Revista Axxón » «Imágenes cruzando un mar roto», Stewart C. Baker - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

Inglaterra

 

 


Ilustración: Tut

El aire de los acantilados que se alzaban sobre del Mar Roto era caliente como un horno y dos veces más seco. Sin embargo, Driss no pudo reprimir un escalofrío al ver la manera en que el reluciente globo mensajero se movía por el cielo, decenas de metros por encima de las olas negras y revueltas. Había visto otros globos, por supuesto, pero después de ser capturados y puestos en exhibición en el acogedor museo del pueblo. No parecía real la manera en que la pequeña esfera se balanceaba y danzaba con la brisa, deslizándose muy lentamente hacia Fátima, que estaba de pie sobre una roca en el borde del acantilado.

—Aquí viene —dijo ella, agitando su red hacia delante y hacia atrás y brincando de un pie al otro.

Su ansiedad aumentaba la peligrosidad del lugar donde estaba. Era como si no le importara que un mal paso la hiciera caer y encontrar una muerte segura. El propio Driss habría estado feliz de no haber visto nunca la costa en persona. Siempre había sido un lugar desolado y letal, incluso en los días en que unas enormes nubes de globos mensajeros cruzaban el mar volando y bloqueaban el sol. Y esos días se habían terminado hacía mucho tiempo. Solo habían visto tres globos durante esta caminata de dos semanas y este era el primero que se les había acercado.

—¡Te tengo! —Fátima saltó en el aire, atrapando la burbuja en la red y bajándola del cielo—. ¿Qué crees que hay dentro?

Bajó de la roca, mirando al mundo como una cabra que desciende rápidamente de un árbol de argán después de comerse sus últimos frutos. Driss rió por lo absurdo de la imagen y se liberó de la tensión al verla alejarse del borde del acantilado.

—¿Un libro de leyes? —continuó Fátima, ignorando su risa—. ¿Quizás de filosofía? ¿Esquemas de máquinas? ¿Una enciclopedia?

—Una receta de pastel —repuso Driss—. La foto de un gato y un chiste sin sentido. Actos sexuales indecentes.

Porque todo eso se había encontrado en los globos mensajeros. El padre de Driss, que había vivido la locura por correr a la costa cuando los globos aparecieron por primera vez, todavía hablaba con sorna de los hombres y mujeres que se vanagloriaban de haber recuperado los invalorables conocimientos del pasado, para luego descubrir que eran dueños de información trivial y sin sentido.

Fátima chasqueó los labios y se sentó sobre otra roca.

—No eres romántico, Driss. No tienes alma. Esos también son tesoros, porque viajaron mucho tiempo y desde muy lejos.

—Actívalo, entonces. Veamos qué «tesoro» ha llegado a nosotros después de cruzar el ancho abismo del tiempo.

—Estás tan ansioso como yo —respondió ella, agitando la red y el globo—. Admítelo y lo abriré ahora para que seas el primero en verlo.

Driss cruzó los brazos. —¡Cállate! ¿Acaso no te acompañé a esta excursión para tontos? ¿No dejé un empleo estable con mi padre para salir a cazar mensajes sin sentido de una civilización muerta? ¡Claro que estoy tan ansioso como tú!

Fátima sonrió y colocó a su presa sobre la roca.

De cerca, el globo se veía mucho más robusto que cuando estaba flotando en el aire. Su superficie, que relucía con la transparencia de las pompas de jabón si se lo observaba de lejos, había adquirido el brillo del vidrio pulido o de las piezas espejadas que a veces se encontraban en los túneles abandonados del sur. La estructura del objeto tampoco era lo que parecía: lejos de ser lisa, estaba formada por centenares de diminutos hexágonos adosados entre sí, cuyo diseño cambiaba sutilmente a lo ancho de la superficie del globo mensajero.

Por sólido que fuese, el globo claramente quería volar; se apretaba contra la parte superior de la red de Fátima, sujeto a la tierra muy a regañadientes.

—¡Es tan hermoso! —murmuró ella—. Veamos… —Apartó la red y tomó el globo entre sus manos, retorciendo la parte superior hasta que se abrió con un clic. Quedó a la vista un cuadrado gris del tamaño de su palma—. Ya está.

Titiló una lucecita roja y el cuadrado que estaba en el centro del globo cobró vida, mostrando no solo información del pasado, sino también una imagen en miniatura de Driss y Fátima que replicaba espasmódicamente sus expresiones y movimientos.

 

* * *

 

En la penumbra de la sala de panóptica, un monitor solitario se encendió con un parpadeo, bañando el rostro de Jen con un resplandor enfermizo en cámara lenta. Jen inspiró profundamente y oprimió un timbre. Luego pasó varios minutos mirando fijamente la escena del monitor, que mostraba a dos personas que aún no existían discutiendo sobre sucesos que aún no habían ocurrido.

Se abrió la puerta de la sala y entró un hombre de traje beige.

—¿Qué tenemos, nena? —preguntó, cerrando la puerta suavemente a sus espaldas.

En el santuario de su propia cabeza, Jen se enfureció. Tengo un doctorado en mecánica cuántica, quería decirle, y otro en ingeniería eléctrica. No soy una «nena». Pero no podía decirle esas cosas al hombre directamente responsable de financiar su investigación, aunque fuera un burócrata arrogante con delirios de general salido de una película de la Segunda Guerra Mundial.

Además, la había llamado «nena» tantas veces que apenas podía ofenderse. En venganza, ella lo llamaba «Cerdo» en sus pensamientos. Cerdo, por sus patillas. Cerdo, por su chauvinismo. Cerdo, por la forma en que entrecerraba los ojos con concentración cada vez que ella intentaba explicarle cómo funcionaban las esquirlas panópticas.

Cerdo se inclinó sobre la consola que estaba al lado. El olor rancio de su sudor, insuficientemente enmascarado por una fuerte colonia, flotó hacia Jen, que arrugó la nariz.

—¿Quiénes son? —preguntó él—. ¿Escogiste a gente importante, no? ¿Son descendientes de algún rey o algo así?

Jen suspiró. —No funciona así. La esquirla panóptica solo puede transmitir lo que encuentra por casualidad. Podemos enviarla a un lugar y un tiempo en general, pero no apuntarla a hipotéticos individuos específicos.

Cerdo hizo lo que acostumbraba hacer con los ojos.

Financiamiento, pensó Jen. Recuerda el financiamiento.

—Aunque no sabemos quiénes son —continuó—, su apariencia y el modo en que se comportan pueden decirnos mucho sobre el estado de la sociedad dentro de doscientos años. Por ejemplo, podemos suponer, dado que pudieron activar la esquirla, que al menos tienen una comprensión básica de la tecnología. Y vemos que se puede vivir en la superficie, porque no están usando ningún dispositivo para respirar ni otra protección.

«Es información muy general y, por cierto, no de la clase que podría interesarle a un analista de mercado, pero como a nosotros solo nos interesan las generalidades, es útil para nuestros propósitos. Y como las imágenes que vemos en las esquirlas derivan parcialmente de las acciones que implementaremos en el corto plazo, podemos usarlas para medir de alguna manera los efectos de esas acciones.

—¿Entonces, si hago un mapa de los sitios que vamos a bombardear, esto puede mostrarme hasta qué época de la Edad de Piedra los haremos retroceder?

Jen hizo una mueca. —Esa es una sobresimplificación grosera. Hay tantas variables que, definitivamente, no podemos determinar que una acción militar específica sea responsable por sí sola de lo que estamos viendo. Incluso nuestra observación origina variaciones en el hipotético «estado controlado» de esas personas.

—¿Qué?

—Piénselo como si quisiera medir la temperatura en una habitación. Si envía a alguien con un termómetro digital, tanto la persona como el termómetro añadirán una pequeña cantidad de calor. Las esquirlas son equipos muy sofisticados, especialmente porque hemos tratado de disfrazar las que son capaces de transmitir, integrándolas en grupos que actúan como paquetes de información. El solo hecho de haberlas enviado tendrá un impacto en los eventos futuros.

Cerdo gruñó. —¿Pero planear una acción militar tendrá algún efecto observable?

—Debería tenerlo, sí.

—Entonces te dejaré lo «hipotético» a ti, nena —dijo Cerdo con una sonrisa. Clavó un dedo en la pantalla—. Quiero la transmisión en vivo de todo esto en la sala de situación. Tengo que asistir a reuniones.

Después se fue, cerrando la puerta tras de sí y dejando a Jen sola con la luz del monitor, que mostraba la imagen silenciosa de dos personas que ella temía que serían asesinadas por su culpa antes de tener la oportunidad de nacer.

 

* * *

 

Resplandor. Calor. La sensación profunda de que algo andaba mal.

Fátima se tambaleó por el paisaje que su cuerpo insistía en decirle que no era como lo veía: sentía un dolor que le partía la cabeza y tenía una esfera dura y plateada aferrada en su mano de nudillos blancos.

La esfera era importante, eso lo sabía, pero no llegaba a entender cómo ni por qué. ¿Qué la había impulsado a abandonar la seguridad de su refugio en las cavernas? Había vivido allí toda su vida y nunca había sentido la necesidad de ver la ulcerada y arruinada superficie del mundo.

Un paso en falso hizo que sintiera un sacudón en el cerebro y en su campo de visión explotó una nube de chispas blancas y plateadas. De algún modo, logró mantener la consciencia mientras la cabeza le daba vueltas, hasta que el dolor desapareció y su vista se aclaró. Entonces, se tambaleó hasta sentarse en los escalones de una choza en ruinas, cerca de un arroyo siseante que apestaba a cabello quemado. Una calavera amarillenta descansaba contra unos troncos raquíticos que habían caído al agua y Fátima se preguntó brevemente quién habría sido su dueño y si ella tendría el mismo destino.

La presión de la esfera contra los músculos de su mano era el palpitante contrapunto de los latidos de su cabeza. Bajó la vista para mirarla, olvidando la calavera y el arroyo. ¿Qué era? Tenía una leve idea de que se trataba de algo malo por algún motivo. Pero lo único que mostraba era una imagen de ella misma, con los ojos entrecerrados frente al resplandor del cielo de la superficie y con varias capas de tela alrededor del rostro para impedir que el aire tóxico la asfixiara.

Se preguntó si había estado fuera mucho tiempo. Si los vapores la estaban volviendo paranoica.

Pero no. Había algo fuera de lugar. Algo que no podía ubicar, pero que era tan persistente como las palpitaciones de sus sienes y sus palmas.

Fátima se recostó y cerró los ojos, ocultando la hinchada esfera solar en el hueco de su brazo doblado. Necesitaba descansar. Necesitaba recordar.

 

* * *

 

Jen se estremeció cuando la mujer de la pantalla cayó en un sueño agitado.

Si el ambiente local era un indicador de las condiciones globales promedio, en la mayor parte del planeta solo había basura radiactiva. Y dentro de escasos doscientos años, pensó, mirando la puerta. ¿Qué diablos están planeando?

Jen siempre había sabido, intelectualmente hablando, que los militares no iban a usar las esquirlas panópticas precisamente para hacer del mundo un lugar feliz. Había tratado de decirse que, aunque las usaran para matar gente, la tecnología que ella podría desarrollar serviría para fines mucho mejores a largo plazo. Que necesitaba los fondos. Que el fin justificaba los medios.

Pero esto era demasiado. Empujó la silla hacia atrás, lejos de la consola, y se apretó los ojos con los dedos hasta que vio manchas. Luego, exhaló larga y lentamente. Pensó en los hijos de su generación, trabajando tanto por lo que creían. Merecían algo mejor que esto, y también la mujer y el hombre que había visto en la pantalla. Todos lo merecían.

Se lamió los labios, volvió a mirar nerviosamente la puerta y, antes de cambiar de opinión, cortó la conexión con la esquirla.

 

* * *

 

En el café el ambiente era cálido, con una calidez de las que se atemperaban en la medida justa con la brisa de provenía del mar cercano, agradable y no sofocante.

Driss estaba en una mesa con Fátima, cerca de una ventana reluciente, respirando el vapor fragante que salía de una taza de cerami-acero con té caliente.

La esquirla panóptica y su dispositivo de grabación descansaban en el centro de la mesa. Fátima le había adosado un aparato interceptor y una correa de nanocarbono. Abrió una pantalla virtual con la terminal de su muñeca. Mientras Driss la observaba, hizo correr páginas y páginas de datos.

—Es prodigioso —dijo ella, haciendo una pausa para beber un rápido sorbo de té—. Hace décadas que conocemos las esquirlas, pero es la primera vez que encontramos una que, sin lugar a dudas, funciona como transmisor.

Driss asintió. —Me pregunto si ellos ya saben que descubrimos cómo funcionan.

—Mmm.

Drissno sabía si eso significaba que Fátima estaba de acuerdo o si había encontrado algo interesante, pero sus pupilas se veían medio dilatadas, como le sucede a una mujer cuando se enfoca al cien por ciento en su pantalla virtual, y él sabía que no debía interrumpirla cuando se ponía así. En lugar de seguir hablando, fue al mostrador y pidió un tazón de aceitunas. Cuando regresó, Fátima había pasado de la lectura a la escritura. Sus dedos eran un borrón sobre el teclado proyectado.

—¿Un mensaje para ellos? —preguntó Driss.

—No del todo. Echa un vistazo. —Apuntó la pantalla hacia él.

Driss se metió una aceituna en la boca mientras leía lo que ella había escrito: línea tras línea de ecuaciones, algoritmos y otro código más arcano.

—Lo único que veo —tuvo que admitir después de unos segundos— son muchas cosas que no entiendo.

Fátima puso los ojos en blanco y enderezó la pantalla.

—Deberías dedicarte más —dijo, mientras continuaba tecleando—. En Cadi Ayyad ofrecen clases gratuitas sobre toda clase de cosas. Incluso poesía, si no te interesan las ciencias.

Driss escupió el hueso de la aceituna y tomó otra del tazón.

—Quizás me dedique en algún momento. Pero, vamos, no te burles. ¿Qué hay en la pantalla?

—Está bien. Considerando dónde se originan las esquirlas, tengo serias dudas de que las intenciones de quienes las envían sean buenas. Probablemente, están intentando obtener información privilegiada sobre los genocidios fallidos del siglo 21. Su programa trae una firma que coincide con lo que sabemos del trabajo de reconocimiento e inteligencia de…

Driss agitó las manos. —Ahórrame la charla técnica. De todos modos, no la entenderé.

Fátima sonrió. —Básicamente, están tratando de usar imágenes nuestras para modificar nuestra realidad alterando las acciones que van a tomar contra nosotros. Por eso, les daré una imagen, pero… no de las que están esperando. Y después, bueno… —Oprimió las últimas teclas y volvió a apuntar la pantalla hacia Driss—. Mira.

Driss observó lo que ella había hecho y lanzó un suave silbido.

 

* * *

 

Jen dio un respingo cuando la puerta se abrió de golpe y Cerdo entró como una tromba. Después, fingió estar concentrada y trabajando para intentar recuperar la conexión. En realidad, había usado el tiempo transcurrido desde su acto de sabotaje para copiar toda su investigación en un dispositivo de estado sólido que ahora estaba guardado y a salvo en el bolsillo de su abrigo.

—Recupérala —gruñó Cerdo— Ahora.

—Eso intento, señor. Hasta ahora, según nuestro sistema, no hemos perdido la conexión. Insiste en que seguimos recibiendo transmisiones de imágenes como antes. No sé qué…

No terminó la frase. Se le aflojó la mandíbula cuando los monitores que cubrían las paredes se encendieron de repente, mostrando imágenes de edificios en ruinas y paisajes tóxicos. La consola estaba repleta de datos e informaba que había cientos de esquirlas activadas.

—¿Todas? —murmuró Jen, oprimiendo teclas—. Pero tenemos un solo transmisor. A menos que alguien haya descubierto cómo…

—Oh, por Dios Santo.

El corazón de Jen dio un brinco al escuchar el tono de reverencia en la voz de Cerdo. Luego volvió a observar las imágenes de los monitores. Una imagen satelital de Florida, apenas visible bajo un Atlántico repleto de espuma. La Torre Eiffel a medio derrumbar, en una ciudad destruida apenas reconocible como París. El Vaticano en llamas, con cadáveres colgando de las ventanas y yaciendo sobre sus muchas escalinatas.

—¿Qué hiciste? —preguntó Cerdo.

Jen meneó la cabeza, pero antes de que pudiera responder, antes de repetir que no tenía idea, que todo esto supuestamente era imposible, las pantallas se apagaron y volvieron a encenderse. Esta vez, todas mostraban la misma imagen: un cronómetro calibrado en veinte minutos e iniciando la cuenta regresiva.

Cerdo la miró con los ojos como platos.

—Apágala—dijocon voz ronca.

Jen tragó saliva. La consola seguía transmitiendo datos. Con las manos temblorosas, ingresó la secuencia de desactivación… y no se sorprendió al ver que no respondía.

—Notengo acceso —susurró—.Lo siento.

Cerdo no dijo una palabra. Simplemente, le dio la espalda y caminó hacia la puerta, pálido e insustancial como un fantasma.

En cuanto se fue, Jen tomó su abrigo y salió corriendo. Su nivel de adrenalina bajó de golpe, dejándola convulsionada y débil, solo cuando estuvo fuera y a medio camino a la estación del metro. Tambaleándose, tuvo que sentarse en un banco para no caerse.

Se reclinó con los ojos cerrados, respirando el aire vigorizante de la mañana de primavera, escuchando el murmullo de las conversaciones de la gente que comía en el patio de un bar cercano y el zumbido de los coches y autobuses que pasaban. La ciudad olía a lluvia, con un dejo a los cerezos japoneses desperdigados en el parque del otro lado de la calle donde se había detenido.

Su mente seguía reproduciendo la imagen final: la lenta e irreversible cuenta regresiva. Quería gritar, aullar, correr por la ciudad como una profetisa loca, advirtiendo a todos sobre la inminente destrucción. ¿Pero qué sentido tendría? No podrían detenerla. Ya no.

Unos vítores amortiguados salieron del bar y Jen abrió los ojos. Pudo discernir que en la TV de allí dentro estaban transmitiendo un juego deportivo. Aún trémula, dejó escapar una exhalación larga y entrecortada. Pensó que quizás todavía había tiempo para beber uno o dos tragos antes de que sucediera.

Se puso de pie para entrar al bar, pero se paralizó cuando vio por el rabillo del ojo, en el cielo, sobre el parque, el típico destello de una esquirla panóptica.

Una esquirla. ¡No un arma!

¿Había malinterpretado el mensaje? No parecía probable, dadas las imágenes que había enviado la gente del futuro. Pero la esperanza más diminuta de que así fuera le aceleró el corazón e hizo desaparecer sus temblores. Se lanzó a correr por la calle, esquivando el tránsito, sin perder de vista el diminuto globo espejado que flotó por debajo de la línea de los árboles hasta posarse en la fronda de un arbusto de zumaque.

Lo recogió y lo activó. Se le secó la boca. Frente a sus ojos pasaron páginas, páginas y más páginas de texto que describían tecnologías fantásticas, con diagramas e instrucciones para construirlas. Una de ellas era una máquina que, por lo que Jen pudo deducir, podía establecer un vínculo audiovisual entre el futuro y el pasado en tiempo real.

Y había mucho más. Algunas cosas ni siquiera las entendía. Jen estaba allí parada, perpleja, preguntándose cómo la habían localizado con tanta precisión, cuando sintió un suave golpe en la parte superior de la cabeza. Estiró la mano y tomó una segunda esquirla. La abrió, con las manos otra vez temblorosas, y encontró un cargamento idéntico.

Con el corazón en la boca, miró al cielo. Cientos de objetos como globos estaban flotando hacia el oeste. Algunos aterrizaban sobre las mesas vacías de los cafés callejeros, mientras otros entraban por las ventanas abiertas o se depositaban sobre las manos extendidas de los peatones.

No la habían buscado a ella. Por supuesto que no. Ni siquiera sabían que existía. En cambio, habían enviado una revolución instantánea a todas las personas del mundo. Cerdo y los de su clase quedarían atónitos y confundidos. Estarían tan ocupados lidiando con las consecuencias de todo esto que nunca más se dedicarían a desperdiciar recursos en una hipotética realidad futura.

Jen colocó una de las esquirlas sobre el sendero, donde alguien la encontraría fácilmente, y emprendió el camino a casa, riendo de alegría. Por encima de ella, los cielos estaban colmados de secretos resplandecientes que descendían a la tierra, provenientes de un sitio muy lejano.

 

 

 

Título original: Images across a shattered sea © Stewart C. Baker
Traducción: Claudia DeBella, © 2016

(Publicado por primera vez en Writers of the Future v32, 3 de mayo 2016)

 

 


Stewart C. Baker es bibliotecario académico, haikuista y escritor de ficción especulativa. Su ficción y la poesía ha aparecido en Acorn, COSMOS, Modern Haiku, and Flash Fiction Online, entre otras revistas y publicaciones.

Stewart nació en Inglaterra, pero ha pasado un tiempo en Carolina del Sur, Japón y California. Ahora y vive en el oeste de Oregon con su familia, aunque si alguien pregunta, dirá que por lo general vive en Internet.

En Axxón ya hemos publicado su cuento AMOR Y RELATIVIDAD.


Este cuento se vincula temáticamente con MENSAJE EN EL VIENTO, de Claudio Biondino.


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Cuento de autor europeo (Cuento : Fantástico : Ciencia Ficción : Física cuántica : Mensajes a través del tiempo : Espionaje Intertemporal : Inglaterra : Inglés).

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