Revista Axxón » «Solaris, la utopía interrumpida», José A. García - página principal

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Nota

Se recomienda haber leído Utopia de Tomás Moro y Solaris, de Stanislav Lem. Este artículo no es un resumen de ellos, sino que retoma ciertas particularidades de los mismos, referencias que, de no conocerse, se perderían.

Utopía, el lugar sin lugar en donde lo buscado se hace posible. Es fácil suponer que Tomás Moro sabía lo que desataría su obra al exponer los deseos del hombre en su necesidad de algo más que política y religión para vivir. Imaginar algo sencillo, como una isla, como su Inglaterra natal, con el mínimo contacto con el exterior; una sociedad en miniatura con la organización suficiente para subsistir. Utopía, una obra de arte de quien no se creía artista.

Conocemos, a través de las palabras de Moro, el viaje que realiza Rafael Hithloday, un marinero portugués que ha visto la verdad y decide darla a conocer solamente a aquellos dispuestos a escucharle. Hithloday habla desde su experiencia, la que le ha dado presenciar las maravillas de una isla a la que, más allá de la discusión de sus leyes y la odiosa comparación con la Inglaterra del siglo XVI, anhela regresar. Una sociedad que se acerca mucho, quizá demasiado, a un ideal: nadie posee riquezas materiales, todo es de todos, todos son iguales. Suena casi como el comunismo, repito: casi.

Todas y cada una de las necesidades están cubiertas, no se conoce la envidia ni el odio porque se carece por completo de cualquier cultura monetaria por innecesaria, por lo que todo lo necesario se otorga sin codicia alguna y todos poseen exactamente lo mismo. Una tierra en la los niños crecen felices, sin hambre, sin frío, sin temor al castigo eterno de su alma.

Si el lugar resultaba tan perfecto como admite su descripción no se comprende, entre otras cosas, de dónde sacó la fuerza el letrado marinero para regresar. ¿Cómo logró convencerse de que era mejor vivir en un mundo tan hostil como el suyo, como el nuestro? Esa respuesta no forma parte del texto, quizá ni siquiera el propio autor sabría cómo responderla.

Las oportunidades que brinda la isla son incontables. En qué otra tierra el campo es tan fértil siendo parte de una península diminuta, tal es así que la mayor obra emprendida por los utopianos fue separar su ciudad del continente, como si aquella fuera la isla de los bienaventurados, una Inglaterra idealizada tras el desgarramiento de una guerra interminable. Solamente en medio del aislamiento se lograría la reproducción de un sistema tan magistralmente construido sin que ninguno de sus habitantes note que, aunque parezca perfecto, aquella forma de vida no es del todo satisfactoria.

En el extremo opuesto de la continuidad espacio-temporal una estación espacial flota en medio del vacío observando un extraño planeta, ambos llevan el mismo nombre: Solaris. Nuevamente el aislamiento se hace presente; las escasas comunicaciones con la nave Prometeo, cercana pero al mismo tiempo lejana, o más ocasionalmente con la Tierra, hunde a los tripulantes es un estado similar al que vivían los utopianos. Son científicos, no deben cazar ni cultivar, poseen todo lo necesario para sobrevivir, ninguna preocupación los atormenta más que el continuar con sus tareas.

Al menos así parecería ser.

El cuasi omnisciente Océano, único habitante de Solaris, entrega a los hombres lo que, quizá sin saberlo, buscaban. En el futuro el marinero Hithloday se transfigura en el científico Gibarian quien se encuentra en un lugar único en su extrañeza, tanto por lo bueno como por lo malo, pero sin acabar de comprender lo que sucede. Al igual que el otro viajero, describe en sus mensajes lo que ve. Acaso concebir a un marinero del siglo XVI con la suficiente inteligencia para comprender la organización interna de una sociedad no sea tan fantástico como imaginar a un científico que, ante lo desconocido, ante aquello que supera sus capacidades y sus conocimientos, decide buscar ayuda.

Este pedido de ayuda nos permite conocer al doctor Kelvin, un psicólogo, una mente racional, que viene para comprender y encontrar una solución al problema. Y es que a veces los hombres son tan ingenuos que suponen que su sola presencia sirve de paliativo, ignorando que nadie es tan importante por sí solo.

El mar rodea la isla impidiendo todo contacto con el exterior; el Océano impide ver otra cosa desde la cercana estación espacial. Provenimos del agua y, en lo profundo de nuestro ser, ansiamos regresar; esos meses de gestación son suficientes para marcar la vida de cualquier persona. No estamos preparados para la vida sobre la tierra y, aunque lo deseamos, no podemos regresar al océano primigenio. Un lugar calmo, tranquilo, arrullador, cubierto de recuerdos, algo como el Océano de Solaris.

El diálogo que sostiene Hithloday con el cardenal Morton, así como el intercambio con Moro, en donde describe la isla, se han transformado en las discusiones científicas etiquetadas como solarística. Todas las respuestas que Hithloday entregaba de buena manera en sus diálogos, se encuentran en el Pequeño Apócrifo. Lo que antes conocíamos con el fluir de las palabras, lo encontramos en la tinta muerta de los libros viejos. Pueden haber cambiado los medios y soportes pero el hombre sigue siendo el mismo y la necesidad de conocer, de saber a lo que se enfrenta, o lo que puede encontrarse en su próximo viaje, continúa presente.

Con el conocimiento llegan los problemas, el comenzar a preocuparse, el no comprender si todo aquello es real o no. ¿Por qué ha de ser visto como una maldición, un castigo, el reencontrarse con aquello que sin saberlo buscamos, a nuestro alcance gracias al Océano?

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Ilustración: Pedro Bel

Los tres científicos que habitan la estación espacial reciben un “regalo” por parte del Océano. Snaut se encuentra con su hermano; alejados por algún motivo, tienen allí, la oportunidad de zanjar las diferencias, quizá no de la mejor manera, pero bien puede ser suficiente. Sartorius puede volver a criar a sus hijos perdidos; sabe que no le será fácil ahora que la decadencia de su vida se adivina cercana, ¿cómo negarse ante una oportunidad semejante?

Kelvin descubrirá que allí se encuentra, una vez más junto a él, su amada pero perdida Harey. Sabe, como buen psicólogo, que en lugar de alejarla, de alejarse, podría intentar cambiar la tendencia suicida que el fantasma de Harey reproduce. Puede hacerlo sin recurrir a la salida preferida por Gibarian con su suicidio prematuro, que no sirvió para resolver ninguno de los misterios planteados por el Océano.

¿Puede salir algo mal ante un intento semejante? ¿Puede salir algo bien?

Extrapolando conceptos podemos considerar a Solaris como una utopía moderna; nos referimos a una modernidad que no tiene nada que ver con la edad moderna, nombre que se atribuye al período comprendido entre los años 1453 y 1789. Se trata de esa modernidad líquida, al decir de Zygmunt Bauman, en donde el miedo al disgregamiento en que se encuentra de por sí la sociedad, se aísla, prefiere no ver, no reconocer lo que sucede.

Solaris plantea un anhelo de la mayor parte de la humanidad; el reencuentro con quienes ya no están en un ámbito de soledad que recuerda un poco a la muerte. Un refugio, un lugar donde esconderse, el regazo protector de nuestra infancia, la que la humanidad en su conjunto no ha abandonado aún más que con su imaginación desbordada.

Por otro lado, Solaris también resulta ser una utopía para pocos, ya que de por sí no todos comprenderían lo que allí sucede. Y, dado que el miedo es uno de los principales motores del hombre, es quien siempre sale triunfador en la lucha moral para saber si aquello está bien o no. Kelvin no se encontraba preparado, su interpretación sobre aquel paraíso resultó ser errónea; su ignorancia se contagia a fuerza de la lógica y el racionalismo de su pensamiento, y los otros miembros del grupo idean la forma de escapar de aquel atroz “tormento”.

La mente racional se impone para eliminar aquello que ella misma dice que no puede ser, encontrarle una salida a la situación y que los incomprendidos fantasmas que los acompañan en la estación espacial dejen de angustiarlos. No podrían saber que sólo entonces comenzaría el verdadero tormento, la nueva melancolía por la reciente pérdida, es el castigo del hombre a sí mismo.

Kelvin es incapaz de aceptar, racionalización mediante, tener frente a sus narices aquello tan deseado pero perdido, y pretende destruir la fuente de todo el problema siguiendo la senda preparada por Gibarian. Kelvin es incapaz de soportar el regreso de su amada Harey, por eso todo lo demás, a excepción de él mismo, debe cambiar. El Océano, Solaris, también es parte de todo lo demás, debe, entonces, dejar de ser.

El mayor logro de la isla perdida que solamente Hithloday fue capaz de conocer, es la negación de la decadencia humana, en cualquiera de sus aspectos. Incluso los ancianos son felices, cuando el desarrollo del mundo ha demostrado que esto es imposible por innumerables e incuestionables motivos. Solaris podría ser un mundo perfecto, cercano a la realidad que el hombre ansiaba. En el espacio los hombres podrían sufrir y gozar en igual medida, dependía tan sólo de su elección, algo que les fuera negado en la isla.

Al igual que Utopía, Solaris es una novela de contacto, pero no de un primer contacto sino que este ha sucedido tiempo atrás. Y ese contacto no fue lo que el hombre esperaba; no encontró seres antropomórficos, con dos brazos, dos piernas y un rostro al cual dirigirse al hablar. Encontró algo que difícilmente se acerca a lo que el hombre consideraría como un ser vivo. También en su relato Hithloday aclara que la suya no fue la primera llegada de un occidental a la isla.

El Océano de Solaris demuestra de muchas maneras se conciente de sí mismo y de quienes lo observan, pero no responde al estímulo de la presencia del hombre de la manera en que éste lo hubiera querido. El hombre se sintió, entonces, golpeado en su amor propio. ¿Cómo comunicarse con quien no posee boca alguna, con quien no habla nuestro idioma, con quien no articula palabras del modo en el que estamos acostumbrados?

Allí donde no hay hombres, no hay motivos humanos, reconoce Gibarian, no existe nada con lo que podamos identificarnos. Al momento de llamar a su antiguo colega ha vislumbrando el problema que debe enfrentar; mas qué podía llegar a hacer él, único entre tres (lo mismo sería único entre millones) que pudo interpretar esa diferencia pero resultó incapaz al momento de dar con una solución. Para comprender a Solaris se hace necesario destruir y volver a montar las bases de las ciencias, revisar cada una de las fórmulas de pensamiento aprendidas. El hombre debe olvidar lo que ha sido para reformular su sistema de pensamiento y su modo de encarar los problemas siquiera para comenzar a comprender el problema.

El Océano forma sobre su superficie una simetriada, ¿será eso una sonrisa? Los fungoides, ¿significan que está enojado? ¿Y los mimoides? Y por qué mirar aquello con ojos humanos si Solaris, si el Océano no lo es. Adaptación, adaptarse al nuevo medio, es lo que el hombre necesita aprender.

A partir de su encuentro con el Océano, el hombre aprende que no siempre la naturaleza llega a las mismas respuestas, que tanto él como ese océano son accidentes de la evolución, y debe asimilar ese minúsculo detalle antes de continuar en su camino en el conocimiento mutuo. Una pequeña diferencia que se suma a la dificultad que experimentan los científicos de la estación espacial a la hora de lidiar con sus propios fantasmas.

Cuando uno es feliz, el sentido de la vida y otros temas eternos, no le interesan, reconoce Kelvin en un momento de lucidez. Y él es feliz allí, al menos por un tiempo, flotando junto al Océano en la deteriorada estación espacial. Entonces, ¿por qué romper la ilusión buscando respuestas a lo que allí sucede, aunque sea esa la razón por la que está allí? La felicidad no siempre es suficiente aún cuando Aristóteles planteara lo contrario, la modernidad, la tecnología, los encuentros con otro tan ajeno a la humanidad, pone en discusión, también, los axiomas filosóficos más arraigados en la cultura occidental.

Lem utiliza un océano inmenso, que en momento alguno pronuncia palabra, que vehículo para su reflexionar, para presentar su versión de un espacio interior perdido en la inmensidad del espacio exterior. Casi como en un juego de opuestos, coloca a sus personajes en la inmensidad del universo, pero este no es el personaje, es un mero acompañamiento para la historia que le apetecía contar y nada más. El papel del hombre, la dispersión de la humanidad a lo largo del universo, el sentido de la vida y la inmensidad de la muerte definitiva, se encuentra presentes en la novela.

Pero el tema de mayor importancia, la razón última de la escritura de Solaris, es la relación existente o no entre la memoria y la realidad. Moro hace lo propio, en una escala mucho menor, comparando sin mencionarlo, isla con isla, Utopia con Inglaterra. Nosotros podríamos comparar ese mundo que es Solaris y la Tierra; pero en las comparaciones siempre hay alguien que gana y, por lo tanto, alguien que pierde.

Aceptar una derrota nunca es fácil.

La formación académica de Kelvin le induce a creer que el Océano de Solaris es un gran cerebro, que produce ondas como similares a los pensamientos humanos que pueden materializarse, destruirse y son capaces, también, de regenerarse. La gran mente-océano es entonces atacada por las ondas cerebrales humanas, las de Kelvin, quien menos tiempo lleva en su cercanía y, por lo tanto, se encuentra menos afectado por ella. Los sueños, recuerdos, ideas, teorías, hipótesis, de un humano inundan al Océano, provocando lo que Kelvin esperaba, la desaparición total de los fantasmas. Su Harey fantasmal ya no está allí. Claro que no son los únicos que dejan de existir.

Los fungoides, la simetriadas y asimetriadas, el resto de las creaciones del Océano, languidecen poco a poco, se desgranan como la niebla llevada por el viento. ¿El Océano ha muerto? Tal vez sí, tal vez no. Solaris ha dejado de ser la incubadora que recubría su exterior y la posibilidad de la vida diferente al hombre. ¿Ha sido asesinado? Es muy probable ¿Descubrió algo en los pensamientos de Kelvin que lo llevó a dejarse morir? Nunca lo sabremos, los tres científicos allí abandonados han perdido las motivaciones para intentar una explicación, para continuar, siquiera, con el resto de sus vidas.

Tanto Utopía como Solaris pasan a la historia, y no sólo la de la literatura. Nadie regresó a la isla luego del pasaje por ella de Hithloday; Solaris ya no será lo que supo ser luego de que Kelvin llevara adelante su plan. La utopía ha caído, ha desaparecido, se ha perdido en el horizonte, en el tiempo y el espacio, en la memoria de quien la conocieron.

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Ilustración: Pedro Bel

El hombre aún sigue siendo hombre, la sociedad sin dudas cambió. El hombre continúa buscando la felicidad, como lo planteó Aristóteles y lo discutieron durante siglos diferentes filósofos, pero sólo la literatura tenía/tiene las herramientas necesarias para comprender dónde se encontraba. Tal vez esto nos ayude a comprender por qué el hombre se siente tan atraído por el estado de melancolía y lamentación constante que recorre cada página de la novela de Lem. Porque si todo fuera perfecto, si éste fuera un universo ideal, ningún mal podría alcanzarnos y todos seríamos felices por igual; pero el hombre se esforzaría de igual manera por encontrar un motivo, minúsculo o monumental, para sentir lástima de sí mismo y verse en la necesidad de crear una utopía donde las injusticia que él mismo ha inventado ya no tuvieran lugar, y su universo ya no sería tan perfecto.

Hithloday tenía todo lo que necesitaba para ser feliz en la Utopia de la paz y el hartazgo; sin embargo regreso a la Europa de la guerra, de la sangre y el barro. Sueña con regresar, pero sabemos que nunca lo hará. Kelvin recibió un ofrecimiento similar en la estación espacial a la que llegó para solucionar un problema. Demasiado tarde comprendió que el problema no era Solaris sino él mismo.

Y el sueño, en ambos casos, quedó frustrado.

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