«Paula y el olvido», Marcelo Huerta San Martín
Agregado en 2 septiembre 2015 por dany in 265, Ficciones, tags: CuentoARGENTINA |
Cada noche, cubiertos de sudor y de la luz tenue del exterior, ambos miraban la hora y se proponían alcanzar un orgasmo simultáneo justo a la medianoche. El desafío era una excusa, una razón más para estar juntos.
Cada vez, miraban el reloj y comprobaban que habían errado el plazo; se miraban y sonreían.
Pasado un tiempo, fueron descubriendo que, con cada vez más frecuencia, personas cercanas a ellos empezaban a faltar. Cuando llegaron a sospechar el porqué, la elección de la hora pasó de ser un capricho a un esfuerzo por sobrevivir.
Se decía que le pasaba a cada vez más gente. Había padres que se encontraban con habitaciones repletas de fotos, objetos, ropa o libros de unos hijos que aseguraban no ser suyos, mientras sus vecinos asentían y confirmaban. Algunos aventuraban que los objetos los habría sembrado algún familiar envidioso o alguna persona que les deseaba el mal o quería hacerles un daño, o directamente lo declaraban efecto de la presencia del Maligno. Se santiguaban y rezaban, y se preguntaban quién podía hacerles algo así. Había que ser muy mala persona para intentar hacer creer a alguien que había perdido un hijo, murmuraban.
En los púlpitos, los gobernantes fustigaban con dureza a los que se burlaban de la confusión de su prójimo.
Pablo y Paula no entendían lo que pasaba. Entre los ausentes olvidados por los otros había amigos de la pareja. Ellos trataban de hacer recordar a sus conocidos, evocando encuentros, recitando fechas. Nunca tuvieron demasiada suerte, pero creían que el problema era su propia incapacidad.
Cuando la siguiente ausencia fue más cercana se convencieron de que ocurría algo serio de verdad.
Tamara, la mejor amiga de Paula, estaba faltando a la Universidad. Paula se extrañó de que no le hubiera contado el porqué y fue a buscarla a su casa. Pablo la acompañó.
Al llamar la atendió Silvia, la madre de Tamara, que llevaba unas cajas hasta el porche. Parecía incómoda por la interrupción y fue cortante al saludar. Siguió acarreando cajas en silencio y de mal humor.
Ah, mire, este libro es mío dijo Paula guardándolo en su bolso. Eran unos poemas de amor. A Tamara no solían gustarle pero ese libro le había interesado. Hace meses que le pido a su hija que me lo devuelva y siempre se olvida.
Sí, Luli es tan romántica, le encantan los poemas.
No, se lo presté a Tamara. ¿Le avisa que me lo llevo?
Silvia pareció confundida.
¿A quién decís?
A Tamara.
¿Qué Tamara? ¿No estudiás con Lucila, vos?
Lucila es un poco chica para estudiar conmigo. Yo estoy en la universidad con Tamara. Mire, esta carpeta me la prestó ella.
Silvia miró lo que Paula le mostraba, como sin entender para qué servía.
No sé de quién es esto. Sigo encontrándome cajas llenas de cosas que no conozco. Algunas son de una Tamara, pero no sé quién es. Aunque a veces…
Miró algunas de las cajas como si las reconociera, y luego dijo:
…no sé. No conozco a esta chica, pero siento que debería saber quién es.
Sollozó de pronto, una sola vez, y después se compuso.
Andá nomás. Si no estudiás con Lucila no sé quién sos.
Y volvió a acarrear cajas desde el interior de la casa.
Paula se quedó un rato en la vereda de enfrente viendo a Silvia apilar los objetos que no reconocía. Pablo la abrazaba callado. Cuando Silvia entró a la casa y no volvió a salir, Paula se acercó a una de las cajas entreabiertas y tomó el diario de Tamara. Reconocerlo era fácil: tapas duras, cerradura en forma de corazón. Lo guardó en su mochila y ambos se fueron rápido, esperando que nadie los hubiese visto.
Los primeros días Paula leía en la escritura apretada de Tamara sus recuerdos más secretos. Pero con el tiempo todos los protagonistas de esas imágenes del pasado la habían olvidado. Era difícil disfrutar de recuerdos que ya no compartía nadie.
Terminó aceptando que su amiga no volvería. Algunas noches, acurrucada junto a Pablo, lloraba conteniendo los gemidos, temblando, y la medianoche la encontraba mirando los relámpagos azulados que se colaban por las rendijas de la persiana.
De las pocas cosas que su padre le había dejado al morir, la que Pablo más quería era el álbum blanco de recortes. Había muchos otros igual de gruesos en el ático, pero ése era especial. Con una constancia de muchos años, su padre había llenado ese álbum con buenas noticias.
Hubo un momento en la historia de Nuevos Aires en el que las buenas noticias superaban a las malas. Se cometían menos crímenes, la gente era más confiada, se disfrutaba de un bienestar mayor. No era casualidad que hubiera Visitantes por todas partes.
Claro, seguían pasando cosas muy malas. Pablo recordaba haber escuchado comentar algunas catástrofes en su niñez, aunque él era muy chico cuando pasaron. Atucha 4, la Dislocación de Marín, el Pozo Mutagénico del Balseiro. Podría haber muerto mucha más gente de no haber sido por la ayuda que los Visitantes ofrecieron de inmediato. Después, los antiguos residentes no quisieron volver a las zonas afectadas; nadie los culpaba por tener miedo. Los Visitantes pidieron permiso para vivir y construir allí y lo obtuvieron. En los nuevos barrios, los rascacielos visitantes lanzaban al cielo los fuegos fatuos de una tecnología ultraterrena. Las interminables agujas azulprisma contemplaban en silencio el mundo mientras lo sanaban desde lo alto.
Ninguno de los libros de recortes del padre de Pablo llegaba hasta la época en la que los Visitantes habían desaparecido. El porqué nunca estuvo claro, aunque Pablo sabía que en los primeros revuelos hubo involucrada una universidad católica y su escandaloso decano haciendo declaraciones a los gritos en todos los medios. Hubo un incidente diplomático, una algarada pública, y los Visitantes desaparecieron de golpe. Luego del vacío tecnológico que dejaron al irse, el gobierno científico cayó muy rápido en el descrédito. Y desde que la Ascensión Eclesiástica había asumido la misión de dirigir los destinos de la República, estaba muy mal visto hablar de los Visitantes o simpatizar con ellos. El motivo nunca se expresaba en voz alta, pero era algo que se sentía en los huesos y en la carne. Era reconfortante olvidar y callar. Hasta Pablo encontraba alivio cuando no se oponía a ese designio que le recorría el cuerpo. Pero su razón no le dejaba ignorar que eso estaba mal y se insultaba mentalmente.
En ese momento comprendió cuánta falta le hacía su padre. Extrañaba la mirada filosa del viejo para analizar la realidad, para mantenerse alerta. Quería entender de veras qué estaba pasando.
Le hizo un gesto al mozo pidiendo otro café y tamborileó los dedos sobre la tapa del álbum; todavía no se acostumbraba a las demoras de Paula.
Finalmente llegó ella y no traía buena cara. Se sentó sin hablar.
No lo encontraste dijo él.
No.
¿Y la familia?
Nada. Juran que Flavio nunca vivió ahí. De nosotros se acordaban un poco. Recordaban las cenas, algunas charlas, los chistes malos que contás a la madrugada. Pero a esos recuerdos siempre les faltaban partes.
Las partes donde estaba Flavio.
Sí.
Puta madre. Otro borrado.
Pablo pensó en silencio. Flavio no era estúpido; en ninguna parte había hablado abiertamente de sus temores ni sus dudas. Al charlar con Pablo intercambiaban alusiones, sutilezas, pistas, nada que pudiera inculparlos. Nadie tenía por qué sospechar que sus charlas de madrugada no eran sino una excusa para mantenerse despiertos lo más que pudieran. Siempre eran discretos. Sabían que cualquier vecino, cualquier mozo de aspecto inofensivo, podría terminar siendo su ruina.
No se habían expuesto, pero igual a Flavio lo habían borrado.
¿Qué le traigo, señorita?
Ambos dieron un respingo. El mozo se había acercado sin hacer ningún ruido o ellos estaban demasiado distraídos.
Un cortado.
Paula tomó una servilleta de papel, que fue haciendo pedazos despacio mientras miraba a Pablo en silencio. Él, que había llevado el álbum para mostrárselo a Paula, ahora se daba cuenta de que eso había sido un descuido peligroso. Tenían que irse pronto, pero las calles tampoco parecían mucho más seguras. En lugar de esa multitud amorosa de Visitantes que aparecía en los recortes, se iban a encontrar con las sonrisas beatas de curitas jóvenes y monjitas pecosas. Miradas fisgonas, con una curiosidad amorosa en la que Pablo no creía. Los religiosos estaban en todas partes, pero sus motivos no se parecían nada a los de los Visitantes, de eso estaba seguro. Y lo que estaba desentrañando empezaba a darle otras seguridades mucho más angustiantes.
Finalmente llegó el cortado de Paula. Pablo miró de reojo al mozo que se iba, receloso de sus intenciones. Su mirada giró alrededor, recelosa, y finalmente volvió a su novia.
Si hubiera tenido que buscar las palabras para explicarle a otra persona lo que Paula significaba para él, ¿cómo iba a esperar encontrarlas? Quizá no existían. Quizá debiera inventarse el vocabulario que expresara lo que él sentía al escuchar su risa, al saber que entre ellos no eran necesarias las palabras para comprenderse cabalmente. Su mundo, y el de muchos otros, era mejor porque Paula estaba en él.
En ese momento imaginó y se espantó con lo que le pasaría a todos esos mundos si ella faltaba. No pensó en sí mismo, no sentía temor; sólo pensó en preservar a Paula.
Acabo de recordar algo. Tengo otra pista que quiero seguir, pero es lejos y a lo mejor vuelvo tarde. O a lo mejor no llego, pero no te preocupes.
Igual te espero despierta.
Pablo tragó saliva.
¿Sabés? Esta noche mejor no. Creo que… conviene que te duermas temprano.
Ella lo miró extrañada, y al interrogar los ojos de él supo lo que él temía y lo que esperaba evitar. Intentó decir algo, pero él sólo le tomó la mano y negó con la cabeza. Se miraron largamente y finalmente ella bajó los ojos.
Bueno fue lo único que dijo.
Se besaron largamente y luego él pagó y se fue. Ella siguió sentada, mirándolo caminar con ese pasito rápido tan suyo mientras terminaba de destrozar la servilleta de papel.
No notó que momentos después de salir Pablo, el mozo y una señora cercana a la puerta intercambiaban miradas, y que esa misma señora asentía a través de la ventana a un muchacho de anteojos que parecía estudiante de seminario. El muchacho caminó con calma en la misma dirección que había seguido Pablo.
Una dosis generosa de sedantes logró que Paula cumpliera su promesa. A las once de la noche dormía profundamente.
En el Obelisco, un plantel de técnicos de la Ascensión Eclesiástica se aseguraba de reparar el artefacto contrahecho que habían tenido que fabricar. Nervaduras de cristal penetraban el monumento como las vetas de un mineral: habían logrado infiltrar con varidium la piedra blanca varias veces centenaria. Cada noche, el dispositivo improvisado activaba los filamentos insertados en el Obelisco, generando un pulso azulprisma que se extendía por toda la República corrigiendo los recuerdos de la gente. Y cada noche, el aparato que usaban para conseguirlo chisporroteaba y moría: la tecnología de los Visitantes parecía oponerse al uso que estaban haciendo de ella y se desquitaba quemando el aparato que la invocaba. Pero eso era lo de menos. Los técnicos eran pacientes. Con el tiempo, terminarían doblegando a su voluntad a esos cristales. Y mientras tanto, con un pulso por noche alcanzaba.
Paula despertó en su casa dando un suspiro; sentía un vacío profundo en el pecho. Y tenía la mejilla húmeda. Pero no recordaba haber llorado la noche anterior… ¿habría sido durante el sueño?
Se levantó serena. Sentía que le habían quitado un peso enorme. Y estaba tan bien, tan cerca de la felicidad como era posible. Aunque percibía rastros de una felicidad mayor, casi como si le hubieran birlado el premio mayor de un concurso y le hubieran dejado un muy interesante segundo premio. Era bonito, pero había algo mejor en otra parte.
Era un día de nuevos comienzos. Nada de releer el diario íntimo ni conservar antigua música o antiguos libros. Estaba lista para donar todo a los pobres y para tirar hasta los retratos de ese chico tan lindo que no sabía cómo habían llegado a sus manos.
Aún así, se sentía hueca, como si una ausencia se hubiese adueñado de sus emociones. Pero ¿ausencia de qué? ¿O de quién?
Ideas locas. Como su amiga imaginaria, o como una multitud de personas angelicales provenientes de otro mundo. Tenía que dejar de soñar y de actuar como una nena. Era hora de que se valiera por sí misma.
Examinó un instante la idea de estar sola, como si le resultase ajena, y luego de dejar en la basura aquellos libros, fotos y cuadernos, salió a trabajar.
Marcelo Huerta San Martín nació el 7 de enero de 1970 en José C. Paz, provincia de Buenos Aires, Argentina. Es analista de sistemas, disciplina que aplica también a sus actividades fuera del trabajo, que incluyen la generación de las versiones móviles de Axxón y la co-edición de Sin Dioses.
Varias de sus historias publicadas en Axxón contienen referencias a unos Visitantes llegados a la Tierra y a los que se enfrenta en nuestro país una teocracia, la Asunción Eclesiástica. Este universo, parte importante de Paula y el olvido, se menciona en «Crónica policial: Catástrofe en un ángulo de 90º» (Axxón 246), asoma en «Verografitti» (Axxón 187), pero también es parte del trasfondo de «Pulso» (Andernow en Axxón 117), «No viniste, pero estabas» (Axxón 192) y «El pedestal de Eusebio Miranda, Mártir de la Ciencia» (cuento de Urbys). Algún día, quizá, ese universo logrará cuajar en una novela.
Hemos publicado en la revista Axxón sus ficciones PILOTO AUTOMÁTICO (Axxón 75), CHICO NATURAL (Axxón 86), PULSO, MATERIAL DESCARTABLE, VEROGRAFITTI, TRUCHO, SI ACASO, NO VINISTE, PERO ESTABAS, CRÓNICA POLICIAL: CATÁSTROFE EN UN ÁNGULO DE 90º y LA ROTONDA DE GESSELL.
También ha publicado los artículos LA MÁQUINA DEL TIEMPO (reseña/crítica) y AVENTURAS CONVERSACIONALES: EL INICIO DEL CAMINO HACIA LA FICCIÓN INTERACTIVA.
Este cuento se vincula temáticamente con CRÓNICA POLICIAL: CATÁSTROFE EN UN ÁNGULO DE 90º y VEROGRAFITTI, ambos de Marcelo Huerta San Martín.
Axxón 265
Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Ciencia Ficción : Distopía, Contacto extraterrestre, Desaparecidos : Argentina : Argentino).
qué historia triste, qué triste el olvido… triste cómo carga un reflejo de nuestro pasado…