NADA QUE DECLARAR

Anabel Enríquez Piñeiro

Cuba

Padre entregó toda una vida de ahorros a cambio de este hueco en la cámara de reciclaje de desechos. Cierto que es mínimo el espacio. Anela, Soulness y yo sentimos calambres en los brazos, tensión en el cuello y la respiración caliente de uno sobre los otros. Pero, qué más pedirle al viejo. En las palmas enguantadas del capataz del espaciopuerto sus manos depositaron, temblando, los dos megacréditos. Temblaba porque temía que se frustrara el viaje por algún imprevisto y perdiéramos toda posibilidad de un segundo intento; temblaba por la emoción de cumplir su sueño de vernos partir de aquel infierno y retornar al origen; temblaba porque la fiebre de las canteras consumía sus nervios periféricos.

No pudo siquiera despedirnos. El día antes de la partida del trasbordador fue llevado junto a su cuadrilla hacia las minas recién abiertas, unos diez kilómetros al norte de la granja, donde los sismos habían reventado nuevas vetas de estaño. Por suerte ya ninguno de nosotros volverá a "lamerlas". No tendremos que temer a las erupciones que chamuscan la piel, ni a las fumarolas de azufre que queman los ojos y pudren los pulmones en las granjas mineras de Io.

Io queda debajo, detrás, como una esfera que encarcela mil hambrientos dragones en perenne batalla. Este carguero nos aleja para siempre de sus fauces... y del beso de buenas noches que nunca nos ha dejado de dar Padre. Vamos en el carguero rumbo a la Tierra, a comprobar que no es tan sólo el mito del que hemos oído hablar desde que abrimos los ojos al cielo escarlata de Io. Como descendientes de colonos convertidos en esclavos, de esclavos convertidos en "autómatas", menos costosos y más desprotegidos que los ciborg, no tenemos otro modo de salir de la pesadilla ardiente si no es en los resquicios de los cargueros que transportan minerales y materias primas desde las colonias exteriores hasta la Tierra.

La Tierra, nostalgia delirante del bisabuelo, la que abandonó por una quimera de prosperidad. A nosotros sólo nos dejó por herencia la continua lucha por sobrevivir en un mundo que se deshace constantemente bajo los pies. Y la misma nostalgia. Anela dibuja, una y otra vez, una ciudad de torres blancas con banderolas sobre un lago de agua verde, y llena el cielo con aves como estrellas de nieve. Dice que así le contaba el bisabuelo al Abuelo, y éste a Padre, y Padre a ella, y así era el lugar donde vivían nuestros antepasados y al que los tres añoramos volver.

Anela duerme ahora, recostada en mi hombro, y algunas veces habla dormida, repitiendo la palabra que tanto le fascina, aún cuando duerme: nieve... la nieve de la Tierra, que es blanca como los dientes del capataz de la cuadrilla y fría como cristal de metano. Soulness me distrae con la insistencia de que Anela está muy caliente, "más caliente que lava"; y que tal vez no habla en sueños sino que delira. Es hambre, le respondo. Nuestras reservas de alimentos están justas para una comida diaria. A mí también me percuten las tripas. Trato de distraerlos hablándole de esa cosa que Padre escuchó de su abuelo, que parece nieve y que se come... creo que lo llaman "helados"; le compraremos uno a Anela con nuestro primer salario. En el Anillo de Producción que circunda la Tierra hay gente llegada de todas las colonias, incluso de Io. Seguro que nos tenderán una mano, tal como nos prometió Padre. Pero Soulness parece aburrirse, y empieza con la letanía de que siente mareos, con vómitos a punta de labios. Después de todo es sólo un niño: dos años menos cuentan. Me pide que salgamos a un lugar más ventilado. Cree que si encontramos otros "peces pegas" nos ayudarán, si tienen, con alguna medicina. Yo le recuerdo que lo más probable es que nos quiten lo que llevamos y nos maten, por el simple temor a compartir el riesgo de ser descubiertos. Pero Soulness canta y canta y mis sienes están a punto de reventar.

Salimos de la cámara de reciclaje y tomamos con cuidado el estricto itinerario que nos indicó el capataz ante de colarnos en la nave. Tememos que el carguero esté infectado de cibers vigilando los corredores, y que nos detecten para los del puesto de mando. Allí los navegantes, limpios, bien alimentados, disfrutan la experiencia de ver acercarse despacio la Tierra. Algún día yo seré el comandante de un carguero... mejor, de un crucero civil. Y seré siempre el primero en verla, arropada con su traje de espuma azul y blanca como si fuera la novia de los cielos. Pero ahora somos polizones, y ningún pez pega viaja en primera clase. El carguero lleva hierro, estaño y azufre para las obras del Anillo. Como carga programada entrará sin problemas ni chequeos en aduana. Nada que declarar. Nosotros con la carga, asidos a los contenedores autónomos. Espero que nuestras viejas máscaras resistan el paso desde la esclusa hasta los almacenes, unos cuarenta metros de vacío.

Soulness vuelve a distraerme. Suda a mares y siento su incómoda respiración quemando mis orejas. Anela se mueve inquieta entre mis brazos y gimotea. Sus cuatro años me pesan, aunque sean casi puro hueso; su carita morena está salpicada de sudor. Yo siento sin embargo un frío intenso y un cansancio que me pega los pies al suelo. Soulness, apretando mi hombro, suplica una tregua, dice que está muy débil para seguir. Acepto el descanso, pero me niego a abrir algún blister de alimentos. Soy el mayor y debo velar por los horarios. Y a propósito de velar, me sorprenden las pocas luces de los corredores, la ausencia de robots celadores y el no habernos tropezado con ningún "pez pega" después de caminar casi una hora por este laberinto. Soulness tiembla, se aprieta el estómago y finalmente vomita. No sabemos nada sobre los efectos del viaje, pero nos decían que son malestares normales para los novatos. Anela sigue desmadejada, y ni siquiera intenta seguirme cuando canto una de sus canciones favoritas #... Mary tiene una ovejita... blanquita como la nieve...# ¿o era una vaquita? Da igual. Anela duerme y se queja. Soulness, pálido como vapor de azufre pero más aliviado, quiere probar suerte tras la puerta que cierra este pasillo. Piensa que conduce a las bodegas y que tal vez encontremos provisiones. Se aventura finalmente con la pequeña linterna de pulsos, mientras yo arropo a Anela con mi chaqueta. Bajo los ojos de mi hermana crecen ojeras azules. Una mano helada me estruja el corazón y reconozco los dedos fríos del miedo.


Ilustración: Walter Rodríguez

Un rato después Soulness ha vuelto, trastabillando, los ojos como un doble plenilunio de Júpiter en el cielo de Io. Sus ocho años parecen haberse duplicado sobre su cuerpo sucio y tembloroso. Apenas logro arrancarle las palabras de la boca, rígida por el terror. Están muertos, allá adentro... los cuatro chicos "peces pega" que viajaban en el compartimiento de higiene... Están descomponiéndose y sus huesos parecen derretidos, y la piel... Cállate, digo en un susurro ahogado, asustarás a Anela. Pero él sabe que le creo y que nuestra hermana no nos escucha. Su carita se desdibuja en la oscuridad con expresión ausente.

Dejo a Anela en brazos de mi hermano. Estoy decidido a presentarme ante la tripulación. No me importa que me regresen a Io o a otra colonia de extracción. Lo único que quiero es salvarla. Salvarnos. Soulness solloza y yo le gruño. Lo atajo por la solapa, húmeda de su propia bilis, y enredo sin querer mis dedos en sus largos cabellos. El espeso mechón queda en mis manos como una hebra de sombra. Tengo que ir por ayuda.

Corro por los pasillos sin luces, apenas alumbrados por el reflejo del sint-metal desde alguna fuente indeterminada que convierte la oscuridad en penumbras. Donde debe estar el puesto de mando no hay ningún navegante, sólo la consola de un cibernavegador y todos los asientos vacíos. No hay humanos en el carguero, únicamente nosotros. Ni autómatas, ni alimentos, ni medicinas, porque no hay tripulación que las necesite.

Regreso por Anela y Soulness. Durante la difícil carrera de retorno sobre mi corazón restallan los látigos del miedo. Al cruzar cerca de las puertas que identifico como las bodegas un signo hecho sobre el sint-metal con pintura roja luminiscente me detiene. No sé leer, ninguno de nosotros sabe, pero reconozco el dibujo que parecen las aspas de un extractor de hélices antiguo cercado por un triángulo, y también el círculo con la tachadura que prohíbe y amenaza, y la calavera negra. Comprendo ahora que no es este un carguero de metal y subproductos en viaje hacia la Tierra. Vamos junto a los desechos tóxicos de todas las colonias hacia otra parte... Venus, con seguridad: el Vertedero Solar. Por mi mente cruzan los muchos momentos en que he visto a estos cargueros atracar en Io y despegar con tantos "peces pegas" desde la Estación Ecuatorial del satélite... Ni ellos, ni nosotros, comprobaremos si es tan azul como cuentan el cielo de la Tierra.

Encuentro a mis hermanos todavía conscientes. Anela me mira con sus ojos de luna en eclipse y me tiende los brazos. Ayudo a levantarse a Soulness y apoya contra mi hombro todo el temblor de su cuerpo. Al puesto de mando, les digo. Soulness murmura algo sobre encontrar ayuda. Allí estaremos bien, le respondo, será el mejor lugar para ver la bienvenida que nos dará la Tierra, vestida con su traje azul y blanco de novia cósmica del Tiempo. Soulness apenas se sonríe con sus labios violáceos. Anela ha vuelto a dormirse y tal vez ya no despierte.

En el puesto de mando acomodo a Soulness en un sillón. Yo a su lado, con Anela en brazos, sostengo su mano helada. Pienso que tal vez era éste el sillón del comandante del carguero que alguna vez llevó vida a la Tierra. Y me creo que yo soy él y que llevo a mis hermanos, a mi padre y todos los niños de Io hacia esa ciudad de torres blancas sobre un lago verde... Lucho contra el sueño definitivo que me aplasta. Quiero verla aparecer. Quizás no tenga tiempo para guiñarle un ojo... El carguero pasará de largo sobre ella... Sin nada que declarar.



Anabel Enríquez Piñeiro (Santa Clara, Cuba, 1973) Licenciada en Psicología (1996) y con una Maestría en Ciencias de la Comunicación, es Especialista en Comunicación Organizacional y Marketing, rama en que se desempeña actualmente.
Su andar por el género es muy activo: miembro de la Sección de Literatura de la Asociación Hermanos Saíz y miembro fundadora del Grupo de Creación "Espiral" del Género Fantástico, además forma parte del Comité Organizador del ANSIBLE, Evento Teórico del género fantástico, que lleva adelante Grupo ESPIRAL y el Centro de formación literaria Onelio Jorge Cardoso.
Premios: Calendario de CF 2005 (Cuaderno de relatos "Nada que declarar"), Primer Premio de Cuento CF Juventud Técnica 2005 (Cuento: "Deuda Temporal"), y Beca de Pensamiento Ernesto Guevara de la AHS por el ensayo "Mujeres y Literatura Fantástica: los caminos de(l) género".
Graduada del VII Curso de Técnicas Narrativas del Centro de formación literaria Onelio J. Cardoso (2004) y del I Curso Taller de Narrativa Fantástica Cuásar-Dragón.(2002)
En Axxón publicamos sus cuentos "Suicida" (178), "Deuda temporal" (177) y "Ectoplasmia" (177).


Este cuento se vincula temáticamente con "BRUCE EN LA CASETERA", de Pablo J. Muñoz (cuento elegido), "JEZABEL", de Raquel Froilán García (142), "SIN NOMBRE", de Eduardo J. Carletti (146), "DESPIERTA ENTRE LAS ESTRELLAS", de Tatjana Jambrišak (167), y "CONVIDADOS DEL FUTURO", de José Altamirano (169)


Axxón 183 - marzo de 2008
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción: viajes interplanetarios : colonias espaciales : Cuba : Cubana).