MÉXICO |
Una noche, mientras la luna del cazador brillaba entre las nubes, apareció un horror en el museo. Lo vio primero el vigilante más viejo y se estremeció, pero no dijo nada a nadie sino a su compañero más joven. Le había parecido que algo andaba mal con sus ojos o que esa «cosa», esa «aparición», era tan horrorosa y su naturaleza tan esquiva que dudó de su cordura. El segundo que lo vio, pues, fue el vigilante más joven y también dudó de haberlo visto. La aparición se «paseaba» entre las esculturas, entre las armas, entre los bustos de reyes y emperadores y entre las vitrinas que exhibían objetos preciosos. Por fin, al seguirla, pudo ver cómo se estrellaba en una pared, así: una sola línea roja como un hilo algo grueso, tenso, desde el techo hasta el suelo, recta, absolutamente perfecta en su verticalidad; la atravesaba y dejaba una huella húmeda, que comenzaba a escurrir una sola gota desde arriba, fluyendo, hasta el piso, donde formaba un charquito, un laguito, un imposible pequeño océano de sangre que escurría más y más y se ensanchaba sobre los mosaicos.
La línea aparecía cada noche y cada noche los vigilantes aguardaban su aparición, era su secreto y su horror privado, y compartirlo les unía en una hermandad secreta, una secta única tanto asombrada como aterrada. Después, una tarde en que un grupo de visitantes extranjeros escuchaba la explicación del guía, la línea de sangre, cuya huella estaba en la pared y cuyo charco imposible habían eliminado con trapeadores, se desprendió de su superficie y la huella desapareció del muro. Lo atestiguó uno de los vigilantes y supo. Supo que la huella no era una huella sino la línea fantasmal de sangre espectral que aguardaba ahí, latente, un momento propicio para despegarse y echar a «andar».
Los visitantes la vieron, el director del museo la vio, el guía la vio. El vigilante explicó que ellos, que los vigilantes, sabían de eso que andaba por ahí pero que no podían explicarlo y por eso habían callado. Contó después lo de la huella en la pared y cómo había llegado a comprender todo lo demás.
Al museo la gente llegaba ahora para ver la línea de sangre y ninguna otra cosa, ninguna pieza en especial, ninguna historia detrás de un busto o ropa u objeto de cualquier época; era la línea lo que les atraía y atrajo, y entre la muchedumbre llegaron varios médiums y cada uno creyó dar con una solución para el horror. Alguien dijo que se trataba de un chorrito de sangre proveniente desde el cuello cercenado de un condenado a muerte que descendía directamente desde el Otro Mundo, que cada vez que movían el cuerpo, por razones que sólo en el Otro Mundo sabían, la línea se movía a la vez, fluyendo. Otro más dijo que era una estupidez lo anterior pues aquello era una abertura de navaja de obsidiana en el mismísimo cuerpo horrorizado de la noche y que pronto no habría sino un día eterno y maldito porque la noche agonizaba y sangraba, pero no explicó o no supo o no quiso decir quién había herido a la noche. Así, cada médium revelaba y agregaba algo, y cada algo era más absurdo o más emocionado o más asombrado o más aterrorizado que lo anterior mientras que la línea de sangre proseguía su recorrido entre los visitantes, los médiums, las esculturas, los bustos, las armas antiguas y la gente se apartaba a su paso, mitad asqueados, mitad horrorizados y maravillados a la vez.
El director del museo llamó a sus colaboradores, los colaboradores llamaron a los filántropos que hacían donaciones al museo y los filántropos llamaron a sus abogados, y entre todos decidieron que se debían retirar todas las piezas de la sala dónde aparecía la línea de sangre y desecharon la idea de cobrar para verla en su recorrido y se sentaron a esperar a que se desprendiera de la pared para atestiguar qué pasaría. Por fin, cuando la línea se retiró, pareció perdida, como si hubiera errado el rumbo, como si hubiera perdido «el norte», y aquello era horroroso pero a la vez gracioso, pues la línea andaba de aquí para allá, como si se moviera entre las piezas que ya no estaban, y de vez en cuando se detenía, como si un hombre mirara sobre su hombro para ver si no había equivocado el camino, y luego retrocedía y echaba a andar a otra vez hacia delante.
Pasaron tres días y la línea pareció acostumbrarse a la ausencia de los objetos. Los visitantes llegaron en tropel, en muchedumbre, en muchedumbres y tropeles. La línea se movía trazando líneas, a la vez, por el suelo, a su paso, como si el flujo sanguíneo hubiera aumentado, como si de un momento a otro se hubiera transformado en dibujante o en el pincel agudo y fino de un invisible dibujante. Un hombre, de entre los visitantes, se adelantó, señaló el suelo y a la línea y dijo que aquello era «música». «¿Música?», preguntaron todos. «Sí, música. Música de otro mundo. Una línea sónica que traza claves musicales en el suelo porque alguien quiere que escuchemos la canción de las sirenas o de los demonios o de los seres ahogados en el Diluvio». Otro más se adelantó y dijo que no, que el horror no era música sino un chorro de tinta fabricada con sangre con la cual los condenados firman en el Más Allá los pactos con el diablo y que en el suelo estaban siendo trazados los signos cabalísticos con los que se daba por entendido que se abrirían las puertas del infierno.
Esa idea, esa oscura y aterradora posibilidad del «infierno», de un «locus» del infierno o un sitio donde se pudiera abrir una «puerta», les sugirió una posible clave. Los historiadores y los arqueólogos, auxiliados por algunos médiums, mientras tanto, revisaban documentos, papiros, pergaminos, libros viejos y otros escritos para averiguar qué clase de lugar era aquel sobre el que estaba erigido el museo o qué construcción se había levantado ahí antes. Averiguaron poco, y fue más estremecedor aún: había un viejo cementerio medieval debajo, cuyos muertos habían sido sepultados entre los cimientos de un templo más antiguo levantado al dios Pan, y derribado luego por las hordas cristianas. Supieron aún más: el templo dedicado al dios Pan estaba justo encima de una cueva prehistórica cuyas paredes salitrosas habían sido pintadas con rojo y que representaban criaturas desconocidas. Eso era lo que podía leerse en papiros romanos y griegos y egipcios, pero la historia no aclaró la naturaleza de la línea de sangre o nadie quiso saber o nadie quiso entender.
Cuando transcurrió el primer año desde la primera aparición de la línea de sangre ya se habían formado grupos religiosos y fanáticos que acampaban fuera y practicaban oscuras ceremonias por las noches, a las puertas del museo. Alguien avisó a la policía, una llamada anónima que puso en alerta a las autoridades sobre supuestos sacrificios de animales y de seres humanos. La policía acordonó el área. La policía vigiló. Un agente creyó reconocer a uno de los vigilantes vestido con una larga túnica roja deambulando entre los árboles del bosque que rodeaba al museo. Otro vio o creyó ver a otro vigilante, amigo suyo, vestido con otra túnica pero con un tono de rojo distinto. Hubo algunos detenidos pero no se comprobó nada. Habladurías o secretos. O habladurías y secretos. O secretos solamente.
Entonces la línea cobró su primera víctima visible. Fue una tarde en que se anunciaba que por la noche habría luna del cazador, redonda, esplendorosa y muy, muy roja. La línea no defraudó a los visitantes ni a sus «fans», que usaban camisetas con líneas de sangre que les recorrían de arriba abajo compradas a la entrada del museo. «Recorridas por líneas de sangre real», anunciaban los comerciantes. La policía intentaba detener el flujo de visitantes y de fans y de comerciantes pero era inútil, y pronto llegó un camión completo cargado de camisetas trazadas con líneas de sangre. Dentro del museo era peor. Los fans vitoreaban. Los visitantes tragaban saliva, abrumados por el ambiente. Los policías y vigilantes se tomaban las manos en una línea discreta que los separaba y encerraba, a la vez, al resto de la muchedumbre. El sonido de todos, los cantos en latín, los vítores, los rumores, se elevaban alto, hasta el techo de esa sala del museo. Llegó la hora. Era el tiempo. El día que vendría con su noche de luna roja. El horror se desprendió de la pared. El tiempo previo a su desprendimiento había permanecido como latiendo, como vibrando alimentada por el ruido o por la energía o por el calor de los cuerpos o por quién sabe qué razón, y en ese momento sí había parecido una onda sónica o una cuerda tensa, tensísima, de arpa o de un laúd a punto de romperse, o el filo de una navaja antes de saltar de su funda, o simplemente como alguien realmente cansado de todos y todo. Recorrió, por fin, su andar habitual aquí y allá y la gente aplaudió y la gente se maravilló, pero todos contuvieron el aliento cuando la línea se detuvo y, como un depredador, pareció respirar profundamente antes de lanzarse derecho sobre una adolescente de hermoso rostro y vestido blanco y la atravesó por la mitad, y ella quedó ahí, escurriendo sangre de arriba abajo, justo desde la parte superior de la frente hasta el sexo, luego el cuerpo se le separó en dos mitades, con la nariz partida y la boca y los dientes y los senos separados y el ombligo y todos vieron su sexo realmente abierto y sus intestinos se vaciaron sobre el suelo y su cerebro parecía una nuez limpiamente partida por la mitad.Y corrieron todos y de ahí escaparon los fans y los médiums y el personal del museo y algún policía disparó y siguió disparando hasta vaciar el cargador y su pistola, pero no se le podía hacer daño a aquel horror que no era otra cosa sino una línea de sangre que caía en plomada desde el techo hasta el suelo, perfecta en su verticalidad y horrenda y silenciosa en su recorrido.
Pedro Paunero es un narrador, ensayista, crítico de cine y biólogo mexicano que ha hecho activismo y performance. Ha publicado novela erótica y ha sido antalogado en latinoamérica, Australia y España. En el género de la Ciencia Ficción ha publicado el ensayo “Las cinco grandes utopías del Siglo XX” en la web española Alfa Eridiani.
En Axxón hemos publicado, además de varias ficciones breves: EL HOMBRE EQUIVOCADO, EL OTRO MESÍAS, NOCHES DE BANTIAN, LA NOCHE DE TEMPOAL, AHÍ FUERA, LA BÚSQUEDA DE AUSENCIA, DESPOJOS, ASÍ PERMANECE HERMOSA LISA MARIE (ANTICUADA CANCIÓN PARA SONÁMBULOS), UNA MUERTE EN CASA, UNA PEQUEÑA MENTIRA, LAS ENSEÑANZAS DE GAN BAO, LA IMPRONTA, EL HOMBRE DEL SIGILO, UN FAQUIR DE ESNAPUR, MEDIODÍA, CÁNTICO DE UN AMANTE QUE GIRA BAJO GIRASOLES UNA MAÑANA DE PRIMAVERA, EL PAISAJE DESDE EL PARAPETO, LA HISTORIA MÁS GRACIOSA CONTRA LA HISTORIA MÁS TRISTE DEL MUNDO, LA PUERTA EN EL MONTE, INCIDENTE EN EL JARDÍN DE NIÑOS (UN ABSURDO ARGUMENTO DE CINE ‘SERIE B’) y LO QUE PUEDO VER POR LA VENTANA.
Este cuento se vincula temáticamente con LEYENDA A LAS PUERTAS DE UNA SALA DEL MUSEO DE ARTE MODERNO, de Mauricio-José Schwarz.
Axxón 269
Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Terror : Sobrenatural : México : Mexicano).
Excelente narración. Alucinante y desgarradora. Me gustó la alusión del filo de la navaja que sale de su funda.