Revista Axxón » «Al final de la tarde», Juan Manuel Valitutti - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ARGENTINA

 


Ilustración: Aradano

Caía la tarde cuando el chevy aparcó a la vera del camino. El hombre, cansado y de mal humor, se apeó del auto y miró en torno suyo. Descubrió, tras altos sembradíos, el ala torcida de un granero. Después vio la casa, una casa rústica y nimia. «¿Qué puedo perder?», espetó, y se pasó un pañuelo por la frente, por la nuca y sobre el temblor de los labios. Se dirigió a la parte trasera del coche. Abrió el capó. Y se persignó, no una, sino siete veces. «Sabes que lo haría setenta veces siete, Señor», pensó, al tiempo que inspeccionaba el contenido del maletero: un centenar de ediciones de las Sagradas Escrituras. «¡Sí, ya sé que no debo venderlas!», masculló para sus adentros. «Pero, ¿qué quieres que te diga? ¡Tengo que comer!». Tomó un par de ejemplares: una edición en rústica, económica y sin atractivo, y una edición limitada, con laminado de oro y tapas de cuero repujado. Chasqueó la lengua y cerró el baúl. Cruzó raudo la carretera pelada y se encaminó por un sendero de grava que lo condujo hasta un sector de verjas. Abrió un portón enjalbegado y atravesó el solar rumbo a la enclenque casita. Encontró a una anciana en el porche de entrada. Se hamacaba en una chirriante mecedora.

—¡Hola! —saludó—. ¿Cómo anda, abuela?

La anciana no emitió respuesta.

El hombre se adelantó, torpe y desgarbado, cuidándose de no tropezar.

—Sí… Qué calor, ¿eh? —El vendedor de biblias sacó a relucir su pañuelito y se lo pasó por la nuca—. Me llamo Lázaro Rubbens, y soy vendedor. —La anciana se hamacaba, pétrea la mirada—. Oiga… Hay… ¿Hay alguien con quien pueda hablar? ¿En la casa, tal vez? —Rubbens remontó un par de escalones hasta acercarse a la mujer. Le dedicó una sonrisa al rostro gris—. ¿Se siente usted bien? —Se enjugó el sudor de la frente con el ya deslucido pañuelo—. ¡Ajá! ¿Qué le parece si…? ¿Puedo pasar? A la casa, quiero decir… ¿Está de acuerdo? ¿Eh? —Pero Rubbens ya había atravesado el umbral de la puerta principal, y la anciana había quedado a sus espaldas, en el porche silencioso, hamacándose.

—¿Hola…? ¿Hay alguien? —Rubbens avanzó indeciso por el hall. Guardó su pañuelo, carraspeó y, señalando por sobre el hombro, dijo—: La señora me franqueó el paso… Soy Lázaro Rubbens, y vendo biblias—. El oscuro hall de distribución se abría a dos aberturas no menos oscuras; Rubbens se decidió por un enjuto pasillo, bajo el descanso de una escalera, al que juzgó menos comprometido. Lo atravesó. El viaducto lo depositó al otro extremo de la casa, a la sombra de una saliente que se proyectaba al exterior. Vio el granero que divisara desde el camino, y vio la altura muerta de un negro silo. Se desajustó el nudo de la corbata. «¡Demonios, qué calor hace!», se dijo. Y, alzando la vista, agregó: «¡De acuerdo, Señor, no debo maldecir!». Se volvió, dispuesto a emprender la retirada, cuando sintió un estrujón en el corazón: había un anciano sentado en un taburete, con los ojos clavados en un cajón de lustrabotas.

—¡Oh, por Dios, no lo vi! —Rubbens mantenía los dedos crispados sobre el pecho—. ¡Por favor, discúlpeme, señor!

El anciano desvió los ojos inermes del cajón y los clavó lánguidos en el extraño.

Rubbens extendió la mano y dibujó una de sus mejores sonrisas.

—Rubbens, Lázaro —soltó—. Vendedor ambulante. Como el de Arthur Miller, pero sin hijos, ¿vio? —Se rió de su mala broma—. Sí…, claro… ¿Qué calor, eh?

El viejo hizo un gesto… Las comisuras de la boca se ampliaron, la línea de los labios se separó y, bajo los ojos cada vez más abiertos, una dentadura enferma asomó como un sol moribundo.

Rubbens volvió a enarbolar la mano, pero el viejo lo descolocó: se puso sorpresivamente de pie, al tiempo que señalaba con un dedo índice hacia algún punto más allá del vendedor.

Rubbens se volvió y descubrió la mole del granero.

—¿Allá…? ¿Quiere que vaya? ¿Y me atenderán? —El viejo, como la incógnita de un monolito, mantenía estirado su dedo índice—. ¡Bien! Como dirían Los Ramones: «¡Qué diablos! ¡Allá vamos!» —Volvió a reírse de su mala broma—. Sí, claro… Hasta luego, ¿eh? ¡Buenas y santas!

Le dio la espalda a la estatua viviente y se encaminó por los pastizales.

«¡Diablos!», escupió. «¡Dios los cría y ellos se juntan!» —Alzó los ojos al cielo—. «¡Era una broma, Señor! ¡Ya sabes cómo soy!».

Se detuvo ante las dobles hojas del granero. Descubrió un candado. Lo tanteó y lo descartó. Decidió rodear la enorme estructura de madera. «¡Nunca sabes qué encontrarás a la vuelta de la esquina!», concluyó, dándose ánimos con la que había sido su filosofía de vendedor.

Rodeó una pila mal asentada de heno y esquivó unas gallinas escandalosas que le salieron al paso.

Encontró… algo.

—¡Oigan! —llamó—. ¿Qué diablos es esto?

Algo… se había estrellado contra la parte trasera del granero. No era un camión, no era un avión. Era…

¡Era algo que se había estrellado, haciéndose añicos, contra el condenado granero!

—¡Ey! —llamó de nuevo, pero el eco de su voz no obtuvo respuesta.

Volvió sobre sus pasos, y se enfrentó otra vez a la entrada del granero, aunque, en esta ocasión, encontró las dos enormes hojas abiertas de par en par.

—¿Hay alguien dentro? —Rubbens miró por sobre su hombro y descubrió que el viejo ya no estaba en el porche. Se concentró entonces en el interior húmedo y oscuro—. ¿Hola? No se ve gran cosa por aquí, ¿verdad? —Penetró a tientas en el ensombrecido granero.

Sus ojos tardaron unos segundos en adaptarse a la pastosa negrura. Unos hilos de luz brotaban de la pared opuesta, parcialmente destruida por la cosa que se había abalanzado sobre el armazón de madera y, su punta —una especie de trompa plateada con protuberancias y salientes afiladas—, asomaba como una estrella monstruosa caída del cielo.

—¿Hay alguien?

Fue en un recodo que lo asaltó una luz… Una luz verde que se incrementaba y decrecía, como el pulso de un latido acompasado.

—Pero, ¿qué…?

Miró al horror.

Miró al hombre y a la mujer, a la pareja de ancianos que, desde la altura exuberante en la que se hallaban, envueltos ambos en una suerte de viscosos capullos, parecían observarlo, con el espanto resignado en los ojos.

Rubbens se acercó, tambaleante. Estudió los rostros: los ojos aparecían desmesuradamente abiertos, en efecto, pero tanto los miembros visibles como los que permanecían velados por la sustancia gelatinosa, estaban yertos, inmóviles: la vida hacía rato había escapado de aquellos cuerpos.

«¡Oh, Señor, recibe sus pobres almas!».

Entonces Rubbens reaccionó: «¿Quiénes son los que me atendieron?». Y pensó también: «¿Qué son los que me atendieron?». Asomaron a su mente los dos ancianos de la casa: la señora de la mecedora y el viejo lustrabotas. Sus rostros coincidían hasta el último detalle con los que surgían, lívidos y muertos, en los extremos de los capullos. Inmediatamente, Lázaro Rubbens ensayó una respuesta a sus interrogantes: «¡Dobles!», pensó.

¿¡Copias!? —comenzó a decir, pero se interrumpió abruptamente: un par de sombras se alargaban en el interior del granero, procedentes del atardecer exterior.

Rubbens se acuclilló, confiándose al escudo de la oscuridad. Eran ellos, por supuesto: permanecían de pie, hombro con hombro, recortadas sus siluetas desvaídas sobre el telón de fondo de las últimas luces diurnas.

Sin dudas, intentarían algo… pero ¿qué? La respuesta no se hizo esperar: las cosas que remedaban la anatomía humana abrieron enormes las bocas, al tiempo que sus ojos se encendían como faros, despidiendo un halo que desafiaba la oscuridad. Entonces, de las ranuras de las bocas, surgió un ruido… que fue incrementándose hasta lo desgarrador. Rubbens se llevó las manos a la cabeza. Aquel estampido lo mataría. Estiró el cuello cuanto pudo y vio que las criaturas giraban sus cabezas para zanjar el perímetro con su horrísono pitido.

«¡El Señor es mi pastor!», meditó Lázaro Rubbens. «¡Y ninguna maldita cosa me faltará!».

Abrió la Biblia de lujo y, del interior encavado, extrajo un arma calibre .45.

—¡Ave María Purísima! —rugió. Saltó como un resorte y abrió fuego.

Una de las criaturas se retorció, trastabilló y cayó de espaldas. El dueto sonoro se interrumpió, y el ser sobreviviente —el viejo lustrabotas— escrutó impávido a su par abatido.

Rubbens accionó sus piernas como pistones y corrió en dirección a la salida. Embistió al viejo, que se desmoronó, y continuó con el escape.

Jadeaba cuando llegó, manoteando como un poseso, al auto.

—¿Qué? ¿Cómo dices? —Rubbens abrió la puerta del coche y se sentó tras el volante—. ¡No, Señor, no tengo idea de qué hacía ese revólver, con mis iniciales grabadas en la culata, dentro de tu Opera Magna! —Probó el encendido… ¡Y descubrió que el cacharro no arrancaba!—. ¡En el nombre del Padre…! —comenzó, y giró nuevamente la llave—. ¡Del Hijo…! —siguió, y miró horrorizado al viejo lustrabotas que se acercaba por el camino apuntándolo con su dedo índice. «¡Señor!», pensó. «¡Si me sacas de ésta, te juro que nunca más volveré a vender una Biblia!» —. ¡Y del Espíritu Santo! —concluyó, ¡y el motor bramó!—. ¡¡¡Améeeeeeen!!! —Una nube de polvo se levantó de los frenéticos y chirriantes neumáticos.

Para cuando la polvareda se disipó, el lustrabotas había quedado solo en medio del camino.

Sin embargo, no tardó mucho en llegar otro vehículo…

Era una camioneta ocupada por una joven pareja.

—¡Oh, mira —dijo la compadecida mujer—, un viejito!

—Así es —asintió el hombre—. ¿Qué habrá pasado?

Le hicieron señas desde el transporte, y el viejo se allegó arrastrando los pies.

—¡Hola, abuelo! —lo saludaron—. ¿Necesita ayuda?

El rostro del viejo reaccionó: sus comisuras se ampliaron hasta descubrir una sonrisa apagada como un sol agonizante. Al mismo tiempo miró a la carretera y extendió su dedo índice.

—¿Quiere un aventón? —La pareja intercambió una enternecida mirada—. ¡Súbase, por favor!

El viejo se acomodó entre los dos buenos samaritanos.

Y la camioneta arrancó.

—No se preocupe, abuelo —comenzó el conductor—. Al final de la tarde, lo depositaremos justo en medio de la gran ciudad.

La sonrisa no desapareció del ajado rostro del pasajero…

 

 

Juan Manuel Valitutti (1971), docente y escritor argentino. Ha publicado cuentos en Libro Andrómeda (hyperespacio), Aurora Bitzine, Axxón, NGC 3660, Cosmocápsula, Alfa Eridiani, Planetas Prohibidos, Red de CF, miNatura, Exégesis, NM, Breves no tan breves, Cuentos Rain, Sensación!, Acción y fantasía, Cineficción y Aventurama. Actualmente publica su saga “Crónicas del caminante” en el Portal de Ciencia Ficción de Federico G. Witt. Ha resultado finalista en los concursos “Mundos en tinieblas 2009 y 2010”. Uno de sus cuentos, “El factor Samsa”, ha sido traducido al catalán, para su aparición en Catarsi n° 3. Puede consultar su blog en: http://caminante-cronicasdelcaminante.blogspot.com/

Ya publicamos en Axxón sus cuentos LA SOMBRA, EL SALUDO y EL HOLOCAUSTO DEL BÁRBARO.


Este cuento se vincula temáticamente con ¡MALDITA SUEGRA!, de José Vicente Ortuño; LA RAZÓN DE LAS ESTATUAS, de Ariel S. Tenorio; HACIENDA, de Cristian Lintz de Bonín y EL CANELO, de Gonzalo Martré.


Axxón 219 – junio de 2011

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Terror : Invasión : Contacto con extraterrestres : Argentina, Argentino).

5 Respuestas a “«Al final de la tarde», Juan Manuel Valitutti”
  1. M. C. Carper dice:

    Excelente cuento con ribetes lovecraftianos. Felicito al autor y le agradezco por hacerme empezar el día con tan agradable lectura.

  2. martín panizza dice:

    No te digo yo, que a los viejos hay que descartarlos…
    Cordialmente,
    Yo.

  3. Juan Manuel dice:

    Hola: Gracias por los comentarios :-)

  4. Norma. dice:

    Buenìsimo. Me encantò.

  5. Enhorabuena por esta publicación, Juan Manuel. Un placer de lectura.
    «una dentadura enferma asomó como un sol moribundo». Frase de antología.

    Un abrazo

  6.  
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