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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

MÉXICO

 

 

«and the best at murder are those who preach against it
and the best at hate are those who preach love
and the best at war finally are those who preach peace.»

 

—Bukowski.The Genius of the Crowd.

 

 

I

 


Ilustración: Guillermo Vidal

Doy una última calada al cigarro antes de aplastarlo. Observo que se avecina el amanecer. Escucho detrás de mi un quejido y la lucha de alguien por soltarse de sus amarras.

—No mames, déjame ir… en serio, te prometo que desaparezco, me voy lejos, nadie va a saber de mí.

El sol comienza a iluminar el horizonte, pero todavía no enceguece con sus rayos directos en el rostro.

—Así no es la cosa. Si te dejo ir, al rato vas a presumirlo. Y si lo haces, van a saber que no hay orden y sin orden todo se va al carajo. —Volteo a verlo—. Y la gente que me paga quiere que todo siga igual.

—No me chingues, nada más me comí un pedazo de carne. Lo extrañaba, el sabor, la sensación. Nada más fue un pedazo.

—Vivimos en la era del tofu y no hay nada que puedas hacer.

—¡Y tú estás fumando, hijo de la chingada, también debería cargarte la verga! —Volteo a verlo, tiene lágrimas corriendo por sus mejillas y tiene el rostro contraído mientras me grita.

—Sí, debería, pero estoy del lado de los buenos y a los buenos no nos pasa nada. No me afecta mientras nadie más me vea, y los muertos no pueden ver.

Saco el arma de la pistolera en el cinturón, la observo, sofisticada, silenciosa, moderna, pero no logro agarrarle el sentido, no hay culatazo, no hay explosión, no se siente el poder de las balas; solo es un rayo que detiene las pulsaciones. Alzo la mirada para cerciorarme que nadie nos ve. Enfundo el arma y de la sobaquera saco una Colt.45. «No», murmura el tipo amarrado muy quedamente, pero sabe que no importa cuánto ruegue, nada cambiará su destino. Amartillo el arma y le apunto.

—Ni modo, hijo, así es la vida, y todos nos estamos yendo a la chingada.

Suena un estruendo seco y ensordecedor.

La mañana por fin ha despuntado y siento el calor en la nuca.

Cada vez que entro a la Ciudad de México intento recordarla como era hace años. Intento ver la nata de contaminación estacionada encima de todos los edificios cada vez más altos, que poblaron en poco tiempo el Paseo de la Reforma, y después zonas aledañas. Sin embargo, mi memoria falla y mis ojos se llenan del verdor que reina ahora en la ciudad. El cielo despejado y una vista a la lejanía que me hace entrecerrar los ojos por tanto brillo. Alguna vez pensé que llegaría el día en el que la ciudad comenzaría a crecer tanto hacia arriba que por fin tendríamos autos voladores, pero no fue así, demolieron edificios y se hicieron espacios verdes más amplios. Vi la caída de la modernidad para ver nacer el sueño de los buenos.

Me detengo en un semáforo, volteo a la derecha y observo niños que juegan en un parque. Antes, en ese lugar hubo una tienda donde yo jugué Street Fighter, The King of Fighters e incluso algunas versiones de Super Mario Bros. Ahí pasé demasiado tiempo de mi tardía pubertad y temprana adolescencia. De esos lugares ya no queda nada. Ahora solo existe pasto, árboles y animales. Piso el acelerador de mi auto eléctrico y aunque deseo escuchar el rugido del motor y el empuje de los caballos de fuerza, el auto se mueve despacio hasta alcanzar su velocidad máxima: 70 kilómetros por hora. Las calles de la ciudad se ven en calma. En una calma que nunca me ha tranquilizado. Me acerco a su centro, donde está mi departamento.

Meto el auto al garage del edificio. Al bajar siento una corriente de aire muy frío y fresco, me pongo mi chamarra de piel sintética y entro a la torre. Subo al tercer piso. Al abrir la puerta del departamento veo cómo es que el día se ha adueñado de todo, salgo al balcón y observo la ciudad. Qué difícil es vivir en un lugar de más de tres pisos hoy en día. Seis pisos son lo máximo después de las leyes de regulación de altura. Dejaron de existir aquellos edificios que albergaban cientos de departamentos. Los terrenos donde estaban se transformaron en casas hogar para animales e invernaderos. Después de la Gran Redada, la población de la ciudad y el país disminuyó tanto que ahora se puede vivir en pequeños edificios, casas amplias y sobra espacio.

Siento cómo mi gato se restriega en mi pierna y por un momento me dan ganas de patearlo o simplemente romperle el cuello, pero no lo hago; lo levanto y lo acaricio con monotonía. Voy a la cocina y escondo mis cigarros detrás del refrigerador. Dejo al gato en el piso y me meto a bañar. No puedo ir al trabajo con el aroma de tabaco y pólvora impregnado en mí.

 

Siempre creí que el futuro sería caos. La gente matándose en las calles por un pedazo de pan. Pobreza extrema, escasez de comida, inseguridad. Apocalipsis. Pero no pensé en un futuro con desayuno de jugo de frutas orgánicas y huevos orgánicos. Tampoco imaginé que debería ir en un auto eléctrico al trabajo. Hasta hace unos años tuve un automóvil clásico, pero cuando se puso en marcha la reforma a los autos que consumen combustible fósil, no me quedó más opción que conducir el auto eléctrico.

Llego a la cafetería donde habitualmente paso por las mañanas y pido el desayuno orgánico numero 8, huelo el café e intento encontrar el paraíso del que todos hablan al beberlo. En la televisión pasan un programa cultural donde hablan de la conservación del arte y la preservación de la alta literatura. Hablan de cómo, reciclando literatura basura, se han construido casas hogar y hospitales para animales.

—¿Y su gato? —Volteo y veo a la chica que sirve el café.

—Lo dejé descansando, al parecer tuvo una noche ajetreada. Sigo sin entenderlo por completo. —El gato no fue algo que yo deseara. La asignación de un animal de compañía fue una de las fuertes campañas de la Gran Redada. Es un requisito que se tiene que cumplir cabalmente: poseer un gato —o perro, aunque es muy difícil conseguir uno—, y si no lo tienes, se te asigna. Requiere de cuidados sumamente especiales, no puedes darle una caja para dormir nada más, debes otorgarle un cuarto entero, si tu casa solo es de dos habitaciones una debe ser forzosamente para tu animal de compañía, no importa qué tengas ahí, si un librero o un estudio, debes sacarlo y dejar que el gato disfrute de toda esa habitación. Yo vivo solo y el departamento que habito tiene tres habitaciones.

—No te preocupes, son animalitos muy inteligentes, hermosos e independientes; no tienes por qué sentir que no lo comprendes. Hay que dejarlos crecer.

—Sí, supongo. —Me da mi desayuno. Me despido de ella y me dirijo a una mesa.

El lugar se siente frío, no tiene mucho que cerraron las puertas. Parece que esperaron hasta el último momento para tener funcionando su hélice de energía eólica. Ahora que ya hay bastante sol, encendieron las celdas solares. Doy sorbos pequeños al café, intento disfrutarlo, observo el huevo, la espinaca, papa, poro y apio de mi plato. Lo termino, me despido y salgo. Subo al auto y antes de arrancar, recibo un mensaje. Abro mi mano y lo leo. Ajusto el arma bajo el hombro. No voy hacia mi trabajo.

 

 

II

 

El cerro que alguna vez albergaba antenas para televisión y radio luce verde y esplendoroso, hay una nube sobre él, parece un sombrero de algodón. Allá llueve. Pero donde se encuentra el Escritor parado solo se siente humedad. Una brisa fría. Observa su reloj, son las diez de la mañana, siente el lametón de un perro y observa a su mascota que mueve la cola con fervor.

—Y querían darme un gato. —El perro salta y posa sus patas en el pecho del Escritor, él le da un par de palmadas en la cabeza y continúa corriendo con la correa del perro sujeta en su mano. El Escritor llega a su casa después de un par de horas. Vive solo donde antes fue El Bosque de Aragón, pero después de la Redada se convirtió en un lugar propio de artistas y creadores. Al entrar a su departamento, lo recibe el aroma del incienso que dejó encendido. Le gusta el olor, abre la puerta de la habitación de su perro y este entra, ladra y juega con las cosas que están regadas por la habitación. El hombre se dirige a la cocina y saca una bolsa de café que dice «orgánico» en letras enormes, lo pone en la cafetera y la enciende. Camina al baño, abre la regadera y se mete de inmediato al chorro de agua. Siente espasmos involuntarios por el frío, hasta que ésta comienza a calentarse. Se baña rápido, sin demorarse más de lo necesario. Sabe que el agua dejará de correr al cabo de unos minutos. Sale del baño con una toalla atada a la cintura y se para frente a un librero. Ahí ve sus novelas, todas han sido grandes éxitos, todas llenas de lenguaje sofisticado, figuras retóricas complejas que el mismo Flaubert envidiaría. Algunos lo llaman poesía novelada. Otros han hecho estudios exhaustivos sobre sus referencias directas a Shakespeare, Cervantes, Sterne, Borges e incluso Joyce.

Bebe el café con lentitud, lo paladea, el perro permanece echado a sus pies. Tiene su computadora a un lado, al principio de la hoja se lee El volumen del cielo. Siente que el sabor del café está incompleto, le hace falta un cigarro. Desea fumar. Estar frente al teclado de la computadora con un cigarrillo en la boca lo hacía sentir completo. Deja la taza sobre la mesa y voltea a la máquina. No sabe realmente qué escribirá, así que abre un archivo donde hay una lista de temas posibles y otros con los que no debe involucrarse demasiado:

 

1. Hacer referencias directas a la edificación de esta sociedad siempre servirá para mantener a las generaciones futuras al tanto de lo que ha costado su estilo de vida.

2. Evitar, lo más posible, tocar temas de maltrato animal o de uso sin conciencia de los recursos naturales (a menos que estos temas ayuden para, al final de su obra, reafirmar el propósito de esta sociedad incluyente y tolerante con la vida que se consideró, erróneamente, inferior a la del ser humano).

3. Revitalizar grandes obras clásicas.

4. Evitar, a toda costa, demeritar el arte de la palabra. Mantener un estándar de calidad y profundidad literaria. No se publicará, ni se permitirá, bajo ninguna circunstancia, literatura Fantástica, de Terror y Ciencia Ficción —siendo Borges y Cortázar los únicos escritores y referentes posibles—, pues ese tipo de literatura pobre y sin profundidad fue la que ocasionó el colapso de la antigua sociedad.

 

El Escritor vuelve a abrir el archivo principal y piensa en alguna obra icónica que haya leído o estudiado en el pasado. Sin embargo, teclea: «…el sol se extinguirá y no importa lo que hagamos, este mundo se irá a la ruina. El caos y la desesperación ocasionan motines y levantamientos armados a causa del eterno y cada vez más crudo invierno. No importa lo que hagan las personas, saben que el único fin es el de la extinción. Suicidios masivos; sin embargo, la esperanza permea al hombre, así que, en un último intento para que la vida humana prevalezca, una tripulación espacial se dirige hacia Júpiter, donde intentarán ocasionar una fusión nuclear de tal magnitud que convertirá al planeta en un segundo sol…» El escritor, embriagado de una fiebre que solo siente cuando imagina historias así, continúa escribiendo. La mañana da paso a la tarde y ésta al crepúsculo, y mucho antes de que se dé cuenta se encuentra frente a un manuscrito de más de ciento cincuenta páginas. Siente excitación y al terminar de escribir, una depresión casi inhumana le comprime el pecho. Salva el archivo, se levanta y observa la noche desde el ventanal principal de su casa. Algunas luces están encendidas, otros escritores, pintores y cineastas viven en la periferia.

 

 

III

 

Estoy en un café a un par de kilómetros de la zona de Aragón, el nuevo paraíso de los artistas. He leído algunos libros de quienes viven por esta zona. No me gustan. Extraño las viejas películas de viajes espaciales, los policías que hacen todo lo posible por salvar el día, no importa que eso los mantenga en el anonimato y la mediocridad. Pero no puedo decirle a nadie eso. Debo tener cuidado con quien hablo. Mis días se han reducido a trabajar en lo mío y, de vez en cuando, recibir los favores por mi contribución. Abro la palma de mi mano y ahí aparece el rostro de la persona a la que tengo que buscar. Bebo a sorbos el latte con leche de almendra. Observo que no haya nadie cerca, acaricio mi mano, el cuarto desaparece y en mis ojos se abre un programa pirata que un amigo me instaló. Tengo algunos cuentos de terror y ciencia ficción de hace años; también cómics de Batman, el único súper héroe que realmente apreciaba. Este es un personaje que los niños también deberían conocer y no solo las andanzas de los pretenciosos y aburridos. La puerta se abre, parpadeo un poco y veo entrar a una pareja; ambos piden café para llevar. Seguramente se preparan para pasar la noche entre cerveza artesanal y lecturas de poesía. No pasan de los veinticinco años, se encuentran en su etapa más fértil como miembros de la sociedad. De los veintisiete a los treinta y cinco pueden embarazarse una sola vez, con los permisos adecuados proporcionados por el gobierno. Si en algún momento se les ocurriese tener un segundo hijo, tienen solo dos opciones cuando este llegue, entregarlo a un albergue para niños segundos o salir del perímetro de la Ciudad y vivir fuera de ésta. «Siempre hay opciones, dicen, aunque no siempre son las mejores para todos.»

—Caballero, ya vamos a cerrar ¿desea algo más? —Pico mi mano, parpadeo y el programa pirata se cierra.

—No, muchas gracias. ¿Cuánto es?

—Sesenta pesos, por favor. —Dejo el dinero en la mesa, sonrío a la mesera y me retiro. Subo al auto, al encenderlo no hay cosquilleo de la máquina, suspiro. Creo que es hora de hacer mi visita. Acaricio mi palma y escucho el tono de llamada en mi oído.

—Voy al lugar.

—Muy bien. No creo que haya pedo. Es un escritor que corre.

—¿Qué hizo?

—Escribe historias que no siguen los valores establecidos. Hace unos años le llamaron la atención. Ya sabes, somos tolerantes, no castigamos al principio, siempre les damos otra opción. Pero siempre la quieren cagar. El caso es que hace un par de semanas se filtró su IP, acompañado de más literatura basura. Es toda una celebridad en el mercado negro. Le dicen Prometeo. No solo encontramos su IP, también el de sus lectores y a todos les toca lo mismo. Ya sea con una llamada de atención o si son reincidentes… bueno, tú sabes.

—Voy en camino.

 

 

IV

 

Es la una de la mañana y el Escritor no puede dormir, el perro duerme a sus pies aunque tiene su cuarto. Por eso hizo lo posible para adoptar a un perro y no a un gato. Odia a los gatos, aunque no puede aceptarlo abiertamente. Así que prefiere fingir una alergia mortal. Así le otorgaron la custodia del canino. En un mundo donde los gatos son idolatrados, tener a un perro es un acto de subversión y no pasó desapercibido. Cree que fue gracias a esa elección que entró en el radar de Ellos. Poco después de hacerse de su mascota, lo detectaron y así tuvo su llamado de atención. Quiso dejar de escribir ciencia ficción por un par de años ¿para qué meterse en problemas por algo tan idiota? ¿Por qué no simplemente disfrutar de los beneficios que dejó la guerra? Él apenas la vivió, solo supo de ella en el extranjero. Después regresó victorioso, como un expatriado.

Pero no pudo alejarse de las ideas distópicas que plagan sus cuentos y novelas. Tuvo que seguir, era lo que necesitaba. Mientras dormía lo imaginaba todo, se sentía desesperado entre sueños y al despertar escribía. No tenía intención de publicar, solo escribía para él. Sin embargo, un día lo subió a la web —bajo el manto de un hackeo personal— y tuvo un éxito rotundo, no solo en México, sino en el mundo. Un mundo del que parecía que ya no conocía nada. Un mundo que, según noticias locales, se encontraba a punto del colapso. Ese mundo lo recibía con la cálida noticia de que era apreciado lo que hacía.

Por ello ya no pudo parar.

Da una vuelta más en la cama y enciende su reproductor musical, sintoniza música ambiental para intentar dormir. El perro se acurruca entre sus piernas y se siente aliviado.

 

 

V

 

Entro en la casa. Lo primero que me recibe es un aroma a tabaco tenue, casi difuminado. Observo con atención. Es la primera vez que entro a la casa de un escritor. Busco dónde podría esconder los cigarros, pero mi mirada se detiene en un librero que cubre una pared de tres metros de alto por diez de largo. Me acerco y veo los lomos: Macbeth, Don Quijote de la Mancha, Tristram Shandy, La Región más Transparente, Los Detectives Salvajes y muchos más que puedo encontrar en cualquier otra casa. Por un momento sentí que, al ser un escritor con sus faltas, habría otra cosa, algo interesante. Tomo uno por inercia y al hojearlo, me doy cuenta de que no es el Ulises, paso las páginas y leo: es una antología de Ciencia Ficción y Fantasía. Me llena un golpe de adrenalina y paso las hojas. Escucho entonces el click característico de un encendedor, tiro el libro y volteo, con el arma apuntando al lugar de donde vino el sonido. Hay un hombre de no más de cuarenta y cinco años, tiene barba sin bigote, lentes, cabello un poco largo peinado hacia atrás, usa una pijama de playera azul con un escudo dorado en el pecho y pantalón negro. Me extiende la cajetilla de cigarros.

—¿Gusta uno? —Sin bajar el arma, lo observo, se ve sereno, tranquilo—. Si le gusta el libro, puede llevárselo, se me hizo un buen detalle encuadernarlo con el Ulises. Ni siquiera en estos días la gente lo lee —me sonríe y deja escapar una calada—. Entonces, ¿uno? —Sigue con la mano extendida, guardo el arma debajo de mi axila, levanto el libro y me acerco a él. Lo dejo en la barra y acepto el cigarro, vuelvo a escuchar el click del encendedor y aspiro con fuerza del cigarro cuando lo enciendo. Aunque siento que el Escritor me está viendo, la verdad es que no lo hace, observa algo sobre mi hombro. Doy una calada al cigarro.

—¿Tiene más… como este? —le pregunto, y sonríe. Se marcan las arrugas de sus ojos y boca.

—Sí, claro, es más, casi todos son encuadernados con diferente portada. Todos esos títulos los tenemos en biblioteca virtual. No hay necesidad de tenerlos en físico y de leerlos tanto uno se aburre. Por eso los escondo en mi librero y, al ser escritor, la gente no pregunta demasiado si los ven, creen que soy de esos nostálgicos que prefieren leer en físico… y en cierta forma lo soy. Porque guardo el pasado también, pero un pasado que desearían que olvidemos. Pero usted no está aquí por mis libros.

—No. —Su tranquilidad me perturba un poco, regularmente, al verme, todos gimotean y ruegan por su vida. Hay veces que debo recurrir a la violencia. Con él, en cambio, me siento cómodo; ni si quiera tengo la necesidad de encañonarlo. Sé que no opondrá resistencia. Escucho pisadas de patas a mi espalda, veo a un perro caminar hacia él. Incluso el perro irradia tranquilidad.

—Ven, Duque. ¿Quieres agua?

—¿Duque? Tiene años que no escucho ese nombre para una mascota… más bien, para un animal de compañía.

—No tiene por qué utilizar los protocolos conmigo. Cuando me lo dieron, me entregaron una placa con el nombre que debía tener. La tiré a la basura. Desde entonces le digo Duque y le gusta. —El perro lo observa y mueve la cola con alegría.

Se agacha y pone frente al perro un plato rebosante de agua; de inmediato este bebe.

—Me gusta más la presencia de los perros, son amistosos, cálidos, no me siento solo. —Al terminar de beber, el perro alza sus patas y comienza a lamerle la cara, él lo deja—. Son sumamente agradecidos.

—No sabría decirle. Mi gato es muy independiente, solo sale de su habitación a comer y a veces a corretear mariposas.

—¿Mariposas? Si llega a matar a una y lo saben, le va a ir mal… muy mal.

—Lo sé, pero tampoco es que pueda hacer gran cosa. Si se me ocurre castigarlo de alguna forma, me puede ir aún peor.

El Escritor se carcajea.

—Tiene toda la razón. —Da la última calada a su cigarro. Yo hago lo propio y me extiende una bolsa que no permite que escape el aroma. La tira a la basura—. No sé por qué la meto ahí, si no creo que deba tener la necesidad de cuidar mi cuello ya. —Me ve. Su mirada no es de tristeza, preocupación o miedo, sino de simple resignación. Como si la espera de algo inminente se hubiese terminado. Se sienta en una silla de la barra y me observa, como a la espera de que haga algo.

—¿Por qué lo hace?

Por primera vez se ve sorprendido.

—¿Qué?

—Seguir escribiendo eso. Ya le llamaron la atención una vez, lo dejaron vivir, pudieron ejecutarlo desde el principio. Sin embargo, por ser lo que es, no le hicieron nada.

—¿Por qué lo hago? —se pregunta a sí mismo con honesta duda—. Me harté.

—¿De? —Me acomodo en otra silla, frente a él y acaricio a Duque.

—De todo, hombre, de todo. Lo que fue una victoria se convirtió en una jaula peor. ¿Sabe? Cuando inició la guerra de la Gran Redada yo era joven, con ilusiones, veía con asco y desagrado cómo los escritores de géneros eran los que podían hacer dinero y vivir de ello cuando nosotros, los que hacemos las cosas serias, los que realmente respetamos el lenguaje moríamos de hambre. Cuando las balas volaron y nos sitiamos, yo festejé durante días, me emborraché y comí comida vegetariana con un gusto inusitado. No me iba a importar dejar la carne, ¿qué más daba?, si yo podría escribir libremente y ser reconocido por ello. Los primeros años fue el sueño que tenía en mi cabeza. La gente no solo me leía, sino que podía vivir de ello. Poco a poco me sentí enclaustrado. —Abre la cajetilla y enciende otro cigarro, me ofrece y lo acepto. Da un par de bocanadas sin decir nada. No lo apresuro: ¿quién soy yo para, en ese momento, no dejarlo desahogarse?—. No podía escapar de mí mismo y lo que había creado, fue así que, no recuerdo bien cómo, llegó a mi esa antología que usted hojeaba hace un momento. —Veo el libro y lo acaricio con las yemas de mis dedos—. Quedé fascinado, lo leí en horas y supe que había ahí tierra fértil para explotar. Y así lo hice. A la par, gasté una fortuna en conseguir más. Gran parte de mis ganancias se fueron en esos libros prohibidos. Y detrás de ese librero, en toda la pared, tengo muchos cómics, novelas gráficas. Un Edén personal si me permite decirlo. —Su mirada está apagada aunque parece que su voz refleja emoción.

—¿Entonces? —le pregunto con tranquilidad y suspiro. Dejo de acariciar al perro, este entiende y se dirige al cuarto. Por primera vez, el escritor me ve a los ojos.

 

 

VI

 

La noche es tranquila en el Bosque de Aragón. Ya no hay tantos habitantes como cuando se hizo esa villa para artistas. Poco a poco estos han dejado de vivir ahí. Los demás no hacen mucho ruido, pues aunque aparentan no saber qué ha sucedido, todos saben exactamente dónde se encuentran los que ya no están. Convertidos en cenizas y regados en algún árbol si bien les fue; si no, seguramente están exiliados. Solo se escucha el tranquilo vaivén del agua y un par de gemidos de alguna de las casas. Más al fondo, casi en la frontera entre el bosque y lo que fue una estación del metro, se encuentra un escritor y otro hombre que irrumpió en su casa en medio de la noche. Ambos han fumado cigarros y han conversado un poco, el hombre tiene su mano derecha posada sobre un libro que tiene como portada el Ulises de James Joyce, sin embargo, es una antología de cuentos de ciencia ficción y literatura fantástica.

—¿Entonces? —pregunta el hombre al escritor.

—Entonces… —suspira el escritor— haga lo que vino a hacer. —El hombre saca el arma del interior de su cazadora imitación de piel. Es un arma reglamentaria que les otorgan cuando comienzan su labor de purga. Emite un rayo discreto y letal; ocasiona un colapso total en el cuerpo de la víctima y ésta muere sin siquiera sentirlo. El Escritor sabe que va a morir y también sabe que el hombre le dará una muerte indolora, cuando podría darle una más salvaje, pues ha visto el arma de fuego que lleva en la sobaquera derecha—. Antes, quiero pedirle algo.

—¿Si? —El hombre posa el arma sobre el libro y pasa su mano por la barbilla. Al ver al escritor con su barba, por un momento desea dejársela crecer después de esa noche.

—No dejes que quemen los libros y los cómics.

—¿Y qué hago con ellos? —El hombre se siente más cercano al escritor. No sabe si en edad o en desesperación o en el hartazgo. Porque, aunque no se permite pensar en ello, la monotonía lo lleva a la desesperación. Es por ello que fuma y, cuando sale de la ciudad, visita la chatarra de lo que alguna vez fue su automóvil de ocho cilindros—. No me los puedo quedar.

—Yo sé que puedes. —Tiene otro cigarro en su mano y se debate entre si encenderlo o no. No sabe de cuánto tiempo dispone—. Todos sabemos que ustedes tienen concesiones. Ustedes no existen.

El hombre sonríe. El escritor tiene razón, su trabajo es inexistente. A los ojos del mundo y de la sociedad perfecta, su labor es innecesaria, pues el futuro de México se cimentó en la tolerancia y la mente abierta ante todas las ideologías.

—Está bien —dice el hombre—, yo los guardo. Nada más dime cómo saco los cómics.

—Fácil —dice el escritor mientras sale de la cocina hacia el librero—. Solo hay que apretar el botón que está detrás de La Metamorfosis.

La luna da de lleno en el rostro del escritor. Es hasta ese momento que el hombre se percata, o más bien toma consciencia, de que se encuentran en total oscuridad. Jamás se encendió la luz, sin embargo, la luna llena provee toda la luz que necesitan.

El Escritor observa la chamarra que lleva el hombre, se dirige a su cuarto y solo mete el brazo izquierdo, como buscando algo. El hombre, instintivamente, toma el arma y apunta hacia el escritor, que no se asusta ni mucho menos. Saca el brazo de la habitación y en la mano sostiene una chamarra negra que parece de piel.

—Toma —le dice al hombre—. Es mejor que lo que traes puesto.

Le lanza la chamarra y el hombre la sujeta en el aire, nada más de tomarla, sabe que es piel verdadera. No solo tiene el característico aroma de ésta, sino que se siente. Pocas personas pueden distinguir la piel verdadera de la imitación en esos días, pues son pocos los que usaron ropa de piel en el pasado. Muchos no soportaron. Se exiliaron o terminaron dándose un tiro o simplemente se desangraron. El hombre es uno de los pocos que recuerdan cómo era la ropa hecha de piel. Cuando fue joven, siempre tuvo chamarras negras de cuero, lo hacían sentir poderoso. Acerca la chamarra a su nariz y aspira con fuerza.

—Huele a nuevo.

—La limpio cada semana, soy meticuloso, mantengo el aroma. Además de que solo puedo tenerla en casa. Si la hubiera sacado antes, probablemente esta visita se habría dado hace mucho tiempo.

El hombre se quita la chamarra que trae puesta y la coloca en la barra, junto al libro, el escritor camina hacia el ventanal y observa la noche. El hombre toma el arma y observa cómo el escritor baja la cabeza y voltea lentamente hacia él. Ambos se ven a los ojos y el hombre, sin que el escritor pueda decir nada, acciona el arma.

 

 

VII

 

Entro a mi departamento. No enciendo la luz y me dirijo al cuarto. El gato sale del suyo, ve que soy yo y vuelve a hacer lo que sea que estuviera haciendo antes de mi llegada. Cargo la caja de los libros del escritor y los pongo a los pies de mi cama. Duque sube a la cama y se acurruca. La noche fue larga.

Mañana encontrarán el cadáver del Escritor. Dirán que la causa de muerte fue un paro cardiorrespiratorio. Mi trabajo era, después de liquidarlo, dejar el sitio preparado con cajetillas de cigarro tiradas, basura de comida chatarra y restos de carne. Un cuarto de alguien que es sedentario y se dedica a consumir todo aquello que va contra los valores del régimen —esto dirían los periodistas— fue lo que motivó su deceso temprano. En un país donde la edad de mortandad oscila entre los 70 y 100 años, el escritor murió a los 45. «Joven e irresponsable», sería el encabezado de algunos periódicos. Después de todas las notas previas, en los días subsecuentes irían revelando sus faltas y sería acusado de vender basura a la gente. De pugnar por todo aquello que nos tenía sumidos en la ignorancia en siglos pasados. Toda esa información en su contra solo serviría para reafirmar el sistema político/social en el que vivimos.

Pero no lo hice. Antes de salir solo intercambié los libros falsos por originales. Quité de su escondite las novelas gráficas y borré todo rastro que lo vinculaba con el escritor de ciencia ficción Prometeo. Toda esa fama y nadie sabría jamás que era él. Siempre existirán desertores que sirvan como ejemplo. Pero por un instante hay que dejar que la muerte sea solo eso: muerte.

 

 


Dice Néstor: «Soy un escritor al que le gusta la Ciencia Ficción porque muy en el fondo sé que habrá una Revolución de las Máquinas. Lector de cómics. Creo en Lovecraft, PKD Hemingway, Grant Morrison, Bacigalupi, las distopías y Batman. He publicado relatos en diferentes portales de México, así como también en la revista Playboy México. Y si los Pumas de la UNAM no existieran, el futbol no tendría sentido para mi.»

Así hace su debut en Axxón.


Este cuento se vincula temáticamente con FAHRENHEIT 451: LA NOVELA DE LA LIBERTAD, de Antonio Mora Vélez (ensayo).


Axxón 272

Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Ciencia Ficción : Distopía social : México : Méxicano).

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