«Majestuoso Dios Púrpura», Ariel S. Tenorio
Agregado el 30 marzo 2014 por dany en 252, Ficciones, tags: CuentoARGENTINA |
No fueron señales claras al principio, pero sí preocupantes. De alguna caprichosa manera todo se encaminó sin escalas hasta ese desenlace irreal y grotesco que fue tapa de todos los diarios, y que hasta el día de hoy se recuerda con una escarapela negra en las solapas.
Lo cierto es que empezó como algo privado, y en todo sentido placentero. Faustino y Lupe hacían el amor, como todos los viernes por la mañana antes de irse a sus respectivos trabajos, y lo hacían con ese estilo suyo entre somnoliento y pausado, sin grandes pretensiones de alcanzar orgasmos memorables pero tampoco de manera mecánica y matrimonial. Eran laboriosos en su afán, pero sin que eso les demandara un esfuerzo de sudor y calambre.
Pero esa mañana Lupe notó que el pene de su novio estaba más hinchado que de costumbre. No lo notó a simple vista, sino que no consiguió abrir la boca lo suficiente como para que sus dientes no rozaran dolorosamente el glande.
Faustino soltó una queja y abrió los ojos.
¡Eh! ¿Qué hacés, Lupe? ¡Eso duele!
Dejaron lo que estaban haciendo y discutieron. Fue una discusión agria y escalonada, que no condujo a nada y los dejó a los dos con la sensación de haberse arrojado acusaciones hirientes sin demasiado sentido. Lupe terminó llorando, pero luego se compuso para insultarlo con elocuencia. Cuando él buscó las palabras para responder, ella se fue dando un portazo y se llevó consigo las llaves del auto. Faustino se quedó dando vueltas por la casa. Irritado y abatido. Se lavó la cara con agua fría, buscó sus zapatos, se puso una camisa limpia y subió al ascensor intentando no pensar demasiado en lo que había pasado.
Bajó a la calle y le hizo señas a un taxi. En esos dos o tres pasos desde el hall del edificio hasta la avenida se dio cuenta de que en su entrepierna algo andaba mal. Por debajo del ardor de la raspadura, un latido sordo empezó a molestarlo. Se sentó en el asiento trasero, y le indicó al chofer su destino. Poco a poco, y muy a su pesar, notó que una nueva erección cobraba vida bajo sus pantalones, primero tímidamente, y después con total determinación.
Mientras avanzaban por el insufrible tránsito porteño, el taxista decidió buscarle conversación. Le echó un breve vistazo de inspección y debió considerarlo un receptor apto porque, sin más preámbulos, le largó un monólogo de esos que producen migraña. Le habló del clima y del estado de las calles, de los resultados de los partidos del domingo y de las preferencias culinarias de su ex mujer; le habló de la filosofía del sindicato de choferes y de sus simpatías por las políticas de extrema derecha. Todo entremezclado con un carraspeo nervioso y sin una línea argumental coherente ni ordenamiento alguno. Faustino no le prestó atención. Estaba preocupado, cuando el taxista no se conformó con monologar sino que empezó a bombardearlo con preguntas, le contestó con gruñidos cortos y una expresión gélida que invitaba a cortar la comunicación. En algún momento, sus ojos se cruzaron por el espejo retrovisor y la charla cesó abruptamente. Siguió un silencio incómodo, pero solo duró unos minutos.
¿Te sentís bien, pibe? preguntó el taxista y carraspeó de nuevo.
No, maestro, me duele un poco el estómago.
Bueno. Podemos parar en una farmacia, si querés… ejem… ahora salimos a Avenida del Libertador y nos fijamos…
Pero Faustino lo cortó en seco, le dijo que no, que nada de farmacias, y le pidió que se apurase, que llegaba tarde al trabajo. A partir de ahí, su erección no hizo más que empeorar, como la vez que probó con la pastilla, solo que mucho más dolorosa y abultada. Se tocó disimuladamente, y lo que palpó lo alarmó. Su pene se había hinchado de manera exagerada y con cada palpitación parecía seguir creciendo. Bajó la vista y se encontró con un extraño panorama: una forma curva y gruesa como un signo de interrogación que latía bajo la tela de sus pantalones. En esos microsegundos que tarda el cerebro en hacer sus cálculos más absurdos, Faustino pensó en morcillas, pensó en peces palo y anguilas retorciéndose en un balde y pensó también en Rocco Siffredi, el actor porno que lo había impresionado durante su temprana adolescencia.
Se bajó en Cabildo y Monroe y le tiró dos billetes de cien al sorprendido taxista. Ni siquiera había mirado: el reloj que marcaba treinta y cinco pesos exactos, pero tampoco le importó. Estaba a ocho cuadras de la oficina y lo único que le importaba en ese momento era llegar a algún lugar tranquilo para poder hacer una inspección de sus partes privadas. Además, le estaba empezando a doler de verdad.
Caminó con cierta dificultad, con la vista clavada en el suelo, e intentó cubrirse con el portafolio, pero la erección había alcanzado un tamaño inusitado y sentía debilidad en las piernas. A esa hora de la mañana, las veredas estaban atestadas de gente, y a muchos no les pasó inadvertido el enorme bulto que Faustino no alcanzaba del todo a cubrir. Eso y la convulsionada expresión de su cara, le conferían el aspecto de un depravado sexual cien por ciento peligroso. Algunos se quitaron de su camino con cara de asco, pero también empezó a recibir miradas de miedo, exclamaciones de sorpresa y hasta amenazas.
Desesperado, observó como la punta de su miembro rasgaba la tela de la bragueta y asomaba a la luz del día como un boy scout saliendo alegremente de su carpa. El pene había alcanzado el tamaño de un setter irlandés, uno al que hubieran rasurado, cargado de anabólicos de acción instantánea y untado con ese aceite de alto octanaje que usaban los físico culturistas en las competencias. La cabeza parecía una fruta exótica en su punto justo de madurez, y en su bamboleo, arrojaba una aureola de luz violácea que le confería toda la obscenidad posible a un cuadro ya de por sí obsceno.
Faustino reprimió un grito y dejó caer el maletín. Cuando lo hizo, todas las personas que se encontraban en un radio de veinte metros gritaron sin reprimirse. Hubo algo de confusión, forcejeos, corridas, y un atolondrado peatón que intentó cruzarse de vereda y fue golpeado por un camión de reparto.
Su pene parecía haber cobrado vida. Se balanceaba arriba y abajo y, ante cada palpitación, crecía un poco más. Faustino lo tomó con ambas manos, con todas sus fuerzas, intentando doblegarlo, pero resultó inútil. Su cabeza empezó a darle vueltas y sintió un martillazo de dolor en las sienes. Lo que le estaba sucediendo se desarrollaba a una velocidad superior a su capacidad de razonamiento, y se aferró a la idea de que estaba teniendo una pesadilla.
En ese momento le cayó un mensaje en el celular.
Con expresión vacua, extrajo el aparato de su bolsillo y leyó:
«Me harté d k m trates
como si fuera 1 mueble.
Quién t creés que sos?
Lo único k t imprta es tu
colección d discos y tu pija
de mierda. Matate»
Faustino hizo una mueca. Acto seguido su pene se encabritó y sin previo aviso, arrojó sobre su cara un grosero chorro de esperma. Sintió el líquido caliente en su boca (que había adoptado la forma de una gran O de sorpresa), en sus fosas nasales, en sus ojos. Era como la versión condicionada de Laurel y Hardy en una guerra de pasteles.
Si realmente se trataba de una pesadilla, era una de las buenas.
Cayó sobre sus rodillas y vomitó. Luego se sacó la camisa y se limpió el rostro lo mejor que pudo. No le gustó que en el interior de su cabeza una risita histérica hubiera empezado a embarullar sus aturdidos pensamientos.
Pasaron algunos segundos en los que no supo qué sucedía. Podía verlo todo pero no interpretarlo correctamente. Fue como si se hubiera quedado sordo o idiota. El policía desmontó de su caballo y le gritó algo. Se acercó y se quedó mirándolo muy serio. Se lo repitió por segunda vez. Era un hombretón recio, un Robocop de cera con anteojos espejados, boca pequeña y una nariz demasiado varonil. Se había cortado la perfecta hendidura rosada de su mentón al afeitarse. Detrás de él, el caballo reflejaba la luz del sol desde un pelaje que parecía estar envuelto en llamas. Era un hermoso animal. Levantó la cola y arrojó un manojo de bosta humeante que hizo plop-plop-plop contra el pavimento.
Por algún motivo, ese combo lo excitó. Faustino abrió la boca y pronunció algunas palabras, pero no se entendió a sí mismo. Sin embargo, el policía pareció entenderlo muy bien, ya que en dos sencillos movimientos, desenfundó un largo y lustroso bastón de madera y se lo partió por la espalda con todas sus fuerzas.
El palazo le hizo ver las estrellas. Se arqueó como un gato en una pelea callejera y contraatacó. Mejor dicho, su pene contraatacó. No entendía bien cómo, pero de repente, su enorme miembro estaba dotado de dientes, además de una inteligencia astuta para lanzar una estocada perfecta y cruzada. Mordió con diminutos dientes de lamprea marina el antebrazo del policía, que dejó de sostener el bastón de inmediato y comenzó a aullar como un lobo de caricatura. La pose autoritaria y marcial se fue al cuerno, dando paso a una especie de danza, que consistía en saltar sobre un pie y luego sobre el otro. Sus lustradas botas de cuero brillaban con una belleza pasmosa.
Faustino observaba la escena con una sonrisa, se sentía como un espectador sentado en primera fila, pero con la reacción de alguien que tiene una alta dosis de barbitúricos en sangre.
Finalmente, el falo dentado soltó el brazo del policía pero solo para lanzar una feroz mordida en la yugular. Se quedó prendido del cuello como una serpiente amazónica y realizó movimientos peristálticos de succión con un chup-chup bastante desagradable. La sangre comenzó a brotar brillante y espesa por los bordes violetas de la boca-uretra. El oficial emitió un gritito ahogado, se llevó las dos manos a la garganta en un vano reflejo de detener el ataque, pero ya estaba debilitado y pronto dejó caer sus brazos laxos e inertes al costado del cuerpo. La fuerza del miembro mutante sostenía el cadáver erguido y lo hacía oscilar casi en el aire, las puntas de sus pies rozaban apenas el suelo.
La esquina de Cabildo y Monroe se había transformado en una masa confusa de gente; curiosos y morbosos que observaban el espectáculo desde una distancia temerosa, en sus caras, los gestos variaban entre la incredulidad y el horror.
El inhumano miembro de Faustino escupió al policía y lanzó un rugido desafiante al gentío amontonado. Ese sonido quedó registrado para siempre en la memoria de los testigos. Muchos de los cuales, con el correr de los años, se volvieron adictos, alcohólicos, impotentes sexuales, maridos golpeadores, esposas frígidas, linyeras apáticos y cosas peores.
Faustino entendía que había perdido el control. Entendía que el control lo tenía esa verga gigante y articulada salida de las fosas abismales. Pero por encima de eso, no entendía nada más. Las secuencias que caían frente a sus ojos eran simples sumas de datos, formas y colores sin significado. Por su propio bien no estaba capacitado para procesarlas. Lejos, en la otra punta de su cuerpo, otra clase de inteligencia lo eclipsaba. Lo último que observó con cierta lucidez fue cómo su propio pene reptaba por la vereda a toda velocidad, arrastrándolo. Observó cómo perseguía al caballo del policía muerto hasta arrinconarlo en la ochava de Monroe y Cramer, y cómo penetraba por su brillante culo, con la agilidad de una comadreja que entra por una madriguera.
Al ser invadido, el caballo lanzó un alarido desgarrador y emprendió el galope, a contramano y en dirección a la Avenida. Faustino fue rebotando contra sus ancas como un muñeco de trapo. Los autos lanzaban bocinazos, chocaban entre sí, se subían a las veredas, se llevaban por delante a los peatones.
Todo esto sucedió a las 9:35 de la mañana de un viernes de octubre que las emisoras de radio habían augurado como perfecta y soleada.
El último pensamiento de Faustino antes de apagarse por completo fue acerca de la agradable cena que había compartido con Lupe el jueves por la noche. Habían buscado un lindo restaurante en Recoleta para festejar su aniversario. Cinco años de convivencia, no estaba nada mal para dos descreídos del amor como ellos. Y la verdad era que las cosas no habían sido tan difíciles como habían anunciado sus amigos. Más bien, se podía decir que el tiempo se había deslizado, deslizado, deslizado. Recordó también que su Nigiri tenía un sabor rancio y que en el fondo de su corazón, amaba a Lupe pero odiaba el sushi.
El caballo corrió en línea recta, emitía gritos horribles y largaba espuma por la boca. La gente se tapaba los oídos con las manos para no escucharlo. Dentro de él, el despiadado martillo de carne siguió creciendo y acabó por partirlo literalmente en dos. Se produjo una explosión de tripas y sangre en el medio de la Avenida, un ruido húmedo y definitivo que reemplazó su último relincho.
Lo que quedó allí, una masa retorcida y sanguinolenta, había cambiado de forma y ya no tenía rastros de humanidad. El cuerpo de Faustino había sido absorbido por la mole de carne, sepultado por las redes de tendones y venas. El nuevo engendro se quedó quieto, pero debajo de él se adivinaba una actividad febril. De pronto, brotaron unas pálidas y viscosas patas como las de un axolotl y la bestia se incorporó y comenzó a avanzar pesadamente en dirección Norte. A las quince cuadras ya media cuarenta metros de largo y cinco de alto. Embistió de costado contra un colectivo de la línea 15 y lo hizo volcar por la entrada del subterráneo.
Con sus enormes y afilados dientes, destrozó vehículos y engulló a las personas que habían quedado heridas o en estado de shock. Dos camionetas de Gendarmería lo seguían de cerca. Disparaban con escopetas de grueso calibre sobre el cuero flexible, pero no lograban hacerle ningún daño.
Al llegar al túnel de la Avenida del Libertador, el Falodonte cobró impulso y se arrojó hacia adelante aplastando todo lo que encontró en su camino. Penetró en el túnel con la furia de un tren pero se quedó atascado allí. Arremetió una y otra vez, y lo que muchos creyeron que era la trampa perfecta para el monstruo, pronto se descubrió que no lo era en absoluto.
Como una broma de mal gusto, lo que parecía una trampa se reveló en realidad como una absurda imitación del coito, la bestia empezó a frotarse contra las paredes de cemento a un ritmo sostenido. Los testigos dijeron más tarde que esa fue la imagen más horrible que habían visto en sus vidas. Cuando llegó al clímax, rugió de placer y expulsó un río de esperma que inundó varias cuadras, arrastrando y ahogando a transeúntes y conductores por igual, salpicando edificios y árboles y anegando parques enteros. La marea blanca lo invadió todo, tapó las bocas de tormenta, derribó postes de alumbrado eléctrico y dejó automóviles volcados y amontonados como si fueran de juguete.
Luego del colosal orgasmo, la criatura murió. Su muerte no fue espectacular ni nada digno de recordar. Simplemente, pareció ajustarse a patrones más cercanos a la naturaleza de un miembro viril masculino y se fue achicando poco a poco, perdiendo volumen, desinflándose, hasta volver a su estado original. A las once y cuarto de la mañana, Faustino era un cadáver más flotando en el líquido espeso, con un pene de tamaño normal.
Unos días después el río de semen fue saneado, pero su hedor perduró durante semanas, y la gente del vecindario rebautizó al túnel «Estigia-Libertador».
El cuerpo de Faustino fue cremado en la base militar del Palomar. Sus cenizas fueron esparcidas en secreto en algún lote baldío del conurbano. Hasta el día de hoy, su nombre es repudiado, su historia es sinónimo de tragedia nacional y todo el mundo lo recuerda como un genocida cínico y sin remordimientos. Todos los hijos que engendró con su marea reproductiva fueron abortados por el estado. La campaña se llamó «Prevención Sanitaria Evita».
Se desconoce el paradero de Lupe. Aunque muchos creen en el mito de una descomunal flor carnívora que se arrastra por la selva Misionera, que por las noches emite una música misteriosa y que devora a todo aquel que se acerque atraído por su encantador perfume.
Ariel S. Tenorio, argentino, nació el 2 de agosto de 1975. Se ha dedicado a la creación de relatos cortos de ficción y poesía. Actualmente vive en Gral. Pacheco, provincia de Buenos Aires, Argentina. Es miembro fundador del grupo literario pro-horror The Wax. Ha recibido una Mención de Honor en el 160 certamen de poesía y narrativa 2007 de la Editorial Zona. Es lector desde hace años de la revista Axxón y como tanto ingreso de datos al final debe generar alguna salida, aquí tenemos el interesante trabajo que nos ha presentado.
Hemos publicado en Axxón: SUNNY ROSE Y EL VENDEDOR DE ESPEJOS, CARROÑA, LA JUNGLA MÁS ALLÁ DE LAS ESTRELLAS, ¡ZOMBIE, RESPONDE!, ORDENÓ EL PLASMATRÓN, EL NANABOUSH, LA RAZÓN DE LAS ESTATUAS, EL RECIPIENTE y LOS JUGUETES DE GAUMONT.
Este cuento se vincula temáticamente con DESDE ESTAS HERMOSAS PLAYAS TE RECORDAMOS CON CARIÑO Y DESEAMOS QUE ESTUVIESES AQUÍ CON NOSOTROS, de Saurio; EL EFECTO CIBELES, de Yoss y EL PROBADOR, de Cristian J. Caravello.
Axxón 252 – marzo de 2014
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Fantástico: Terror: Grotesco: Humor: Metamorfosis: Argentina: Argentino).