Revista Axxón » «El probador», Cristian J. Caravello - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ARGENTINA

 

 


Ilustración: Duende

—Mira, Roberto, qué lindo pantalón.

Siempre detesté salir de compras. El Centro Comercial es para mí el cine y el patio de comidas. Y todo lo demás: solo una espera por el cine y la comida; y las escapadas a fumar y a tomar café en las mesitas de los patios descubiertos. Pero para Liliana, esos trapos que medran detrás de los vidrios tienen un sentido diferente, un significado misterioso. La ropa es para ella como la comida: una vez ingerida, no se puede volver a comer y hay que comprar más. Como máximo admiten una sola repitencia, análoga a las sobras de la noche. Luego las digiere el guardarropa, inmerso en ese estado perpetuo de estallido próximo, consistente en la acumulación de vieja ropa nueva apelotonada en su intestino grueso.

—Tú necesitas pantalones —insistió Liliana—. El sábado es la reunión en casa de tus tíos y no quiero que vayas hecho un pordiosero.

Y peor que recorrer las vidrieras detrás del trapo ajeno, es ir en pos del trapo propio. Una vez finalizado el trámite incordioso de elegir la prenda candidata —consistente en dar, al menos, una vuelta completa al laberinto—, prosigue el molesto procedimiento de prueba.

—Hoy no —aventuré sin muchas esperanzas—. Ignoraba que debía comprarme ropa y no me he duchado.

Ella se dio vuelta y me miró con las cejas bien arriba y los párpados a media altura, reprochándome con la mirada por no haber pensado lo que ella pensó.

—¿Y si no es hoy, cuándo? —inquirió.

—Puedo ir con el pantalón azul que tiene la chapita plateada en el bolsillo.

—Claro, y una mancha de aceite en la pierna, y las botamangas despeluzadas. No, Roberto.

Cambié el ángulo e insistí.

—No sé bien qué medias me he puesto. Creo que están agujereadas.

—Yo te veo limpio y perfumado, y dentro del probador nadie te verá las medias.

 

 

Una hora después, avanzaba derrotado hacia la línea de probadores de una inmensa tienda, detrás de un vendedor algo afeminado que se meneaba dentro de unos jeans ajustados, con su cabello corto, artificiosamente blanco, y su arito de fosa nasal.

—Te lo pruebas y me dices cómo te queda, ¿sí? —dijo el muchacho, alcanzándome el pantalón—. Yo me quedo por aquí cerquita y tú me llamas.

Entré al probador con la prenda colgando del antebrazo. Era un cubículo agradable con una banqueta, un gran espejo al fondo y varios percheros en la pared. Una cortina muy alta y pesada lo aislaba de exterior. La altura del cortinado le daba mayor amplitud, pero en rigor, no tendría más de un metro por un metro.

El primer problema se me presentó cuando intenté cerrar el cortinado. El barral se situaba a unos cuatro metros de altura y por más que jalaba de la cortina para cerrarla, no lograba que las argollas se desplazaran allá arriba. Finalmente, me subí al banquito para poder mover el cortinado más cerca de las argollas. Aún así, no pude resolver una enorme hendija de quince o veinte centímetros que me dejaba expuesto al mundo, con mis olores y mis medias agujereadas. Después de cierto sentimiento de impotencia, logré enganchar la cortina en una rajadura que se abría en el enchapado del panel divisor, dejando al fin mi humanidad satisfactoriamente oculta bajo la tenue luz de las dicroicas.

Rápidamente me quité los zapatos y los pantalones. Efectivamente, la media izquierda tenía un agujero sobre el pulgar. Me paré frente al espejo. Los espejos de los probadores tienen la virtud de mostrarlo a uno tal cual es; pero con los años y el trajín, esa virtud se va transformando en un defecto. Me vi viejo y gordo. El elástico del calzoncillo desaparecía tras el pliegue que formaba el rollo principal de mi estómago, y unas arrugas profusas se amontonaban justo arriba de mis rodillas. Pude ver también que toda la uña del pulgar salía por el condenado agujero de la media. Y más atrás, para mi horror y vergüenza, vi que un niño muy pequeño se filtraba gateando por debajo de la cortina.

El diablillo avanzó hasta la mitad del exiguo recinto y alzó la vista. Nada más grotesco para un niño muy pequeño que hallarse a solas con las piernas velludas de un sesentón en calzoncillos que lo mira con cara de terror. El niño hizo un gesto de asombro absoluto y estalló en un llanto estentóreo. En un instante deduje con espanto la siguiente escena: detrás del llanto de un niño pequeño siempre hay una mujer joven que lo buscará por cielo y tierra y a la que no detendrá la mera cortina de un probador.

—¡Nahuel! ¿Dónde te has metido, hijo? —dijo la madre lloriqueando. Y entró al probador.

Sé que miró el agujero en la media y sé que desde abajo espió mi bulto achicharrado, escondido debajo de la camisa. Se puso de pie y olió al niño.

—¡Otra vez, Nahuel!

Prestamente, se asomó al pasillo y gritó:

—Madre, alcánzame el bolso que debo cambiarlo de nuevo.

A continuación, con la parsimonia de quien entra a la panadería, ingresó una mujer muy elegante que apenas pasaba los cincuenta portando un bolso anaranjado con ositos y pintitas. Me miró a los ojos de soslayo y fue bajando la vista hasta recorrerme entero, deteniéndose en el agujero de la media. Sentí como si un rayo estremecedor me recorriera el cuerpo. Luego frunció la nariz y se dio vuelta.

Madre e hija se apropiaron del banquito y comenzaron a cambiar al niño sobre el pantalón flamante.

A continuación, el vendedor me habló desde el pasillo:

—¿Cómo te ha quedado?

—Tengo un problema aquí —respondí en obvia alusión a los intrusos.

El muchacho abrió el cortinado alegremente, con un ademán amplio que dejó mi paño menor miserablemente expuesto al gentío que atestaba el pasillo. Miró al niño y exclamó

—¡Ay! ¡Qué lindo el goldito! ¿Te hito caquita el goldito?

Intercambió sonrisas con la madre y la abuela e, ignorándome por completo, se marchó dejando el cortinado mal cerrado.

—Señora, podría ir a otro lado a cambiar al nene, ¿no? —protesté.

—Todos los probadores están ocupados. Y además, Nahuel eligió este. Sostenga —dijo ella.

Sostuve el objeto húmedo y mullido hasta advertir que se trataba del mismísimo pañal servido, embebido a rabiar y desbordar. Lo tiré inmediatamente debajo del banquito.

—¡Aj! ¡Qué asquerosa, señora!

La abuela me miró la entrepierna y comentó:

—El muerto se ríe del degollado.

 

 

Inmediatamente después, una muchacha muy agitada ingresó al probador y sin siquiera mirarnos se aplastó contra el panel divisor y se puso a espiar hacia fuera por la hendija de la cortina. No superaba los diecisiete años. Tenía el cabello lacio, grasiento, corto, negro y despeinado, rouge y rimel negros como el azabache, dos piercings plateados en una ceja y uno en el labio inferior. Llevaba un chaleco de cuero negro, una minifalda negra, borceguíes militares negros y una pulsera plateada en la pierna, de eslabones anchos, ajustada en la mitad del gemelo. Dos cablecitos salían de sus oídos y se perdían en un bolsillo del chaleco escupiendo un barullito siseante, estilo AC/DC. Súbitamente, abandonó la vigilancia, me empujó y se guareció detrás de mí, pegada al espejo, con una mezcla de temor y emoción en el rostro, mientras seguía jadeando.

Acto seguido, ingresó su compañero. Era una suerte de híbrido de humano con gorila. No superaba el metro setenta, pero otro tanto debía medir su espalda. Todo su cuerpo exudaba horas de tiempo libre en el gimnasio. Tenía la cabeza rapada y dos arrugas en la nuca que aparecían y desaparecían conforme movía la cabeza. Su rostro era anguloso y primitivo: pómulos salientes, ojos achinados, cejas finas: un mono. Musculosa ajustada y bermudas anchas.

Me desplazó con el antebrazo como si yo también fuera una cortina y se coló detrás de mí, aplastando a la chica dark contra el espejo. Comenzaron a insultarse con palabras muy soeces.

—Por favor, que hay criaturas —dijo la abuela del intruso precursor.

Fue ignorada.

Llegados a ese punto, ya quedaba claro que no me probaría el pantalón, de modo que atiné a rescatar mi viejo jean pinzado de entre la multitud con disposición a calzármelo y huir. Pero no fue posible, porque al momento hizo su ingreso al probador un hombre muy gordo de traje perfecto, rostro adusto y calvicie central que marchaba mirando el piso, siguiendo una trayectoria de hormiga, con un teléfono celular en el oído.

—A ver ahora… Ahora te escucho. ¿Tú me oyes? Bien. Aquí sí. Aquí hay buena señal.

Y se apostó delante de la madre, la hija y el espiritito santo, aplastándolos un poco contra el fondo.

—Te decía —dijo el gordo—, si la estrella es suficientemente masiva, entonces su gravedad la estruja apiñando y transmutando los protones, haciendo posible la combustión del hidrógeno en helio, como es el caso de nuestro Sol.

Se interrumpió para acomodar mejor su cuerpo pastoso, que quedó incrustado en el estómago de la abuela.

—Disculpe, señora —le dijo con respeto.

—No hay problema —respondió ella con una risita y un rubor que evidenciaban su preferencia a perecer aplastada por un gordo culto antes que morir de vieja.

Mientras esto ocurría, unos movimientos bruscos se produjeron a mi espalda. Miré al piso y observé que las bermudas y el boxer del hombre mono estaban hechos un acordeón, arrugados a la altura de sus tobillos. Giré la cabeza como pude y me quedé pasmado. La chica dark lo había montado abrazándole la espalda con las piernas y él la estaba abordando contra el espejo. El mono le decía groserías y la chica dark jadeaba y gimoteaba.

—¡Lléname! ¡Lléname! —decía. Y agregaba, para ser más específica— ¡Cómo me llenas toda!

Mientras tanto, desde el pasillo comenzó a llegar en una media lengua de castellano y bantú, el pregón de un vendedor ambulante de golosinas y sándwiches de jamón y queso.

—Me ha dado hambre —dijo la madre de Nahuel—. Y seguramente Nahuel también debe estar hambriento. A ver si ese muchacho tiene alguna galletita rica que el niño pueda comer.

Y agregó, dirigiéndose a mí:

—¿No me llama al muchacho, usted que está cerca del pasillo?

Debí decir que estaba loca. Debí decir que todos estaban locos.

—Por favor —agregó. Y me tomó del antebrazo con su manito suave, casi acariciándome, mientras me miraba con una ternura irresistible, sentada en el banquito, con el niño en brazos, como si fuera la estatua de una diosa de la fecundidad, provocando al hombre con el producto de su lujuria hecho dulzor sobre su regazo, una diosa que ahora me miraba, me imploraba y era toda mía en esa súplica.

Debí decir que estaban todos locos, pero entreabrí la cortina y llamé al muchacho. Malditas sean las mujeres.

El muchacho era un moreno indudablemente africano, que apenas hablaba el español. Colgado del cuello con una gruesa correa, portaba una especie de exhibidor escalonado de madera repleto de golosinas que comenzaba a la altura del pecho y terminaba debajo de la pelvis, emplazándose hacia delante y hacia diestra y siniestra, usurpando el espacio obscenamente.

El ingreso del vendedor de golosinas tornó crítica la situación dentro del probador. Sentí la nalga de la abuela apretujándose contra la mía y percibí su carne fláccida calándome la hendidura. Tenía la pierna derecha de la chica dark debajo de mi axila y todo lo demás era el físico del físico, asfixiándome con su abdomen inmensurable, que ya iba tomando la forma de los huecos vacíos. Conforme se desplazaba el vendedor de golosinas, el hombre mono profundizaba su desempeño, la abuela se abrazaba al físico y éste apretujaba el teléfono contra su oreja como si con ello evitara molestar. Un segundo después la pareja dio inicio al griterío terminal. Todos los presentes interrumpieron sus actividades para mirar, y durante quince o veinte segundos los jóvenes se refregaron con desesperación contra el espejo del fondo. Cuando la situación hubo concluido, el físico volvió el teléfono a su oído y el africano retomó la venta como si nada hubiera ocurrido.

La madre ya había comprado dos sándwiches y ahora estaba buscando una galletita para que «goldito» fabricara más caquita. En su relax postrero, pero sin abandonar la montura, la chica dark preguntó por alguna bebida fresca.

—Sí. Tener beber —dijo el moreno y se asomó al pasillo.

—¡Germán! —llamó—. Ven. Aquí clientes para beber fresca.

Germán era un joven alto, rubio, de tez bronceada y muy apuesto. Se acercó al probador perseguido por un séquito de chicas adolescentes vestidas con uniforme de colegio que esgrimían la excusa de una bebida para acercarse al Adonis.

Y entró el rubio con su heladerita repleta de bebidas. El físico tuvo que agacharse para que el muchacho avanzara poco menos que caminando sobre su abdomen. Yo sentí la presión en todo el cuerpo, manifestándose con picos de intensidad aquí y allá. En busca del espacio vital, me había agazapado y mi oreja izquierda estaba pegada al hombro del hombre mono, mientras el resto de mi cuerpo permanecía aplastado contra su espalda, enroscado caóticamente con las piernas de la chica dark que ya empezaban a curvarse contra los dorsales de la bestia. Agazapado el gordo, la porción más prominente de su estómago me apretaba la pelvis con una fuerza homogénea y compresiva contra las piernas del mono, trabadas y agarrotadas en su postura de cópula. Miré al físico y pensé que el milagro de que mis testículos aún permanecieran en dos piezas podría deberse, tal vez, al principio de exclusión de Pauli, o algo así.

—¿Tienes cerveza? —preguntó la chica sin bajarse del hombre mono.

El Adonis revolvió la heladerita y le mostró una marca de cerveza rubia.

—Está bien —dijo la chica dark.

Sentí el chasquido de apertura de la lata y que algo de la cerveza helada chorreaba sobre mi espalda.

Detrás del Adonis, comenzaron a entrar al probador las colegialas. Eran seis o siete. No las pude ver, pero sentí sus risitas desparramarse por los huecos y alguna patita flaca entrecruzarse con las mías. Una de ellas dijo:

—Señor, tiene un agujero en la media.

—Sí —apuntó la abuela— y un olor a chivo salvaje que ya no se soporta.

—Hay que ducharse más seguido, tío —acotó el hombre mono, sin dejar de ir y venir.

Las colegialas estallaron en risitas tontas mientras alguna de ellas escarbaba el agujero en mi media con su dedito flaco. Sentí una gran vergüenza. Vergüenza e injusticia. Al fin de cuentas hoy no quería comprarme pantalones. ¿Por qué condenada razón había accedido? No era el culpable de la situación. Lo había dejado claro desde el primer momento: «no me he duchado», «tengo un agujero en la media». Pero no; que te tienes que comprar el pantalón hoy, que si no es hoy no será nunca, que no puedes ir a la reunión de tu familia hecho un pordiosero, que si vas hecho un pordiosero, ¿qué pensaran de mi? Y uno accedía y se desnudaba en un probador público, conocedor de sus olores y sus agujeros. Y ahora, cuando ese público reclamaba lo evidente, ella no estaba para defender la posición.

—Una vez que todo el hidrógeno se ha consumido —seguía el físico con voz ahogada— la reacción se detiene y la presión interna se debilita permitiendo que la gravedad vuelva a ganar la batalla y comprima aún más a la estrella. Cuando la presión gravitatoria alcanza su valor crítico, se inicia la combustión del helio.

 

 

Al probador seguía entrando gente. Entraban y entraban y entraban. Lo hacían esgrimiendo una parte del infinito conjunto de razones que podría tener un sujeto para entrar a un probador que está ocupado. Razones variopintas, algunas atendibles; ridículas, la mayoría. Y muchos entraban sin razón, solo atraídos por el tumulto, como palomas bobas que aterrizan en medio de la bandada con la presunción de una migaja o un grano de maíz. Extravié la cuenta más allá del centenar, cuando ya comenzábamos a transformarnos en una masa entreverada de carne y huesos deformados por la pugna del espacio, retorcidos como un aquelarre de arañas abrazadas en un bollo ininteligible. Estirados. Trenzados. Entrelazados. Estaba el físico, relatando el nacimiento de la estrella de neutrones, con el teléfono móvil vuelto una película delgada, copiando los vericuetos de su oreja. Y allí estaba la chica dark devorando como un pulpo al hombre mono, que se había quebrado hacia atrás mientras su pelvis completa desaparecía dentro del vientre de la niña. Y allí estaban las colegialas, entrecruzadas como palillos secos crujiendo contra el suelo, tanteándonos a todos, buscando las partes del Adonis. Y la heladerita del Adonis se había pulverizado, y una a una habían implotado las botellas, derramando su jugo sobre aquella mezcolanza humana, nutriendo una red de cauces inverosímiles que se perdían hacia dentro en un diseño laberíntico. Y éramos ya las vetas de una masa confusa, como las trazas multicolores de un bizcochuelo marmolado, retorciéndose en variaciones psicodélicas, ajustada siempre a la estricta geometría del paralelepípedo.

Y, sumado al desconcierto que provoca la deformación de la propia anatomía, extraños sentimientos comenzaron a invadirme. Eran chispazos de sensaciones foráneas rechinando en mi cabeza: percibí la sensación de penetrar a la chica dark, pero también la de ser penetrado por el mono; me hallé calculando el calendario de mis días femeninos; vislumbré en un pizarrón enorme el abigarrado formuleo que probaba que el espín de mis testículos debía ser semientero; me preocupé por el horario de la leche de Nahuel; me sentí orinar como una chiquilina frente al Adonis desnudo, y sentí ser el Adonis rodeado de lujuria innumerable. Entonces advertí que se estaban fusionando las conciencias, que las mentes de los otros ya estaban dentro de la mía y que pronto yo estaría en todas esas mentes. Me di cuenta de que ya nada evitaría que aquellos desconocidos aprehendieran todas mis mentiras, percibieran mis engaños, mis bajezas, mis hábitos ocultos, mis instintos primitivos, mis temores, mis fobias y mi estupidez.

Sentí terror.

—Te probaste el pantalón, Roberto —dijo Liliana desde el pasillo.

No contesté. Claro que no podía contestar. Me paralizaba el horror, la comunión y la metamorfosis; la posibilidad de trascender hasta la mente de los otros, así, absolutamente abierto, indefenso, expuesto inerme a la consideración de cualquiera. Un temor absoluto que ya empezaba a percibir como el horror de una multitud, un griterío de voluntades que luchaban por abrazarse a la individualidad de sus conciencias mientras sentían como ésta se escapaba. ¿Sería posible la amalgama de las almas? Creí que no. Deseé que no. Supliqué que no.

 

 

Liliana entró al probador. Rápidamente fue absorbida por la masa densa de los cuerpos, formando una película ovalada que nos tapizó a todos y empezó a deformarse hacia adentro en un millón de espinillas, mientras ganaba los poros que aún quedaban.

La oí decir:

—Tenías razón, Roberto, tienes algo de olor.

Entonces, desde el fondo amorfo de la masa, confirmando el peor de mis temores, escuché la voz de alguien responder, atrás, abajo, a la derecha:

—¡Y me cago, Liliana, que te lo he dicho!

 

 

Cristian J. Caravello nació en Morón, Buenos Aires, el 21 de febrero de 1965. Estudió matemática y le interesan las ciencias en general. Administra los foros de “Astroseti“, un sitio español sobre Astronomía y Astrobiología.

Su actividad literaria es reciente. Mantiene su blog, Letras de Cristian, con cuentos fantásticos y de ciencia ficción. Ha publicado recientemente, en Cuásar 52, el cuento “Buenos Aires Service”.

De sus obras, en Axxón ya hemos publicado LA SOCIEDAD DE LOS OVOS, EL ENIGMA DEL BAR DE LOS VIEJOS Y LOS GATOS, EL INFINITADOR y BUENOS AIRES BAJO EL RÍO.


Este cuento se vincula temáticamente con LOOP, de Denise Nader; SHOPPING INFINITO, de Guillermo Vidal; LA TEORÍA DEL BUDÍN INGLÉS, de James Patrick Kelly y ZIP, de Ricardo Castrilli.


Axxón 243 – junio de 2013

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Fantasía : Surrealismo : Humor : Sociedad : Argentina : Argentino).

2 Respuestas a “«El probador», Cristian J. Caravello”
  1. Juan D. dice:

    Me ha dejado con una sonrisa, lo inocente del final es una joya.

    • Cristian J. Caravello dice:

      ¡Gracias, Juan! Me alegra que te haya gustado.
      Gracias a Axxón y gracias a Duende por la ilustración.

  2.  
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