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Archivo de la Categoría “229”

EE.UU.

 

 

Ilustración: Tut

Puesta de sol. El cielo se ve espléndido a través de los cristales de la ventana de mi dormitorio: capas de cúmulus esponjosos que arden de anaranjados y rojos refractados. Pienso que, si no fuese por el cristal, podría estirar la mano y tocar el paisaje de nubes, quizás dejando mi propio rastro de turbulencia en los dibujos arremolinados que pronto se tornarán de un color índigo profundo.

Pero la ventana está allí y me siento atrapada.

A mis espaldas, en unas sillas plegadizas que han traído de la cocina, están sentados mis padres y un especialista del instituto de investigaciones neurológicas, debatiendo sobre mi futuro en voz baja. No saben que los estoy escuchando. Como yo elijo no responder, creen que no advierto su presencia.

—¿Habrá efectos colaterales? —pregunta mi padre. Bajo el calor opresivo del atardecer, oigo el suave «zzzap» del láser de su hombro cuando le acierta a un mosquito. El dispositivo no es tan efectivo como hace dos años: los mosquitos se vuelven cada vez más veloces.

Mi padre cree en la tecnología y por eso se contactó con el instituto de investigaciones. Quiere repararme. Está seguro de que hay una manera.

—No habrá efectos colaterales en el sentido tradicional —dice el especialista. Me cae bien, a pesar de que su presencia me incomoda. Elige sus palabras con mucha precisión—. Hablamos de injertos sinápticos directos, no de drogas. El proceso es similar al de torcer un árbol joven para influir en su forma cuando crezca. Estimulamos la potencia de las conexiones dendríticas clave y dejamos que el cerebro continúe desarrollándose normalmente. Las neuronas jóvenes son muy maleables.

—¿Ha hecho esto con anterioridad? —No me hace falta mirar para saber que mi madre está frunciendo el ceño.

Mi madre no confía en la tecnología. Ha pasado los últimos diez años tratando de convencerme, por medios más cordiales, de adoptar una conducta sociable. Me ama, pero no me entiende. Piensa que no puedo ser feliz a menos que sonría, me ría y corra por la playa con otros adolescentes.

—El procedimiento aún es nuevo, pero nuestro primer sujeto fue una joven de aproximadamente la misma edad de su hija. Después, se integró maravillosamente. Nunca fue una estudiante excepcional, pero comenzó a hablar más y se le hizo más fácil seguir los procedimientos del aula.

—¿Y qué me dice de los… talentos de Hannah? —pregunta mi madre. Sé que está pensando en la danza y también en cómo recuerdo hechos y cifras sin esfuerzo—. ¿Los perdería?

La voz del especialista es firme y me gusta la manera en que explica las verdades sin intentar suavizarlas.

—En esto se gana y se pierde, señora Didier. El cerebro no puede optimizarse para todo al mismo tiempo. Sin tratamiento, algunos chicos como Hannah se desarrollan hasta convertirse en individuos extraordinarios. Se hacen famosos, cambian el mundo, aprenden a integrar sus habilidades dentro de las estructuras de la sociedad. Pero muy pocos tienen tanta suerte. Los demás nunca aprenden a hacer amistades, a conservar un empleo ni a vivir fuera de una institución.

—¿Y… con tratamiento?

—No puedo prometerle nada, pero hay buenas probabilidades de que Hannah lleve una vida normal.

He apoyado la mano contra la ventana. El cristal se siente frío y suave bajo mi palma. Parece inmóvil, aunque sé que, en el nivel molecular, está fluyendo. Sus átomos se deslizan uno junto al otro lentamente, muy lentamente: un transformación cuyo ritmo no la hace menos inevitable. Me gusta el cristal —también la piedra— porque no cambia muy rápido. Yo estaré muerta, igual que todos mis parientes y sus descendientes, antes de que las deformaciones puedan verse sin usar microscopio.

Siento las manos de mi madre sobre mis hombros. Se me ha acercado desde atrás y ahora me hace girar para que yo la mire a los ojos o me aparte. La miro a los ojos porque la amo y porque ahora siento la tranquilidad suficiente para manejarlo. Habla suave y lentamente.

—¿Te gustaría, Hannah? ¿Te gustaría parecerte más a otros adolescentes?

Ni el «sí» ni el «no» parecen apropiados, entonces no digo nada. Las palabras son tan fugaces, tan indefinidas. Se resbalan por los espacios que separan mis pensamientos y se pierden.

Ella sigue mirándome y yo evalúo si debo darle una respuesta que me he estado guardando. Hace dos semanas me preguntó si quería un par de zapatillas de baile nuevas y, de ser así, de qué color me gustarían. He reunido en mi mente las palabras adecuadas, suaves y firmes como guijarros, pero decido que no vale la pena pronunciarlas. Habitualmente, cuando respondo una pregunta la gente ya ha olvidado que la formuló.

La expresión que han inventado para mi condición es «autismo temporal». No me gusta, tanto porque son palabras como porque no estoy segura de tener algo en común con los autistas además de mi falta de inclinación por el habla.

Pero tienen razón en lo de «temporal».

Mi madre espera doce coma cinco segundos antes de soltarme los hombros y volver a sentarse en la silla plegadiza. Me doy cuenta de que se siente infeliz por mí, entonces me bajo del antepecho de la ventana y busco la bolsa de papel que guardo debajo de la cama. Las asas son de cáñamo; se sienten ásperas y reales bajo mis dedos. Aprieto la bolsa contra mi pecho y me escabullo entre la gente que conversa en mi dormitorio.

Abajo, abro la puerta principal y clavo la mirada en el cielo imponente. Sé que no debo salir de casa sola, pero tampoco quiero quedarme dentro. Encima de mí, el firmamento se mueve. Las nubes remolinean como hojas arrastradas por el huracán: inflándose, dispersándose, separándose y reestructurándose… un caos letárgico, pero incontrovertible.

Casi puedo sentir a la Tierra girando bajo mis pies. Me precipito a través del espacio; soy un punto demasiado pequeño para resistir la inmensidad de las fuerzas que me rodean. Aprieto los dedos sobre las asas de cáñamo de la bolsa para evitar alejarme hacia la estratósfera girando sobre mí misma. Me pregunto qué se siente cuando uno es alegremente ajeno al modo en que el tiempo da forma a nuestra existencia. Me pregunto qué se siente cuando uno es igual a todos los demás.

 

 

* * *

 

 

Ahora me encuentro bajo el cielo brillante; el grueso papel de la bolsa cruje al rozarme las piernas en su balanceo. Sostengo las asas con tanta fuerza que el cáñamo se me clava en los dedos.

A mis pies, las plantas carnívoras se están abriendo; sus espinosas flores se extienden hacia arriba, brotando de las aberturas y rajaduras del pavimento. Son la versión salvaje de una variedad doméstica que prospera en el nutritivo ambiente de esta parte de la ciudad. Las aceras de nuestra calle alojan un ajetreo de cafés y, todas las noches, esas flores grandes como puños se abren para atrapar migas de baguette o fragmentos de salchicha arrastrados por el viento desde las mesas cercanas.

Las plantas carnívoras me ponen nerviosa, aunque dudo que pueda comunicar a otros a qué se debe. Las siento muy parecidas a las nubes que circulan sobre mi cabeza en refulgentes tonos de anaranjado y ámbar: siempre cambiantes, siempre adoptando nuevas formas.

Estas plantas incluso han superado a su propio nombre. Rara vez se alimentan con moscas. El juego de la presa sobreevolucionada se ha vuelto frustrante y por eso han aprendido a sobrevivir a fuerza de volverse agradables para la humanidad. Los diseños de manchas de las flores se tornan más intrincados año tras año. Cuando tienen a tiro un bocado de proteínas o hidratos de carbono, las espinas se cierran de golpe con tanto dramatismo que los niños ríen y se apresuran a traerles más.

Una de las plantas en especial me llama la atención. Tiene una flor magnífica, más grande y colorida que cualquiera que haya visto antes, pero el tallo común y corriente es demasiado alto y débil para soportar esa innovación. La flor se aplasta contra la acera, ensombrecida por las plantas más pequeñas y robustas que se apiñan por encima de ella.

Es una encrucijada crítica de la cadena evolutiva y quiero observarla para ver si la planta logra vivir para perpetuar sus genes. Aunque las plantas carnívoras me inquietan en general, esta en particular me reconforta. Es como el espacio que se extiende entre un fragmento de música y otro: está a punto de suceder algo, pero nadie sabe exactamente qué. Puede que esta planta se extinga en silencio o puede que sobreviva para engendrar a la próxima generación de carnívoras, una generación adaptada a la supervivencia más excepcionalmente que cualquiera de sus predecesoras.

Quiero que la planta sobreviva, pero advierto, por el color enfermizo de sus hojas, que es improbable. ¿Si a la planta le hubiesen ofrecido una certeza de mediocridad a cambio de esta posibilidad de grandeza, habría aceptado?, me pregunto.

Comienzo a caminar otra vez porque temo echarme a llorar.

Soy demasiado joven. No es justo pedirme que tome semejante decisión. Tampoco es justo que alguien la tome por mí.

No sé qué querer.

 

 

* * *

 

 

Cuando aparece al fondo de la avenida, la vieja catedral me calma. Es como una piedra en medio de un río turbulento: de bordes suaves por la erosión, pero prácticamente inmune a las caprichosas corrientes del tiempo. Mirarla me hace pensar en Daniel Tammet. Tammet era un autista sabio del siglo veintiuno que reconocía todos los números primos del 2 al 9973 porque en su mente los veía como guijarros. Creo que yo percibo la arquitectura histórica de la misma forma en que Tammet percibía los números primos.

Dentro del edificio, el sacerdote me saluda amablemente, pero no espera respuesta. Está habituado a mí y yo me siento cómoda con él. No me exige que malgaste mis esfuerzos en asuntos efímeros, asuntos sin sentido como las pizcas de conversación que, arrastradas por el gran torrente del tiempo, no provocan ningún impacto duradero. Paso junto al sacerdote y entro en el salón vacío donde las ventanas de colores proyectan sombras de luces en las paredes.

Oigo el eco de mis pasos cuando atravieso la puerta y, de pronto, me siento sola.

Sé que hay otros como yo, la mayoría con mis mismos antecedentes étnicos, lo que implica que somos el resultado de una mutación reciente. Nunca he pedido conocerlos. No me parecía importante. Ahora, mientras me siento contra el muro polvoriento y me quito los zapatos de calle, pienso que tal vez fue un error.

La bolsa de papel cruje cuando saco el par de zapatillas de baile. Son zapatillas de punta reforzadas, para un tipo de danza que la anatomía humana no puede ejecutar por sí sola. Deslizo el pie y pongo la pierna en posición; los dedos se acomodan a la forma familiar de la puntera. Me aseguro de sujetar el pie de la manera adecuada, envolviéndolo con las cintas cuidadosamente.

Las demás personas no ven estas zapatillas como las veo yo. Sólo ven el satín desteñido, tan maltrecho que ya está raído, y la tosca madera de la puntera que se asoma en las partes rotas. No ven que el cuero gastado se ha adaptado a la forma de mi pie. No saben lo que es bailar con zapatillas que se sienten como una parte de tu cuerpo.

Comienzo a calentar los músculos, intensamente consciente de los senderos trazados por las sombras en las paredes mientras el crepúsculo se funde con la oscuridad. Cuando termino los últimos pliés y jetés, las estrellas ya brillan trémulamente a través de los cristales de colores de las ventanas, mareándome con su avance. Me precipito a través del espacio; soy parte de un sistema solar arrojado al borde exterior de su galaxia. Es difícil respirar.

Con frecuencia, cuando el flujo del tiempo se hace demasiado fuerte, me arrastro hasta el espacio oscuro que hay debajo de mi cama y recorro con los dedos la colección de piedras ásperas y fragmentos de vidrio de bordes mellados que guardo allí. Pero hoy son las zapatillas de punta las que me conectan con el suelo. Me muevo hacia el centro del salón, me elevo, me paro en puntas…

Y espero.

El tiempo se estira y rota como si fuera melaza, tirando de mí en todas direcciones a la vez. Soy como el silencio que se extiende entre un movimiento musical y el siguiente, como una gota de agua atrapada en la mitad de una catarata congelada en el tiempo. Hay fuerzas que me aprietan, revolviéndose, arremolinándose, rugiendo con el sonido de la realidad cambiante. Escucho el latido de mi corazón en el salón vacío. Me pregunto si Daniel Tammet se sentía igual cuando contemplaba el infinito.

Finalmente, lo encuentro: el esquema dentro del caos. No es precisamente como la música, pero es muy parecido. Libera el terror que ha tensionado mis músculos y ya no soy un punto en el huracán. Soy el huracán. Mis pies remueven el polvo del suelo. Mi cuerpo se mueve en concordancia con mi voluntad. Aquí no hay palabras. Sólo existimos el movimiento y yo, remolineando y describiendo figuras tan complejas como inconstantes.

La vida no es lo único que evoluciona. Mi baile cambia todos los días, a veces a cada segundo; las secuencias se repiten o se extinguen basándose en cuánto me complacen. En un nivel fractal más alto, las formas de la danza también mutan y mueren. La gente dice que el ballet es un arte atemporal, pero lo que se baila en los teatros modernos difiere mucho del ballet surgido originalmente en Italia y Francia.

La mía es una especie en peligro de extinción dentro de las jerarquías del entretenimiento; una variante neoclásica que nadie recuerda, que nadie paga para ver y que sólo unos pocos y reducidos grupos de bailarines logran remedar. Es un arte solitario, hermoso, condenado a la destrucción. Lo adoro porque su destino es seguro. El tiempo ya no tiene poder sobre él.

Cuando mis músculos pierdan la fuerza, renunciaré a la ilusión de controlarlo y volveré a ser una partícula más del vertiginoso caos del universo, una espectadora de mi propia existencia. Pero, por ahora, no soy consciente de nada salvo de mi propio movimiento y de la energía que corre por mis vasos sanguíneos. Si no fuera por las limitaciones físicas, continuaría bailando para siempre.

 

 

* * *

 

 

El que me encuentra es mi hermano. A menudo me trae aquí y me espera, con la electrónica titilando en sus sienes, mientras yo bailo. Me gusta mi hermano. Me siento cómoda con él porque no espera que yo sea diferente de lo que soy.

Cuando me arrodillo para desatar las zapatillas de baile, mis padres ya han llegado también. No están tranquilos y callados como mi hermano. El aire de la noche los hace sudar y pronuncian frases tensas que se enredan unas con otras. Si hicieran el esfuerzo de esperarme, yo podría encontrar palabras para calmar su parloteo frenético. Pero no saben hablar en mi escala de tiempo. El ritmo de sus conversaciones se cuenta en segundos; a veces, en minutos. Es como el zumbido de los mosquitos junto a mis oídos. Yo necesito días, en ocasiones semanas, para ordenar mis pensamientos y encontrar la respuesta perfecta.

Mi madre está muy cerca de mi rostro y parece angustiada. Trato de calmarla con la respuesta que he estado guardando.

—Nada de zapatillas nuevas —digo—. No podría bailar igual con zapatillas nuevas.

Me doy cuenta de que no son esas las palabras que ella buscaba porque ha dejado de regañarme por haber salido de casa sin acompañante.

Mi padre también está enfadado. O puede que tenga miedo. Su voz es demasiado potente para mí y cierro los dedos sobre la bolsa de papel que tengo en mis manos.

—Ya salieron las estrellas, Hannah. ¿Tienes idea del tiempo que hemos estado buscándote? Gina, tendremos que hacer algo pronto. Si hubiera entrado en la Zona Roja, si un coche la hubiese arrollado o…

—¡No quiero que me apures a hacer esto! —Mi madre tiene voz de enojada—. El mes próximo, el doctor Renoit comienza con un nuevo grupo de terapia. Deberíamos…

—No sé por qué eres tan testaruda con este asunto. No hablamos de drogas ni de cirugía. Es un procedimiento sencillo, no invasivo.

—¡Que aún no ha sido comprobado! Con el programa de Análisis Aplicado de la Conducta hemos visto progresos. No estoy dispuesta a echarlo por la borda únicamente porque…

Escucho el «zzzap» del láser del hombro de mi padre. Como no he oído el quejido de un mosquito, sé que le dio a una mota de polvo. No me sorprende. En los años que han pasado desde que mi padre compró ese láser, los mosquitos han cambiado, pero el polvo es el mismo desde hace milenios.

Un instante después, oigo que mi madre maldice y le da una palmada a su camisa. El mosquito escapa y pasa zumbando junto a mi oreja. A lo largo de los años he mantenido un registro estadístico. La manera tradicional de lidiar con los mosquitos de mi madre es tan efectiva como la solución de alta tecnología de mi padre.

 

 

* * *

 

 

Mientras mis padres discuten sobre el futuro, mi hermano me lleva a casa. En su habitación, yo me siento y él se acuesta y activa los implantes de sus sienes. A lo ancho de su frente destellan y titilan unos puntitos de luz porque está conectado a la Vastedad. Ahora, su mente se ensancha. Se ensancha y se amplía: horizontes sin fin. Cada pulso de sus neuronas llamea en las redes de pensamiento para estimular las neuronas de otros, igual que las de ellos estimulan las suyas.

Cuarenta minutos después, mis abuelos se detienen junto a la puerta abierta. Mis abuelos no entienden la Vastedad. No saben que a mi hermano se le forman charcos de baba en la mejilla porque es difícil percibir los débiles mensajes del cuerpo cuando la mente está ardiendo de estímulos. Ven la flojedad de su rostro, los ojos vidriosos que miran hacia arriba, y lo único que saben es que se encuentra muy lejos de nosotros, que se ha ido a un sitio al que no pueden seguirlo y que ellos consideran maligno.

—No está bien —mascullan— permitir que la mente se pudra así. Sus padres no deberían dejarlo pasar tanto tiempo en esa cosa.

—¿Te acuerdas de cuando éramos jóvenes? ¿Cuando todos nos apiñábamos alrededor de la misma consola de juegos? Todos en la misma habitación. Todos mirando la misma pantalla. Eso sí era un vínculo emocional. Un entretenimiento sano.

Sacuden la cabeza.

—Es una lástima que los jóvenes ya no sepan conectarse entre sí.

No quiero oírlos hablar, entonces me pongo de pie y les cierro la puerta en la cara. Sé que considerarán que no han provocado esta acción, pero no me importa. Conocen las palabras «autismo temporal» , pero no entienden su significado. En el fondo, siguen creyendo que sólo tengo malos modales.

Suavemente, del otro lado de la puerta, los oigo comentar entre sí qué diferentes son los jóvenes de hoy comparados con los de antes. Su frustración me desconcierta. No comprendo por qué los ancianos esperan que las generaciones jóvenes se queden quietas; por qué piensan que, en un mundo tan tumultuoso, los niños deben jugar a lo mismo que jugaban sus abuelos.

Observo las luces que llamean en las sienes de mi hermano, un patrón estocástico que me recuerda al nacimiento y la muerte de los soles. En este momento está usando un porcentaje de tejido neural superior al que cualquier persona nacida hace cien años podría concebir. Se está comunicando con más gente de la que mi padre ha conocido en toda su vida.

¿Qué ocurrió, me pregunto, cuando el Homo habilis emitió por primera vez los sonidos que se convertirían en el lenguaje moderno? ¿Acaso esos niños que hablaban tan raro se consideraban defectuosos, antisociales, incapaces de interactuar con sus pares? ¿Cuántas variaciones genéticas bordearon el lenguaje antes de que una de ellas encontrara la suficiente aceptación para perpetuarse?

Mis abuelos dicen que la Vastedad distorsiona la mente de mi hermano, pero yo pienso que, en realidad, sucede lo contrario. Su mente está hecha para buscar la Vastedad, igual que la mía está sintonizada con el vertiginoso fluir de los segundos y los siglos.

 

 

* * *

 

 

La noche colisiona con la mañana y, en algún momento de ese recorrido, me quedo dormida. Cuando despierto, el cielo que está del otro lado de la ventana de mi hermano brilla de luz solar. Si acerco mi rostro al cristal, puedo ver la planta carnívora de la flor magnífica y el tallo estrujado. Es demasiado pronto para saber si sobrevivirá a este día.

Fuera, los vecinos se saludan; los mayores, con corteses movimientos de cabeza o apretones de manos; los adolescentes, con gritos y jerga gestual. Me pregunto cuál de los nuevos saludos usados esta mañana será entronizado y pasará a formar parte del vocabulario del futuro.

Las estructuras sociales siguen su propio sendero evolutivo… las variaciones surgen, compiten y se diluyen en el tumulto indefinidamente. La catedral del fondo de la calle algún día alojará humanos que hablarán otra lengua y tendrán costumbres completamente diferentes de las nuestras.

Todo cambia. Todo está cambiando siempre. Para mí, el proceso se parece mucho al oleaje que golpea las rocas de la costa: agitarse, arremolinarse, salpicar, agitarse… El caos, inevitable en su coherencia.

No debería sorprendernos que, en el trayecto que separa lo que somos de lo que seremos, haya fricción y falsos comienzos. El ruido es intrínseco al cambio. La evolución es inherentemente caótica.

Mi madre me llama a desayunar; más tarde, intenta iniciar una conversación mientras yo como mi tostada con manteca. Piensa que no le contesto porque no la he oído o quizá porque no me importa. Pero no es por eso. Soy como mi hermano cuando se conecta a la Vastedad. ¿Cómo puedo jugar a desenterrar respuestas memorizadas para contestar preguntas que, en un mundo que cambia tan rápidamente, no significan nada? El cielo transcurre, veloz, en las ventanas; las placas tectónicas se deslizan bajo mis pies. Todo lo que me rodea crece o se desmorona. En comparación, las palabras me resultan inexpresivas e insignificantes.

Mi madre y mi padre han evitado discutir sobre los injertos sinápticos toda la mañana, clara indicación de que sus estrategias de comunicación deben evolucionar una vez más. Sus conversaciones sobre mí siempre han sido tensas. Las frases polémicas van desapareciendo del vocabulario familiar y mis padres constantemente deben inventar frases nuevas para llenar los vacíos.

Yo también estoy evolucionando, a mi humilde manera. Las conexiones de mi cerebro se forman, sobreviven y perecen, y cada una de mis elecciones altera el genotipo de mi alma. Creo que es lo que a mis padres más les cuesta ver. Que no estoy estática, no más que la gran ventana de cristal que ilumina la mesa del desayuno. Día a día aprendo a amoldarme a un mundo donde no soy bienvenida.

Aprieto las manos contra la ventana y siento su fresca suavidad contra mi piel. Si cierro los ojos, casi puedo palpar el desplazamiento de las moléculas. Si se las deja continuar el tiempo suficiente, algún día el cristal encontrará su propia forma, no coercionada por las manos humanas sino por las leyes del universo y por su propia naturaleza.

Descubro que he decidido algo.

No quiero una vida insignificante. No quiero ser como todos los demás, una ignorante del caudaloso fluir del tiempo, atrapada en frases frenéticamente rápidas. Quiero otra cosa, algo para lo que no encuentro una palabra.

Tiro del brazo de mamá y golpeteo el cristal para demostrarle que soy fluida por dentro. Como de costumbre, ella no entiende lo que trato de decirle. Me gustaría aclarárselo mejor, pero no logro hallar la manera. Saco mis zapatillas de ballet de la crujiente bolsa de papel y las coloco sobre el manual informativo que dejó el neurocientífico.

—No quiero zapatillas nuevas —digo—. No quiero zapatillas nuevas.

 

 

Título original: Movement © Nancy Fulda
Traducción: Claudia De Bella © 2012.

 

 

Nancy Fulda obtuvo una Licenciatura en Ciencias de la Computación en la Universidad Brigham Young en 2002 y una Maestría en la misma universidad en 2004. Su trabajo de investigación versó sobre inteligencia artificial y aprendizaje de máquinas, y sus publicaciones sobre sistemas multiagentes se presentaron en varias conferencias del Institute of Electrical and Electronics Engineers (IEEE).

Desde 2005 hasta 2010 trabajó como editora asistente de la revista on line Jim Baen’s Universe. Fue la editora de contenidos del sitio web Science Fiction and Fantasy Writers of America del 2008 al 2009. Es la propietaria, desarrolladora web y jefa de redacción de AnthologyBuilder.

Ganadora del Phobos Award y del Vera Hinckley Mayhew Award, fue la primera y, hasta ahora, única mujer que recibió el Jim Baen Memorial Award. Sus ficciones han aparecido en Asimov’s Science Fiction Magazine, Apex Digest, Daily Science Fiction, y otras publicaciones profesionales.

Nancy tiene tres hijos, es fanática del baile de salón y artista aficionada. Escribe desde que tiene uso de razón y piensa seguir haciéndolo en el futuro.

Su relato «Movimiento» apareció originalmente en la revista Asimov’s y fue nominado a los premios Hugo y Nebula 2012.

Este es su primer relato publicado en Axxón


Este cuento se vincula temáticamente con ESPERANZA DE RESURRECCIÓN, de Damián Alejandro Cés.


Axxón 229 – Abril de 2012

Cuento de autor norteamericamo (Cuentos : Fantástico : Ciencia Ficción : Medicina, Neurotecnología, Autismo, Identidad : Estados Unidos: Estadounidense).