«Capitán Soloza», Carlos Pérez Jara
Agregado el 14 abril 2013 por dany en 241, Ficciones, tags: CuentoESPAÑA |
Es curioso, pero a veces despierto en mi habitación creyendo que aún estoy en la nave. Abro los ojos en una neblina de conciencia que engaña a mi memoria y que me traslada de nuevo a la pequeña cámara donde dormía cada doce horas, siempre bajo los ritmos constantes del carguero y las normas inflexibles de quien nos gobernaba con la exactitud de un metrónomo. Entonces me sobresalto entre sombras de paredes que ya no existen, o no deberían existir, rodeado de objetos fantasmales. Solo así me doy cuenta de que, de algún modo, Soloza aún me vigila incluso en el amparo nocturno de mis sueños, y que la Santa María de las Estrellas es una nave eterna que atraviesa el espacio en busca de su tripulación perdida.
A mi hija no le hablo nunca de mis viajes de juventud, ni de mi relación con cierto capitán, ni del último periplo que emprendimos más allá de nuestras fronteras conocidas. Algún día quizá lo haga, tal vez le cuente todo para que comprenda mi pasado o lo asuma; pero hoy tengo otro propósito. No puedo engañarme: necesito escribir lo que realmente pasó, cuando solo era un viajero sin patria, sin nadie que lamentara mi partida hacia lugares desconocidos, ni tampoco esperase mi regreso de otros planetas. Cuatro años después de abandonarla, la nave me había atrapado de nuevo con el impulso de una fuerza abrumadora, ineludible: igual que en otra época, me dedicaba a cumplir con las actividades básicas y las instrucciones automáticas del programa de rumbos como el operario que sigue a ciegas su propia rutina. Desde que había embarcado por segunda vez en mi carrera cósmica, no había vuelto a verme con el capitán, salvo en una ocasión en la que vino a encontrarse con los demás oficiales. Aún no sabía qué era lo que pudo haber ocurrido para que el carguero se reconstruyese de forma íntegra, pero Soloza no daba nunca muchas explicaciones.
Alto, con su uniforme oscuro y su insignia de ónice en la solapa, el capitán Soloza siempre parecía estar a punto de decir algo más de lo que contaba, y que finamente terminaba callando. Recuerdo como si fuese hoy el momento en que Olivera me llevó hasta él por primera vez, tantos años antes del último viaje. Sus pensativos ojos negros me miraron un segundo, escrutadores y analíticos, como si yo solo fuese un actor necesario de su drama.
—Olivera me ha dicho que es usted competente, razonable —fueron sus primeras palabras.
Nuestra nueva misión comercial era trasladar seis mil cápsulas de niños criogenizados hasta un mundo colonia cuyas radiaciones habían vuelto estériles a la población. Al parecer, una corporación gigantesca de nombre CMA se había prestado a reconstruirle la nave y asignarle los fondos necesarios para que llevase a buen puerto la valiosa carga humana. En las áreas de máquinas, los hombres y mujeres reclutados para la ocasión y cuyas tareas eran más mecánicas que directivas, no conocían ni podían conocer a Soloza, por lo que para todos ellos solo se trataba de un trabajo anodino como el que habían realizado en tantas otras naves.
Casi dos semanas estándar después de nuestra partida, los oficiales de mando nos reunimos con el fin de dar parte de los percances de la nave y de la situación actual de la tripulación. Aburrido, escuchaba los rumores de conflictos en las salas internas a propósito de ciertos reclamos salariales, un malestar creciente que afectaba a muchos operarios subcontratados. Al parecer, un intrépido cabecilla de Terra Mater estaba enfureciendo cada vez más a sus compañeros e inoculándoles la duda de que la corporación les estafaba.
—Estos mercenarios son un problema —dijo Ursu con las manitas sobre su barriga. El segundo oficial de la nave y mi brazo derecho era un obseso amante de las flores exóticas y de los niños rubios, de los versos malditos y de la comida terrestre; siempre hábil para resolver ciertos problemas entorno a las rutas cósmicas, Ursu se volvía a menudo un pusilánime ante situaciones de presión duraderas.
—¿Quién los reclutó? —preguntó el oficial tercero, un individuo suspicaz y enérgico.
—No creo que eso ya nos importe, señores —dije, pero Germán, nuestro viejo jefe de logística, no opinaba lo mismo.
—Fue Soloza, ¿verdad, Olivera?
El consejero náutico apareció desde un rincón de la sala con las manos en los bolsillos. Su gesto adoptaba ese aire oscuro con el que parecía verse a sí mismo como el oráculo funesto de nuestras decisiones futuras.
—¿Importa eso mucho? —dijo con una mueca de desdén—. Acabo de renunciar como consejero, así que da igual lo que yo piense.
Los oficiales nos miramos un momento. Enseguida, el propio Ursu se atrevió a intervenir:
—¿Qué ha pasado… esta vez?
Olivera no miraba a nadie cuando habló:
—Le he dicho que los depósitos de almacenaje han perdido presión por culpa de esa avería, que esos putos terroristas, esos mercenarios, están saboteándonos, pero ni me ha escuchado. Nada, como siempre. Así que he escrito un informe, he vuelto y se lo he entregado, así de claro. No quiero llevarme veinte años en una cárcel. No, señor.
Nadie creyó la renuncia de Olivera, ni siquiera él mismo, pues era un hecho que se repetía de la misma forma que las turbulencias ipsénicas de la nave o los desperfectos con las luces de nuestras cabinas. No era la primera vez que renunciaba, ya lo había hecho en otros viajes: después de una discusión privada con Soloza por no seguir sus advertencias, Olivera, herido en su orgullo, se despojaba de su placa de consejero náutico. Luego, tras varias jornadas de incertidumbre, y tras haberse encerrado en su cámara a solas, aparecía de pronto en una de nuestras reuniones informales, y se sentaba en silencio a la mesa redonda, a la que nunca asistía el capitán como no fuese una emergencia absoluta. Ninguno supo nunca cuántas veces había dimitido Olivera.
A la tercera semana estándar, la amalgama de inquietudes empezó a costarme muchas horas de sueño, lo que enseguida me condujo hacia los suplementos narcóticos. Aleisa, la directora del pequeño equipo médico, vigilaba nuestro estado físico y las posibles molestias asociadas; de todo el núcleo antiguo de nuestra tripulación, era la más joven, y sin duda la mujer más hermosa, algo en el fondo no demasiado difícil al compararla con las fornidas hembras casi varoniles de los sectores de maquinaria, o con su escuálida ayudante, una morena taciturna de ojos saltones. Según parece, había nacido en la luna de Europa unos treinta años antes, y ya desde allí se había ganado cierta fama promiscua que corría por la nave en rumores de bromas y chismes casi continuos. Fuese o no cierto lo que se contaba de sus aventuras sexuales, yo nunca había sido elegido por nuestra médico para confirmarlo. Accesible y amable a solas, resultaba mucho más distante cuando estábamos en grupo.
—Aleisa —le dije durante un examen, cuando el capitán llevaba ya tres jornadas seguidas sin aparecer ante los oficiales—. ¿Qué está pasando abajo? Solo me llegan informes de protocolo, pero no me sirven. Usted estuvo ayer con varios mecánicos que tienen la gripe, ¿no?
—¿Lo dice por esos operarios, los descontentos? —me preguntó mientras extraía mi sangre con una fina aguja—. No sé más que usted, oficial.
—Por cierto —dije atrevido—, si me permite, querría comentarle algo. Últimamente se comenta que Soloza pagó la deuda con su clínica.
Aleisa me miró con sus grandes ojos verdes:
—Siempre dicen demasiadas cosas. Usted ya sabe cómo es él. Es capaz de remover el universo si las cosas no se hacen a su manera. Pagó mi deuda, y por eso estoy aquí, no es ningún secreto. Pero con lo que gane en este trabajo abriré otra clínica más grande.
En las jornadas de descanso, ya en el interior de mi cabina, no dejaba de recordar la penúltima odisea de la nave, la grave avería del endomotor que nos obligó a refugiarnos en cierto planeta comprado por una empresa independiente; las semanas que pasamos en aquella tierra, en medio de un caos administrativo y judicial, hasta que la tripulación se fue marchando en naves utilitarias o se enganchó a otros cargueros, rumbo a sus mundos de origen. Soloza fue el único que no tuvo la menor intención de abandonar la Santa María, inmovilizada en una llanura pantanosa y objeto de especuladores que pronto asentaron allí sus puestos de vigilancia. La corporación patrocinadora se desentendió de nosotros, delegando toda responsabilidad en las posibles negligencias de sus oficiales. A veces, desde lo alto de una loma, Soloza se acercaba para ver su nave, varada en la llanura. Pero nadie vino a ayudarnos, y pasados unos días decidí marcharme con Ursu en un reactor de transbordos al satélite más cercano, donde remontara el regreso a Terra Mater.
Al abandonar la Santa María de las Estrellas abandonamos también a nuestro capitán, de quien no volví a saber hasta que vi de nuevo a Olivera, varios años más tarde. Pasaba entonces una temporada en un planeta agreste carcomido por el polvo y plagado de cuevas minerales; vivía con un compañero clon que le daba a la bebida y que a veces se enfadaba con su propia suerte, con la empresa minera para la que trabajaba o conmigo mismo, y nos maldecía a todos juntos para luego, a las pocas horas, ya borracho, refugiarse en su propia compasión, entre balbuceos y lloros patéticos. Era una existencia monótona como ingeniero pero al menos no tenía que rendir cuentas a ninguna corporación inmensa y traidora, ni a ningún capitán obsesionado con su nave. De hecho, creo que tal vez hubiese pasado el resto de mis tristes días en aquel sitio si no fuese porque una tarde tormentosa, al volver a mi casa cónica de los barracones, descubrí un silencio sospechoso.
—Quiere verte —dijo una voz en las sombras de mi salón. Al principio me costó distinguir su figura encorvada junto a un mueble, pero al fin me di cuenta de quién se trataba.
—Olivera.
—Hay un viaje, en breve. Necesita a su primer oficial.
—Que se busque otro, las corporaciones ofrecen un abanico muy amplio. Yo ya no vivo de eso. No sé si te has dado cuenta.
—Me temo que tengo el deber de informarte de que tienes un contrato con nuestro capitán de seis viajes, y que has realizado cinco hasta la fecha.
—El sexto se fue a pique, Olivera. Me parece que tú también estabas. ¿O se te ha olvidado?
—Por supuesto, pero no se completó —comentó y salió de las sombras; enseguida me percaté de que llevaba una pistola en el cinto, pero su uniforme de consejero náutico era el de siempre—. ¿Te gusta esta vida?
—¿A qué te refieres?
Olivera miró a todos lados.
—A esta basura de lugar, a tu compañero de casa, a la miseria que ganas aquí, con un nombre falso.
—¿Cómo has dado conmigo?
—El capitán siempre encuentra lo que busca, ya lo sabes.
—Yo… ya estoy retirado de eso.
—Eres nuestro primer oficial y vas a venir con nosotros. Es que no te das cuenta, ¿eh? Aquí no nos quieren. Ni aquí ni en ningún terruño en el que creamos ser lo que no somos, así de fácil. Pero ahí arriba, en las estrellas, somos de la Santa María y eso ya es algo, a pesar de todo.
—La Santa María es historia —le dije, y me senté aplomado por el peso de sus verdades: odiaba mi vida actual—. Oí decir lo que hicieron con ella. Se la repartieron varios armadores, la descuartizaron, y se llevaron cada parte a un lugar, para ensamblarlas en otras naves, ¿me equivoco?
—No del todo. La nave ha regresado, Andrenio.
En aquellas horas que pasaba a oscuras en mi dormitorio, pensando en la forma en que había vuelto a nuestro viejo carguero, un rumor de pesadumbre me asolaba por dentro como un mal presagio. Soloza había viajado por diversos mundos, se había hecho con la financiación de un enorme clan de empresas de traslado, y finalmente había encontrado a sus hombres, a los de siempre, a los que viajaron en sus últimos viajes con él por distintas rutas espaciales. Había pagado la fianza de liberación de Ursu, prisionero por delitos de vicio inmorales en Terra Coma; por medio de su consejero náutico, había convencido al viejo jefe de logística, que vivía como mayordomo en un castillo de rocas preciosas de cierto planeta sin nombre, y se había hecho con el apoyo de Aleisa, de Dagma, de los otros oficiales, de los mismos que le abandonaron, de la misma gente que se dispersó varios años antes por todas partes.
Ninguno de nosotros se sintió demasiado cohibido o manipulado por sus métodos, o al menos disimulamos no estarlo, de la misma forma que Olivera acababa por creerse sus propias dimisiones. Lo cierto y verdad es que cuando vi la Santa María de nuevo flotando en el espacio, tuve la impresión de estar ante un gigantesco fantasma, un monstruo de billones de toneladas que flotaba entre las corrientes electromagnéticas y los campos gravitatorios como si nada la hubiese destruido años atrás. Las doce colas traseras brillaban ante el sol del viejo sistema terrestre, esperando la llegada de su tripulación, la misma que la había dejado engullida en una llanura viscosa, con los motores desintegrados y los ensamblajes laterales desechos.
Al inicio de la trigésimo primera jornada de viaje hacia el planeta de colonos, las alarmas se dispararon en el área de popa. En seguida organizamos una reunión de urgencia entre oficiales, mientras los guardias de protección se desplazaban con las armas de asalto hacia las cabinas inferiores: los alborotadores de la sección de máquinas estaban furiosos por el hecho de que el capitán no escuchase sus demandas, algo que consideraban propio de un tirano sin escrúpulos. No querían causar grandes daños, pero estaban dispuestos a casi todo con tal de que se les escuchase. Protegido por dos guardias de la corporación, Olivera se internó en el área ocupada por los saboteadores que habían alterado las redes de conexión con el planeta colonia. Cuando volvió de su reunión con el cabecilla, adiviné una de sus sonrisas sarcásticas.
—¿Qué les has dicho? —le pregunté.
—Lo que me ha transmitido el capitán. Nada más.
Siguió andando distraído, como seguro de los resultados de su encuentro para resolver aquella pequeña crisis en la nave.
—¿Y han decidido dejar los sabotajes?
—Por supuesto. No les queda otra. El capitán ha decidido doblarles la asignación, y además, cuando lleguemos a nuestro destino, les dará un bonus especial por el trabajo que llevan hecho hasta ahora. Están encantados.
Durante las siguientes jornadas, nuestros esfuerzos se centraron en el funcionamiento de los endomotores y en los cálculos matemáticos para acceder al campo gravitatorio del pequeño planeta estéril. Nunca había sido fácil manejar una nave como la Santa María, y menos ahora con la tripulación mercenaria que habitaba en las plantas bajas, separadas de las nuestras por varios niveles de bodegas herméticas; nuestros encargados nos transmitían cualquier percance o duda a través de cámaras situadas en paneles de salas de comunicación. De esa forma, había partes del complejo con una cierta independencia de mando salvo para las decisiones o directrices comunes, dirigidas siempre por el pulso lógico de la gran computadora con la que solo se comunicaba Soloza: el llamado núcleo.
La Santa María de las Estrellas era un carguero de traslados con una historia muy larga de problemas, dificultades y viajes. Un siglo antes, había sido la primera en acceder a las fronteras de Alfa Centauri con varios radares de investigación terrestre, y una de las primeras en verse envuelta en conflictos diplomáticos entre corporaciones enemigas. Su reputación como nave indestructible se la había ganado en varias ocasiones, de las que siempre salió victoriosa, al parecer incluso después del accidente en la llanura del mundo colonia donde la despedazaron como si fuera una reliquia sagrada. Mucho antes de que nuestro capitán hubiera nacido, ya surcaba el espacio bajo el gobierno de otro hombre, pero había sido Soloza el que le había dado esa aura legendaria de nave independiente.
Cuando quedaban seis jornadas para nuestro destino, Soloza mandó que acudiera a su sala de controles. Allí estaba como siempre, con su traje negro y azul de reverendo de alguna iglesia de colonias, la insignia de ónice en la solapa, y esa figura circunspecta y distante. Por lo general, no dejaba que ninguno de sus oficiales pusiera un pie en ese sitio como no fuese un caso de urgencia, por lo que me sentí algo confuso en aquel entorno. Pronto me miró como el mismo día en que nos conocimos en la nave; detrás de su máscara pensativa, de sus rasgos maduros e inalterables, siempre había notado un brillo inmóvil en sus pupilas, propio de quien observa a sus congéneres desde un inmenso abismo. Las grandes ventanas de la proa eran el escaparate de millares de estrellas y planetas dispersos; estábamos casi en el punto más alejado de todos nuestros viajes comerciales.
—Oficial —dijo con su voz apagada. Me observó de arriba abajo, con indiferencia.
—Capitán —le repliqué cortésmente, a pesar de que nunca había sabido la manera idónea de dirigirme a su persona.
—¿Se encuentra bien? —me preguntó mientras se giraba a las cristaleras con las manos a la espalda. La pregunta me sacudió por dentro: Soloza nunca había mostrado el menor interés por la comodidad de una tripulación a la que trataba como meros objetos para conseguir sus fines, pero de la que nunca había querido desprenderse, como si fuéramos su único talismán de la suerte.
—Muy bien, capitán, gracias. ¿Y usted?
Casi tuve ganas de decirle lo poco o nada que había cambiado en todos aquellos años, prisionero de una edad intermedia de madurez indefinida. El mismo pelo castaño con algunas mechas grises, la misma nariz curvada y los mismos ojos negros que le conferían ese semblante solitario de siempre.
—Oficial —dijo después de unos segundos—. Esta es mi tripulación, y no le permito a nadie que muera sin mi permiso.
El comentario me sorprendió porque, aunque sonara a una broma absurda si la dijese cualquier otro, en sus labios secos adquiría el tono de una reflexión muy seria.
—¿A qué se refiere, señor?
—Los mercenarios casuales no me interesan, se contrataron solo por exigencias corporativas, una pura formalidad legal. Nada me preocupa excepto mi tripulación, ¿entiende? Cuando Olivera me dijo que Ursu ha intentado suicidarse, he tenido que convocarle para esto.
—No sabía nada, capitán —le dije, y era cierto: acababa de enterarme de la noticia.
—Así es, y su misión será a partir de ahora la de convencerle de que llegaremos a buen puerto, que no se preocupe.
—Capitán.
—¿Sí, oficial? —dijo sin mirarme. De cerca, su aspecto era pálido, céreo; supuse que debía haberse hecho algún trasplante o injerto de piel muchos años antes de que yo sirviera en su nave.
—¿Qué puedo hacer yo por Ursu?
—Se lo acabo de decir. Ustedes son mi tripulación, los demás no me importan en absoluto. Me ayudarán a llegar adonde quiero, ¿queda claro?
—Quedan pocas jornadas para…
—Olivera dice que quiere usted dejarnos cuando lleguemos a nuestro destino, ¿es eso cierto?
—Olivera habla siempre demasiado, capitán. Usted me trajo aquí, y aquí estoy. Cobraré mi asignación, y luego nos despediremos.
Soloza dibujó esa sonrisa apenas perceptible de los momentos en los que parecía querer decir algo sin decirlo.
—Tardé tres años terrestres en encontrarla —me dijo de pronto, y me dirigió una mirada fugaz que me sacudió como una descarga eléctrica.
—¿A qué se refiere, capitán?
—A ella, a la Santa María —siguió contando despacio y dio varios pasos mecánicos en torno a la sala—. Como sabe, los constructores la descuartizaron, y un gobierno local corrupto me encerró en una prisión oscura. Cuando salí, no sabía nada de lo que había pasado, salvo que quedaba un cráter en la llanura como huella de su desintegración. Las piezas sueltas no me interesaron, ¿sabe? Eso se podía sustituir fácilmente. Yo busqué el núcleo, lo único que importa. Por eso estuve en varias estaciones de construcción de cargueros, y en planetas donde se amasa el poder de las corporaciones que llevarán a Terra Mater a su última guerra, hasta que un día me di cuenta.
Soloza se detuvo ante el cuadro principal de mandos y el panel de la enorme computadora que dirigía la nave desde épocas muy antiguas.
—Me di cuenta de que mis pasos no eran casuales, y que en realidad era ella quien me buscaba, al principio débilmente, luego con más fuerza. Sentía sus llamadas aquí (y se tocó en la sien derecha) y al final encontré lo que quería.
—¿Encontró el núcleo, señor?
—El núcleo me encontró a mí. Por algún motivo, el núcleo y lo que quedaba de su armazón habían acabado hundidos en las profundidades de un lago sin peces, en un planeta cualquiera. Olvidado por todos. Pero yo lo hice salir, o fue ella la que me ayudó a sacarlo.
—Capitán —dije después de varios segundos de silencio.
—Haga lo que he ordenado, oficial.
Y no volví a verle durante el resto del viaje. En las siguientes jornadas, Ursu se recobró de su tentativa de envenenamiento con píldoras. Con un método riguroso, Aleisa le sometió a un programa de recuperación médica para subir las endorfinas de su cerebro confuso y agotado. Como distracción, le conté al oficial segundo la extraña historia del capitán; a cambio, Ursu pudo referirme lo que había sabido:
—Saúl dice que se sometió a un trasplante de médula ósea y de ojos en un hospital militar de Marte. Está seguro de que era él.
Por supuesto, no pensaba transmitirle a Ursu, aún convaleciente, ciertos detalles de mi conversación con Soloza ni las sospechas que extraía de sus reflexiones.
—Bueno —dije tras un momento de pausa, observando su estado narcotizado—. Lo importante es que ya estás mucho mejor.
—Cuando esto acabe, no volverá a engañarme, eso seguro —dijo Ursu, mientras se desprendía del parche de su brazo izquierdo—. Lo más cerca que estaré del espacio será cuando lo vea con mi telescopio. Quiero una buena casa, ¿puedes creerlo? Con criados jóvenes a mi servicio, unos muchachos guapos y listos que me ayuden en todo.
En la jornada de nuestra llegada al mundo colonia todo parecía encontrarse bajo una calma perfecta, y ninguna circunstancia alteraba el frágil equilibrio de la nave. Los mercenarios de las máquinas internas estaban al parecer satisfechos de que pronto se les pagase lo convenido, y a todos nos embargó cierta emoción inconfesa de volver a pisar un planeta con gravedad no artificial. Pero hacia la hora octava del segundo ciclo se activaron las alarmas de los paneles de control, y los oficiales nos reunimos en nuestra sala para averiguar qué estaba pasando.
—Se han sellado solas las áreas de máquinas y los depósitos —avisó, nervioso, nuestro jefe de logística.
—¿Y los de abajo?
—Muy perturbados, empiezan a amenazar a nuestro delegado. Dicen que esto es obra del capitán.
—¿Dónde está? —dije, y miré a Olivera, que tenía los ojos algo vidriosos.
—Se ha encerrado también —respondió sin mirar nadie en concreto—. He intentado… hablarle… pero no quiere que nadie le moleste.
—Hay que comprobar los otros sectores —ordené de inmediato—. ¡Vamos!
Fue inútil: pronto asistimos al cierre íntegro del ala de popa, pasando por los compartimentos de cargas sólidas hasta las salas periféricas: una tras otra, las secciones se iban sellado a presión sin que pudiéramos hacer nada por impedirlo; por mucho que tecleáramos códigos básicos de acceso, la nave ignoraba cualquier orden, como si hubiera decidido aislarnos de las otras áreas. De modo que, finalmente, no pudimos sino acercarnos a los observatorios laterales, con sus múltiples ventanas al espacio, para ser testigos de un horror sin nombre. El planeta cobrizo de los hombres estériles podía distinguirse a nuestra izquierda. Las alarmas sonaban por todos los huecos hasta que de pronto se pararon; entonces un silencio indescriptible se apoderó de todo el carguero; era un silencio cósmico que nos envolvió a todos como un fluido invisible.
—Ya está —dijo Aleisa, con su rostro pálido pegado al cristal—. Han debido de abrirse las compuertas.
De repente sonó un chasquido acompañado de varios temblores mecánicos: durante varios segundos inolvidables, ante nuestros ojos aparecieron las cápsulas de los niños criogenizados flotando como botellines en el espacio, alejándose en silencio por una oscuridad abrumadora. Centenares de cápsulas ocuparon enseguida el espacio, y luego una nebulosa de millares de cilindros que se dispersaban por todas partes, girando con lentitud, una mancha que viajaba en silencio hasta perderse de vista.
—Dios —murmuró Dagma, compungiendo el rostro. Aleisa apartó la vista de aquel desfile desordenado de niños de unos cinco años que ya no volverían a abrir los ojos, tan cerca del mundo donde sus futuros padres adoptivos los esperaban desde hacía muchos meses.
—Esto nos costará la muerte a todos —dijo Germán—. Nos ejecutarán por crímenes de rango supremo. Eliminar carga humana y…
No pudo seguir describiendo nuestras futuras penalidades: enseguida, como partículas extrañas del espacio, emergieron ante nosotros figuras de hombres y mujeres con las manos en los oídos, acurrucados o agitando las piernas frenéticas; decenas y decenas de obreros que adoptaban en su conjunto el aspecto de una marabunta indefensa y ahogada. Desde la distancia los vimos vomitar sangre, o estremecerse en convulsiones flotantes, hasta que se perdieron a lo lejos, atraídos por algún campo magnético o por la inercia de la eyección mecánica. Era una visión tan aterradora como hipnótica, verlos resistirse y luego caer en la apariencia de un sueño profundo.
A la media hora aún estábamos delante de las cristaleras, absortos; la Santa María, que acababa de destruir a las tres cuartas partes de su pasaje abriendo compuertas y aislando secciones, seguía su rumbo como si tal cosa, dejando atrás el mundo colonia.
—¿Adónde vamos? —se atrevió a decir Aleisa entre lágrimas.
—Hay que verle como sea —dijo Dagma.
Tratamos de acceder al área de control y al nivel de su cabina, pero las puertas estaban bloqueadas por dentro. Los oficiales de rango menor intentaron controlar los mandos automáticos de pilotaje, pero fue inútil. Finalmente, como primer oficial de la nave, me refugié en una cabina de comunicación aislada, y encendí un monitor personal de contacto. En la pantalla apareció un sillón vacío, pero supuse que estaba cerca.
—Nos ha metido en algo muy grave, Soloza —le dije rabioso—. Nos acaba de condenar a muerte a todos. Es un crimen horrible, es…
De pronto una voz neutra e impersonal me interrumpió:
—Los obreros de abajo han obtenido lo que demandaban, mi asignación para los traidores o los chantajistas. Respecto a los niños criogenizados, es usted un sentimental, como todos los demás hombres de mi tripulación. Pero les perdono, como siempre, no se puede esperar más de lo que es conforme a su naturaleza.
—¡Ninguno de nosotros le pertenecemos!, ¿me oye? —grité con los puños apretados—. ¡Está usted enfermo!
—Esos seis mil ciento ocho niños congelados solo servían a los propósitos glandulares de una población estéril. Todo el mundo sirve a un interés o a un propósito. Es inevitable. ¿Ha hecho lo que le dije respecto a Ursu?
Que le preocupara el hecho de que Ursu no se suicidase cuando acababa de destruir las vidas de millares de personas era algo que me parecía más allá de lo admisible. Tuve el impulso de apagar la comunicación para reunirme de nuevo con los oficiales y pensar el modo de acceder por la fuerza a la sala de control principal, pero al fin cambié de opinión.
—¿Adónde vamos?
—Al borde conocido —respondió la voz de un individuo invisible.
—¿Para qué? —le dije, reclinando mi espalda en el sillón de la cabina.
—Para lograr todo lo que sea necesario en mi búsqueda, oficial. Ahora dejen de preocuparse por mi estado, y hagan lo que sea oportuno para que la nave esté en buenas condiciones. Cuídenla, como ella les cuida a ustedes.
A lo largo de las siguientes jornadas de aquel viaje interminable, los oficiales, los mandos intermedios, el pequeño equipo médico, los ingenieros de planta y otros grupos del personal que Soloza había considerado como «su tripulación», logramos adaptarnos a una rutina forzosa donde se dormía poco y se descansaba menos. Algunos iban con frecuencia al reducido jardín botánico del ala norte, o se refugiaban durante horas en sus cabinas, o decidían introducirse en los cilindros de reposo para olvidarse de lo que nos pasaba, al menos durante un rato.
Hubo varias discusiones sobre la forma de conducir aquella crisis, pero se resolvieron sin problemas en la mayoría de los casos: todos teníamos la conciencia de estar juntos en aquello, y de que las razones de Soloza fueran en el fondo más importantes que sus métodos. Olivera estaba ya más taciturno y menos sarcástico, y de algún modo se culpaba con cierta amargura de no haber podido influir en el carácter de Soloza lo suficiente como para evitar que la Santa María fuese una nave maldita. Pero también suponía que aquel suceso era un acto ineludible, necesario, escrito en las estrellas mucho antes de que él mismo naciera.
—Lo llevaremos a la justicia de Terra Mater —dijo Germán, mirando a los demás oficiales—. Explicaremos lo que ha hecho.
—¿De verdad? —interrumpió Olivera, como siempre al margen hasta que decidía intervenir—. ¿Y cómo convenceremos a un tribunal de que toda una tripulación no pudo hacer nada, absolutamente nada, para evitar que su capitán abriera las compuertas de seguridad, eh? ¿Que echase al espacio a miles de inocentes? Dime, Germán, ¿piensas que nos creerían?
—Nos ha condenado —rumió un médico del equipo de Aleisa—. Tengo una familia…
—Su familia es esta nave —dijo Olivera de golpe.
—Pero, señor…
—No compliquemos más las cosas —respondió Olivera, exhausto por varias jornadas tensas; todos le escucharon atentos—. Es evidente que nos necesita para no estar solo. Por alguna razón, se imagina que con nosotros es distinto. Nunca ha hecho mucho caso a mis… consejos, pero los estima como si fuera él quien los hace, estoy seguro. Igual que con todos nosotros. Es como una ilusión, ¿no lo veis?, y sigue empeñado en creerla. Nosotros le abandonamos en aquel pantano, pero aún así nos buscó de nuevo. Sabe que aquí somos mejores que fuera.
—¿Y qué sugiere que hagamos? —dijo un ingeniero hosco llamado Venio.
—Que sigamos siendo su tripulación. La Santa María es nuestra nave, ¿cuántos viajes hemos hecho con ella, eh? Algunos de vosotros habéis viajado con Soloza más de lo que podéis recordar. Aunque sea siempre así de distante, es un hombre justo, lo sé. Todo ocurre por alguna razón, y tengo la sospecha de que el capitán no quiere hacernos daño.
Que yo supiera, la Santa María de las Estrellas nunca había llegado al borde exterior habitable. Por eso pensé lo que había sugerido Olivera: que todos éramos unos parias fuera del carguero, siempre lo habíamos sido de una forma u otra, y cuando nos dejaban en la tierra firme de algún planeta volvíamos a ser individuos mediocres o insanos, gente gris que se dejaba arrastrar por la bebida, el juego, la avaricia, la indiferencia u otros vicios. Queríamos creer o pensar que fuera de la nave éramos algo, pero nos equivocábamos: era dentro donde podíamos percibir lo mejor de nosotros mismos, donde sentíamos ese espíritu común del grupo, de las historias de nuestros viajes, de las incontables horas pasadas en cada traslado, y de esa emoción agridulce al abandonar el carguero en cada estación de turno.
A finales de la jornada quincuagésimo segunda, me levanté de la cama donde rumiaba a solas nuestro grave problema, y me dirigí a la cabina de Aleisa. Me abrió la puerta desnuda, con los ojos entornados.
—¿Qué hora es? —me dijo. Al fondo de su cabina se escuchó un ruido.
—Perdón —respondí confuso—, no sabía que estaba acompañada.
—¿Se encuentra mal? —me dijo, ya despierta del todo.
—Puede haber muerto —dije en voz baja, para que nadie más que ella lo escuchara—. Puede haberle ocurrido algo en la sala de pilotaje. Es una posibilidad. Es la única explicación que le doy, Aleisa. O eso, o se ha hibernado él solo.
—¿Vaa convocarnos ahora? —dijo nuestra médico jefe, a quien no parecía importarle mostrarse desnuda, con sus pechos pequeños pero erguidos—. ¿Ya no recuerda lo que usted nos dijo, oficial? Nos convenció de seguir, y todos le apoyamos.
Era cierto: ni siquiera supe cómo había ocurrido, pero los comentarios de Olivera me llevaron a apoyarle sin fisuras. Nadie puso objeciones.
—Tiene razón —murmuré.
—¿Quiere más zetrozels para el sueño? —me preguntó al fin, siempre comprensiva.
Más tarde, fui al gran salón de reposo a seguir rumiando mis ideas bajo la certeza de que Aleisa no estaba equivocada. Soloza no debía estar muerto, no podía estarlo. El secretismo del viaje debería romperse en cualquier momento, cuando le hiciera falta nuestra colaboración activa, acaso muy pronto. La nave viajaba sola, como bajo los impulsos de una programación establecida de antemano, y nosotros, su tripulación, éramos los únicos testigos de su desplazamiento errante. Pero, por las noches, me despertaba con las pesadillas recurrentes de millares de seres indefensos, reventados por la ausencia de presión y flotando en un espacio inabarcable para cualquier hombre que pretendiera soñarlo.
En la siguiente jornada, tras poner en orden mi pensamiento, me reuní con Olivera a solas en una sala de suministros.
—Creo que no me has dicho toda la verdad.
—¿Aqué te refieres? —me preguntó con aire de asombro.
—Adónde vamos en realidad.
Olivera retrocedió unos pasos, confuso. Como primer oficial, había sido por lo común un individuo bastante tranquilo y razonable, pero ya no podía permitirme ese lujo, no en ese momento.
—Cálmate, ¿quieres? Ahora haremos solo lo que nos diga. No olvides que es nuestro capitán. No tenemos otro.
—Ya no sé qué pensar —le dije—. Ursu es un corrupto, un degenerado, ya lo sabes. Pero dice que Soloza se sometió a un trasplante de ojos y médula, en Marte, hace mucho tiempo. Y Germán cuenta que ha viajado doce veces en esta nave, y que una vez le vio dormido en una cámara de suspensión durante veinte jornadas.
—Vamos, por favor, no me digas que te crees tú eso, eres el mando superior del equipo.
—Pero tú le conoces de antes. ¿De dónde viene?
—No lo sé, nunca me lo ha dicho, nunca hablamos de esas cosas, ni siquiera ahora.
De golpe sus palabras me conmocionaron como un golpe sordo en la boca del estómago.
—¿Cómo que ahora? Olivera, ¿has hablado con él hace poco?
El rostro algo ajado del consejero náutico se arrugó con una mueca de desconcierto.
—Hace dos jornadas.
Nos miramos en silencio, y por un segundo tuve la tentación de golpearle en el rostro.
—¿Te has vuelto idiota? ¿Has olvidado que puedo ordenar tu detención? ¿Por qué no me lo comunicaste?
—Porque el capitán me lo ordenó, ¿contento? Me dijo que no dijera nada. Así de claro.
Después de un silencio incómodo, volví a hablar.
—¿Adónde vamos?
—A un planeta del borde exterior llamado Agadé, eso es todo lo que me ha dicho, nada más. Vamos a ayudarle a llegar hasta allí, ¿entiendes? Escucha, Andrenio: nadie ha hecho nada por nosotros ahí fuera, ni las corporaciones corruptas ni nadie. El capitán no solo nos perdonó por nuestra falta, sino que encima confía en nosotros, hasta el fin.
No recordaba ningún planeta de ese nombre, pero era muy posible que se tratase de uno de los varios mundos dispersos en torno a soles distantes en los que se habían asentado algunos colonos varios siglos atrás.
—Esto quedará entre nosotros, ¿me oyes? —le dije, muy decidido a resolver aquel trance—. Por lo menos hasta que sepamos qué está pasando.
Al comienzo de nuestro tercer mes en la nave, los ordenadores secundarios nos informaron que el destino estaba muy cerca. Según el archivo estelar, Agadé tenía la apariencia de una cáscara de hielo sin vida que flotaba muy lejos de un sol moribundo junto a otros planetas y planetoides rocosos. La tripulación contribuyó a racionar las provisiones en previsión de un largo viaje de regreso a la próxima estación poblada. Ursu analizó en la base de datos la información contenida sobre Agadé, pero apenas encontramos algo de importancia en sus archivos primarios; clásico planeta colonia medio abandonado por las condiciones climáticas y la distancia inmensa respecto a otros lugares habitables, algo económicamente inadmisible para cualquier corporación que quisiera hundir allí sus industrias.
La tripulación estaba por aquel entonces bajo un estado indefinible de expectación y amargura, una mezcla extraña con la que habíamos logrado adaptarnos a la ansiedad de vernos recluidos en una nave hermética durante tantas jornadas, y a creer que éramos importantes por alguna razón asociada a los designios del capitán Soloza.
—¡Control de los radares! —dije a los suboficiales con el fin de que vigilaran los mandos automáticos.
—Señor —dijo mi oficial tercero, mientras estudiaba los datos de seguimiento cósmico—. El endomotor izquierdo propaga una fuerza de ocho gies, y ha torcido el rumbo en quince grados respecto al eje del planeta.
Asustados, nos distribuimos a lo largo de diversas partes del carguero, esperando el momento en que la Santa María se aproximara hacia la escasa atmósfera celeste de Agadé. Los oficiales y los ingenieros ocupamos dos salas de descanso climatizadas, sentados y protegidos con cinturones, mientras el equipo médico de Aleisa se refugiaba en su propia sala, donde se habían asentado como si fuera un cuartel general desde el encierro de Soloza. Algún tiempo después, la nave comenzó a temblar y a sacudirse, primero con lentitud, más tarde con una violencia espasmódica; notamos la presión sobre nuestros cuerpos, aferrándose sobre las articulaciones, las arterias, cada una de las fibras musculares. Pensé en mi refugio en el mundo arenoso de cavernas donde me había ocultado hasta que Olivera dio conmigo, en la sonrisa de Clautta, la puta más célebre de la población donde vivía de forma gris y monótona. Y enseguida me di cuenta de que habíamos sido unos ingratos al abandonarle, y que era nuestra deuda con él, nuestro compromiso.
En cuestión de pocos minutos estábamos atravesando las gigantescas corrientes de ventisca helada de Agadé, que sacudían la nave como si fuera un juguete. La computadora había decidido que el carguero descendiese en su totalidad, y no alguna pequeña nave de remolques que descansara en su tripa, en los grandes almacenes internos; era una decisión muy arriesgada por las dimensiones de la nave y el esfuerzo titánico de sus endomotores; de pronto pensé que si alguno de ellos se estropeaba como la última vez, tal vez no pudiésemos volver nunca, atrapados sin esperanza en un planeta de hielo. Pero la nave aguantó como pudo las tormentas que impedían la visibilidad del entorno y, aunque hubo algunas averías de consideración en las carcasas solares de popa además de un ala rotor destruida por el descenso, resistió casi intacta, flotando a unos mil metros de la tierra.
Al desprenderme del cinturón di las primeras órdenes a los otros oficiales, que estaban exhaustos pero excitados, conscientes de la importancia de nuestra determinación en aquel momento.
—Se ha declarado un incendio en el ala rotor número veinte —informó Ursu, decidido como nunca. De golpe parecía haberse olvidado de sus propias dudas, de sus amagos suicidas, de su debilidad congénita y cobarde.
—Conecten los equipos mecánicos de regulación —dije—, y cierren la compuerta del sector nueve.
—Esto también va solo —corroboró Olivera, y enseguida notamos que la nave avanzaba despacio, por encima de una cadena montañosa de picos de cristal.
Si hubo alguna vez vida en su superficie, no parecía que eso ya importara en absoluto: Agadé estaba tan muerto como cualquiera de los asteroides que habíamos encontrado a lo largo de nuestro viaje sin pausa. Entre el movimiento y la observación de los otros tripulantes, decidí refugiarme en la cabina de contacto con la sala de Soloza.
—Capitán, ¿está usted ahí? Conteste, por favor. Ya estamos donde quería. Ahora díganos qué debemos hacer.
En la pantalla apareció la imagen estática de un sillón vacío.
Como hechizados por nuestra propia suerte, durante casi dos horas observamos en silencio el desplazamiento sigiloso de la nave sobre las montañas y valles de hielo, sobre los cráteres acristalados y las depresiones brumosas de aquel mundo hostil para la vida humana, en lo más lejano de nuestra galaxia. Luego, sin aviso alguno, cerca de un valle ciclópeo, el carguero comenzó a descender del todo gracias a los endomotores. Sentimos los inmensos trenes de aterrizaje de la nave, apareciendo como centenares de patas de un insecto milenario, hasta que al fin algo golpeó desde abajo, y nos sacudimos, hasta tambalearnos.
—Ya está —dijo Aleisa.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó alguien.
—Bajaremos un grupo pequeño a tierra —dije, decidido a concluir aquel enigma cuanto antes—, mientras otro intenta contactar como sea con el capitán.
Decidí descender junto a Olivera en un pequeño vehículo oruga para comprobar las condiciones del entorno y poder averiguar las razones por las que habíamos caído en aquel mundo. No parecía que hubiera ningún poblado, ni colonia viva en muchos kilómetros a la redonda pero la computadora de la Santa María había decidido detener su máquina en aquel sitio, precisamente.
—Volveremos en una hora, como mucho. Germán, permanezca atento a las comunicaciones.
Ya dentro del vehículo de transporte terrestre, tuve la desconcertante sensación de que el capitán nos había abandonado en algún punto intermedio de nuestro viaje sin fin, y que ahora solo éramos los brazos ejecutores de su último deseo.
—Vamos allá.
La rampa bajó con un zumbido suave, hasta depositarnos en la tierra helada de Agadé. Las orugas del vehículo apenas podían avanzar sin dificultades por una tierra llena de socavones y rocas. El viento nos balanceaba de forma atroz, pero poco a poco nos fuimos alejando de la nave, que entre las sombras y brumas heladas parecía un gigante en letargo.
—Aquí no hay nada —murmuró Olivera después de un rato, observando el escáner de rutas—. Esto es un pedazo de hielo sin vida.
Por primera vez en bastante tiempo vi que una duda lacerante empezaba a hacer mella en su conciencia.
—Sigamos por allí —dije, y señalé hacia un punto de sombras al norte, casi en el borde del valle de hielo.
—No —dijo una voz neutra, y al girarnos le vimos sentado en la silla vértice trasera, con las manos sobre los brazos de su asiento y un gesto impertérrito, como el de quien llevara siglos esperando aquello.
—¡Capitán! —gritó Olivera, y detuvimos el vehículo de golpe—. ¿Cómo…?
—Por allí no, oficial —dijo sin mirarnos, y con sus ojos impasibles señaló hacia al oeste—. Iremos hacia allá.
—Capitán —balbuceé—, ¿qué vamos…?
—Oficial, no tenemos tiempo. Ni mi tripulación tampoco.
Obedecimos bajo el mismo hechizo con el que nos había condenado a todos desde el principio. El vehículo rodeó varias grietas profundas, y se internó por una pendiente irregular de rocas afiladas que agitaron el interior con violencia. Podía sentir la presencia de Soloza a mis espaldas, pero no pensé en la forma en que se había escabullido para introducirse como un fantasma en el transporte oruga y eludir preguntas y explicaciones de otros miembros de la tripulación.
Al fin distinguimos algo que nos asombró por su presencia en medio de aquel paisaje monótono de hielos perpetuos: una base, o lo que parecía una base, que relumbraba bajo el sol tenebroso como un fragmento metálico en el fondo de una laguna. Ni Olivera ni yo nos atrevíamos a hacer ningún comentario, ninguna sugerencia, nada que pudiese alterar al capitán, que parecía controlarnos en silencio y en calma. La base presentaba el aspecto inequívoco de cualquier edificio abandonado durante muchos años, con su torre de comunicaciones medio destruida por las tormentas y capas gruesas de hielo sobre una serie de tanques oblongos. Sin embargo, pronto vi unas luces en las plantas superiores del complejo.
—Ahora —dijo al fin Soloza—, bajaremos. No debo visitarle sin ustedes. No quiero que crea que lo he logrado sin mi tripulación.
Nos colocamos los cascos con una mansedumbre absoluta, pero cuando vimos a Soloza sin traje protector, nos asustamos enseguida.
—Capitán —dijo Olivera—. Nunca me hace caso, nunca… pero si sale ahora sin el traje morirá en unos minutos, se lo aseguro. Si sale… Hay una temperatura de sesenta grados bajo cero, señor.
—Señores —dijo sin inmutarse, con las manos en los bolsillos de su casaca—. Sean fieles a su trabajo. Ahora bajemos.
En medio de la ventisca, a unos veinte metros de la base, la capa del capitán Soloza se sacudía como una bandera deshilachada o harapienta. Con los ojos apenas entrecerrados, caminó por delante de nosotros con una parsimonia desconcertante, como si el frío o el hielo no pudieran destruirle. La insignia de ónice de rango superior salió volando, pero Soloza no detuvo su marcha ni se giró para verla. Luego, ya delante de una puerta redonda de grandes dimensiones, tecleó unos números en el panel de códigos. La hoja de metal desapareció de inmediato, permitiendo nuestra entrada.
—¿Esta es su casa, capitán? —le dije justo cuando la hoja volvía a cerrarse a nuestras espaldas. En el interior del enorme vestíbulo, me desprendí del casco.
—Es la primera vez que estoy aquí —respondió con el cabello en desorden, y sus ojos fríos se deslizaron por el entorno como si tratara de analizarlo.
—¿Cómo sabía la clave, señor? —dijo Olivera, aún con el casco puesto.
—No lo sé —respondió, y siguió caminando hasta una sala rodeada por estatuas de hielo con formas de animales monstruosos.
—¿No lo sabe? —dije con el casco debajo del brazo mientras Soloza se colocaba sobre una plancha redonda y plateada. Miré hacia arriba y vislumbré un agujero redondo sobre el techo.
—Es su clave, su puerta, su contraseña —nos dijo; la casaca oscura estaba cubierta de hielo por los hombros y tenía los bordes en jirones—. Pero yo tengo mi nave y mis hombres.
La plataforma redonda empezó a subirnos despacio como por el influjo de algún mecanismo magnético. Pronto atravesamos una planta oscura, y otra, hasta que alcanzamos un nivel que daba a un salón extrañamente cálido, rodeado de acuarios y flores exóticas. Junto a una gran cristalera desde la que se distinguía el espléndido y tenebroso paisaje de Agadé, vi a una muchacha joven arrodillada junto a una cama metálica bajo cuyas sábanas yacía un cuerpo inerme: era un anciano escuálido cubierto de tubos y rodeado de máquinas, con una máscara para respirar y con la cabeza desnuda y calva apoyada sobre una almohada gruesa. Al vernos, la joven se sobresaltó, gritó algo en un idioma desconocido y se apartó hacia una zona de cortinas, junto a la cristalera. Soloza caminó despacio, sin prestar ninguna atención a la muchacha, que ahora se encogía en un rincón. Al vernos, el anciano pareció reaccionar, llevándose una mano a la máscara; al desprenderse de ella, murmuró algo que al principio no pude entender.
—Te he encontrado —dijo Soloza—. He venido para que sepas lo que me pertenece. Para que veas lo que he logrado sin ti.
Supuse que debía tratarse del viejo padre de Soloza, ya moribundo, pero al acercarme un poco más algo me sobrecogió de golpe.
—Mi nave, mi tripulación, mis viajes, ahora ya son míos, no tuyos.
El viejo describió un gesto que Soloza comprendió enseguida. Ni Olivera ni yo podíamos movernos de nuestro lugar. Entonces, el capitán se agachó para atender a los balbuceos del viejo; cuando terminó su confesión, el anciano se puso con dificultades la máscara. Con sus propias manos, el capitán giró entonces la cama hasta colocarla frente a la cristalera, desde donde era posible distinguir la sombra de la Santa María a lo lejos.
—¿La ves? —dijo—. Ya no es tu nave, sino la mía. ¿Comprendes lo que digo?
Soloza se giró hacia nosotros un momento.
—La recuerda. No puede evitarlo.
Aturdido, no dejé de ver los rasgos del anciano, su perfil perplejo, la forma en que sus pupilas se dilataron al distinguir la nave en la llanura. La muchacha se había escabullido hacia otro rincón. De pronto apareció un hombre regordete junto a una puerta. Ni siquiera nos dimos cuenta de que acababa de disparar con un arma, pero el zumbido nos encogió de golpe, resonando por las paredes como un pequeño trueno. El capitán cayó como un fardo sin resistencia.
—¡No! —gritó Olivera.
A su lado, observé la herida en el cráneo de Soloza, y el interior chamuscado por el láser, del que ahora brotaba una humareda débil.
—¡No dispare! —dijo Olivera, y se desprendió de su cinto y la pistola.
El hombre regordete era ya algo mayor, y ostentaba una frondosa barba gris de aspecto venerable. El cañón de su arma aún humeaba.
—Sabía que vendría, tarde o temprano —dijo al fin, y puso un pie sobre el hombro del cadáver—. Conozco bien a Lepso, y está claro que no me equivocaba.
De inmediato se acercó adonde estaba el anciano y al comprobar que aún vivía, nos dirigió una mirada de reproche.
—¿Lepso? —le dije en voz baja.
Contempló nuestros rostros inocentes; luego se relajó, tal vez compadecido de nuestra ignorancia.
—El núcleo de la nave. Cuando el capitán enfermó, tuvo la idea. Fue nuestro secreto.
—No le entiendo —dije—. Esto es una locura, ¿por qué lo ha hecho?
—Construyeron un modelo casi perfecto, una réplica exacta de sus tejidos y su perfil psíquico —y el individuo miró hacia abajo con desaprobación—. Según mi señor, era la mejor forma de que su leyenda nunca muriese, pero yo no estaba seguro. No me hizo caso. En principio no debería haber sabido su origen, pero de algún modo lo supo. Puede que entablara algún vínculo con Lepso, y este le revelase la verdad, todo el secreto…
—No… no puede ser —masculló Olivera, dando varios pasos infantiles hacia el cadáver del capitán—. Es imposible… Acaba de matar al capitán Soloza.
—El capitán Soloza apenas puede oírles, ¿saben? La semana pasada cumplió ciento catorce años de edad, tiene ocho hijos y ha sobrevivido a seis. Vive aquí desde hace cuatro décadas.
—¿Aquí? —dije, incrédulo—. Pero si no hay nada…
—Por lo que veo, no conocen mucho de Agadé. Pero ya que lo dice, tenemos nuestras propias reservas, sintéticas y naturales. Todo lo que nos haga falta.
Con un gesto casi distraído, el extraño metió su pistola en una funda plástica colgada de su cinturón. Luego continuó relatando despacio:
—¿Saben? Hubo una época en la que hablaba de su androide como si fuera su propio hijo perdido, o incluso algo más especial que un hijo. Estaba orgulloso de que le representase, aunque esta copia no lo supiera, claro.
De pronto el suelo pareció desvanecerse debajo de nosotros, como la superficie frágil de una farsa que hubiera sobrevivido durante muchos años hasta convertirse en una costumbre: el Soloza que habíamos conocido, el mismo que dudaba o se alteraba ante las ideas de fidelidad de su tripulación, el hombre distante de la cabina de mandos, había logrado la forma de averiguar su propia naturaleza.
—¿Por qué le ha matado? —le dije. El hombre regordete se acercó despacio.
—No puedo permitir que se ponga en peligro la vida de mi señor. Ese androide estaba loco.
—Era nuestro capitán —dijo Olivera apretando las mandíbulas.
—¿Pero qué les pasa a ustedes? —nos dijo mirándonos perplejo—. ¿Es que no se han dado cuenta de lo que ha hecho? Lepso es el alma de este androide, la imagen de un capitán falso para seguir su rumbo. ¿Por qué le defienden? No era humano, es solo un montón de cables y fibras pseudo-orgánicas.
Y enseguida señaló al anciano de la cama, que ahora nos miraba como si en el fondo de sus ojos pudiese reconocernos de una vida anterior.
—¿Quieren prestarle fidelidad al capitán Soloza? —dijo—. Bien, pues aquí lo tienen, aquí mismo. El único viajero que atravesó la galaxia, el único cuya leyenda sobrevivirá a su muerte real. El único…
Al poco nos marchamos de la base, transportando el cadáver de Soloza entre los dos. Gracias a la pistola láser, pudimos hacer un agujero que nos permitió hundir nuestros guantes en el hielo costroso. Lo enterramos como nos fue posible, seguros de que las tormentas y las ventiscas formarían un montículo apropiado. No muy lejos, en la base se apagó una luz con indiferencia. Exhaustos, Olivera y yo nos miramos el uno al otro detrás de nuestros cascos: no fue necesario que dijéramos nada. Luego nos montamos en el vehículo y volvimos en silencio a nuestra nave.
Poco antes de subir por la rampa, Olivera sacó algo de su bolsillo y me lo enseñó sin decir una sola palabra: era un dispositivo sintético de almacenaje del tamaño de una nuez; lo había extraído del cráneo de nuestro Soloza, del único verdadero posible, antes de enterrarle en la nieve; conociéndole, estaba seguro de cuál sería el siguiente viaje, pero eso ya no me preocupaba demasiado. Tanto si lograba reconstruirlo en base a los planos morfológicos que guardara Lepso en el núcleo interno de la nave como si no, aquélla sería mi última misión con el grupo.
Al entrar en el carguero, cubiertos por costras de hielo frescas, los demás nos esperaban ansiosos por cualquier noticia.
—Nada —les dije—. Este planeta está muerto, no hay un alma por ninguna parte. Descansaremos unas horas, y luego nos iremos de aquí.
—¿Pero y el capitán? —dijo el viejo jefe de logística—. Seguro que ha muerto en la sala de mandos, seguro. Hace semanas que no sale de su cabina, desde aquello. Tenemos que abrirla como sea, ahora. Hay explosivos en las cámaras bajas.
—El capitán se encuentra bien —dije con calma, y descubrí un aire de esperanza soñadora en sus rostros cansados—. Acaba de contactar con nosotros por radio. Dice que la nave le ha puesto en cuarentena por un virus, y que no deseaba preocuparnos. Ahora debe sumergirse en una cápsula para ralentizar la enfermedad. Solo nos pide que no nos preocupemos por él, y que volvamos a las bases más cercanas.
—¿Después de todo este tiempo, de lo que ha pasado? —rugió un médico del equipo de Aleisa—. No tenemos excusa posible. Ninguna.
—Un accidente del sistema, un terrible accidente. Un fallo de transmisión automático que nadie podía haber evitado.
—Pero… —dijo el médico, aunque al ver que nadie le secundaba bajó la mirada al suelo.
—La nave confundió el rumbo cuando Soloza enfermó, eso es todo. Para no ponernos en peligro ha decidido aislarse de nosotros. Le abandonamos una vez, ¿lo recordáis? ¿Vamos a hacerlo de nuevo, queréis dejarle solo? Somos su tripulación, maldita sea.
Se produjo un silencio profundo; durante unos momentos nadie se atrevió a hablar. Enseguida me di cuenta de lo que a veces había sospechado a solas: que los hombres y mujeres vulgares que existían fuera de la nave, los mismos seres mediocres e invisibles de tantos mundos diferentes, eran allí, bajo el amparo protector de la Santa María, unas versiones mejoradas de ellos mismos, una tripulación unida por la misma causa, el mismo patrón de conducta. La causa de pertenecer a la misma familia, guiados por el mismo capitán.
—¿Y los niños de la carga? —soltó Germán—. ¿O los mercenarios? ¿Qué diremos que ha pasado, eh?
—Ya se nos ocurrirá algo —dijo Olivera con gesto ceñudo, y le miramos con el deseo de que pronunciara las palabras que queríamos oír—. No podemos decepcionarle, no ahora que nos necesita.
Todos estuvieron de acuerdo en ese punto.
Hoy, tantos años después, ya no vale la pena que haga referencia a los difíciles episodios que se sucedieron durante nuestro viaje de regreso, las peripecias con la sala sellada de mandos, o las duras maniobras que tuve que realizar más tarde para eludir a la justicia de los distritos de varios planetas conforme al célebre caso de los «niños extraviados». Baste decir que el carguero fue desintegrado por una orden corporativa. Para no poner en peligro a mi hija y a mi familia, si he rememorado el último viaje con la nave es porque muchas veces, al despertar en medio de la noche, aún creo encontrarme dentro de ella, lo que me recuerda que es posible que la hayan vuelto a reconstruir en algún punto del espacio. No importa: estoy convencido de que algún día, por mucho tiempo que pase, el capitán Soloza volverá como siempre a la Santa María de las Estrellas en busca de su tripulación perdida.
Carlos Pérez Jara nació en Sevilla (España, 1977) y ha publicado hasta la fecha en diversas revistas electrónicas y de papel como Axxón, la revista de ciencia ficción Ngc3660 («Reliquias mágicas»), Bem On Line («La ofrenda») o el fanzine Los zombis no saben leer («El otro No-Do»). Ha publicado también en la revista de ciencia ficción argentina PROXIMA, de la editorial Ayarmanot, en los números 14 (cuento «El último Protohombre») y 15 («Capitán Soloza»). Además suele participar en antologías colectivas de la revista Calabazas en el trastero: Bosques (cuento seleccionado: «El ciclo») y Calabazas en el trastero: Empresas (cuento seleccionado: «Ascenso») para la editorial Sacodehuesos.
Hemos publicado en Axxón: TEMPUS FUGIT, LEGADO, AL OTRO LADO DE LA LLANURA, LA DECIMOTERCERA CLÁUSULA, HIJA DE HELISURPA, PURGATORIO, ESPÍRITUS Y MARIONETAS y ORILÁN.
Este cuento se vincula temáticamente con UN ARMANI, de María Laura Sánchez; ESENCIA Y NATURALEZA, de Fabio Ferreras y Graciela Lorenzo Tillard; LETICIA EN EL REFLUJO DE LA MAREA, de Alejandro Alonso y LOS MOTIVOS DE MEDUSA, de Gerardo H. Porcayo.
Axxón 241 – abril de 2013
Cuento de autor europeo (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción: Viaje espacial: Androides: España: Español).