Revista Axxón » «¡ARGENTINOS, A VENCER! – 7 – Un acto escolar», Juan Simeran - página principal

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. 7 .

Un acto escolar

 

 

Bernardo se mira los jeans desteñidos y las puntas de los mocasines que parecen acordeones. Lo avergüenza el contraste que forma con Marita: ella está espléndida, hasta para el acto escolar de Jaime porta una sencilla elegancia que realza su figura. El cabello negro cae en cascadas sobre su bien formada espalda, con un brillo como de ala de cuervo, enmarcando un rostro anguloso de blancura deslumbrante. «Muñeca de porcelana», recuerda que la llamaba así cuando eran novios, «hace un millón de años». «Y no hay padre que no la mire, que no se babosee. Y este monumento es… era mi mujer».

Bernardo mira cómo los niños disfrazados hacen morisquetas y cuchichean detrás de la Directora, que se dispone a tomar la palabra frente a un micrófono enorme. No puede evitar el malestar de ver a esos niños disfrazados de Infantes de Marina con las caritas embetunadas. «Sucias de corchos quemados, los mismos que en mi niñez servían para pintar la cara del vendedor de empanadas del Virreynato». Los ve portar fusiles FAL de plástico, con garbo entre inocente y temible.

Aún más lo incomoda ver a las niñas: «En el intento de disfrazarlas de madres de soldados pareciera que sus madres se hubieran puesto de acuerdo en utilizar disfraces de los Ingalls». Las niñas lucen pañuelos en la cabeza y largas polleras. Una, con largas trenzas rubias, tiene colgada una cesta de mimbre repleta de manzanas. «En lugar de recrear ‘La Madre’ de Gorki recrearon ‘Caperucita'», se regodea.

Sabe Bernardo que su hijo es el abanderado, que ingresará enarbolando la bandera de ceremonia disfrazado de Hernán Sosa montado en su yegua Malvinita. Esa es la piece de resistence del acto reservada para el final. Así, en francés, se lo dijo la Directora.

Como su hijo nunca tuvo especiales aptitudes escolares, su repentino ascenso al banderato es probablemente de origen espurio, relacionado con el empleo de Marita en el ministerio. Bernardo rumia cada pensamiento como si chupara un espárrago amargo. Le habían llamado la atención, al ingresar al decrépito establecimiento, las cuadrillas de obreros realizando reparaciones, y en el hall de entrada cajas aún sin desembalar con formatos diversos. «¿Pizarrones? ¿Computadoras?».

Bernardo capta las perrunas miradas de agradecimiento que la Directora dirige a Marita.

A la derecha de la Directora hay un par de muchachos, uno sin los dos brazos y otro al que le falta una pierna y tiene media cara quemada. «Dos soldados que recibieron los misilazos ingleses en las Islas, de los que se ven todos los días en Telejército, seguro». A la izquierda de la Directora está rígido un cura de cara congestionada y nariz de color granate; Bernardo no puede menos que pensar que probablemente sea un alcohólico.

La Directora carraspea, va a comenzar a leer un discurso, el encendido del micrófono produce un chirrido ensordecedor. Los cuchicheos cesan. La voz es glacial:

—Niños y niñas de nuestra amada Patria. Maestros, guías espirituales, capitanes de vuestro aún polluelo ejército. Padres, madres, que en vuestra doméstica trinchera transformáis cada hogar en una segunda escuela. Padres y madres que hoy, al disfrazar a vuestros niños de Infantes, y asentís por anticipado el orgullo de ver a vuestros hijos vistiendo los uniformes del glorioso Ejército Argentino —el cura le dice algo al oído—. Ehhh… de la gloriosa Infantería de Marina argentina. Soldados hoy aquí presentes, dando testimonio del precio que habéis pagado con libras de vuestra carne al maldito Shylock agresor…

Bernardo siente algo entre sus dedos, algo parecido a suaves gusanos. «No, no estoy loco, es la mano de Marita tomando la mía. Quizá no se dio cuenta y la tomó por costumbre. Quizá quiere representar la comedia de la familia unitta. Quizá juega, quizá tiene ganas de encamarse después del acto». Le susurra: «Buon giorno santa madonna«. Los suaves gusanos aprietan más fuerte.

—…soldados que hoy nos traéis testimonio de la nieve y el frío de nuestro sagrado territorio de las Islas, que habéis defendido con bravura, coraje y patriotismo. Autoridades eclesiales, capellán escolar, padre Faustino Adalberto Quiñones Rey, quien viene en nombre de la Palabra del Santo Evangelio y la Santísima Trinidad, verdad revelada que guía como un faro la nave de la argentinidad por los mares tumultuosos de las penurias que nos causa el imperio agresor…

—¿Vendiste el local? —susurra Marita.

—Sí —contesta Bernardo.

—¿Pagaste las deudas?

Iá.

—¿Y ahora, qué pensás hacer?

«Y ahora qué pienso hacer? ¿Pienso hacer qué? ¿Hacer qué pienso?».

—Donárselo todo al capellán escolar. Miralo, pobrecito: sobrio está irreconocible.

Marita sonríe y pellizca su mano con sus largas uñas. «Hoy ella está de buen humor», piensa él y se abandona a la placentera sensación de cosquilleo en su mano.

—…por último, padres y madres de la Asociación Patriótica Cooperadora, ángeles guardianes de nuestra sufrida escuela, que como un argentino más se yergue en toda su dignidad a pesar de las difíciles condiciones materiales…

Marita se pone seria y los gusanos cálidos repentinamente dejan la mano de Bernardo como la de un mendigo que pide limosna. «Ahí la nombran, quizá hasta la hagan pasar a compartir el palco con la Directora, el cura y los soldados. Un asco, pero cómo me sigue calentando Marita, no lo puedo evitar», piensa Bernardo. «Soy otro padre baboso más».

—…y muy especialmente a la doctora Myriam Muller, ángel protector del establecimiento, a quien pido un respetuoso aplauso…

Marita se para de la silla, unos tibios aplausos de las mujeres —y más enfervorizados de los hombres— se dirigen a ella. Bernardo no aplaude. «Todavía la gente no va presa por no aplaudir en un acto escolar», piensa.

—…pues la doctora Muller ha conseguido el padrinazgo de la Infantería de Marina para nuestro establecimiento, y es por eso que hoy nuestros alumnos, en señal de agradecimiento, marcharán vestidos de Infantes al son de la Marcha de San Lorenzo. Alumnos, padres, soldados, docentes, autoridades eclesiales, damos inicio al acto. Que la gallardía de la marcha quede impresa en la retina de nuestros párvulos, y especialmente de las niñas que luego marcharán como madres de soldados. Nos ponemos de pie e iniciamos la audición de la Marcha de San Lorenzo.

Un viejo Winco comienza, entre el estrépito de sillas, a extraerle sonidos a un disco de vinilo. Los saltos de la púa son amplificados por los viejos parlantes, cascando la atronadora y triunfal melodía.

—No aplaudiste, turro. Te vi —susurra Marita, sin dejar de mirar al frente, entre divertida y fingidamente enojada.

Los niños comienzan a marchar, recreando una especie de paso de ganso caótico, tomando los FAL con ambas manos, las caritas intentando componer gestos feroces bajo las boinas coloradas.

El amplificador emite sonido de fritura.

El cura abre grandísimo la boca al cantar «Avaaaaaanza el enemigo«. Bernardo mira asqueado unas encías ennegrecidas y una dentadura con más agujeros que dientes.

—Es que no me gusta aplaudir al mono, prefiero al dueño del circo. ¿El milico no vino?

«Te lo dije, y si estás caliente acostate con Montoto», piensa Bernardo.

Marita acusa recibo. Se tensa su rostro. «¿Este infeliz tiene ganas de pelear justo acá? No, Archimbaldo no vino, si venía hacía que te rompa la cara. Mejor me calmo, por Jaime».

—Bernardo, no empecemos. Bueno, no me dijiste qué vas a hacer ahora.

Bernardo mira la marcha de los niños, que ya dan la segunda vuelta al salón.

Alvieeeen todesplegaaaado surooooo jopabellooooon…

La respuesta se agolpa en la mente de Bernardo «¿Que qué voy a hacer ahora? Irme a la reverenda mierda, terminar con esta pesadilla y cruzar de una vez y para siempre el Río de la Plata. No imagino aquí el más mínimo proyecto, ni personal ni comercial, no aguanto más».

—Me voy a comprar un rojo pabellón, a ver si estos chicos me pegan un balazo de corcho. Decime, hoy Jaime hace de Hernán Sosa y es abanderado. La verdad que podrías dejarlo que se empiece a corromper un poco más tarde…

Marita no contesta. La misma mano que antes había intentado una caricia ahora se cierra sobre sí misma, en un puño. Se le llenan los ojos de lágrimas de ira. «Cuando acostaba a Jaime podía contarle las costillas, una por una, en su pancita infantil. En pleno invierno le calzaba las zapatillas con agujeros. Me sacaron el medidor de gas, y aún hoy tengo que subir dos pisos el garrafón. Cómo explicarle a este buenoparanada que cualquier sacrificio es poco para salvar a mi hijo de la miseria», piensa furiosa. Como una alucinación, recuerda las ventas subrepticias de libros de la biblioteca de Bernardo, cuando no tenían ni para comer. «Y este salame ni se daba cuenta de que la cena la había pagado Sófocles».

—Aplaudimos a nuestros bravos Infantes de Marina, mientras las sacrificadas madres, nuestras niñas, les tiran guirnaldas de flores al término de la marcha. A continuación, ingresará la bandera de ceremonia. Abanderado, el alumno Jaime Muller Abramovich, que nos recreará la figura del pequeño Hernán Sosa con su yegua Malvinita, mientras escuchamos la Marcha de las Malvinas. Nos ponemos de pie. Preceden al abanderado los escoltas, Nahuel Ranquén Martofinucchi y la niña Malvina Soledad Hamra, que representarán a los padres de Hernán Sosa.

Nuevamente el Winco hace un esfuerzo heroico y tras su manto de fritura las íes de «malviiiinas» y «argentiiiiinas» suenan chirriantes.

Dos alumnos se adelantan. El niño calza sandalias franciscanas y está embutido en una bolsa de arpillera con un cinturón de soga de cáñamo. Está más parecido a un anacoreta bíblico que a un supuesto carpintero correntino, piensa Bernardo. El pelo entalcado y una barba de algodón aumentan el aire místico. Bernardo contiene las ganas de reir; mira de reojo a Marita, ella sigue con mala cara. «Se cabreó. Quizá estuve un poco torpe. ¿Le pido disculpas?».

La niña está vestida de Virgen María, y no le habían ahorrado ni el halo sobre la cabeza, hecho con papel glacé dorado enrollado sobre un alambre.

Otros niños, disfrazados de animales de granja, brincan alrededor, algunos emitiendo balidos de oveja, otros relinchos de caballo, también mugidos de ternero, agregando más cacofonía a los puazos del Winco y al desentonar generalizado de los padres. El plato fuerte es Jaime montado en una auténtica yegüita, cuyo acre olor la precede. Jaime enarbola un asta con bandera en la mano derecha.

«Se parece al Chavo del 8. Por lo menos Marita no lo disfrazó de Pequeño Jesucristo, o de Pequeño Napoleón, lo disfrazó de pequeño pobre, bien por ella», la mira agradecido pero ella está absorta. Un maestro lleva a la yegüita de las bridas, y lentamente cruzan el salón de actos.

Marita le clava a Bernardo las uñas en el brazo.

El movimiento es tan sorpresivo, que a él le cuesta comprender qué es lo que pasa. Ella está lívida, el espanto forja una máscara que se superpone a su rostro habitualmente plácido. Mira desencajada en dirección a su hijo y se sostiene de Bernardo para no caerse. Él no entiende qué pasa, hasta que ve lo mismo que Marita, y también se marea por el asco. Toma con su mano libre el brazo trémulo de su ex mujer.

Del asta de la bandera cuelga una rubia cabeza cortada.

Algún maestro ingenioso utilizó una máscara de goma y jugo de tomate para pintar de sangre su fláccida base, que va chorreando y dejando un reguero de gotitas sobre el parquet del salón de actos. Hasta la bandera está sucia de sangre falsa.

Los ojos de la máscara son dos agujeros negros que miran a la nada. La boca es una línea oscura que, para colmo, sonríe.

«Sonrisa sardónica: es la sonrisa producida por estiramiento muscular que producen los bebés quemados en rituales paganos». El incongruente recuerdo de esa definición inunda la mente de Bernardo.

Minúsculas gotitas de sangre verdadera manchan de rojo las uñas rojas de Marita, que se clavan en la carne de su ex.

Ella le susurra: «Sacalo de acá, sacalo de acá, sacalo de acá, sacalo de acá…«.

 

 

 


 

[SIGUIENTE]

 

 


Axxón 275

Novela de autor latinoamericano (Novela : Fantástico : Ciencia Ficción : Ucronía, Distopía : Argentina : Argentino).

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