Revista Axxón » «Fuga en clave menor», Stewart C. Baker - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 



 

 

Reino Unido  REINO UNIDO
Me sientan en una silla plegable en una habitación de paredes blancas con una única ampolla fluorescente en el techo. Dos técnicos de blanco (una mujer pequeña, un hombre flaco) se sientan y me dicen que esto es real, que nunca fui una concertista mundialmente famosa, nunca me casé y nunca estuve de duelo por mi esposo, y nunca nunca nunca tuve una hija.

—Por lo tanto —me dice el flaco— es imposible que ella esté en peligro alguno.

—¿Está en peligro? —pregunto.

—Señorita…

Pero no lo dejo terminar.

—Si está bien —digo—, quiero verla.

—Señorita —repite el flaco—, no puede verla. No es real.

—¿Son de la policía?

—No —dice la pequeña—. Ya hablamos de esto.

—Somos psicólogos experimentales de la Universidad de […] —dice el flaco—, y usted pasó los últimos ocho minutos inmersa en una simulación holística diseñada para probar la respuesta de la mente humana al estrés.

El nombre de la universidad es ruido blanco, una descarga distante de estática que no oscurece nada más. No puedo distinguirlo.

—Una simulación holística —digo.

—Sí.

—Ocho minutos.

—Sí.

—La Universidad de…

El flaco no contesta. En vez de eso, toca la mesa con su portapapeles. Los papeles, lo sé, están firmados con mi nombre de soltera, Katja Maczyk, y omite veintitantos años de mi vida.

—Ustedes no son de la policía —digo.

—No. —Es la pequeña, con un notable alivio en la voz.

—¿Son de la CIA? —intento—. ¿Del FBI? ¿Oficiales de Interpol, terroristas, una I.A. rebelde?

—Señorita…

—¿Esto es alguna clase de broma?

—Señorita —dice el flaco—. Señorita, señorita Maczyk, señorita, por favor. Está experimentando un episodio poco común, pero le aseguro que breve, de desorientación extrema. Una vez que se le pase, recordará haber firmado estos papeles y que la enchufamos a la máquina, y volverá a usted misma y a la realidad.

—La realidad.

—Sí —dice él.

La pequeña se levanta, se ajusta los anteojos.

—Mostrémosle la máquina —dice—. A lo mejor sirve de algo.

No es gran cosa, esta máquina que me dicen que me ha revuelto los recuerdos. Sólo un par de terminales de electrodos conectados a una computadora con unos cables plateados y transparentes que parecen alguna clase de orugas transparentes. También hay una máscara, una pesada aglomeración de orejeras y anteojos para sol, con una mascarilla de látex para nariz y boca que no tiene agujeros salvo el que está conectado a un tubo para respirar.

Ampliación

Ilustración: FRAGA

—Los terminales van aquí y aquí —dice la pequeña, tocándose los lados de la frente debajo del nacimiento del pelo. Me muestra un espejo y puedo ver las marcas que dejaron en mi piel demasiado joven, pero no me convence.

Aún así, las marcas de cinta están allí, y no hay huella en mi dedo anular. No tengo arrugas, el pelo marrón no parece teñido, y no tengo pensamientos claros sobre música. Ningún recuerdo de música en absoluto, a decir verdad, o de cuando Ben estaba vivo. O de Sophie. Sólo recuerdos de recuerdos, la sensación de que ocurrió algo sín detalles de qué, o cuándo, o por qué.

Una estrofa solitaria, en lugar de una orquestación.

—Parece algo salido de una película —digo.

—Sí.

—¿Puedo probar de nuevo? —pregunto—. Sólo para ver.

Una pausa, y luego el flaco dice que no.

—No es buena idea —dice—. Ya está confundida, y es improbable que vea el mismo escenario de nuevo, en cualquier caso. —Hay una tensión en su voz que contradice su calma exterior.

—Está bien —digo—. Es asombroso lo bien que ya me estoy sintiendo. —Mientras pienso todo el tiempo que esto no puede estar bien, que hay algo que no me están diciendo. Algo que me estoy perdiendo.

Los dos me conducen por el pasillo, pasando la habitación con la silla y la mesa, y hasta un vestíbulo donde el sol se vierte con fuerza a través de una gran ventana doble, entibiándome la parte de atrás de los brazos.

—Vaya —dice el flaco—. Zambúllase en el mundo y verá lo rápido que todo vuelve a usted. Jennings —señala a la pequeña— la acompañará para almorzar en el comedor estudiantil dentro de unas horas para ver cómo le está yendo.

—Bueno —digo—. Sí, bueno.

Y cruzo las puertas hacia el sol, y huele a concreto y a cerezos silvestres y a escapes de automóvil. El to-ro-ril de los pájaros y el zumbido distante del tráfico no pueden arrollar los compases musicales que no puedo alcanzar, o el sonido de la risa de Sophie que se desvanece.

Me siento en un tramo envejecido de escalones de madera, camino al estadio de atletismo de la universidad, esperando que pase algo. El aire está agradablemente tibio, y los pájaros siguen allí con su canto incesante, pero pese a ello (quizá debido a ello) nada parece real.

En el estadio no hay nadie, sólo hay una camioneta con una barredora detrás, que gira y gira por la pista en círculos lentos, metódicos. Desde algún lugar en la distancia, escucho los gritos de la gente que practica un juego u otro.

La combinación me altera, como si de alguna forma hubiera gente en la pista y yo no pudiera verlos. Me pregunto si debería haber intentado ir al salón de música, pero no pareció ser una buena idea. Si en la simulación yo era una pianista, y estoy intentando alejarme de esos falsos futuros recuerdos, ¿no debería evitar el piano? ¿La música?

El sol, al menos, se siente agradable en la piel. Cierro los ojos y respiro lenta, profundamente. Los aromas combinados de las lilas y las madreselvas. Detrás de todo ello, el aroma fértil de la tierra.

Tierra, pienso. ¿Cuándo fue la última vez que oliste tierra?

Eso me convence, de algún modo, de una forma que no lograron las palabras de los psicólogos. Quizá cuando me encuentre con Jennings puedo sugerírselo para el siguiente sujeto, pienso. En el rostro me aparece una semisonrisa perezosa. Me río de mí misma. Una simulación, y pensé que era real.

Con los ojos aún cerrados, me pongo de pie y estiro los brazos lo más alto que puedo, encorvando la espalda, estirando los músculos porque sí, disfrutando la sensación de excesiva tirantez que me deja en la parte de atrás de las pantorrillas.

Pensé que era real.

Cuando abro los ojos, hay alguien en el área de césped en el medio del estadio. Pienso por un momento que es una estudiante, pero luego veo que es una niña pequeña, que viste un vestido informal color púrpura claro y está simplemente allí parada, mirándome, mientras la camioneta sigue girando.

Sophie.

Abro la boca para gritar algo, pero tengo la lengua seca, los labios ásperos como la arena. No puedo respirar, tengo una presión en los ojos, y el mundo se pone borroso. El canto de las aves se desvanece, y con él los gritos de la gente, hasta que el único sonido es un zumbido agudo y persistente en el límite de la audición. Como un monitor de TV encendido y mudo en los bosques cercanos. Hay un crac a mis espaldas, una rama partiéndose en el césped, y de pronto siento frío, como si el acercamiento de alguien me hubiera envuelto en sombras. ¿Jennings? O…

Me vuelvo para mirar, pero no hay nadie, sólo el campo vacío, y nubes escasas con forma de algodones flotando por el cielo de la tarde. De nuevo me siento tibia, los sonidos regresan, pero siento escalofríos. Cuando vuelvo a mirar al estadio, también esta vacío, con la misma camioneta dando vueltas sin cesar. Las líneas blancas de la pista hacen que los carriles parezcan un pentagrama con los colores invertidos, las barras retorcidas y estiradas hasta casi no reconocerse, una burla a su propósito y a la música.

Sólo he esperado unos pocos minutos en el comedor cuando llega Jennings, limpiándose los lentes con un pañito de microfibra. La dejo buscarme por un minuto antes de ponerme a medias de pie en mi cubículo y saludarla con la mano.

—¿Cómo está? —me pregunta, y se sienta en la silla frente a la mía.

Me encojo de hombros, sin comprometerme.

—¿Quiere un café? ¿Algo de comer? —Sacude una tarjetita de plástico.— Cuenta de gastos incidentales —dice—. Yo invito.

—Un café estaría bien.

—Bueno —dice—. En seguida vuelvo.

La miro avanzar entre la multitud de estudiantes, volviendo a darme cuenta de que soy uno de ellos. Algunos recuerdos se desenganchan solos: compañeros de habitación; clases; horas interminables de práctica en el piano de la sala de música.

Piano, pienso. Así que toco, después de todo. Es curioso cómo lo he olvidado. Cómo he asumido que eso también era parte de la simulación.

Un fulano del otro lado de la habitación me saluda, y de pronto recuerdo los sucesos de la mañana: cómo me anoté para el experimento para obtener créditos adicionales en la clase del Dr. Edwards; cómo me había sorprendido descubrir que uno de los técnicos era una mujer; cómo me hizo sonrojar el contacto de ella cuando me ajustó la máscara en las sienes.

Para cuando Jennings vuelve a la mesa con nuestros cafés, sólo estoy sentada allí, con el rostro enrojecido, pensando en cómo he estado actuando. Por suerte no he dicho nada sobre la pista, o ella va a pensar que estoy realmente loca. Y no quiero que piense eso. Sentarme con ella me recuerda a Jenny, mi mejor amiga en la secundaria, que me gustó secretamente por años y que me rechazó cuando se lo confesé. Ahora éramos compañeras de habitación; sin rencores. Sólo me gustaría haberle dicho antes lo que sentía, en lugar de guardármelo.

Quedarme en silencio aquí tampoco parece lo correcto. Después de todo se supone que esto es un control.

—¿Cuánto tiempo llevará esto? —le pregunto a Jennings.

Ella parpadea y me pasa la taza, aún humeante, y vuelve a sentarse.

—Bueno —dice—, si tiene alguna otra cosa que hacer…

Algo en ella me recuerda a Ben, creo. El tono de su voz cuando está decepcionada, quizá, o cómo cuadra los hombros. ¿El color de sus ojos? Ya no puedo recordar, y eso de algún modo es peor que mi certeza anterior.

—No —le digo—, esta reunión no. Esta… esta confusión. —Usé la palabra del psicólogo flaco.— Este no saber quién soy, o dónde estoy, o cuál vida es real.

Jennings se mueve en la silla, sentada chueca sobre uno de los lados.

—Para serle franca, señorita Maczyk…

—Kat. Por favor.

—Kat, entonces. —Su rostro se relaja y se apoya en los codos, tonteando con el revolvedor del café—. Para serle honesta, no hay forma de decirlo con certeza.

—¿O sea que no saben?

Sacude una mano, descartando la idea pero no despectivamente.

—No es eso —dice—. Es que cada uno es diferente. Y de las personas en las que hicimos este experimento, sólo a tres la confusión les duró más de tres minutos. Incluyéndola a usted.

—¿Y los otros dos?

—A uno le duró un día, y al otro…

Recuerdo la incomodidad del otro técnico.

—¿Más tiempo? Dios mío, ¿cuánto más? ¿Un mes? ¿Un año?

Ella ríe.

—Nada de eso. Sólo hemos estado haciendo esto por unos pocos meses. Los síntomas de nuestro quinto sujeto duraron una semana y media, sin embargo, y casi nos hizo perder todos nuestros fondos cuando atacó al Decano de Ciencias de la Conducta con unas tijeras. Con el tiempo conseguimos que el Comité de Revisión Ética nos diera permiso para empezar de nuevo después de que él mejoró y argumentó bastante bien que ya no sufría de efectos a largo plazo, pero Márquez todavía se inquieta cuando alguien sale y no recuerda enseguida.

—¿Entonces ahora está bien? El sujeto, quiero decir.

—Sí. Volvió con su familia hace ya un mes. Nos sigue mandando tarjetitas para intentar disculparse.

Familia, pienso, pero no digo nada.

Nos quedamos sentadas un rato sin hablar, con las bebidas entre las manos, dejando que la vida del campus fluya en torno a nosotras. Envueltas en ruido y la fragancia lechosa del café del comedor.

Entonces Jennings mira su reloj.

—Debería volver —dice, acomodándose en el reservado—. Ahora que sabemos que está bien, experimentaremos a las cinco con otro sujeto.

—¿Puedo mirar? —pregunto.

Jennings vacila, con un dedo golpeteando la mesa y los ojos cuidadosamente en blanco.

—Realmente creo que sería útil —digo.

—Este… —responde—. Em. Bueno. Pero éste no. Venga por la mañana cerca de las seis y puede observar.

—¿Qué debería hacer hasta entonces? —pregunto.

—Vaya a casa y descanse. Hable con amigos, familiares. Personas que conoce. Intente olvidarlo todo. Si mañana todavía está intranquila, venga al laboratorio. Márquez no llega hasta las ocho la mayor parte de los días, así que no debería haber problema.

Le sonrío, mirándola a los ojos.

—Gracias. Realmente significa mucho para mí.

—Bueno —dice ella—, este… —Tose, aparta la mirada—. A propósito, me llamo Sarah.

—Sarah —repito. Parece el primer compás de una melodía.

—Nos vemos —dice con una sonrisa, y luego se escapa del reservado antes de que pueda responderle.

Me quedo sentada, mirándola escurrirse entre la multitud y salir por la puerta, y luego se va.

En camino al departamento que comparto con Jenny, verifico la vida que acabo de recordar. La calle festoneada de cerezos, con sus departamentos desvencijados para estudiantes, me recuerdan mi primer día en el campus, mis padres tratándome como a una niña; visitas a última hora al comedor en época de finales. Caminar parece ayudar, y también ver un paisaje que antes de todo esto casi había dejado de notar.

Memoria muscular, pienso, y estímulos visuales. Términos que he escuchado en clase, quizá, o leído en un libro. ¿Anoche? ¿Hace una semana? ¿O dentro de quince años en esa otra vida, medio dormida en el sofá con la radio como única compañía en las horas oscuras del final del día después de que Sophie se vaya a la cama?

Aparto el pensamiento.

En el departamento no hay nadie, pero hay una nota de Jenny en la heladera. «No volveré hasta el lunes», dice la nota. «Fui a casa por una emergencia familiar, y le avisaré a mis padres cuando pueda.»

Me quedo dando vueltas, de todos modos, intentando relajarme, pero se parece demasiado a llevar la piel de un extraño. Sigo chocándome con los muebles, escuchando ruiditos que cuando voy a ver no son nada.

Después de un tiempo me rindo y voy a la sala de música en el centro del campus: un edificio de ladrillos rojos y estilo colonial, en cuyo frente hay enrejados blancos y se enrosca una enredadera verde. Desde varias ventanas se derraman un violín y una batería y un bajo, y me detengo allí bebiéndolo todo, la gloriosa energía de la música. Esto es vida, pienso. Esto es real.

Quizá una sesión con el piano…

Pero a último momento pienso: ¿Qué tal si no funciona? ¿Qué tal si me equivoco y eso también es una reliquia de una vida que nunca viviré?

En vez de eso voy a la biblioteca, penetro sus muros de concreto hasta llegar a un enorme escritorio de madera donde una mujer de pelo cano y labios rojos se sienta haciendo clic en un bolígrafo para abrirlo y cerrarlo, abrirlo y cerrarlo, con la mirada desenfocada.

—Perdone —digo.

*Clic clac*.

—¿Tiene libros de psicología?

*Clic clac*.

—Estoy intentando averiguar qué confundiría a una persona y cómo corregirlo.

Esto me gana una mirada, rápida y de costado, antes de volver a su bolígrafo. *Clic clac*. Claro que estás confundida, parece decir la mirada. Claro que lo estás.

Me agito en el lugar, me aclaro la garganta.

*Clic clac*.

—Estoy tratando de…

—Sótano tres —dice—. Estás buscando los RC400. O el entrepiso, BF30.

Su voz no se parece nada a su aspecto. Cortés y clara, casi musical. Sonríe.

—Bueno —digo—. Gracias.

No hay computadora por ninguna parte, y me pregunto si quizá ella habría estado procesando el pedido la primera vez que pregunté, en lugar de haberme ignorado. Recuperando los resultados con memoria perfecta.

En las repisas, busco entre los libros en los números que me dio hasta que encuentro unos pocos sobre estrés, sobre confusión, sobre psiquiatría en general. Están llenas de frases que no entiendo, como «trauma disociativo» y «evitamiento persistente» y «reactividad fisiológica». «Núcleos de la amígdala», señala otro libro con mucha utilidad. «Hipotálamo» y «cortisol» y «glándulas adrenales». «Lóbulos temporales medios».

Vuelvo a la repisa y encuentro algo que afirma ser un diccionario, pero es lo mismo, cadenas interminables de palabras y números que me provocan, colgando con su significado impreso que está fuera de mi alcance. Doy vuelta páginas durante horas, deseando que los caracteres de condensen en alguna combinación sensata, intentando evitar pensar en Sophie, en los largos recorridos lejos de casa con la orquesta en ciudades ajenas cuyos residentes sonríen con amabilidad cuando pronuncio mal algo, y que elogian mi música.

El intercom cruje con una descarga de estática, y la mujer canosa anuncia que la biblioteca cierra por esa noche. Vuelvo a las calles, dejando que los pies me lleven donde quieran.

Termino de nuevo enfrente del salón de música —ahora oscuro y vacío— y me quedo ahí tanto rato que pierdo la noción del tiempo, intentando entender mis emociones, mi vida. O cuál vida es real. Incluso ahora puedo citar todas las fechas que importan: el cumpleaños de Sophie, la semana antes de Navidad; el aniversario de la muerte de Ben a principio de la primavera, cuando Sophie y yo vamos a su tumba y dejamos margaritas.

Recuerdo el aroma de margaritas recién cortadas cuando me llama la atención un movimiento en una ventana de un piso alto del edificio de música. Se me seca la lengua, se me pega al paladar. Hay alguien, pero no puede haber nadie, no a esta hora. Miro fijamente al vidrio, y el zumbido de alta frecuencia que escuché antes hoy vuelve a mis oídos. Puedo distinguir apenas, creo, la palma de una mano infantil apoyada contra la ventana del lado de adentro, visible sólo como una sutil sombra gris contra la oscuridad pintada de noche.

Sophie, digo roncamente.

¿Pero qué puede estar haciendo aquí? ¿Y cómo…?

—¿Kat?

Me doy vuelta tan rápido que casi me caigo. Es Sarah, con una mano en el pecho, los ojos desmesuradamente abiertos.

—Por dios —dice—. Me diste un susto tremendo.

Algo en la forma en que lo dice me hace reír, y una vez que empiezo ya no puedo parar. La risa me sale como un burbujeo, me gotea de los labios como la luz del sol, tan brillante que las sombras estaba intentando ver simplemente desaparecen. Para cuando finalmente me calmo, estooy sentada en el césped cerca del camino, sosteniéndome el vientre con lágrimas en los ojos.

Mirando a Sarah me doy cuenta que no sabe si ayudarme o llamar a la policía para que me lleve.

—Estoy bien —digo con dificultad—, estoy bien.

—¿En serio? —Digo que sí con la cabeza.

—¿Quieres sentarte? —Vacila por un minuto, aún dudosa, me parece, así que le pongo mi mejor sonrisa y le digo—: Siéntate. Por favor.

—Como sea, ¿qué haces aquí afuera? —me pregunta, después de dejar sus bolsos en el suelo y sentarse a mi lado en el césped.

Le digo que fui a la biblioteca y que como todavía no me siento del todo normal, vine a visitar la sala de música.

—Dijiste «lugares familiares» —le recuerdo.

Hablamos por un rato de esto y lo otro, de cómo atravesó el país para su doctorado (recordándome que en el aquí y ahora ella es mayor que yo; había estado pensando en ella como alguien joven), de los nervios que tenía por trabajar con Márquez, que aparentemente es bien conocido en su campo.

Me dice que no ha tenido mucho tiempo para socializar o para llegar a conocer de verdad a nadie, y yo sonrío y le digo que quizá podamos resolver eso.

—Me gustaría —dice—. ¿Estás segura de que estás bien?

Insisto en que sí, y rechazo su oferta de acompañarme a casa. Le digo que sólo quiero quedarme aquí un minuto más.

—Y tú tienes que levantarte temprano mañana, ¿verdad?

Aún así, cuando se va, me meto a la sala de música a través de la puerta que siempre queda abierta. Subo las escaleras hasta el piso más alto, con el corazón agitado, sin estar segura ya de qué es lo que quiero que sea real.

—¿Sophie? —pregunto al abrir cada puerta, pero cada aula y sala de recitales está tan vacía como silencioso el aire.

El edificio está lleno del silencio particular que siempre sigue a la música, una sensación de expectativa en el aire que nunca se va. Uno puede sentirlo en la piel, tentador, rogándole que invoque el sonido y lo llene. Con este silencio tirándome de las manos, me siento hasta el anochecer en frente del gran piano de concierto, las muñecas al borde del listón frontal, las puntas de los dedos apenas sin tocar las teclas.

Preguntándome, ahora: ¿Sophie?

Por la mañana, en camino al edificio de Psicología, juro que puedo oír suspiros en medio del canto de las aves, fragmentos de voz que casi tienen sentido.

Encorvo los hombros, las manos en los bolsillos para calentarlas, diciéndome a mí misma que es sólo porque hace frío. Mis dedos rozan una cajita dura que no recuerdo haber puesto allí. Cuando la saco veo que son fósforos. Una caja de fósforos. ¿Jenny fuma?

—Tienes que salir —dice alguien. Miro alrededor, pero no veo a nadie.

Camino un poco más rápido. Ben murió en un incendio. Un pensamiento inconexo, un recuerdo repentino de un suceso que no sabía que había experimentado hasta este momento. Lluvia gris sobre cenizas grises, humo gris sin significado en un amanecer gris. Gris en todas partes, la mano de Sophie en la mía, nuestra culpa por habernos ido cuando él nos necesitaba. El modo en que seguimos yéndonos.

Silbo. Tengo que tapar el canto de las aves. Incluso el zumbido era mejor que esto.

El edificio de Psicología sique cerrado cuando llego, así que me paro cerca, afuera, manoseando los fósforos que tengo en el bolsillo. Intentando no pensar. Después de más o menos una hora, llega Sarah.

—Perdón —dice—. Se me hizo tarde.

Destraba la puerta, formal, me apura para que entre y me alcanza una de las batas blancas que ella y Márquez estaban usando cuando desperté. No le doy importancia, y cuando llega el sujeto de pruebas, Sarah me presenta como una interna.

El sujeto, un hombre de unos cuarenta años que trabaja en el departamento de Lengua, no parece afectado por esto. Sólo sonríe, se rasca la mejilla ennegrecida por la barba y me estrecha la mano.

—Manteniendo a flote el sistema, ¿eh?

Sarah sostiene una charla continua mientras prepara todo para el experimento, explicando qué hace la máquina y cómo funciona. Privación sensorial, dice, proporcionada por la máscara y una inyección de una mezcla de propofol y fentanilo que insensibiliza las sensaciones del cuerpo e induce una sensibilidad semi-hipnótica.

¿Hizo lo mismo por mí? No lo recuerdo; el momento antes de esa futura vida irreal está borroso, fuera de foco. Una serie de eventos que puedo recordar en detalle, pero que no se conectan entre sí. Aún así, cuando lo intento puedo sentir lo que era vivirlos.

Mi vida con Sophie, por otro lado, se compone de recuerdos de recuerdos: una serie de conexiones sin profundidad individual. Si sólo pudiera reconciliar ambos, pienso. Si sólo pudiera. Los fósforos en el bolsillo son una inquietud pequeña y persistente.

—Entonces estos electrodos —dice Sarah mientras pega las almohadillas a las sienes del hombre— envían un pulso magnético leve al cerebro, lo que produce espirales de sueño. El resultado se parece al sueño REM, pero más fuerte, y el cerebro hace el resto por sí mismo.

El sujeto, que ha estado asintiendo todo este tiempo, pregunta cómo miden los resultados. Se toca las almohadillas con los dedos índice y medio de cada mano, se enrosca mechones suelto de pelo detrás de las orejas. Como un solista antes de un concierto, pienso. Asegurándose de que el instrumento está preparado.

Sarah se encoge de hombros, sonríe y dice:

—Es un poco complicado. Y, como sea, es hora de empezar.

—Bueno —dice el hombre.

Sarah lo ayuda a ponerse la máscara sobre las orejas y ojos y nariz y boca, le da la inyección, y abre una laptop.

—Esto es lo que usamos para los pulsos —me dice.

—¿Lo ingresas todo a mano?

—No, es demasiado complejo para eso. Márquez se juntó con algunas personas en los departamentos de Ciencias de la Computación y Filosofía y armaron juntos algunos marcos para construir series de eventos de la vida. Pasamos uno de esos por el sistema y el cerebro hace todo el trabajo pesado.

Pulsa algunas teclas y se aparta.

—Ahora simplemente esperamos.

—¿Y los resultados? —pregunto—. Hay que medirlos de alguna manera.

—Los receptores también hacen eso. Miden niveles de CRH1 en el cerebelo y algunas otras cosas, y devuelven eso aquí al sistema.

—¿Y luego?

—Bueno, por ahora la verdad que eso es todo. Todavía no llegamos al punto en que podamos hacer descubrimientos significativos; necesitamos más datos. Pero todo se almacena en el sistema, y los análisis preliminares sugieren bastantes cosas interesantes acerca del papel que juega el locus coeruleus. Pensamos…

La dejo seguir, intentando avanzar sobre la conexión que tuvimos ayer alegrándome de verla con tanta energía. Pero las palabras me atraviesan como las notas de una sonata demasiado distante, imposible de comprender. El sujeto de pruebas, aún sentado en la silla, no ha dicho una sola palabra en todo este tiempo. El único signo de que aún vive es su respiración profunda y regular.

¿De veras puede estar viviendo alguna otra vida? Parece imposible, demasiada discrepancia con la evidencia de mis ojos y oídos.

Y esto es real, pienso, esto es ciencia. Esto es la vida.

—Tengo que usar el baño —digo, cortando a Sarah en medio de una frase. Parpadea, se ajusta los anteojos, y sólo dice «Hum». Con la misma mirada dolida de ayer a la hora del almuerzo.

—Por el pasillo a la izquierda, justo antes del vestíbulo.

Salgo rápido de la habitación, toqueteando los fósforos del bolsillo, intentando no pensar en Sophie ni en música ni en Ben, ni en las agonías del parto, ni en el fuego. Todas las múltiples formas de ser y dejar de ser.

El baño es uno de esos grandes recintos comunitarios de los setenta, apenas con cortinas de plástico barato que cubren cada cubículo. Cierro la puerta y corro el cerrojo y luego arranco las cortinas de los ganchos, las hago una pelota y las empujo dentro del tacho de metal corrugado al lado de la puerta. Estimo que tengo unos seis minutos antes de que el sujeto se despierte, y quién sabe cuánto tiempo pasará hasta que esto dispare la alarma contra incendios. Pero sé que tengo que hacerlo.

Pero cuando me muevo para encender el fósforo, desde arriba surge una voz.

–Mamá –dice–. Mamá, no lo hagas. Escúchame: entendiste mal.

Dejo caer el fósforo, temblándome las manos, y me doy vuelta.

No hay nadie. Es como en el campo cerca del estadio. Nunca estás, susurro entre dientes. Nunca nunca nunca.

Pero entonces oigo un ruido metálico encima de mí, en alguna parte adentro del cielorraso. Hay un conducto de ventilación encima de uno de los cubículos y me paro encima del inodoro, agarrando las paredes del cubículo e inclinando la cabeza. ¿Sophie?

–Mamá, ¿me escuchas?

–Sí –digo, con la boca seca.

El zumbido agudo vuelve, eliminando todo el tono de su voz, pero aún la escucho. Aún puedo escuchar a mi Sophie.

–Escucha –dice–. Te pusieron aquí a propósito, junto con todos los otros, y ha pasado mucho tiempo. Más de lo que parece. Hay cosas que has olvidado.

–¿Qué? –le pregunto–. ¿Por qué?

–Ahora no puedo explicártelo, pero estás combatiendo a la gente equivocada. Allí no hay nadie a quien puedas culpar. Pero todavía puedes salir. Tienes que salir. Tienes que ir a…

–¿Ir a dónde? –pregunto.

–…pasar. Están…

–¿Sophie?

–…a…

Golpeo la tapa del conducto y lo arranco de las bisagras, intento trepar por el hueco resultante, enorme y de bordes irregulares, en las losas baratas del techo.

–¡Sophie! –grito– ¡Sophie! –Mi voz hace un eco extraño en el espacio descubierto.

Pero no hay nada más. Se ha vuelto a ir.

Vuelvo a entrar al cubículo y me siento con la cabeza en las manos, ignorando el paso de la gente detrás de la puerta, sus golpes y sacudones ocasionales. Finalmente dejo caer el resto de los fósforos en el inodoro y me voy, por los corredores ya familiares y cruzo las puertas del vestíbulo, hacia la tibieza del sol de la tarde.

La voz de Sarah me sigue al exterior mientras la puerta se cierra tras de mí, pero no me detengo, no me doy vuelta. Sigo caminando. Tengo que salir.

El sol sale con esfuerzo desde el oeste, grueso y anaranjado, y la camioneta se ha ido, pero en lo demás la pista se ve igual que ayer. El mismo pasto crecido. Las mismas gradas desiertas. El mismo portón cerrado y encadenado a la entrada. Le están haciendo mantenimiento.

Camino hacia los escalones gastados de madera y vuelvo a sentarme, esperando. ¿A Sarah? ¿A Sophie? ¿A «ellos», quienesquiera sean? No sé. A quien sea, lo que sea, quizá.

En alguna parte suena una trompeta, tocando la misma secuencia de diez notas una y otra vez. Práctica, pienso. Otra forma de ocupar el tiempo. Una forma de mejorar por medio de pequeñas, interminables variaciones sobre un mismo tema. Lo mismo una y otra y otra vez sin fin.

Lo que Sophie dijo en el baño vuelve a mí: ha pasado mucho tiempo. Más de lo que parece. Cómo su voz parecía más grave de lo que recordaba, más medida y madura.

¿Cuánto tiempo he estado aquí, entonces?, me pregunto. Parece sólo un día, pero…

En la pista, un enorme pájaro negro se posa en la valla metálica cercana al portón, que está aún cerrado y acerrojado. Un cuervo, probablemente, o algún ave relacionada. Me mira, con la cabeza levemente inclinada hacia un lado. Espero que grazne cuando abre la boca pero no lo hace, sólo abre y cierra el pico, una y otra vez.

Esto nunca fue real, me digo. Éste es el experimento.

«Los pusieron a todos aquí.»

Me pongo de pie. Un experimento, o peor.

Me corre un escalofrío de hielo líquido por la espalda, aunque el aire es tibio. Un líquido en las venas, pienso. Mantenimiento. Por supuesto. La pickup en el tibio sol del final de la mañana, dando vueltas sin cesar. Esa sombra, que sale de ninguna parte para enfriar el suelo en el que me senté.

¿Cómo pude haber pensado alguna vez que esto era real?

Me doy vuelta, enfrentando el campo de fútbol, que está vacío como antes, y cuando vuelvo a enfrentar el estadio, el portón está abierto de par en par. El pájaro bate las alas y se eleva hacia el vacío, arrastrándose hacia arriba y hacia afuera a través del cielo del campus que ya oscurece. En el centro del césped en el campo hay una figura, de pie, esperándome.

Parpadeo tres veces, luego abro los ojos tanto como es posible; doy dos pasos a la vez, corro por la pendiente hacia el estadio tan rápido que casi tropiezo. Grito, río, elevo los brazos al aire y balbuceo tonterías felices, con la música que crece bajo mis dedos como lo hace cuando estoy en mis mejores momentos.

Me detengo al borde de la pista, aún riendo, sin aliento, con las manos en las rodillas. Entonces se oye el canto de un pájaro, el mismo tororil que escuché cuando Sarah me llevó fuera del laboratorio luego de esa primera entrevista con ella y Márquez.

Siento las piernas como de goma; me gotea el sudor bajo los brazos. El canto del ave y el aroma de la tierra. Aún me duelen los pies por el impacto sólido del suelo al correr.

Cierro los ojos, me concentro en respirar, en la presión lenta y fresca en los pulmones y la garganta. Revivo ese momento de despertar, esa entrevista con Sarah y Márquez. Veo a Sarah limpiándose los anteojos en el comedor, con dolor en la voz.

—Esto es real —dicen—. Esto es real. —Y por lo que saben, tienen razón. Este mundo puede ser mentira, pero los otros están aquí, igual que yo.

Recuerdo lo que pensé, al ver al hombre del departamento de Lengua sometido a pruebas. Como había deseado poder reconciliar mi vidas rotas y unirlas en una sola.

Y entonces sé lo que tengo que hacer. No puedo irme. No puedo salir. No mientras Sarah esté aquí. Nadie es libre hasta que todos sean libres. Alguna vez lo escuché, o lo leí en alguna parte. Tenemos que voltear el sistema para ver la realidad.

Luego de una última respiración agitada, abro los ojos. Sophie camina hacia mí, con la mano extendida, pero me aparto.

—Lo siento —digo. Lágrimas, siento lágrimas.

—[…] —dice Sophie. Su voz es ruido blanco.

Pienso en conductos de aire acondicionado; el motor de una pickup zumbando en círculos cada vez más amplios. Mantenimiento.

—Lo siento. Tengo que quedarme. Lo entiendes, ¿verdad? ¿Estarás allí, esperándome?

—[…].

Me aparto y camino de vuelta hacia el campus. Sarah me escuchará, pienso. Sarah confiará en mí. Le contaré sobre Sophie, sobre lo que dijo de la realidad, y juntas podremos idear un plan. Podemos escapar juntas, tomadas de la mano, y traer al resto, rodando junto a nosotros.

Detrás de mí siento la presencia de Sophie, una sensación de «aquí y allí» que me quema la nuca, exigiendo mi atención, pero no puedo permitirme volver, no puedo permitirme ser libre. Sigo caminando, pensando en Sophie, en el cosquilleo bajo los dedos que anticipa la llegada de una canción.


[1] Sigla en inglés de hormona liberadora de corticotropina [N. del T.]

Traducción © 2022 Marcelo Huerta San Martín

Stewart C. Baker es bibliotecario académico, haikuista y escritor de ficción especulativa. Su ficción y la poesía ha aparecido en Acorn, COSMOS, Modern Haiku, and Flash Fiction Online, entre otras revistas y publicaciones.

Stewart nació en Inglaterra, pero ha pasado un tiempo en Carolina del Sur, Japón y California. Ahora y vive en el oeste de Oregon con su familia, aunque si alguien pregunta, dirá que por lo general vive en Internet.

Ha publicado en Axxón; en Ficciones: AMOR Y RELATIVIDAD (nº 278), IMÁGENES CRUZANDO UN MAR ROTO (nº 279).

Deja una Respuesta