«Receta para una dieta», Pedro Paunero
Agregado en 4 abril 2016 por dany in 272, Ficciones, tags: CuentoMÉXICO |
Para José Luis Zárate, con la amistad de las letras
I
Salí del salón de clases con el portafolio en una mano y las llaves del auto en la otra, deslizándome aprisa, mirando sobre los hombros en el pasillo, con la idea fija de escapar lo más pronto de la universidad, cuando al doblar la esquina casi derribé a la anciana señorita Henson.
¡Disculpe usted, no la vi!
¡Pues claro que no, profesor López levantó la voz, usted siempre anda distraído y como huyendo por el campus! ¿Cree que no lo he notado?
Sí, sí, tiene usted razón, perdóneme pero debo… debo ir… He dejado a los chicos muy tranquilitos en el aula por si tenía usted curiosidad por saberlo.
En ese momento el portafolios se me resbalaba de entre los dedos mojados por el sudor. Miré nervioso sobre el hombro otra vez y no vi a nadie. Me moví a la derecha pues la Señorita Henson y yo nos encontrábamos arrinconados contra la pared, pero a ella se le ocurrió moverse también y volvimos a chocarnos. Sonreí estúpidamente en su cara, entonces di un paso largo hacia el centro del pasillo y por fin alcancé la puerta. Aún pude ver que la señorita Henson echaba a andar, sola, moviendo la cabeza negativamente y murmurando entre dientes mientras se acomodaba los anteojos, sostenidos por una cadenita tras la nuca, que nuestro impacto había hecho caer sobre su pecho.
Muy aprisa bajé los cinco escalones y seguí por el sendero hacia los jardines. El estacionamiento estaba cerca. Un vientecillo otoñal soplaba entre los árboles. Aún faltaban unos metros de setos, alumnos riendo y retozando por ahí y por acá, y ya podía ver las relucientes pinturas de los autos y los parabrisas como una promesa o como una…
¡Mi amor, oh, mi amor!
Si han escuchado esa frase dramática y barata de El alma se me cayó a los pies, bien puedo decir que eso y mucho más sentí al verla brotar el colapso gravitatorio, un meteorito formando un cráter en un evento de extinción, un planeta chocando con otro de entre los setos, corriendo sobre sus diminutos zapatos que, milagrosamente, sostenían sus ciento ochenta kilos de peso.
¡Yujú, yujú! agitaba su pañuelito rosado de encaje y se me acercaba peligrosamente: Una orca a punto de caerle encima a una nutria, un elefante con tutú, el planeta Saturno sobre dos diminutas patas. ¿Qué, pensabas dejarme, eh, amorcito?
¡No, yo…! Yo…
En ese momento el portafolio resbaló de mis manos y cuando ella por fin se detuvo sobre mí o casi, abrí los ojos como platos y las llaves se me cayeron al suelo.
Fue tirándome besos por el camino y tapando toda la ventanilla del lado del copiloto.
¿Iremos a cenar esta noche, mi amor, eh, me llevarás a ese nuevo restaurante a las afueras de la ciudad? Dicen que sirven buen pescado marinado.
En ese momento se me ocurrió aquello.
Sí le dije, sonriendo, claro que sí, pequeña mía. Paso por ti a las ocho en punto. No lo olvides.
Detuve el auto, abrí la portezuela, rodeé el vehículo, le abrí la portezuela y salió como tapón de sidra (casi pude escuchar el estampido). El instinto me hizo retroceder, se inclinó peligrosa, amenazante, y me estampó un beso húmedo en los labios.
¡Oh, mi amor, soy muy feliz!
De modo que esperé a que abriera la puerta de su casa, entrara y me soplara más besos, a los que respondí moviendo la mano, todo sonrisas fingidas.
II
¿Has oído hablar de Nuevo Horizonte, Brenda? le pregunté.
Se había volcado medio galón de perfume encima lo que provocaba que me picara la nariz.
No querido, ¿qué es eso? Suena a una especie de secta.
Pues es más bien una comunidad utópica estornudé, ahí va la gente a bien morir. ¿Entiendes? Se trata de una sociedad de eutanásicos volví a estornudar. ¿Has cambiado de perfume, querida? La gente que ahí va recibe toda clase de atenciones antes de morir de manera artificial y mucho antes de que la muerte natural, dolorosa, deformante y apestosa agité la mano ante el perfume, como ante un insecto molesto, les alcance.
¿Y a qué viene eso, mi amor, por qué lo dices? Me estás asustando…
Volví a estornudar.
Ah, por nada en especial. Lo recordé simplemente. Nuevo Horizonte se encuentra de camino al restaurante a donde quieres ir. Sólo hay que desviarse hacia un sendero a la derecha y ya estás en otro mundo. Si lo deseas, podemos desviarnos un momento; después de todo el pescado no irá a ningún lado, ¿verdad? Podremos ver las cúpulas plateadas de la comunidad a lo lejos. Te gustarán, lo sé, parecen dos enormes… Le miré las tetas planetarias en medio de las cuales se hundía un diminuto crucifijo dorado sostenido por una cadenita pendiendo de su cuello, perdida entre kilos de grasa dos enormes… pues eso, cúpulas plateadas.
¡Ay, mi amor, tú y tus raras ideas! Vamos pues… menos mal que he traído un aperitivo ¿Quieres uno?
Sacó de quién sabe dónde un enorme sándwich que dejaba ver lo verde de la lechuga entre sus rebanadas de pan, queso de distintos tipos y colores, tomate, cebolla, lonchas de jamón como cinco veces repetidas y encimadas, las unas sobre las otras, como los pisos de un rascacielos.
Giré a la derecha. Salimos de la carretera. Apenas reparaba ella en el camino angosto, cercado y cubierto por encima por las copas entretejidas de los árboles oscuros que llevaban a la cabaña, mientras comía, echándose encima gran cantidad de moronas de pan y gotitas en lluvia fina de cátsup, mantequilla, mayonesa y mostaza en el escote. Las moronas rodaban cuesta abajo, internándose entre los dos gigantescos globos.
Paré el auto. Salí. El aire estaba fresco y respiré profundamente la brisa del mar.
¡Ven, Brenda, no te pierdas esto, hemos llegado!
Salió.
¡Pero esto parece de cuento de hadas!
Aún no has visto nada. Giré la llave. Abrí la puerta, atravesé la sala y salí al porche que da al lago. Ella me siguió.
¿De quién es esta cabaña?
Mía, por supuesto. Era una sorpresa que te tenía.
¿Una sorpresa? su cabeza calenturienta echó a girar a velocidad luz.
Of Course! Sonreí. Mira hacia allá… Más allá de los árboles, a unos treinta metros, está la playa ¿Escuchas las olas? Y si ves entre las ramas, por la izquierda apunté con el dedo y ella se estiró lo más que pudo, podrás ver las cúpulas de que te hablé. Este lago a nuestros pies se desborda cuando llueve, y sus aguas arrastran esos nenúfares hasta el mar. Mañana iremos a caminar y te lo enseñaré.
¿Entonces nos quedaremos aquí? Estaba extasiada. Por un instante sentí lástima, siguió estirando el cuello. No veo ninguna cúpula…
Nos quedaremos aquí, así es, pero primero iremos por tu pescado, regresaremos y…
¡Haremos el amor! Se me echó encima con los brazos abiertos y casi me derribó.
Eso me decidió.
Sí, sí, pero tranquilízate… Ven, te mostraré la cocina dónde pasarás muchas horas felices…
Entró por delante. Al principio me fue difícil alcanzar su cuello desde atrás pero trepé por su espalda como sobre una inmensa morsa macho y rebané desde debajo de la oreja izquierda hasta la derecha, insensible, apretando los dientes, sudando. Fue como bañarse bajo la lluvia de una regadera, pero roja e imparable. Giró sobre los talones. Me miró aterrorizada y cayó por fin de bruces con un golpe seco de fractura de nariz. Me llevó varias horas limpiar todo, varias más medio arrastrarla y medio rodarla por los escalones de madera hasta la zanja de abajo, donde brota el drenaje de la cabaña que va a desembocar en el lago. Ahí la descuarticé y estuve tirando las piezas a lo largo de la zanja, medio sumergiéndolas, medio enterrándolas, hasta la orilla misma del lago. Regresé a la cabaña. Me di un buen baño de tina, descorché un buen tinto y freí un arenque que tenía en la nevera.
Descansé y me dormí por fin ante la chimenea, que amaneció apagada. Por la mañana abordé el auto y volví a la ciudad.
III
Iba silbando por el pasillo, portafolio en mano, cuando casi derribé a la señorita Henson al doblar la esquina.
¡Profesor López, fíjese por dónde camina!
¡Señorita Henson, mi buena y dulce señorita Henson! ¿A que el otoño llega perfumado y fresco, no le parece? Aspiré con los ojos cerrados el olor a cloro que la chica que aseaba los pasillos dejaba por doquier, y me puse a estornudar.
¡No diga tonterías! Se apartó y siguió su camino y yo el mío, sin prisas, silbando; bajé los escalones, alcancé el estacionamiento y le sonreí a todas las chicas bonitas de la universidad que se me atravesaron por aquí y por allí.
IV
Con un grito desperté, empapado en sudor. En el sueño se me aparecía en pedazos que se empezaban a unir por toda la extensión de las aguas negras, reptando y reintegrándose a su cuerpo. Su cabeza flotante surgía, cara arriba, de entre el agua, y sus labios amoratados se abrían obscenos:
¡Aliméntame! decía. Lo prometiste. ¡Ven a darme de comer, tengo hambre…!
En pijamas dejé la tibieza de mi cama y saqué el auto. Fui, medio loco, medio asustado, medio…
Dejé atrás la carretera, seguí por el camino lateral. Me quedé varios minutos tras el volante, mirando con horror la cabaña. Cuando me decidí por fin a salir el frío me caló los huesos y lamenté las prisas, y el no haberme abrigado. Abrí, eché leña a la chimenea, la encendí y me calenté un rato mientras pensaba en que todo había sido un sueño estúpido, como todos los sueños.
Busqué en el armario y encontré un suéter viejo que me eché sobre los hombros. Salí al porche, bajé las escaleras. Deambulé a lo largo de la zanja. Di un manotazo al aire con la intención de regresar a la ciudad, alejando de mi mente los siniestros pensamientos, cuando eso habló. Me quedé inmóvil y si han escuchado la frase trillada «como clavado al suelo«, créanme que yo lo estaba. Aquello hablaba, sí, pero su voz gorgoteaba.
Lentamente, con el cuello rígido, volteé. Cara arriba, los labios amoratados aún bajo la superficie cenagosa, los ojos vidriosos, hablaba.
Me hablaba.
Aliméntame& #151;dijo. Y no era la voz que tenía cuando vivía, sino una voz profunda, como que llegaba desde un agujero muy hondo o del fondo de una vasija funeraria. Aliméntame, lo prometiste. Dijiste que me llevarías a cenar.
¡Pero… maldita… maldita…!
¿Ahora me maldices, es que no me quieres?
No, no, quiero decir… maldita sea mi suerte. ¿Cómo es que puedes hablar?
Tengo hambre. Dame de comer.
¿Si te doy de comer… me dejarás en paz?
Aliméntame dijo. Entonces puede ser…
Tragué saliva.
¿Quie… quieres que te traiga el pescado que deseabas?
No idiota. Eso me sorprendió pues jamás me había llamado así antes. Quiero un tipo de comida muy especial. Algo que puede hacerme bajar de peso. Lo que sucedió fue porque no te gustaba como era. Ahora ya sé cómo puedo gustarte.
Explicó la forma de comer y bajar de peso a la vez. Una receta, dijo, infalible. La había escuchado de labios de varios médicos brujos que acompañaban su alma en pena en el Más Allá.
V
Encontré a la primera chica haciendo calle en el centro de la ciudad. Me gustaron sus caderas y su trasero firme y amplio. Le gustó la cabaña y a la tercera botella de vino se achispó y empezó a desnudarse y bailar. Cuando la invité a la cama y la amordacé y até sus manos y tobillos a los barrotes de la cama, no podía dejar de sonreír aún bajo el pañuelo que puse en su boca. Le rebané el cuello cuidando que la sangre llenara una serie de lavamanos y otros recipientes que tenía preparados. No quería volver a limpiar un desastre como el de la vez anterior. Una vez bien desangrada me eché el cuerpo desnudo al hombro y lo bajé a la zanja, dónde procedí a descuartizarla. Arrojé la sangre al agua y los pedazos por acá y por allá. Le di la espalda a la zanja y subí los escalones, tratando de ignorar los sonidos de masticación y los borbotones que llegaban del agua podrida.
La segunda chica fue una de mis alumnas. Había flojeado todo el semestre y sabía que no pasaría el curso. Créanme si les digo que no fui yo, sino ella, quien tuvo la idea del acostón aquel. Le tomé la palabra. De ella admiraba sus tetas duras, de tamaño perfecto para caber apenas en las manos, y sus grandes y expresivos ojos verdes. De la tercera me gustó el cabello castaño, y de la cuarta el vientre plano. La quinta y la sexta aportaron belleza de rostro y otros detalles; y cuando llegué a la decimocuarta la zanja apestaba ya a matadero, y uno se mareaba tan solo de permanecer cerca.
Esa noche llovió, las aguas del lago se desbordaron y alcanzaron el mar. En medio de los nenúfares, las olas arrojaron a la playa pedazos sanguinolentos de carne y espuma roja, y fragmentos de hueso, pleura, intestino, cabello, ojos vaciados y uñas con o sin dedos. Aterrado, pasé la madrugada y bien entrado el día en la labor horrible de enterrar los restos humanos de catorce chicas a lo largo de la orilla del mar. Cuando volví, tambaleándome, durmiéndome a cada paso, mojado por el mar y la sangre, con la idea de bañarme y dormir sin volver a la ciudad, escuché ruidos como de succión en la zanja.
Sabía que era ella pero pasé de largo sin mirar.
Buen provecho dije. Yo me voy a la cama.
Estaba a medio sueño cuando oí a alguien intentando abrir la puerta del porche. Abrí los ojos y los ruidos cesaron. Volví a dormirme. No sabía cuánto tiempo había pasado.
Los ruidos continuaron. Abrí los ojos. Escuché pasos húmedos. Cerré los ojos. Fuera la tormenta arreciaba. Sentí que algo se subía a mi cama y se arrastraba y gateaba desde mis pies hasta mi rostro. En medio de un relámpago la vi sobre mí. Grité, creyendo que soñaba.
¡Pero qué puto cliché de película de terror es esta!
Ahí estaba. Escurría agua y los pétalos de los nenúfares se le desprendían de la silueta de su cuerpo hasta el colchón.
¡Bésame! pidió. Sólo falta saciar otro tipo de hambre para poner punto final a la receta.
¿Brenda? balbuceé.
Tu Brenda, mi amor. Eternamente tuya.
Nos abrazamos. Olía a hierbas y flores. Sus ojos brillaban con vida, como soles en primavera, encendidos con amor y pasión, toda ella nueva, un cuerpo adolescente mojado, recién nacido, única y múltiple, como pedida, mandada a hacer, perfecta. Perfecta. Y hacía el amor como una, como varias, como catorce mujeres a la vez. Creí morir o nacer o renacer y entrar al útero y ser expulsado en miel y leche de esa tibieza sólo para recomenzar horas y horas, y sentí cómo era absorbido desde mi sexo y reabsorbido y arrojado a las orillas de la cama y entre sus brazos y sus labios abiertos que besaban, y ella se abría y cerraba y fui como un niño y un animal en celo y me envolvió y desenvolvió, también nuevo y más sabio en hambre y avidez, hasta dormirnos juntos como en un amanecer primordial que era muchos amaneceres terminales en un continuum alterado solo por el fuego de una hoguera sagrada en una escena atemporal.
Okey, okey, eso ha sido muy cursi pero juro que así me sentí.
Abrí los ojos y preparaba el desayuno.
Hola mi amor, buenos días. Encontré huevos y hierbas de olor y nos preparé el desayuno.
No lo podía creer pero estaba ahí, radiante, de espaldas y no llevaba ropa mientras cocinaba. Sin ropa me acerqué. Apagué el fuego de la estufa. La eché sobre la mesita de la cocina y la tomé por detrás. Tuvimos sexo otra vez antes de desayunar y después de desayunar, antes de comer y después de comer y cenamos sexo y dormimos con y entre el sexo también.
VI
El hombre más feliz del mundo fue a comprar ropa para su mujer recién nacida y se gastó todo el dinero que tenía. Cuando el efectivo se terminó comenzó con la tarjeta de crédito y regresó a su cabaña en medio de un bosque encantado a orillas de un lago perfumado y cubierto de nenúfares que cuando llovía se desbordaba y arrastraba las flores al mar. Toda la ropa cara y los zapatos y los accesorios y los sombreros y las gafas le quedaron como mandados a hacer a la mujer como mandada a hacer. La pareja perfecta pasó una semana teniendo el sexo más perfecto y arrebatado, comiendo y bebiendo y volviendo a amarse entre comidas.
El día que regresaron a la ciudad y fueron a la universidad todo el mundo murmuraba al ver al escuálido profesor de la mano de esa criatura tan hermosa como salvaje en su andar de prostituta costosa. El profesor recomendó a su novia como maestra de ciencias ante el director, y ella se quedó a impartir clases.
Y fue cuando empezaron las dificultades, por llamarles de alguna manera.
Y es que, un día, el profesor encontró a su chica teniendo sexo con un alumno en los baños, otro día con el director en su oficina, otro la encontró en los jardines, extendida bajo el cielo, en cueros, los ojos cerrados y un macho rijoso que nunca había visto antes encima de ella, babeando y lamiéndole la cara. Catorce veces catorce y multiplicado por catorce la encontró haciendo el amor, y parecía gozar cada vez como había gozado con él. Tal vez más. Y eso dolió.
¡Tengo hambre explicaba ella. Te amo, pero no puedo quitarme esta hambre de encima! La siento aquí y ella se llevaba la mano al bajo vientre y aquí, en medio de las piernas.
Así, derrotado, el profesor López dejó la ciudad y se encerró durante muchos días en su cabaña encantada ahora desencantada.
VII
Bueno, era obvio que la esperaría, y sé que ustedes sabían que estaría esperándola. Tenía un balde con champaña a un lado de la cama y una buena cena preparada para cuando llegara. Y velas y la chimenea encendida, y todos los clichés de una vieja película romántica. Si algo quedaba de la antigua Brenda en ese nuevo cuerpo tenía que despertar y resurgir esa noche.
Estaba preparado cuando tocó a la puerta.
¡Adelante querida! dije, zalamero. ¡Está abierto!
Se quedó de pie, bajo el dintel de la puerta.
Mi amor, yo… miró las velas, la champaña, las rosas. ¡Oh, qué dulce! Su arrepentimiento parecía sincero.
En esa fuente, sobre la mesita rodante, podrás encontrar un enorme y riquísimo pescado marinado. Como el que deseabas en aquella ocasión… que parece tan lejana… ¡Sí, como aquella vez! ¿Recuerdas?
Levantó la tapa y aspiró el aroma del pescado. A mí también se me abrió el apetito en ese momento. Otra clase de apetito, creo que comprenden.
Aquí hay galletitas de nuez, que son las que te gustan, flanes, gelatina y dulces… Acércate y dame un beso.
Toda sonrisas se acercó. Cogí la escopeta y sin más le volé la cabeza para que no anduviera hablando aún después de muerta, de una buena vez. Que no le quedaran ni labios, ni boca, ni dientes o nariz.
¿Qué les puedo decir? Tuve que volver a limpiar, despiezar, tirar a la zanja todos los restos y ya por fin abordé el auto y eché a andar por la carretera.
VIII
Conduje alrededor de media hora dándole vueltas al asunto una y otra vez hasta que las cúpulas plateadas destellaron bajo la luz del amanecer. Era, en realidad, la visión de otro mundo.
Nombre y ocupación me preguntó un secretario en la gran sala de ingresos y yo respondí. ¿Qué enfermedad incurable lo ha traído hasta nosotros?
Dudé por un segundo si la respuesta que debía dar era «el hambre», luego, sin pensarlo dos veces, le solté de golpe al hombre que escribía en su terminal electrónica: El amor. Sí, el amor…
El secretario levantó la vista, sonrió y se me quedó mirando así, entre conmovido y divertido, y se puso a teclear enseguida.
Pedro Paunero es un narrador, ensayista, crítico de cine y biólogo mexicano que ha hecho activismo y performance. Ha publicado novela erótica y ha sido antalogado en latinoamérica, Australia y España. En el género de la Ciencia Ficción ha publicado el ensayo “Las cinco grandes utopías del Siglo XX” en la web española Alfa Eridiani.
En Axxón hemos publicado, además de varias ficciones breves: EL HOMBRE EQUIVOCADO, EL OTRO MESÍAS, NOCHES DE BANTIAN, LA NOCHE DE TEMPOAL, AHÍ FUERA, LA BÚSQUEDA DE AUSENCIA, DESPOJOS, ASÍ PERMANECE HERMOSA LISA MARIE (ANTICUADA CANCIÓN PARA SONÁMBULOS), UNA MUERTE EN CASA, UNA PEQUEÑA MENTIRA, LAS ENSEÑANZAS DE GAN BAO, LA IMPRONTA, EL HOMBRE DEL SIGILO, UN FAQUIR DE ESNAPUR, MEDIODÍA, CÁNTICO DE UN AMANTE QUE GIRA BAJO GIRASOLES UNA MAÑANA DE PRIMAVERA, EL PAISAJE DESDE EL PARAPETO, LA HISTORIA MÁS GRACIOSA CONTRA LA HISTORIA MÁS TRISTE DEL MUNDO, LA PUERTA EN EL MONTE, INCIDENTE EN EL JARDÍN DE NIÑOS (UN ABSURDO ARGUMENTO DE CINE ‘SERIE B’), LO QUE PUEDO VER POR LA VENTANA y LÍNEA DE SANGRE.
Este cuento se vincula temáticamente con RECETA: HOMBRE FRITO, de Sergio Gaut vel Hartman.
Axxón 272
Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Humor Negro : Asesinato, Brujería : México : Mexicano).