencia inofensiva. Nunca imaginas adónde pueden llevarte tus propios pasos, como yo nunca creí posible recorrer solo aquel océano: al principio de mi onumi avanzaba en dirección este, por una pequeña depresión de piedras granulosas y blancas como la escarcha, venciendo a la resistencia del agua bajo una especie de impulso ciego. Sólo entonces empecé a recordar el día que me llevaron a la Ciudad Baja para convertirme en un iromita menor al servicio de los grandes señores.

Mi maestro de iniciación se llamaba Qerol, y era un individuo algo encorvado de ojos pequeños y voz ronca que trabajaba para nuestro clan familiar.

—Andas y miras como alguien que no ha estado nunca por aquí abajo —me dijo al descender a los dominios de la ciudad acuática—. Ellos se huelen a un aprendiz a leguas. ¡Se lo huelen! Vas a hacer que me maten, idiota, y no seríamos los primeros, ya lo sabes. Cada cogato mueren por lo menos dos o tres que lo intentan. Ninguna de tus madres shpes llorará la pérdida de un hijo tan débil.

Era cierto: nunca antes había pisado aquellas calles ni las estructuras de soportes con piedras y juncos que elevan los edificios por encima del agua espumosa. Por mucho tiempo que haya transcurrido o muy lejos que me encuentre, aún siento el hedor a orina reseca y humo aromático que emanaba de uno de los callejones del sur, en lo profundo de la noche en calma. Disfrazados con ropajes vulgares, íbamos por la ciudad en tinieblas como dos mendigos a la busca de algún alimento, de alguna limosna que llevarnos a nuestras bolsas de cuero húmedo. Cuando llegamos a la confluencia de dos calles separadas por un canal angosto ensuciado por la mugre y la basura, vimos a un hombre alto con andares algo erráticos, iluminado por el fuego de un farol curvo hecho con una raíz gigante de jadrug. Por su aspecto daba la impresión de estar borracho, o al menos de encontrarse indispuesto, pero en aquella confluencia se detuvo un segundo para decidir el nuevo camino.

—Ahora —dijo Querol con un susurro en nuestra lengua vernácula—. Tú eliges.

 

 

2

 

Las arenas del Océano suelen ser gruesas, de un color que varía entre el ocre y el blanco marfil. A veces encuentras orificios y oquedades de rocas oscuras por las que brotan burbujas que sacuden la superficie como si estuviese hirviendo, pero por lo general la tierra no presenta demasiadas irregularidades ni dunas demasiado altas como para sobresalir por encima del agua. A esas alturas de mi viaje solitario, no quería seguir recordando la noche de mi descenso a Maruma, pero en cierta forma era una escena que se repetía y se desarrollaba una y otra vez, aunque tratara de ocultarla con otras imágenes más antiguas o pudiera desvanecerla de golpe con otros recuerdos.

Ahora, al recoger del fondo una roca negra pensé en el cuocán, la gema del báculo sagrado de un iromita. Solo así pude trasladarme al día en que vi al primer sacerdote supremo de cerca, cuando era un niño: grande y pesado, caminaba con su bastón de liturgias acompañado de un eunuco gordo con una trenza que le llegaba hasta la cintura y en cuyo cinturón colgaba una pistola magnética. Mi madre de vientre shpe, Galima, me llevaba de la mano a un teatro de máscaras, cuando nos detuvimos mientras el sacerdote pasaba por la calle sin mirarnos.

—¿Por qué nos paramos, madre? —le dije.

—Es un hombre muy importante —me explicó—. Hay que detenerse siempre que pasa un hombre importante.

—¿Pero por qué? —le dije, ansioso, contemplando la figura oronda de aquel iromita que se alejaba despacio por un callejón—. ¿Por qué hay que detenerse?

—Porque sí —zanjó la cuestión mi madre de vientre, y me apretó sin querer la mano—. Siempre ha sido así. Debemos honrar a los iromitas, porque ellos son los señores de este planeta.

A los niños como yo nos educaban en viejos y robustos edificios llamados Salones o Casas, y donde se nos instruía según medias verdades sobre el universo y la historia aparente de Galea. Sobre todo nos enseñaban cálculos matemáticos y cantos religiosos, además de ciertas nociones de lengua secreta. Nuestros instructores, viejos siervos de los sacerdotes en otras épocas, nos comunicaban a menudo el hecho de que sólo los más aptos podrían ser iromitas por méritos propios. A las niñas las iban educando con exigencia en los Panales, una red de cámaras donde también eran adiestradas sobre conocimientos lingüísticos y otros aspectos cuya naturaleza desconozco porque nunca me fueron revelados.

A veces, mis compañeros de generación y yo salíamos para jugar en los jardines de recreo, poblados de plantas y flores importadas de otras colonias y desde donde era posible distinguir el Océano Bajo en su plenitud centelleante, salpicado por los millones de algas acuáticas que dan vida a Pindauro. En ocasiones coincidíamos con algunas de esas niñas, custodiadas por shpes rigurosas y suspicaces y guardianes jóvenes a sus órdenes que las llevaban como si fueran rebaños. Fue en uno de esos rincones donde conocí a Orlee, una adolescente varios años mayor que yo y a la que me encontré un día entre unos arbustos, desnuda, debajo de un hombre de espalda ancha y verrugosa. Nunca antes la había visto, pero durante varios segundos no pude moverme. Orlee me miró mientras el gordo que tenía encima se agitaba resoplando, y por un instante me di cuenta de que me sonreía. Entonces me fui corriendo sin volver la mirada.

Tuve varios hermanos de las otras shpes de mi clan, pero todos eran mayores y habían elegido destinos y vidas muy diferentes de la mía, que aún estaba por construirse. El mayor, Ilatre, era ya un iromita de servicios cuando yo apenas había cumplido los cinco años; en toda nuestra casa se celebraba la hazaña de haber bajado a Maruma con la daga ritual y haber vuelto convertido en un sacerdote menor, de rango bajo, un iromita por derecho de sangre. Nuestro padre común, un contratista llamado Alimeno, era ya un hombre casi anciano cuando fui lo bastante mayor como para comprender sus historias.

—Tu hermano vive en el recinto, con los señores —me decía—. Tú también puedes ser uno de ellos, algún día, si te reclaman. ¿Qué opinas, eh?

—Sí, gran padre —le contestaba, y él ponía su mano enorme y rugosa sobre mi cabeza.

Al hacerme algo mayor, y ya en los últimos años de la instrucción en los Salones, Qerol se hizo cargo de mi futuro. Había trabajado para nuestro clan durante mucho tiempo, y presumía de haber instruido a Ilatre en su ceremonia de consagración definitiva. Estaba algo cojo de una pierna, y farfullaba maldiciones cuando era absorbido por alguna meditación oportuna.

—Puedes hacerme sentir orgulloso o darme vergüenza —me espetaba con su voz severa y rota—. Tú eliges. De momento serás poco más que mi criado. Así lo quiere tu gran padre.

Leí mucho bajo su instrucción, y aprendí muchas otras cosas sobre nuestras normas y ritos. Tenía una pequeña corte de doncellas a su disposición además de un escribano sin lengua llamado Cliüp, un individuo que, al parecer, había sido encontrado de pequeño en una cápsula flotante y perdida fuera de nuestro sistema solar. A veces Qerol se emborrachaba en una cantina de portadores, y volvía melancólico a nuestra casa para contarme entre risas y lágrimas que todo era una gran mentira, una farsa, que los iromitas eran como los sinds, esos bichos bicéfalos marinos que roen las algas y secan hasta la devastación algunas regiones de Pindauro. Al día siguiente no recordaba haber dicho nada anómalo, pero un rasgo de pesar cruzaba su rostro como un estigma. De cualquier modo, siempre se guardaba mucho de no decir demasiado delante de alguna de mis shpes.

Por las calles de granito de Galea pasaban a veces carrozas metálicas soportadas por androides silenciosos y en cuyo interior, protegidas por capuchas y velos de seda, iban las urbacalas o sacerdotisas del gran santuario. Así como los aprendices observábamos a los habitantes de Maruma como a insectos marinos, ellas debieron vernos siempre desde una distancia basada en las virtudes de sus rangos sacerdotales; en ocasiones mandaban detener el vehículo hasta colocarlo sobre el suelo mientras veían por los intersticios de una cortina a quienes formábamos parte de su ciudad superior. Nadie podía detenerse ni mirarlas, o al menos intentar apreciar su figura detrás de los tejidos, bajo pena de ser ejecutado sin demora: los restos mortales de quien atraviesa ciertas fronteras y leyes no escritas se arrojan desde alguna qibala mayor hacia el Océano.

 

 

3

 

Sentado de rodillas sobre la arena, ahora removía el agua con las manos para percibir los fulgores de Alobe en su apogeo.

—Maestro —susurraba con frecuencia—. Lo siento, maestro…

Durante varios años, no muchos en una vida completa pero bastantes para un niño o un adolescente, acudí a los templos de Rotamar donde se hacían cultos a los dioses miróticos, las formas que habitan debajo del agua escasa que cubre Pindauro. A veces nos reuníamos los antiguos alumnos de algún Salón cualquiera; ya más crecidos, nos desafiábamos en peleas en círculos, hasta que el perdedor levantaba una mano para pedir clemencia. Si pasaba una carroza urbacala debíamos tirarnos a la tierra y pegar nuestras frentes a las baldosas en señal de respeto. Querol, como tantos otros portadores, me vigilaba taciturno desde alguna terraza.

Pero sin duda uno de los acontecimientos más extraordinarios para nosotros era el de la llegada de alguna nave. Por lo general eran cargueros pequeños que atravesaban la atmósfera quebrando el silencio con un sonido atronador, y que se acercaban a la única población humana conocida en los mapas: era ésa una ocasión especial para ver, aunque fuese a lo lejos, a verdaderos iromitas con sus báculos, aproximándose a las plazas de aterrizaje junto con sus siervos. Desde el nivel de piedra en el que habitábamos con nuestros portadores, podíamos distinguir grupos enteros de aquella casta inmemorial, recibiendo a los mercaderes de otro mundo con ofrendas.

A Orlee no volví a verla hasta pasado cierto tiempo. Durante una ceremonia religiosa en el templo de Prutah, la encontré con otras de sus compañeras, ataviada con túnicas de colores, un collar de piedras marinas y una cola en el pelo recogida con cristales de roca profunda de fulgor esmeralda. Estaba situada en una terraza interior, y daba la sensación de no haberme visto entre la multitud pero, cuando los fieles íbamos saliendo por las puertas de bronce, alguien me detuvo en seco. Era un hombre moreno y muy alto que llevaba una pistola de ondas en el cinto y un signo grabado en el pecho de su traje amarillo y azul.

—¿Adónde crees que vas? —dijo una voz dulce pero maliciosa. Orlee apareció detrás de aquel coloso junto a varias de sus amigas.

—A mi casa —respondí envalentonado por aquella arrogancia. Orlee era más alta que yo. Con el maquillaje pálido y los ojos fundidos en una pintura negra hecha con alguna grasa vegetal, Orlee era la criatura más hermosa de Galea, al menos a mis ojos, algo que ella percibió enseguida, o que supo ya desde el primer momento.

—¿Cómo te llamas, crío? —instó el criado y me agarró por la solapa—. Responde a Orlee, urbacala del segundo flujo.

—Déjalo, Manú —dijo divertida, mientras sus amigas se reían de mi enfado—. ¿No ves que es un niño?

—¡No soy ningún niño! —dije furioso, y me revolví para zafarme del hombre. No podía creer que aquella joven fuera una urbacala de verdad y no viajase en una carroza protegida.

—Tus shpes son encantadoras —reveló Orlee jugueteando con su collar—. Y tu gran padre es un semental, aunque ya se ha hecho muy viejo. Tú eres su último hijo, ¿no?

—¿Cómo sabes… eso? —le dije, ingenuamente.

Orlee lanzó una carcajada divertida, acompañada por las risas juveniles de sus amigas, también hermosas.

—Pobrecito… nosotras, las urbacalas, lo sabemos todo —dijo al fin, y entornó sus ojos verdes—. Sabemos cuándo nos espían, y cuándo no. Sabemos lo que tenemos que hacer con los mirones, por ejemplo. ¿Qué vas a ser de mayor, eh? ¿Un iromita, o un portador de esos que bajan a negociar con los pescaderos?

—¡Eso no te importa! —grité, y salí corriendo por entre la gente que se agolpaba en aquel sitio. Detrás de mí pude escuchar las risas de las muchachas. Esa misma noche no pude dormir pensando en el rango de Orlee, y en la forma en que le había hablado. Una urbacala era una sacerdotisa sagrada, y casi nadie podía mirarla a los ojos sin su permiso especial.

—Estoy perdido —me dije.

 

 

4

 

Al atardecer, un resplandor oleaginoso tiñe los mares como si fueran de bronce líquido. Algunas brisas esporádicas producen pequeñas olas que no encuentran nunca una orilla para invadirla, y que se pierden en la distancia como peregrinos errantes. Al fin te levantas y sigues caminando, como si tuvieras una conciencia nítida de dirigirte hacia un punto concreto para descubrir una isla única en el mundo, o una ciudad desconocida lejos de la tuya propia. Con lentitud, notando la resistencia del agua en mis rodillas, deambulaba queriendo volver a otros instantes acaso más felices, pero era inútil: una vez más, apretaba la daga de consagración con la mirada nebulosa, como si ya no viera a un hombre sino a una forma humanoide que se iba acercando a nosotros.

—No pude… evitarlo —recuerdo que decía, recordando una y otra vez el mismo momento.

Al cumplir cierta edad, mi gran padre me entregó a una doncella para hacerme un hombre; luego me dio un kualap, un talismán que me otorgaba ciertos privilegios para poder acceder por las noches a algunas zonas del recinto sagrado que en la infancia habían estado prohibidas, una compleja estructura de desniveles de piedra porosa, erosionada por el viento. Según la tradición, había colgados algunos odres ocultos en ciertos lugares: quien los encontraba tendría la opción misma de descender con su portador a Maruma en busca de su consagración de sangre.

Así paseaba por entre los muros de casas antiguas, muchas abandonadas, de un barrio donde antaño habían vivido algunas elites luego caídas en decadencia. En muchas de sus columnas había formas grabadas de irlons, los legendarios demonios marinos de Pindauro, con sus rostros grotescos y burlones mirándome al pasar. Mi búsqueda no era exhaustiva sino más bien errática; no tenía pensado convertirme en un iromita ni servir a la gloria de mi clan en un futuro. En realidad, no tenía pensado nada en aquella época, y apenas me dejaba arrastrar por la corriente de las tradiciones. Ya casi había olvidado el percance con Orlee, la urbacala secreta (a quien no había vuelto a ver desde entonces), y casi sentía una mayor atracción hacia Maruma y sus fiestas marinas, su ruidoso pueblo costero y sus canales llenos de bullicio y humo, que hacia la estructura monolítica de Galea y sus ritos ancestrales.

El kualap me salvaba de ser aniquilado por alguno de los guardias nocturnos que había dispersos en cada esquina, algunos con armas tecnológicas de largo alcance, sin duda obtenidas de los intercambios mercantiles con colonias de otros mundos. Desde alguna terraza de rocas se adivinaba la presencia oscura de algún observador solitario, un sacerdote insomne o una urbacala soñadora: ¿sería Orlee alguna de esas sombras?

Una noche, recorrí el perímetro de cierta muralla antigua con la esperanza de encontrar algo asombroso cuando casi me di de bruces con un antiguo compañero del pabellón de los redactores.

—¿Qué haces aquí? —me dijo. Era un adolescente alto y fuerte que siempre hablaba de recorrer el planeta a pie, lo nunca hecho por nadie.

—¿Y tú? ¿Lo has encontrado? —le respondí sonriente, casi feliz de encontrarnos en aquel sitio que para muchos había adquirido durante años un aura mágica; entonces, iba a abrazarlo como a un hermano de mi propio clan, cuando me golpeó con su puño en la nariz. Enseguida estaba en el suelo, confuso y sangrante, sin apenas poder reaccionar de ningún modo.

—Desaparece —dijo, y se alejó por otro lado de la muralla.

Desde aquella noche supe que había otros jóvenes como yo, que erraban por la ciudadela mayor como perros curiosos que olfatean rastros perdidos y que ven en uno de su misma casta a un competidor futuro, un posible adversario para conseguir los méritos de hacerse un iromita. No todos podrían lograrlo, y quizá ese pensamiento fue bastante como para dejarme claro lo que podría ocurrir si volvíamos a encontrarnos por casualidad. Cuando se lo dije a Qerol arrugó la nariz con un gesto despectivo.

—Eres un débil. Para ser iromita tienes que ser fuerte, como ese chico. O ellos o tú. Tú eliges.

A partir de entonces fui más cauto en mis rondas nocturnas por el recinto mayor en busca del odre, y a veces me agazapaba desde alguna ruina para estar seguro de que nadie me estaba vigilando. Una noche de lluvia, envuelto por una capa gruesa, subí los escalones prohibidos del templo mayor de Galea. Los guardias no parecieron inmutarse al pasar junto a ellos, pero entre las matas laterales de una especie de planta importada de otro planeta, vi a un joven más pequeño que yo, escondido y asustado. Llevaba también un talismán como el mío, pero su rostro, sus facciones aniñadas y sus ojos frágiles eran los de una pobre criatura a la que hubiesen obligado a dirigirse hacia allí para probar su valor. Sin pensarlo lo agarré de la túnica.

—Por favor —gimió, y miró de reojo a los centinelas inmóviles. Su figura desvalida, de la que destacaban unos mofletes carnosos y unos ojos grandes y lastimeros llenos de lágrimas, hubiera llevado a la piedad a cualquiera que los juzgase con un mínimo de misericordia; por eso podía haberle soltado e ignorarlo, de la misma forma en que tantas veces había pensado hacerlo si me encontraba a uno de mi misma sangre. Pero un impulso ciego y primario me llenó de desprecio hacia esa debilidad suya que tanto repudiaba el maestro Qerol en la mía propia. Supongo que por eso lo empujé con violencia por los escalones, y mientras rodaba, hiriéndose con los bordes de las piedras, supe que yo podría ser un iromita, como mi hermano. Que Qerol tenía razón, que aquel mundo había sido construido por hombres fuertes, y que sobre la base de aquel privilegio, sus sucesores vivían ahora en Galea y no abajo, con los mercaderes apestosos ni los barqueros errantes.

Es extraña y enigmática esa secreta violencia que parece existir dentro de cada uno de nosotros mismos, no importa donde vivamos, ni lo lejos que podamos desplazarnos por las estrellas: un hombre sigue siendo el mismo en cualquier parte. Sólo ahora noto una punzada dolorosa cuando veo el rostro inerme del muchacho, sin que nadie lo ayude a levantarse, quizá herido, o quizá muerto.

 

 

5

 

La primera noche fuera de mi entorno se extendió eterna bajo un completo silencio, iluminada por las algas y las estrellas y algunas de las lunas menores de Pindauro. Como aún no me sentía demasiado débil, aproveché para recorrer una zona especialmente baja de la llanura, donde el agua cubría un poco por debajo de los muslos. ¿Habría sido aquel niño mi primera víctima involuntaria?, pensé. Absorto, pronto me vi una vez más en la ciudad de los canales bajos, en esa noche eterna que siempre se repite y nunca se acaba totalmente; ese origen de mis futuras desgracias.

—Te fallé… —decía a solas, hablando conmigo mismo.

Unos cinco días antes de la prueba definitiva, se habían celebrado ritos y ceremonias privadas para favorecer mi descenso a Maruma. Mi shpe de vientre me entregó la daga que mi hermano había usado en otra ocasión y que lo había conducido a los recintos azules de la zona alta; en cambio, mis otras madres me ofrecieron consejos y ofrendas para darme coraje. Mi viejo padre Alimeno me habló durante horas del servicio de nuestro clan a la causa de los iromitas mayores. Carcomido por una enfermedad respiratoria, estaba medio postrado en su cama rodeado de cojines de seda cuando me habló del Océano Bajo.

—Está ahí, siempre está con nosotros. Nos rodea por todas partes y, sin embargo, no es profundo. Su agua nos da la vida y también nos la quita, y nunca tiene fin.

Ignoraba que estuviera citando a un poeta espacial de otro siglo, pero no comprendí bien su significado.

—¿Cómo diste con el odre? —me preguntó al fin.

—Estaba entre las ramas de un árbol, padre —dije, y evoqué aquella noche, después de muchas otras noches solitarias, en que lo vi, aquel bulto negro colgado en la copa de un hermoso pciolo del Jardín de los Marsulantes. Me sorprendió encontrarlo porque ni siquiera entonces tuve la impresión de haberlo buscado realmente, de haber ansiado conseguirlo para disponerlo en mi clan. Estaba satisfecho con mi existencia apacible, con la cálida Dalonua en mi cama y mis servicios de escriba a las órdenes de Qerol, y desde luego no tenía intención de recluirme en el recinto enigmático de los iromitas para engordar como el sacerdote de mi infancia y recibir naves espaciales con un báculo. Pero de la misma forma en que había encontrado a Orlee entre los arbustos, vi el odre de prueba en el árbol.

—Todos buscaban abajo y tú miraste arriba. Muy bien —sonrió y luego, con los ojos algo vidriosos, añadió enseguida—. Ahora ya no hay vuelta atrás, tendrás que elegir. Tu hermano lo logró, y tú eres también mi hijo, no lo olvides.

Me arrodillé junto a su cama, con la voz quebrada, como queriendo decir que no había encontrado aquel odre, o que, algo peor, nunca había querido encontrarlo: ni siquiera sabía por qué me presenté en la casa con aquella piel pegajosa en la mano.

—Pero padre, no quiero abandonar la casa, el clan —dije, como si aún fuera un niño.

—Ahí afuera los jóvenes como tú se matan por un odre como el tuyo. Quieren ser lo más alto que se puede ser en este planeta. Un verdadero señor de Pindauro. ¿Quieres decirme que prefieres vivir aquí, indigno de todo rango o prestigio mayor?

—No, padre —murmuré y para no decepcionarlo le miré a los ojos—. Elijo el rito… la consagración.

Después de todo, era posible que no fuese la primera vez que hubiera matado a alguien. Pero el rito de consagración era algo más que un rito; era la forma en que los aprendices de cualquier clan optaban por convertirse en verdaderos iromitas, o eso nos habían dicho casi desde la cuna. Según las crónicas antiguas, la elección arbitraria de una víctima anónima daba a esa prueba un sentido sagrado, único, un valor supremo más allá de las apariencias. Sin embargo, los marumianos conocían desde hace siglos estas incursiones nocturnas. Habían encontrado cadáveres sin orejas en callejones apestosos o flotando en algún canal secundario, pero a veces también daban con los cuerpos de hombres y jóvenes de Galea que fracasaron en su ceremonia: Maruma los absorbía entonces con el mismo silencio con el que habían venido, y ningún gran señor de la ciudad de arriba los reclamaba jamás para su incineración y la liturgia fúnebre. Al fin y al cabo, formaba parte de alguna especie de pacto o consenso secreto entre ambas castas, y nadie de arriba ni aún menos de abajo, poseía el menor derecho de infringirlo o cuestionarlo apelando a otras razones.

Durante aquellas jornadas anteriores a mi descenso iba por las calles de Galea con el odre colgando de mi espalda y un traje negro y rojo que me señalaba como un inminente aglegai o iniciado. Las gentes me miraban de reojo, tal y como habíamos visto a otros como yo en el pasado, pero muy pocos se atrevían a decir nada sobre mi empresa, ni siquiera los viejos amigos: así estaba escrito por las leyes y las tradiciones después de todo. Iba con Qerol a ciertos templetes a rogar por la buena fortuna de mi incursión destructora y por un futuro próspero para mi clan, mis madres shpes y mi gran padre, anciano y enfermo. A veces llegaba solo a alguna capilla marina, recubierta de algas fósiles, y en cuyo interior algún sacerdote viejo o medio ciego ofrecía cultos y sacrificios animales envuelto en humos olorosos. Una tarde, mientras buscaba la manera de poder alegar alguna excusa válida que me eximiera de mis obligaciones de sangre o al menos las retrasara de algún modo, salí de uno de aquellos edificios cuando vi la figura de una muchacha muy joven, casi una niña, que parecía esperarme al otro lado de la calle.

—Señor —dijo con gesto tímido, y me entregó una llave de bronce—. Esto es para usted, señor.

Me llamó la atención que aquella cría me llamase con tanto respeto. Era rubia y muy delgada, y presentaba una mancha gris que cubría la cuenca de su ojo derecho.

—¿Qué es esto? —le dije.

—Me lo ha dado una mujer, señor, pero no sé nada más, se lo juro.

—¿Una llave?

—La Casa Sigma del barrio de los portadores, señor. Eso me dijo.

Y dicho aquello se alejó deprisa.

En el barrio de los portadores sólo había hombres de confianza de los padres de clanes más poderosos y doncellas rituales de placer cuyos hijos prohibidos solían ser reciclados como nuevos siervos o esclavos sexuales de otros mundos. Por un momento tuve el deseo inconsciente de arrojar la llave por el alcantarillado y olvidarme de aquella posible pantomima. Vestido con aquel traje era como un reclamo para hombres que pudieran verme como un competidor; no sería la primera vez que asesinaran a uno como yo en Galea, víctima de sus propios «hermanos». En la llave había inscrito un signo muy semejante al de una casa de placeres cualquiera: esa misma noche, guiado por un instinto ciego, me interné por las callejas del barrio hasta alcanzar la Casa Sigma, coronada por una cúpula cubierta de mosaicos de teselas brillantes. Metí la llave y, tras girarla varias veces, la hoja cedió con lentitud.

El interior estaba iluminado con faroles antiguos y de las paredes pendían festones y bandas de colores de seda pura. Tras un vestíbulo grande accedí a una sala sofocada por un humo aromático como el de los templetes y con una zona llena de cojines y peceras con pequeñas criaturas del Océano Bajo que daban vueltas encerradas en sus cristales. Medio tumbada, enseñando sus pechos erectos y con las piernas algo abiertas, ella volvió a sonreírme:

—Sabía que vendrías a estas horas.

 

 

6

 

La aurora de Pindauro genera una constelación de colores pálidos que ondulan sobre el horizonte inmóvil en vetas suaves y fantasmagóricas. Con la claridad tierna del amanecer es posible distinguir una gasa humeante de vapores que desprenden millones de filamentos procedentes de algas erectas que luego acaban por desparramarse exangües sobre la superficie o recluirse en el fondo en busca de ciertas bacterias necesarias. Por esas horas había decidido detenerme, algo que hacía cada poco tiempo para no caer en la desesperación o en el delirio.

Reflejado en las aguas tibias, vi el gesto obsceno de Orlee. Aquello sucedió apenas dos noches antes de mi consagración de sangre. Dos noches antes de que todo cambiara, recordé con un rastro de culpa que nunca desaparece. Mi padre, el odre, la tradición; todo me había llevado hasta aquel rincón apestoso de Maruma, junto a la raíz gigante de jadrug. Qerol seguía a mi lado pero sin mirarme.

—Tú eliges —me repitió.

—¿Ahora?

Sin darme cuenta, había apretado la daga en la mano, por debajo de la túnica sucia. Por alguna razón, me invadió una compasión inesperada hacia aquel pobre infeliz, de manera que iba a hacerle un gesto a mi instructor para que siguiéramos adelante cuando el individuo nos vio, aún inseguro, y se fue acercando despacio.

—¡Eh, amigos! —dijo con un acento extraño, y levantó la mano con una sonrisa.

—No lo pienses más —me instó Qerol, mirándome de reojo.

El extraño ya estaba a pocos metros, y casi podía reconocer sus facciones blandas y su nariz protuberante, el signo desconocido en la solapa de su traje exótico.

—Maestro —susurré, con la intención de rogarle que nos fuéramos. Pero cuanto más deseo tenía de irme y seguir buscando a la víctima oportuna, menos posibilidades albergaba de hacerlo.

—Ahora —masculló Qerol furioso—. Vamos, idiota. Sácala. ¡Vamos!

—¡Amigos! —dijo el borracho—. ¡No se vayan!

Y me agarró del hombro sin que pudiese impedirlo. Qerol se apartó unos metros con la mirada oscura.

—Recuerda a tu hermano —me dijo en la lengua secreta de Galea—. ¡Ahora!

Como aquel día delante del siervo de Orlee, apenas encontraba fuerzas como para huir de aquello, vigilado por el portador de mi clan, el hombre que daría testimonio riguroso de mi consagración o mi ruina.

—Yo… —dije, inseguro.

—Me he perdido un poco… —murmuró aquel borracho con una sonrisa estúpida y sin soltarme de la muñeca.

—Un poco —añadió.

Mi mano derecha estaba entonces escondida debajo de la capa, apretando la daga ritual y sin tampoco poder soltarla. Retrocedí dos pasos, pero el borracho se echó encima propagando un apestoso efluvio que salía de su boca.

—¡Suéltame! —grité, y miré al fondo del canal sombrío. Qerol estaba muy cerca, hablándome de ese desgraciado como si ya estuviese muerto, pero no podía verle, había desaparecido en una bruma completa. Sólo quedaba yo y aquel extraño que me miraba como a un colega o a un cómplice de fiestas.

—¿Puede ayudarme… amigo?

Mi mano desobedeció la orden de permanecer debajo de la capa sucia y salió con una hoja resplandeciente.

—Ehh —dijo el borracho y me agarró con las dos manos por la solapa.

—¡Te ayudo con su cadáver! —dijo Qerol— ¡Pero hazlo ya! ¡Hazlo!

De pronto el infeliz se detuvo, mirando hacia su pecho. Incrédulo, retrocedió soltándome despacio.

—Hijo… de puta —murmuró, y levantó la mirada con una mano aferrada al mango de la daga que tenía hundida. Entonces me quedé inmóvil, mientras Qerol seguía hablándome en una lengua que parecía haberse hecho incomprensible y el tiempo se dilataba tanto que pude fijarme en las variaciones del rostro de aquel hombre a quien había herido. Sin esperarlo, algo me golpeó en el hombro, como un fogonazo, y caí de espaldas: tambaleante, el borracho sujetaba una pistola magnética. Luego todo ocurrió muy deprisa, y vi el forcejeo de Qerol con el moribundo, que pese a su herida era más fuerte de lo que podía haber imaginado.

—¡Ayúdame! —gritó mi maestro de iniciación—. ¡Idiota!

Pero no podía moverme, y las piernas me fallaban tanto que no me era posible levantarme. Al fin distinguí otro fogonazo, un grito y un cuerpo al caer al agua del canal. Cuando me levanté vi a Qerol en el suelo, con una gran herida en el estómago. A lo lejos se escuchaban los ladridos de los perros salvajes.

—Vamos —gimió—. Tienes que sacarme de aquí… Tenemos que subir. Cuanto antes…

Cuando era muy pequeño había tenido grandes deseos de viajar más allá de los contornos circulares de Galea, conocer llanuras y simas donde nadie hubiese llegado nunca, ningún viajero ni comerciante.

—El mar de este mundo no es lo que parece —me había contado Celiana, una de mis madres shpes, la mayor de todas y la primera mujer de vínculo de mi gran padre. Estábamos en una de las qibalas o miradores que dan al Océano. Las hebras canosas de Celiana se sacudían en el viento.

—Pero yo quiero ir —le dije, obstinado. Celiana me miró con un brillo triste en sus ojos.

—No pidas lo que puedan darte, hijo mío.

Muchos años después, cuando caminaba bajo el sol de Alobe sobre mis hombros marcados, comprendí el sentido de aquellas palabras. Durante tantas y tantas horas estuve rememorando escenas del pasado más antiguo o del más reciente, momentos que habían tenido para mí alguna importancia o que simplemente se aferraban a mi memoria como costras resecas: el día que vi al primer iromita supremo; el crepúsculo en calma en la terraza de la casa paterna, rodeado por mis madres shpes y junto a un niño de mi casta; la noche de mi descenso de sangre, el odre colgado en el árbol como un enigma o aquella nave que aterrizó sobre la plataforma del recinto sagrado en busca de venganza. Eran fragmentos, esquirlas, trozos disparejos e inconexos de mi vida en Galea y de los sueños y frustraciones que había arrastrado conmigo.

La sensación de encontrarme abajo, con las botas hundidas en la arena de Pindauro, era indescriptible, hermosa y aterradora al mismo tiempo. Pensé en el principio de mi viaje sin rumbo, de mi onumi, cuando tropezaba con algunas algas del fondo o incluso caía de bruces por algún desnivel del terreno. Pero luego el paso de mi marcha fue más seguro, invadido por una luz cálida y benefactora descompuesta en miles de haces vibrátiles. El Océano Bajo parecía invitarme a que siguiera alejándome de la ciudad-doble y sus contornos, y justo cuando me giré pude verla en la distancia, las casitas y templetes humeantes de Maruma rodeando la montaña de piedra de Galea.

Durante un buen trecho del segundo día el agua me llegó a la cintura, pero casi nunca tanto como para que sentirme en peligro de ahogo. Un marumiano pasó con su xhaptsua mientras me observaba sin decir nada, consciente de mi situación y mi destino y del castigo que recaería sobre él y su familia en caso de facilitarme alguna ayuda. La piel me quemaba hacia el atardecer, cuando Alobe se hundió en esa capa infinita y plácida de los mares mudos de este planeta; por aquellas horas estaba tan cansado que tuve que detenerme y sentarme de rodillas. Galea era ya un montículo gris en el horizonte, apenas una mancha difusa. Nunca me había fijado en la descomposición de colores que se destila en el crepúsculo de Pindauro, esa gama de rosas y añiles que cruzan la atmósfera como pinturas evanescentes. Desde abajo, todo me pareció muy distinto de lo que había contemplado tantas veces desde mi ciudad, en alguno de sus miradores.

Ahora, en la segunda noche de mi onumi en el Océano, y como si estuviese entonando algún canto de meditación profundo, continuaba de rodillas, medio desnudo y abatido por la fatiga prolongada. Algo me pasó rozando por la cintura: una criatura escurridiza que nadaba a ras del suelo y que pronto se perdió en la oscuridad por una depresión sin algas. Cerré los párpados y seguí recordando a Orlee y su influjo poderoso, el olor de su piel suave y de su sexo, la sensualidad de su vientre plano y sus pechos respingones, pero sobre todo sus ojos verdes, grandes y hechiceros. Una joven como ella, que debía de tener a sus pies a decenas de hombres, se había encaprichado con un pobre tonto como yo, un muchacho vacilante al que habían conducido hasta aquellas regiones desoladas del mundo como ejemplo y objeto oportuno de tantas culpas.

En mitad de las tinieblas, al abrir de nuevo los ojos, me descubrí iluminado por los resplandores de las algas fosforescentes.

 

 

7

 

Los edromanes son seres translúcidos y escamosos que cruzan el hemisferio sur en grandes bandos en busca de alimentos. Acuden a decenas cuando distinguen algo que se mueve o perturba las partículas que flotan suspendidas en las aguas medias, como es el caso de alguien que camina con lentitud por el fondo. A veces pueden llevarse horas y horas siguiendo a una posible presa abatida por el hambre, una víctima de su infortunio que se agita desesperada al principio y que los aparta bruscamente hasta que se dispersan con un movimiento sinuoso y rápido. Pero luego algunos vuelven con curiosidad, y más tarde un nuevo grupo acechador rodea al animal exhausto o al pobre viajero errante, ya sin fuerzas, como si intuyeran su final definitivo y sólo esperaran la ocasión oportuna para convertirse en dueños de su cadáver.

—Maestro —dije, y pensé en los mitrobis, los escribas de Salón que aguardaban afuera de la cámara fúnebre, a la espera de poder recibir las pertenencias de su antiguo compañero.

Qerol murió dos días más tarde de nuestro descenso. Durante su agonía sin descanso farfullaba palabras incomprensibles unidas a breves monólogos de disculpa dirigidos a mi gran padre por haberle fallado. Luego entró en un estado de trance que ni los médicos del recinto pudieron subsanar con sus cápsulas de sustancias milagrosas venidas de otros sistemas solares, y cerró los ojos para siempre al amanecer del tercer día.

—Será mejor que lo sepas —me reveló mi madre de carne durante la ceremonia de su incineración, cuando vertieron sus cenizas por el gran agujero circular que hay en el interior de la montaña de bloques de piedra que sostienen Galea—. Ese hombre…

—Nunca debió estar ahí —le dije, obstinado, recordando aquella breve pelea junto al canal al que fue a precipitarse finalmente.

—Ni tú tampoco, hijo mío. Tengo un mal eptú, como decimos nosotras, las madres shpes.

—¿Cómo iba a saber que llevaba una pistola magnética? Los marumianos no tienen esas cosas… y además iba borracho. No lo esperábamos.

—Ese hombre —continuó mi madre sin mirarme, ataviada con el velo rojo de la discreción y mientras veíamos volcar el cuenco sobre el abismo— no estaba solo. Y tampoco era un marumiano, como puedes imaginarte.

—¿Nos vio alguien? —le dije, y recordé su gesto mientras portaba la pistola.

—No, no creo. Alguien estuvo buscando hasta que dieron con el cuerpo. Ya sabes que abajo la gente no hace muchas preguntas, saben lo que les conviene. Pero este hombre no era de los suyos.

—¿Un extranjero?

—Un diplomado, según cuentan. No sé de dónde venían, pero por alguna razón ha averiguado el ritual y reclama justicia. Es un individuo muy influyente en el comercio, él y su difunto compañero llevaban varias semanas abajo.

—Nuestra justicia es más fuerte, madre.

—No debes creerlo, hijo. Dicen que ha montado en su nave junto con otros delegados, algunos viven aquí como residentes, y que volverá buscando al culpable. Tu gran padre está enfermo, ya lo sabes, pero nosotras podemos tener alguna influencia sobre la iromitacia. Entregaremos la cabeza de algún desgraciado, les daremos un culpable y se irán satisfechos.

—Satisfechos —murmuré bastante tiempo después, mientras veía amanecer de nuevo por el horizonte: los reflejos de Alobe sobre las aguas me proporcionaron una calma profunda, como la de un condenado que sabe que va a morir pero lo acepta igualmente, con una especie de tranquila mansedumbre, de aceptación hacia lo que sucede o sucederá en adelante. Intentaba distinguir el instante en que los demonios de ese mundo me habían lanzado hacia el onumi, ese posible error de partida, pero no lo encontraba. Había sido un niño de rango medio como tantos otros niños de Galea, instruidos por maestros censores y madres rigurosas que nos enseñaban la virtud de pertenecer a las castas supremas.

Con algo de dolor en las articulaciones, ahora me puse en pie, ya descalzo: con la luz solar, los millones de destellos de las algas de Pindauro se habían apagado para darse cita a la siguiente noche. Las arenas del suelo eran ahora un poco más compactas, endurecidas, y las piedras granulosas formaban suaves y fantásticas crestas por el fondo, como tatuajes exóticos sobre la piel del planeta, visibles gracias a la transparencia del agua. A veces bebía un poco con las dos manos, y luego continuaba caminando con el escozor de una quemadura solar sobre mis hombros y mi espalda. Había avanzado tanto hacia el este que ya no se veía Galea, ni el perfil bajo de Maruma a lo lejos; de hecho, ningún residuo humano afloraba por ningún sitio. Yo era el único vestigio de una raza decadente, que huía hacia delante sin ninguna finalidad concreta.

El nivel del Océano subía apenas unos centímetros para luego descender poco a poco hasta las rodillas, en una llanura imposible de describir con las palabras de mi lengua, pero que emanaba una sensación de soledad aterradora. Lejos de la ciudad-doble, de cualquier xhaptsua de algún pescador intrépido, Pindauro se representaba como un paisaje inmutable en cuyas formas habitó desde su origen un principio de locura. Entonces supe el posible destino que podría haberle aguardado a tantos otros como yo antes de desaparecer debajo de las aguas por voluntad propia; ese delirio consumado por tantas horas rumiando la desesperación mezclada con algunos destellos de esperanza ilusoria. Alobe ejercía desde arriba otro castigo, una luz y un calor cruel sobre mis músculos y huesos, sobre una carne indefensa que buscaba en vano un sitio en el que refugiarse.

 

 

8

 

Pero los demonios de Pindauro no dejan a su presa una vez la han elegido para mortificarla, y la nave extranjera que se había marchado regresó al fin con otros hombres, caballeros al parecer influyentes que fueron recibidos por grandes iromitas. Alguien puso una daga sobre una mesa, extraída del cadáver de un funcionario de otro mundo, y reclamó venganza o una compensación oportuna. Ni siquiera supe nunca quién había matado a un pobre pescador del muelle, a quien mi clan eligió como culpable oportuno, pero su cabeza en un frasco redondo no calmó las iras de aquellos prestigiosos delegados extranjeros.

—Sólo un galeano podía usar esa daga —comentó un individuo durante una ceremonia nocturna por el alma marina de un amante de Orlee.

—Tengo que irme —le susurré a Orlee en la cámara de cantos.

—Espera —y me cogió de la muñeca. Luego ambos salimos a la noche, con algunas nubes pasajeras que ocultaban las cinco lunas de Pindauro para luego descubrirlas sobre la capa púrpura del Océano Bajo. Nos refugiamos en un jardín solitario.

—¿Tienes miedo? —me dijo, y me rodeó con sus brazos por la cintura.

—No lo sé —dije, confuso, y distinguí en sus ojos cierta impaciencia.

—No te gusta lo que hago, puedo verlo en tu mirada —y me sonrió con un esbozo melancólico—. ¿Aún tienes la llave?

—Sí —respondí, inquieto.

—Puedo ayudarte a huir. Aún estás a tiempo, tengo amigos allá abajo, gente que puede esconderte en alguna casita de los barracones.

—Yo… —murmuré, y una vez más sentí esa ola de deseo hacia ella, como una corriente impetuosa que dominara mis sentidos hasta convertirlos en esclavos de un solo propósito. Quería tumbarla en la tierra y poseerla con la convicción de que ningún otro aspirante podría hacerlo, sólo yo; y en un futuro no muy lejano, convertirla en mi shpe principal de un clan familiar que educara a mis hijos para convertirlos en portadores o incluso iromitas; cuando acumulase suficiente dinero galeano de las posesiones de mi familia con el comercio de algas, saldría de ese planeta para conocer otros lugares. Pero siempre con Orlee, aunque no quisiera reconocerlo, aunque sintiese cierta incomodidad hacia su malicia y sus juegos juveniles.

—Van a ir por ti —me recordó—. Poco a poco acabarán por encontrarte, y luego tu clan no podrá hacer otra cosa que entregarte, así de claro. Para aplacar un poco los ánimos, y que el comercio espacial no se resienta, ya sabes.

—Orlee… —dije al recordar aquello, ya rodeado por el mar escaso.

Y seguí repitiendo su nombre al mediodía, durante el cual aprecié formas y animales que nunca antes hubiese creído posibles: unas especies de arañas crustáceas de color blanco que caminaban por el agua hundiendo sus patas nudosas y que formaban verdaderos enjambres. Aquella presencia me obligó a dar un rodeo o desviar la marcha hacia el noreste, donde una insólita depresión del terreno me condujo a verme con el agua hasta la barbilla. Como no sabía nadar, caminé con la esperanza de no hundirme del todo, pero poco a poco fui ascendiendo por otra colina suave que me llevó a seguir mi camino sin demasiados problemas.

Por aquel entonces empecé a percibir (sin estar muy seguro de su origen) una especie de influjo brumoso que achacaba a mi fatiga o al sol de Alobe. Me detuve a descansar y beber un poco, pero el agua allí sabía algo amarga y las algas eran de un color negro y muy grandes, tanto que algunas se enroscaban en mis extremidades como serpientes marinas. La visión se disolvía en una película acuosa y difusa en la que el horizonte oscilaba y se movía como un mar de otro mundo en plena tormenta, y luego, en un momento indeterminado, vi la sombra. Me protegí con una mano para verla, una figura que avanzaba sin descanso y que, así como se desvanecía en la niebla luminosa, regresaba luego más grande y solemne. Cuando ya estuvo a pocos metros se detuvo, con una capa fúnebre colgando de sus hombros. Su espalda se encorvó para observarme desde arriba.

—Sabía que te encontraría aquí —dijo con una voz hueca, más ronca que de costumbre. Sentado en la arena apenas podía decir nada.

—Maestro —susurré.

—Calla, insensato —respondió Qerol con una sonrisa amarga— No digas nada. ¿No querías ser un iromita?

—Lo siento, maestro…

Qerol miró a un lado y a otro, con una mano sobre su capa fúnebre: sólo entonces descubrió la herida del pecho, honda y sangrante.

—No se está nada mal aquí, muchacho. Creo que hasta has dado con tu verdadera casa.

—No sabía… no quise matarle —me defendí e hice el intento de ponerme en pie, pero las piernas me fallaron.

—No, no te levantes por mí —sonrió mostrando su escasa dentadura cadavérica—. No hace falta, puedes seguir ahí si quieres. Ése es el descanso de los cobardes, el que te corresponde.

—Yo…

—¿Sabes qué es lo mejor de este sitio? Que aquí puedes verte tal como eres, desnudo como cuando eras un niño. Pero a lo mejor consigues darle la vuelta al mundo y llegas a Galea por el otro lado. Por cierto, tu padre te está buscando.

—Padre —dije, y noté que unas lágrimas saladas caían sin resistencia por las mejillas, pero Qerol se giró sonriente y se alejó por la bruma del mar en calma hasta desvanecerse del todo.

Mi gran padre estuvo en cama durante todo el proceso, afectado por una crisis abrupta que obstruía sus pulmones y paralizaba sus piernas. Las shpes de nuestro clan se reunían a su alrededor para darle consejos respecto a mi situación y la forma de solventarla. Un caballero venido de una colonia muy respetada reclamó con vehemencia el cumplimiento del código elemental de relaciones espaciales, pero el consejo iromita, que ni siquiera me conocía de ningún modo ni había oído hablar nunca de mi nombre o mi familia, se opuso a que me llevasen en una nave fuera de Pindauro. En realidad lo único que preocupaba a esos sacerdotes era su prestigio social, y el poder de ese pequeño ejército de guardianes armados que vigilaban el estricto cumplimiento de sus normas. Les importaba muy poco lo que pudiera pasarme siempre que eso no fuese en contra de su imagen como señores de aquel planeta. Por eso, la pugna por mi caso se resolvía mientras dos guardias de elite aguardaban en nuestra casa el veredicto.

Apenas podía dormir por aquellas noches, y había enviado fuera de mis aposentos a mi doncella de placeres. Cuando me asomaba por el ventanuco de mi dormitorio sólo era posible distinguir el resplandor decadente y humeante de Maruma, ajena a mis desgracias: era la hora en que las urbacalas paseaban en filas rituales a lo largo de unos jardines amurallados. Ofendidos o con sed de venganza, los visitantes diplomáticos debían estar descansando en algunas de las casas de recepción, y nadie se acordaría ya de mí ni de mis circunstancias. Recordé mi último encuentro con Orlee, en aquel jardín en el que acariciaba sus pezones, extrayendo de mis caricias algunos gemidos suaves.

—¿Vas a venir conmigo? —le dije, impaciente.

—¿Abajo? —Y sonrió con la respiración algo entrecortada—. Supongo que estarás de broma… ¿Me ves a mí cubierta de pescados y algas?

—Ven conmigo —la conminé ansioso, soñando con otro futuro posible, el de un humilde pescador, un rastreador de algas con su xhaptsua propia, uno que viviese abajo sin hacer ningún ruido, al cuidado de una numerosa familia y con Orlee como señora de sus pequeños negocios y trapicheos, una joven capaz de llevar su tienda de mercancías en las noches bulliciosas del Emón.

—Me estás apretando… —me dijo, y se separó de mí con una ceja más arqueada que la otra—. Ahora mismo te pareces a mis peores amantes. Se creen que pueden decirme lo que van a hacer con mi vida: pobrecitos, qué equivocados andan. Yo sólo te ofrezco una solución, no te confundas; sobre todo antes de que te encierren por si acaso. Ven esta noche a mi casa, a la hora del erabunco. No estaré sola, tengo visita, un buen amigo. No traigas nada que pueda estorbarnos, ni un bolso con pan, nada. Mañana con suerte estarás viviendo abajo.

Me giré con la intención de alejarme.

—¿Adónde vas? —me dijo ella con aire conciliador, y volvió a cogerme de la muñeca. —Venga, cariño. Sólo quiero salvar esa cabeza hueca que tienes sobre los hombros. Luego veremos la forma de que puedas subir algunas noches a verme. O incluso yo podría verte en algún momento, ¿quién sabe?

 

 

9

 

Con algunas algas muertas recogidas del fondo me hice una especie de gorro protector que aliviaba mis quemaduras. Así caminaba con lentitud en mi tercera jornada de viaje a pie, soportando el hambre y el cansancio, por ese desierto de agua dulce que envenenaba mis pensamientos hasta aturdirlos. Descansaba cada poco, para sentarme de rodillas y otear el horizonte como un pájaro exótico: no había nada que se elevase por encima de la capa superficial del Océano Bajo, salvo ese vapor al que ya me había acostumbrado, que surgía de las algas.

En ocasiones sobrevenía una tormenta breve que salpicaba el agua con bandos de criaturas diminutas de color añil. Pude coger una con las manos, un gusano escamoso de un solo ojo; se agitaba como un látigo eléctrico e incluso después de cortarle la cabeza con mis dientes siguió coleando de forma frenética. Su sabor era agrio y una punzada en el estómago me hizo creer que podía haberme envenenado sin saberlo, pero después de un rato me sentí mejor, más aliviado. Traté de capturar más de aquellos animales pero fue inútil, se escurrían por entre los dedos, y al fin seguí mi camino para olvidarme de su presencia.

Al amanecer del cuarto día las piernas se negaron a responderme. Estaba sentado en la posición habitual cuando noté una sombra que tapaba el centelleo de Alobe.

—¿Adónde vas? —dijo una voz irreconocible. Levanté los ojos para descubrir a un hombre regordete de ojos diminutos y barba rala, envuelto en una de esas mortajas humildes de los marumianos.

—¿Quién eres? —dije, y me protegí con una mano para no deslumbrarme.

—Nadie —respondió sin mirarme, observando por encima de mi cabeza—. No soy nadie. Sólo el hombre al que mataron para salvarte a ti.

—Yo… no di la orden —murmuré, nervioso—. Ni siquiera quise estar abajo.

—Todos sois iguales, pero no te preocupes. A todos os llegará la hora, como te ha llegado a ti, amigo. ¿Sabes?, nunca soñé que al final subiría a Galea, aunque sólo fuese mi cabeza. Tiene gracia.

Y de pronto el hombre se encorvó hasta arrugarse, el manto se replegó sobre sí mismo y desapareció engullido por las aguas espumosas. Pindauro era el culpable, mi mundo me había arrastrado hacia aquella cadena destructora sin haberlo pretendido ni deseado nunca. Supongo que por eso tampoco me decidí a seguir los consejos de Orlee de irme cierta noche, cuando ya todo estaba preparado para mi huida hacia la ciudad baja, disfrazado de nuevo de mendigo. No quería decepcionar a mi gran padre, ni a mis madres shpes, sobre todo a mi madre de vientre ni a mi clan familiar ni, en cierta forma, tampoco a las Casas donde nos habían instruido; incluso pensaba en lo que podría haber hecho mi hermano de sangre mayor, a quien apenas había conocido hasta que se recluyó en el recinto sagrado. Me imaginaba el dolor de Galima y de mis otras madres al saber la noticia de que un miembro de su clan había escapado de la justicia suprema, de que ya sólo era un fugitivo. Por eso escuché los cargos que se me imputaban y la pena que tendría por ellos.

—¡Se declara culpable! —dijo el juez iromita que me juzgó en la Sala Articular, rodeado de portadores, varios clanes poderosos y cierto grupo de visitantes llegados de otro mundo que contemplaron el juicio con una mueca de satisfacción en sus rostros enjutos. Todos debían esperar a que aquella farsa terminara cuanto antes, porque ya conocían la sentencia antes de que se hubiera pronunciado en virtud de los posibles acuerdos a los que llegasen con los virtuosos señores de Galea. Para aplacar las iras de unos y mantener la dignidad de otros se había acordado el hecho de juzgarme culpable de un crimen incomprensible pero bajo las leyes y normas galeanas. De ese modo no sería enviado al espacio con los diplomados sino que estaría sujeto a los rigores del castigo autóctono.

—¿Y padre? —dije a mi hermano tercero cuando salía ya preso de la Sala.

—Está peor —respondió con un brillo de pesar en sus ojos. Para mantenerlos contentos me había declarado culpable de haber descendido a Maruma con una daga ritual y de haber asesinado sin ninguna causa a un diplomado de Fenicius, colonia a medio mes luz de distancia, causando asimismo la muerte de otros inocentes.

Onumi —recuerdo que murmuraría tantos días después, cuando Alobe estaba a punto de matarme, en medio de aquellos mares desolados y tristes. Tenía los labios secos y ya no conservaba fuerzas para agacharme y beber un poco.

Sólo entonces lo vi aparecer a lo lejos, como ya lo había hecho con mis otros demonios, una figura mediana con un traje oscuro que contrastaba con el blanco satinado de su carne. Pero a diferencia de los demás visitantes, el hombre se detuvo y me observó en silencio sin ningún reproche.

 

 

10

 

El día que decretaron el onumi, la ceremonia del exilio, obligaron a mi clan a refugiarse en nuestra casa conforme a las tradiciones ancestrales, además de negarme el derecho de poder despedirme de ninguno de mi familia. Me atormentaba la ternura de Galima, sus consejos y ese dolor que podía haberle causado por mi culpa, pero también el abandono y los pesares de mi gran padre en su lecho de moribundo. La noche antes de partir, una mujer robusta con máscara se acercó a mi celda, donde me mantenían preso por las manos y los tobillos; entonces, junto a otras doncellas de placer, me tatuaron en la frente y en otros puntos visibles el signo del condenado. El dolor que me produjo su punzón sangrante no fue nada en comparación con la desdicha de verme solo en aquella cámara, cubierto de simbología antigua, un mensaje claro de que jamás podría volver a Galea pero tampoco a Maruma, de que no habría otro castigo para quien me cobijase que la muerte por ejecución pública.

Poco antes de irse, las mujeres habían hecho mofas de mi virilidad, todas menos una, que se mantenía apartada del resto con otra máscara.

—Orlee —dije en voz baja.

—¿Qué dice? —preguntó la maestra tatuadora mientras dejaba al aire una teta cubierta de dibujos exóticos.

—Orlee —murmuré bajo el delirio del dolor, pero la doncella de la máscara permaneció inmutable. Luego se marcharon, dejándome solo.

El último onumi se había dado mucho antes de que yo naciera y, desde luego, nadie había vuelto a saber nada del exiliado. En los libros de biología natural de Pindauro se habla de regiones insólitas que contrastan con la uniformidad acuática del Océano Bajo: desde el ecuador brumoso, donde ciertos animales medio voladores devoran criaturas anfibias, pasando por los chorros de agua cálida que brotan más al norte, hasta los cráteres perfectamente circulares por los que cae el agua sin fin. Pero sobre todo se habla del proceso de deglución de las algas con los animales muertos, y de las reacciones químicas desencadenadas por las que no queda ningún rastro de la víctima. Así es aún Pindauro después de todo: un mundo de apariencia inocua que esconde debajo de sus arenas acuáticas las raíces de formas y procesos devastadores.

Nadie me había hablado nunca del último onumi, como nos llaman a los que nos exiliaron alguna vez, ni tampoco me había preocupado mucho por saberlo. Me condujeron abajo rodeado por guardias que me escoltaron de las inmundicias que me tiraban desde diversas terrazas. No sé si también nos acompañaban los diplomáticos comerciales, ni me importa, pero ya en uno de los puertos de Maruma me bajaron a una barca donde se me despojó de casi todas mis vestimentas sólo para dejarme con unos pantalones mugrientos y unas botas. Desde aquel sitio era posible ver las cabezas diminutas de cierto público galeano desde las qibalas o miradores. Estaba tan aturdido que no reconocía a nadie, sólo un murmullo de voces que me rodeaban por todos lados.

—Estás hecho de materia infecta —dijo un sacerdote de ropajes rojos, un individuo a quien no había visto hasta ese día, apoyado en un báculo enorme y resplandeciente en su punta. Así, el hombre declamaba su sentencia—: Estás hecho de carne contagiosa. Los primeros hombres no serán nunca los últimos, pero tú recorrerás el mismo camino. Si regresas, si te apoyas en la ayuda de otro hombre o mujer, sólo causarás más muertes de las que ya has provocado en tu fuego destructor. Te dimos la educación, nuestros libros, nuestra lengua. Te dimos nuestro amor; ahora tendrás que partir para no volver la mirada hacia nosotros, que tanto te dimos.

Unos guardias me empujaron al agua, de donde resurgí mirando los rostros brumosos de muchos desconocidos, casi todos en silencio, como si nunca hubieran visto a un joven como yo. No había pena ni temor en sus ojos, acaso una forma supersticiosa de verse liberados del mal que podría haberles causado de no convertirme en un onumi. Yo era el tumor que afectaba a Galea, y había que extirparlo dejándolo irse por las agua del Océano Bajo. Todo lo que temían estaba tal vez oculto dentro de ellos mismos, pero de alguna forma habían encontrado al hombre perfecto con el que despojarse de todos sus malestares.

—Ve ahora —dijo el sacerdote y señaló con su báculo—. Camina y aléjate de aquí, tan rápido o lento como quieras, pero si alguien te descubre por estos contornos antes de que sea de noche, serás destruido sin ninguna piedad ni demora.

Me di la vuelta dando el primer paso, lento, vacilante, reflejado en el agua cristalina en la que podía distinguir mis zapatos. Cuando llevaba ya varios metros quise girarme pero algo me lo impidió, de modo que continué la marcha como si estuviera maldito.

 

 

11

 

No era un espectro, ni tampoco un demonio: sin decir una sola palabra, el viajero pálido colocó mi brazo derecho sobre su hombro y me condujo hasta su plataforma errante, una extraña superficie con un tejado metálico y curvo que absorbía la luz del sol y con la que iba recogiendo algas del Océano como si se tratara de una aspiradora autómata.

—Me llamo Cletto —dijo en la lengua galeana común—, ¿puedes oírme?

Me costó algún rato no creer que estaba delante de otro fantasma, pero al fin pude sentirme más seguro y agradecerle su asistencia.

—No debería haberme ayudado —comenté haciendo alusión a los castigos de Galea.

—Ya, pero yo no soy galeano. Ni tampoco de Maruma —respondió sonriente, y mencionó su mundo, el viejo Ilcerién.

—Pero Ilcerién… es un desierto, inhabitable —dije.

—Me temo que has crecido aprendiendo cosas equivocadas —comentó, despreocupado. Tenía razón, después de todo: en los libros de Galea, Ilcerién era un pobre planeta sin apenas vegetación ni fauna conocida.

Algo más tarde, Cletto me contó los propósitos de su actividad recolectora: lejos de los intercambios comerciales y de los códigos diplomáticos estándares, los extractores de Ilcerién bajaban a Pindauro en pequeñas naves y cápsulas como insectos intrusos sobre un cuerpo gigante y desprotegido. Conocedores por radar de la ubicación de Galea y Maruma, la ciudad-doble, y de las rutas tomadas por sus pescadores, los cautos ilcerianos hacían (como siguen haciendo) breves incursiones para llevarse depósitos enteros de algas, necesarias para su mundo. En Pindauro podrían ser catalogados como meros piratas externos, contrabandistas o delincuentes fuera de toda ley, ladrones de una propiedad considerada como exclusiva a manos de los iromitas.

A pesar de sus sesenta años largos, Cletto aparentaba ser más joven de lo que era, con el cráneo rasurado y unas facciones esculpidas como en marfil puro; en sus alienígenas ojos de brillo rojizo había una especie de desconfianza antigua hacia Pindauro y otras colonias semejantes. Algo que me quedó bastante claro de sus primeras reflexiones:

—Este mundo es pequeño, incómodo, lleno de agua dulce por todos sitios. No se puede pisar en seco en ningún rincón, vayas a donde vayas. Es la clase de lugar que todas las naves colonizadoras pasan de largo, a menos que tengan algún problema, claro.

Pronto me di cuenta de que también Cletto era prisionero de su propia cultura: usaba la plataforma que había pertenecido a su padre y al padre de su padre, y hacía aquello porque no le habían enseñado a hacer otra cosa. Ya era todo un maestro en lo suyo.

—¿Te encuentras mejor? —preguntó aquel día en que nos conocimos, agachado mientras un alimero se le subía al hombro escurriendo sus alas membranosas. Poco antes me había dado una papilla agria en una cuchara de madera.

—Un poco —le respondí, notando el movimiento de su plataforma errante.

Cletto me miró con sus ojos de pupilas naranjas, propias de las condiciones de su mundo nativo.

—Llevo años recogiendo algas por aquí —dijo con un amago de sonrisa—. Por el camino he encontrado algunas cosas curiosas, restos de basuras humanas, dispositivos antiguos, casi de todo. Pero tú, tú eres mi segundo exiliado.

—¿Qué le pasó al otro? —quise saber, extrañado porque Cletto no aparentaba tener tantos años como debería según su confesión.

—La otra —aclaró y dejó que el alimero diese un salto para hundirse en el agua—. Bueno, la pesqué hace tiempo. Iba mucho más al oeste que tú, no sé por qué escogió esa dirección, la verdad. Supongo que es tan buena como cualquier otra. Decía palabras sin sentido, deliraba, así que tuve que llevarla a mi plataforma. Entonces era muy joven y no tenía una recolectora propia como ésta, la llevaba mi promotor. Siempre me habían dado instrucciones claras de no acercarnos a tu ciudad, todos sabemos cómo se levantó y quiénes lo hicieron. Pero la cuidé, le dimos comida y nos contó algo de ella. No puedo contarte lo que me dijo porque ésa fue mi única promesa, pero cuando le dije que la llevaríamos con nosotros a Ilcerién me aseguró que prefería seguir su camino.

—¿Su camino? —le pregunté, curioso.

—Eso es, su camino. Así que la dejamos en una llanura baja más al norte, y mientras nuestra cápsula se alejaba por el cielo la vi caminando de nuevo como si nada.

—¿La dejasteis aquí, para que muriera?

—Nosotros no forzamos la voluntad de nadie —respondió Cletto—. Ahora tú también tendrás que elegir.

Cuando le conté mi historia no mostró ninguna sorpresa ni conmoción. Bajo su pequeña cúpula protectora inhalaba una sustancia desconocida para mí pero cuyo olor era algo dulzón, y me miraba impasible. La plataforma se iba desplazando con lentitud hacia el norte, hacia su cápsula de reacción.

—No creo que los libros que leíste hablen la verdad sobre la Onatis —me dijo una tarde, mientras me alimentaba de sus dulzonas comidas ilcerianas. Luego, tras inhalar una nueva masa de humo, la expulsó con un gesto displicente—. Llevo muchos años yendo y viniendo a este mundo. Por eso he estudiado todo lo que se puede saber sobre su pasado. La Onatis era un carguero que transportaba entre mil quinientas y dos mil personas, todas infectadas con un virus o una sustancia extraña, no lo sé. Pero no aterrizó con suavidad en Pindauro, como dicen esos libros que te daban los monjes corruptos. No, lo que pasó es que sufrió una avería en sus motores. Podrían haber usado sus recursos para repararla y seguir la búsqueda, pero cambiaron de opinión. No sé por qué lo hicieron, pero parece que fue así. La elite de los comandantes y señores comerciales hicieron creer a toda esa muchedumbre que habían llegado a su verdadero destino. Como este océano es igual por todas partes, los convencieron de que lo mejor era construir un buen refugio. Así que despiezaron la nave y excavaron con máquinas en el fondo; así extrajeron piedras con las que construir ese bonito cono de rocas y metal de vuestra ciudad superior. Los dioses aparecieron luego o los conocían de otros sitios, igual que las ofrendas, ¿quién lo sabe? Por eso se les ocurrió el mito de las dos hermanas peregrinas, Maruma y Galea, y más cosas, poco a poco. Así de fácil.

Me resultaba difícil de creer que los viejos iromitas de báculos de ónice fuesen los descendientes de los comandantes y señores de la Onatis, transformados para la ocasión, adaptados a un nuevo medio pero manteniendo en lo esencial su estatus, el mismo que tenían cuando la nave viajaba por el espacio en busca de otro refugio.

—Tengo un hermano —le dije—. Durante años pensé que ya era un sacerdote, aunque sea de los que llaman menores, un iromita. Logró terminar la ceremonia de sangre cuando joven. Mató a alguien de Maruma y regresó a nuestra casa, pero no he vuelto a verle.

—Los usan para cargarse a quien no les interesa —reveló Cletto con aire monótono—. Si eligen mal o fallan se desentienden de ellos, como de ti. Es curioso que no sepáis lo que pasa a vuestro alrededor, pero es muy conocido fuera.

Nos alimentaron con el sueño de poder ser uno de los suyos, cuando en realidad sólo formábamos parte de las familias de sirvientes o mercenarios y sus verdaderos sucesores crecían gracias a los hijos de las urbacalas en edificios oficiales del gobierno iromita. De ese modo, vivir en Galea me había privado de conocer otras fuentes de conocimiento decisivas, de saber la verdad en última instancia. Una verdad inaccesible dentro de sus ciudades y oculta más allá de ellas, lejos de cualquier huella humana.

Cuando la máquina aspiradora llegó a las inmediaciones de la cápsula de propulsión, alrededor de la cual había varios hombres en otras plataformas que le saludaron con gestos propios de su tierra, Cletto me miró señalando al Océano.

—Ha llegado tu momento —dijo, y por un segundo recordé el gesto impaciente de Qerol en Maruma, apremiando a un muchacho para que sacara la daga y ejecutase la ceremonia de consagración definitiva.

Sin embargo, esta vez podía elegir de verdad, por primera vez en mi vida tenía un pequeño margen para decidirme entre varios futuros posibles. Me imaginaba a Orlee en el puerto, ataviada con una máscara ritual, contemplando en silencio mi partida: al menos esa visión podía liberarme un poco de la angustia de ser olvidado por todos, de no ser ni siquiera un nombre, pues el mío ya se habría borrado de todos los registros de Galea. Pindauro podría ser, en consecuencia, un planeta maldito habitado por demonios invisibles que erraban por sus mares en busca de alguien como yo, una víctima solitaria entre una multitud indiferente o supersticiosa.

Así, podría bajar de la plataforma succionadora y despedirme de ese recolector extranjero, y seguir mi marcha a ninguna parte, un día y luego otro, y en las noches sentarme a contemplar las estrellas arropado por el manto cálido y fosforescente de las algas ácidas: sólo de ese modo sería definitivamente devorado por la historia de mi entorno y sus miserias, por las mentiras y mitos de sus señores, como habrían hecho con otros onumis como yo, como hicieron con mi antecesora olvidada.

Pero también podría irme con Cletto a su Ilcerién oscuro; dejar atrás Galea, los clanes familiares, la imagen de mi gran padre yaciente en su lecho, la memoria de la sonrisa traviesa de Orlee o el rostro bondadoso de mi madre de carne shpe, y asentarme en una pequeña ciudad perdida de otro planeta, donde pudiese leer muchos libros y comprender todos los que pudiera, donde escuchara más relatos sobre grandes naves que se asentaron sobre mundos fértiles; ser amigo de Cletto, y luego un viejo amigo y su confidente, aprender su oficio, contarle cosas que ignoraba sobre nuestras costumbres y embarcarme en su cápsula en futuras incursiones a Pindauro y a otros lugares remotos en busca de algas y plantas para su país sin luces. Cuando al fin sucediera en el futuro, también podría enterrar a mi instructor según los ritos ilcerianos, recordando que una vez fui un falso principiante de iromita en los callejones desiertos de una Galea nocturna, y escribir sobre ello sentado en mi propia casa, junto a mi caliura de vínculo y mis hijas.

—¿Has decidido? —dijo Cletto poco antes de que su extraña máquina flotante se uniera a la base de la cápsula que sobresalía del Océano. Los otros extractores me miraban en silencio, mientras iban cargando fardos en su nave. Sólo entonces me di cuenta de que apenas un hilo frágil separa un futuro de otro, una vida posible de otras muchas. Nada hubiera alterado la paz de ese planeta si algunos hombres de la Onatis no hubieran decidido quedarse en su superficie.

—Vas a irte, ¿no? —me dijo Cletto al ver que ya tenía un pie en el agua—. ¿Debemos despedirnos entonces?

Miré a mi alrededor: los demonios de Pindauro seguían ahí fuera, acechando entre las algas.

 

 

Carlos Pérez Jara (Sevilla, 1977) ha publicado hasta la fecha en diversas revistas de papel y electrónicas como Axxón, NGC3660, Bem On Line, la revista cubana Korad o la española Planetas prohibidos. Ha sido seleccionado como finalista en dos ocasiones para las antologías de cuentos de terror Calabazas en el trastero (editorial saco de huesos), tanto en el nº 6 (temática “Bosques”) como en el nº 11 (temática “Empresas”). Asimismo ha participado en la revista de ciencia ficción argentina PROXIMA, en los nº 14 (temática “monstruos”) y 15 (temática “viajes”).

Hemos publicado en Axxón: TEMPUS FUGIT, LEGADO, AL OTRO LADO DE LA LLANURA, LA DECIMOTERCERA CLÁUSULA, HIJA DE HELISURPA, PURGATORIO, ESPÍRITUS Y MARIONETAS, ORILÁN, CAPITÁN SOLOZA y EL GRAN MIROBI.


Este cuento se vincula temáticamente con HIJA DE HELISURPA, de Carlos Pérez Jara; GÉNESIS, de Elaine Vilar Madruga y LA CAZA DE LA BALLENA, de E. Verónica Figueirido.


Axxón 244 – julio de 2013

Cuento de autor europeo (Cuento : Fantástico : Ciencia Ficción : Colonización Espacial : Sociedad, ritos y costumbres : España : Español).

Una Respuesta a “«Los demonios de Pindauro», Carlos Pérez Jara”
  1. Juan D. dice:

    Me dejó esperando una conclusión de ¿porqué?

  2.  
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