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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

Archivo de la Categoría “248”

ARGENTINA

 

Todo arte es, a la vez, superficie y símbolo.

Oscar Wilde

 

 

I

 

 


Ilustración: Hernán Costa

—¡Arriba, Arnaldo! —le dijo desde la cocina aquella arpía, igual que todas las semanas de lunes a viernes—.Ya son las 6:30.

—Sí, Ernestina, ya voy —contestó Arnaldo Yahuati remoloneando, envuelto en la pesadez matinal que nunca lo abandonaba—. La que te ha parido.

Se tambaleó hasta el baño.

A través del espejo, una cara redonda le envió una mueca de desagrado. La misma cara, día tras día.

—Te mantienes flaco… —se dijo a sí mismo con desgano, entrando la panza frente al espejo mientras trataba de sacar músculo—. Flaco y fibroso, macho.

Tomó una ducha.

Puteando a los cuatro vientos, se atragantó la cornucopia de yogures, tostadas y cruasanes de Ernestina.

Y salió de su casa sin saludarla.

—La estúpida de mujer que tengo ya debe estar prendida a la computadora —dijo dando un portazo.

En el trayecto hasta la oficina, asomándose por la ventanilla del Audi, insultó a más de una: casualmente, sus blancos preferidos siempre resultaban ser mujeres.

Condujo sin prestar atención a las señales, y dos veces estuvo a punto de chocar.

Lo esperaba la consabida montaña de tarea atrasada. Y ese día, como todos los putos días, Arnaldo no se había levantado con ganas de escalar la consabida montaña de tarea atrasada. Ignoró el saludo de su secretaria y se encerró en la oficina. Que nadie lo molestase.

Bajó las cortinas venecianas, sacó del maletín dos alfajores, un paquete de galletitas dulces y una bolsa de caramelos. Y se dedicó a lo único que lo seducía: la lectura.

A media mañana sonó el intercomunicador.

—¿Y ahora qué, Silvina?

—De Proveeduría, señor.

—¡Otra vez la pendeja esa!

—¿Qué hago, señor?

—¿Y qué quiere hacer, Silvina? Páseme la llamada.

—Co-como usted diga, señor —cuando la otra terminó de hablar, él oyó el característico clic de la llamada entrante.

—Señor Yahuati, necesito los comprobantes de marzo.

—Todavía no los tengo. Me falta.

—Pero hace una semana que se los vengo pidiendo.

—Es que no tuve tiem…

—Problema suyo, señor Yahuati.

Arnaldo Yahuati supo que la piel de la cara se le había vuelto del color de la mufa rancia.

—Mira, borrega —estalló, apretando los nudillos—, voy a ir para allá. Voy a enrollar los comprobantes y te los voy a meter uno por uno en ese culito apretado que pretendes contonear. ¿Has comprendido?

Y colgó sin esperar respuesta.

Desenvolvió un alfajor y se dispuso a devorarlo. Pero el intercomunicador lo interrumpió:

—¿Qué pasa ahora, Silvina?

—Se-señor Yahuati —la amedrentada voz de la secretaria se dejó oír en el auricular—, hay… hay un señor en la línea tres que no quiere decirme su nombre. Dice que se trata de un asunto personal.

—Bien, pásemelo.

—Co-como usted diga, señor.

Y Arnaldo Yahuati se la imaginó temblando como un flan. Entonces, él oyó de nuevo el clic.

—Hola —dijo.

—Señor Yahuati —lo sorprendió la voz impostada de un hombre que conocía su apellido—: tengo algo para usted.

—¿Quién habla?

—Usted me contrató —y esa voz lo punzó como cuchillo—. ¿No lo recuerda?

—Ah, sí, usted: hable.

—Ruta Nacional 576, kilómetro 69, cuarto 18 —y cortó.

Bufando fuera de sí, Arnaldo Yahuati escapó de la oficina. Antes de entrar en el ascensor, le indicó a su secretaria que le cancelara los compromisos.

—¡Todas son unas putas! —vociferó de salida—. ¡Unas reverendas putas son!

Bajó hasta el subsuelo, arrancó quemando cubiertas.

Se alejó de la ciudad por la Ruta 3 y empalmó la 576: el kilómetro 69 estaba cerca. Por el retrovisor se vio la cara, y al descubrir su propia transfiguración tuvo un escalofrío.

—Mejor así —se dijo—. Si es lo que pienso, esa puta me las va a pagar bien pagadas.

Ruta 576, kilómetro 69: un motel. Y era uno de esos nuevos, de moda, plagado de luces de colores y ocultando un arsenal de juguetes sexuales.

El odio hizo que no reparara en gastos ni en peligros: despedazó la valla de entrada y se bajó del auto aún en movimiento. El playero vino corriendo hacia él, pero al verle la cara retrocedió.

Arnaldo Yahuati abrió a patadas la puerta del cuarto 18.

Y descubrió a su mujer.

Su mujer, desnuda.

Su mujer en la cama.

Su mujer, con un tipo encima.

—¡Arnaldo! —chilló ella, sorprendida en su espanto—. ¡No!

El tipo recogió su ropa y se perdió fuera del cuarto a una velocidad asombrosa. De ser la Huida del Cornificante una disciplina olímpica, se hubiese llevado el oro.

—¡Arnaldo! ¡No! —repitió Ernestina—. ¡Puedo explicarlo!

Él se regocijó en el terror de esos putos ojos de puta.

—¿Qué podrás explicar, puta? ¿Que eres una puta?

—No, Arnaldo… —cada vez la veía más aterrorizada—. ¡Me obligó!

Él metió la mano a la altura del bolsillo interno de la chaqueta, y Ernestina se sentó en la cama y se tapó hasta las tetas con la sábana negra, como si una simple tela de raso pudiese usarse de escudo. Y lo miró más aterrorizada aún, si eso fuese posible.

—No, Arnaldo… no… no… ¡Perdón! —hablaba y sollozaba, sollozaba y hablaba estrujando la sábana—. Te juro que fui obligada, perdóname.

Él extrajo un Walther P99 de afilado y reluciente horror.

Y su cara era una máscara de odio infernal.

 

 

Arnaldo Yahuati manejaba hacia su casa. Volvió a mirarse en el retrovisor, el rictus de ira y furia reemplazado por una displicente laxitud. Vacío, sin alma.

Apenas tuvo fuerzas para bañarse. Después se puso lo primero que encontró y volvió a la oficina.

No bien salió del ascensor, se cortó la luz. Pero Arnaldo ni se enteró: caminó hasta su despacho tanteando como un zombi. Abrió la puerta y se desplomó en el único sillón de la oficina, y luego de un violento temblor vomitó.

Y, entre las penumbras, miró extraviado lo que lo sitiaba. En un instante, un capricho del sol que venía de afuera hizo que se topara con la imagen de un tipo, un despojo humano reflejado sobre el vidrio, tras las entreabiertas persianas venecianas. Esa cara no mostraba ningún sentimiento: era la cara de quien se encuentra perdido y no acierta a reaccionar. ¿Sería él? ¿Sería él mismo ese reflejo?

Levantando una mano, vio que el reflejo le copiaba el gesto. Sí, en efecto, ese era él. Pero… ¿Quién era él?

 

 

 

II

 

 

—Señor Arnaldo Yahuati —me dijo un desconocido de arrugado traje, secundado por dos uniformados—: acompáñenos, por favor.

Así que tal era mi nombre, Arnaldo Yahuati. Después de leerme lo que pomposos anunciaron como «sus derechos», me esposaron frente a una legión de tipos y tipas con pinta de cagatintas —aunque desconocido para mí, ese ámbito resultaba sin dudas una oficina—. Aquella gentuza dejó de machacar sus teclados y se levantaron de sus grasientas butacas para apiñarse a mi alrededor y estudiarme a gusto. Pero no les dieron el gusto: escaleras abajo nos marchamos. Hacia la calle, descubrí pronto.

Y allí lo confirmé: un auto policial aguardaba.

Depositaron mi humanidad en el asiento trasero, tratándome con cuidado. Siempre había sospechado que los automóviles policiales hedían de un modo particular. Me equivoqué: el interior del patrullero olía como cualquier otro vehículo.

Viajamos callados. Nadie me interrogaba, ni siquiera me miraban. Además, en mi conmoción, yo no podría contestarles… y ellos nada tendrían que decirme.

A todo esto: ¿quién era yo? Me habían llamado «Arnaldo Yahuati». Pero Arnaldo Yahuati no significaba nada para mí.

El móvil no hizo sonar la sirena. Tomó por calles desiertas.

Hasta que se detuvo.

Me bajaron. De nuevo fui tratado con corrección. Me entraron a un edificio —¡el juzgado, sí!—, aunque por una puerta lateral, pequeña. ¿Cómo pude recordar que eso era un edificio judicial y no saber quién era yo?

A medida que nos adentrábamos, un escalofrío me agarrotaba las piernas. No tenía estómago. La cabeza me pesaba más que el cuerpo. ¿Por qué a mí? ¿Qué delito, qué crimen habría perpetrado? Y una vez más: ¿quién era yo?

Por suerte dos policías me flanqueaban, me sostenían en el aire. En ese momento pensé en su rutina de cargar a estúpidos como yo, que no se podían tener en pie.

Se detuvieron frente al busto de un prócer bigotudo que no reconocí, en medio de un patio cubierto. A pesar de mi conmoción, noté una débil luz que se filtraba por los antiguos vitrales del techo. Varias puertas numeradas daban a ese patio. Nos encaminamos hacia la 7.

Entré al cuarto escoltado por uno de los policías. Me quitó las esposas —me habían inmovilizado las manos por detrás— y me las colocó con las manos al frente. Descubrí una mesa enclenque y dos sillas, y el policía me hizo sentar en una. Miró a su alrededor. Y se marchó en silencio, sin olvidarse de cerrar, con dos vueltas de llave.

Crucé los brazos sobre la mesa y apoyé la frente, exhausto: ignoraba todo sobre mí. ¿Qué había sucedido? ¿Quién era yo? ¿Por qué me habían detenido? ¡Demasiadas preguntas! Sólo sabía que algo andaba mal… muy mal. Y me fui quedando dormido.

 

 

 

III

 

 

No oigo abrirse la puerta. Siento un dolor en el costado derecho. Al levantar la cabeza, veo a un policía de uniforme con el garrote en la mano y una perversa sonrisa en la boca.

—A ver, Yahuati —dice, con asco—, tiene visitas.

—¿Algún familiar?

Me responde torciendo y ensanchando la sonrisa. Gira sobre los talones y sale del cuarto. No termina de cerrar la puerta: entra un hombre bajo, gordo, pelado casi. El bigote finito le asoma impecable, más pegado al labio superior que a la nariz. Me hace recordar a un actor americano de películas de bajo presupuesto que siempre actúa de estafador. ¿Cómo puedo saber esto y no recordar quién soy? Me va a explotar la cabeza.

—Señor Yahuati —me dice el gordo—, soy el doctor Breganti, su abogado defensor.

—Mucho gusto, doctor Breganti, pero yo no lo conozco. ¿Cómo pude haberlo elegido como mi defensor?

¿Y por qué necesito un defensor?

—Usted no me eligió. Las leyes dicen que si un ciudadano no elige un abogado o no puede costeárselo, el gobierno le proveerá uno.

—¿Soy pobre? —pregunto más para mí que para el otro.

Y me quedo mirándolo. No sé cómo vine a parar acá, y eso me enloquece. De improviso todo parece salido de un sueño, y de uno muy extraño. De una pesadilla. Aunque sé que yo no sueño. Sí soñaba en mi juventud. Y tampoco puedo explicarme esa certeza. ¿Tendré familia, amigos?

El tal… ¿Breganti? ocupa la silla enfrentada a la mía. Deposita el maletín sobre la mesa, que durante un tiempo baila al compás del peso extra.

—¿Va a venir alguien de mi familia? —le pregunto, por decir algo.

—¿Por qué mejor no me cuenta lo sucedido?

Sin mirarme, anota en un cuaderno sucio de puntas levantadas. La visión me saca un tic de disgusto y un fugaz recuerdo: siempre fui muy prolijo con mis cuadernos y libretas.

—¿Y bien?

—No sé qué decirle. Ignoro la razón por la que estoy aquí.

Los ojos se le vuelven vivaces. Se levanta de golpe, la panza y la papada temblándole al unísono. El bigote repta serpentino cuando me habla, salivándome de cerca.

—¿Cómo dice?

—¡Que no sé quién soy, carajo!

—¿Sufre amnesia traumática? —dice, jubiloso—. ¡Sufre amnesia traumática! Sufrir amnesia traumática será muy bueno para el juicio.

Por un instante deseo golpearlo, verlo sangrar; pero me contengo.

¿Seré un cobarde?

—Déjeme —digo—, no quiero hablar con usted.

—Va a tener que hacerlo —explica, paternal—, soy su única salida.

—¡Déjeme!

Su actitud no varía. Abre el maletín y guarda el cuaderno. Pienso que por más que se vista con trajes de diseñadores europeos, una persona con ese cuaderno no debe ser confiable. Se retira murmurando por lo bajo: «Nos volveremos a ver».

Y quedo solo.

¿Qué habré hecho?

La última semana se me viene encima como si la estuviese viendo en un cine. Un atisbo repentino me confirma que sí estoy casado, pero ni sé su nombre. Nada recuerdo antes de esa semana. Sin embargo, con el abogado acabo de descubrir que era prolijo con los cuadernos y que de joven soñaba. Y que no sé si soy pobre, pero diferencio un traje común de uno de sastrería. En suma, sé que yo soy yo por más que no recuerde.

Vuelvo a mi asiento. Me paso la lengua por los labios. Como si lo hubiese llamado, el policía que me despertó entra trayendo una bandeja bien cargada. La tira sobre la mesa.

—Señor —deseo parecer amable, aunque ignoro si de verdad lo soy en la vida—, necesito saber por qué estoy aquí.

—Mis órdenes son velar por su seguridad —contesta sin mirarme—. Nada más. Usted permanece incomunicado, sólo puede hablar con su abogado o con el juez interviniente —y cierra con llave la puerta.

Veo pan y mermelada en la bandeja, y un tazón de mate cocido, que bebo con ganas. Se me hace delicioso. Su aroma me transporta a una mañana fría y húmeda en el campo. Me encontraba de maniobras en el Servicio Militar. Otra cosa más para recordar: mi Servicio Militar. Estoy seguro de que serví a la patria, aunque no lo recuerdo. ¿Me habré vuelto loco? O quizá soy loco. Soy loco desde tiempo atrás. Loco desde siempre.

Recorro con la vista los muros, busco esas manchas que la imaginación transforma en caras. Quizá de esa manera recupere algún recuerdo. Pero no hay caso: en esas imperfecciones, sólo puedo evocar a los dos policías que me trajeron, al chofer, al policía que me despertó, al doctor Breganti y a mi esposa —ella, tres veces—. Todos miran de perfil. ¿Por qué nadie de frente?

Y a pesar de otras muchas manchas, no encuentro otras caras.

Deposito la bandeja en el suelo, cruzo los brazos sobre la mesa y me quedo dormido.

 

 

Me despierto sobresaltado, aunque desconozco la razón. No veo a nadie. La puerta de la pieza, cerrada. ¿Será que no vi al policía que habrá venido a despertarme?

Con un sobresalto, descubro, en una esquina, a un sujeto bajo, muy flaco. Todo en él resulta exiguo; excepto su cabeza fungiforme. Visto de frente, parecería que se han tomado el trabajo de rellenarle esa parte de piel por encima de las orejas: un efecto muy visible, acaso inhumano.

Camina lento hacia mí. Se detiene junto a la mesa, las manos en los bolsillos de la chaqueta. Viste un ambo común, gris oscuro.

Nunca vi a un hombre con pies tan pequeños. Su voz resulta grave:

—Señor Yahuati —me dice, con la boca casi cerrada, aunque su modulación es perfecta—, vine para ayudarlo.

—¿Usted va a reemplazar al doctor Breganti?

Veo indecisión en sus ojos.

—Señor Yahuati, vine para ayudarlo. No reemplazo a nadie.

—Mire, no sé de qué me habla. Ni siquiera sé por qué estoy aquí.

Escruto esos ojos mansos, en busca de una respuesta. Entonces el tipo parpadea, infla el pecho y sube los hombros.

—Señor Yahuati —dice—: lo acusan de haber masacrado a su esposa.

—¿Cómo dice? ¿Vino para burlarse?

—Nosotros sabemos que usted no quiso hacerlo. Que se dejó llevar por una fuerza que no controla. Una fuerza que quizá pueda trasmutar.

—¿»Nosotros»?

¿Me habla en chino o en coreano? Además me pone mal verlo hablar sin mover más músculos que los de la mandíbula.

—¿Quiénes son «nosotros»?

—Sólo nosotros —dice quedamente—. Nosotros a secas. Podemos ayudarlo.

—Pero…

—¿Conoce la teoría de la curvatura espacio-tiempo?

—¡Ah no, el colmo! Además de loco, me toma por estúpido. Confiese la broma de una vez.

—Pronto descubrirá que no pertenece a mi naturaleza hacer bromas —y me lo dice tan serio que le creo—. Y bien, señor Yahuati, no me ha contestado.

—¿Qué cosa?

—Si conoce la teoría de la curvatura espacio-tiempo.

—N-no, no. Bah, creo que no.

—Mejor. El Hacedor me dijo que es una completa estupidez. Y que esa creencia entorpecería el rescate.

Me levanto y le doy la espalda. Me quedo mirando la puerta cerrada. La imagen del hombrecito con cabeza de hongo, parado, sin mover un músculo, hablando incoherencias, me pone nervioso. ¿Curvatura espacio-tiempo? ¿Y por qué tendrá las manos en los bolsillos de la chaqueta? ¿Sabrá que es un acto de mala educación? ¿Esconderá una grabadora, quizás? ¿Un arma, acaso?

Giro para enfrentarlo:

—Mire, señor…

El sujeto ha desaparecido. ¿Se habrá evaporado? La puerta permanece cerrada. Y no he oído el cerrojo.

Me miro las manos esposadas como si pudieran explicarme algo. ¿Una ilusión? No lo creo. No quiero creerlo.

Qué personaje extraño. Lástima que no le pregunté quién era —o qué era—. ¿Cómo se llamará? ¿Volveré a verlo? Le voy a poner un nombre apropiado: Marciano. Sí, me agrada ese nombre: le cuadra a su extraña fisonomía, a esa testa abultada.

Marciano.

Como no tengo nada para hacer, me siento. Y vuelvo a jugar al jueguito de descubrir caras en las manchas de las paredes. Aunque esta vez me asombro: detrás de uno de los rostros de mi esposa, se destacan facciones que poco a poco varían hasta convertirse en la cara de Marciano. El único que mira de frente.

Ya no hay duda: estoy loco.

 

 

Pierdo la cuenta del tiempo. Nadie se ha presentado. ¿No tengo familia? Quiero creer que por lo menos hice amigos. Pero mi cuerpo me reclama atención.

Voy hasta la puerta. Golpeo. La mirilla se abre, y una voz masculina pregunta:

—Qué hay.

—Deseo ir al baño —no sé por qué susurro en lugar de hablar con firmeza.

—Momento.

La mirilla se cierra mientras me quedo esperando junto a la puerta. Vuelven a abrir la mirilla. Otra voz me ordena:

—Se me retira de la puerta.

Obedezco. La mirilla ha quedado abierta. La cerradura rechina. La puerta se abre. Dos policías aguardan afuera. Me hacen salir. Uno de ellos verifica el estado de mis esposas. Me conduce hacia una puerta sin numeración. Usa una llave y la abre. Enciende la luz, muy blanca y potente.

—Cuando termine, golpee tres veces.

Levanto los brazos y le muestro las esposas.

—Lo siento —me lo dice con tono sincero—. Reglas son reglas, deberá componérselas como pueda.

—B-bueno… Gracias.

El baño: un limpio agujero en el piso, una pequeña pileta con una sola canilla, de agua fría. Una vez terminado, trato de lavarme las manos y la cara. Oigo detrás de mí una gruesa pero sedosa tos. Como no hay espejo, debo darme vuelta. Marciano me mira fijo, parado a escasos centímetros.

—De dónde…

—¡Shhh! No hable fuerte, señor Yahuati, no deben oírnos los policías. Sepa que se encuentra en grave peligro. Entiendo que usted por ahora no pueda creerme, aunque seguramente lo hará después de hablar con el juez.

—Pero…

Y unos golpes a la puerta me interrumpen.

—¿Qué pasa? —pregunta la voz del policía, del otro lado de la puerta.

Marciano me cabecea una seña.

—Dígale que se está refrescando —me dice en voz muy baja, y no sé por qué le hago caso:

—Sí, agente, estoy bien. Me refresco y salgo.

—Se me apura, entonces. Lo espero afuera.

Por el ventiluz vidriado veo la sombra del policía alejándose de la puerta.

—Escúcheme bien, señor Yahuati —esta vez Marciano mueve un poco los labios, pero no saca las manos de los bolsillos—.No firme nada, ¿entiende? No crea lo que le van a decir. Y, por sobre todo, no dé crédito a lo que vea.

—¿Y por qué le voy a creer justo a usted?

—Lo sabe muy dentro de sí, señor Yahuati. Ya se dará cuenta a su tiempo. A propósito, se le cayó el pañuelo.

Recojo el pañuelo y me lo pongo con esfuerzo en el bolsillo trasero. Cuando levanto la vista, Marciano se ha marchado. ¿Cómo hizo? La imposibilidad de lo que me sucede me aturde. No atino a reaccionar.

No me queda más remedio que golpear a la puerta tres veces, tal como me lo ordenaron. Lejos de ella, que se abre hacia mí, me espera el policía. Salgo del baño y aguardo paciente a que cierre con llave. Me siento una mezcla de imbécil y cobarde. ¿Seré así en la vida? Me doy asco.

Volvemos a mi cuarto en silencio. El otro policía nos vigila. Antes de hacerme entrar, revisa las esposas.

—No se preocupe, señor Yahuati —me habla… ¿como para tranquilizarme?—: el juez no tardará en venir. Luego podremos llevarlo a una celda con cama.

«Gracias» es lo único que atino a decir, mientras oigo correr el cerrojo. Y por fin caigo: lo que yo llamaba cuarto en realidad es una celda. ¡Una celda!

Y quedo parado en medio de ella tratando de no ver las paredes. Pero no resisto. Dos manchas simulan ser los nuevos guardias que me atendieron recién. De las tres manchas que evocaban a mi esposa, la segunda ha variado mucho. Ya no la veo de costado, sino de tres cuartos de perfil. Me impresiona el modo en que me mira: sonriendo. Detrás de ella, Marciano también sonríe. ¿Desde cuándo me sonrió Marciano?

No hay caso: hasta las manchas en las paredes mienten.

 

 

La puerta se abre. Ingresan dos nuevos policías de afectada rigidez. Detrás de ellos, dos sujetos. Uno, el conocido doctor Breganti; el otro, un patovica de poco menos de sesenta años y movimientos felinos.

Al verlos llegar, me levanto ansioso.

—Siéntese, señor Yahuati —dice el patovica, y acompaña la orden con un terminante movimiento de mano. Me doy cuenta de que sus brazos son demasiado largos—. Me presento: soy el juez de la causa. El doctor Breganti me dijo que ya se conocían —el tono me resulta afable, pero cargado de un poder que subyace, amenazante, en cada palabra.

—Sí, ya nos conocemos.

—Bien —su tono varía a uno más condescendiente—, debemos comenzar de algún modo. Estamos aquí para ayudarlo.

—Como usted quiera —y me lanzo a fondo, cansado de que todos quieran «ayudarme» —. ¿Por qué estoy aquí?

—Eso lo tendría que contar usted, señor Yahuati —aunque ahora jocoso, el poder sigue presente.

—No recuerdo nada.

—Se lo dije, señor Juez —Breganti se arrebata—: mi cliente tiene amnesia traumática.

—Y yo tengo doce años y uso calzas rosas. Vamos, Breganti, esto ya lo hablamos. Es imposible.

El doctor Breganti por poco se hace un ovillo.

Los policías permanecen impasibles, con las manos entrelazadas por detrás. Los noto muy parecidos entre sí. Iguales diría, si no tuviesen el peinado al revés como si un espejo los reflejase.

A todo esto, el juez se inclina hacia mí, de pie y con los codos apoyados en la mesa y sin quitarme los ojos de encima. A contraluz, los rasgos se me vuelven borrosos.

—Ahórrenos el dificultoso proceso, hijo. Si confiesa, le prometo un trato preferencial y la condena más leve que las leyes prescriban.

¿Confesar? ¿Confesar qué?

—Discúlpeme, señor Juez. Sé que debo parecerle tonto, pero le pido que por favor me diga por qué estoy aquí.

El juez se acaricia la nariz, y en ese gesto advierto una pretensión de sensualidad. Se da media vuelta y ordena:

—Jiménez Uno, la causa.

Y el señalado se marcha presuroso. ¿El otro se llamará Jiménez Dos? Ni se me ocurre preguntar.

El juez me sigue observando. Siento que me saca una radiografía. No puedo evitar sonrojarme. Él se endereza, no deja de acariciarse la nariz. Me pone nervioso.

—Tal vez el doctor Mercachifle tenga razón.

El doctor Breganti quiere hacerse más chico. Se acurruca junto al policía.

El que se había ido vuelve corriendo con una voluminosa carpeta debajo del brazo. Se la extiende al Juez. Y él la abre y la hojea.

No bien encuentra aquello —lo que sea que estuviese buscando—, golpea con el revés de la mano en el interior de la carpeta.

—Aquí está —mientras habla me alcanza la carpeta abierta—. Puede verlo por usted mismo. Debo aclararle que las manchas de manos tienen sus huellas —y esto último lo dice justo cuando estoy en posesión de la carpeta.

Un vahído me ataca, y por poco me caigo de la silla. Las fotografías me muestran sangre. Sangre por todos lados. Un bulto blanco indistinguible por culpa de mis lágrimas descansa sobre una cama. Me esfuerzo, concentro la vista: mi esposa.

Mi esposa, desnuda, sobre el lecho de una habitación desconocida. El cuerpo aparece cubierto de sangre y con múltiples puntazos. Sobre una de las paredes escribieron con… Y sí, no puede ser otra cosa que sangre. Y dice, gigante: «TRAICIÓN». Y huellas de manos manchan la pared.

No puedo seguir viendo. El llanto me gana.

El juez, el abogado y los policías se retiran llevándose la carpeta. La mirilla de la puerta se descorre.

—Lo noto apenado, señor Yahuati —dice el juez, y no se me pasa por alto su tono de velada amenaza—. Volveremos mañana. Quizá para ese entonces se le haya refrescado la memoria.

La cabeza me da vueltas. Han asesinado a mi esposa y me acusan a mí. ¡A mí!

Oculto la cara y vuelvo a llorar.

—Ya pasó lo peor, señor Yahuati —de espaldas a la pared frente a la puerta, Marciano me mira con las manos en los bolsillos.

—¡Usted!

—No se agite, señor Yahuati —sigue con la odiosa costumbre de no mover la boca—. No le conviene que lo escuchen. Ya se lo advertí.

—¡¿Cómo entró?!

—Mire, señor Yahuati: yo vine para ayudarlo. Pero, si se me va a poner violento, mejor me retiro.

—Haga lo que se le dé la gana, me tiene sin cuidado.

—Como usted quiera. A propósito, se le desanudó el zapato izquierdo.

Al mirar hacia abajo, cauteloso, lo confirmo. Me agacho y lo anudo con el esfuerzo que me generan las esposas.

Cuando me levanto me doy cuenta de que estoy solo. De nuevo Marciano desapareció. ¿Qué prodigio es este? El estupor reemplaza a la congoja. Jamás he vivido algo así. Me arrepiento de haberlo tratado mal.

Una malsana curiosidad me obliga a buscar más manchas en las paredes. Lo que veo me decide: la próxima vez que se presente Marciano, aceptaré su ayuda.

¿Habrá próxima vez?

 

 

 

III

 

 

Detrás de la tercera representación de la cara de mi esposa, aparece un desconocido para mí. Una cara —en tonos violáceos— permanece congelada en un rictus bestial. La ira más irracional se superpone ahí, en esa cara justo detrás de la de mi esposa. ¿Quién será? Hasta ahora las manchas venían reproduciendo las caras de algunas personas que conocí en mi cautiverio. Por ejemplo, uno de los policías que entraron con el juez. ¿Por qué uno solo? El doctor Breganti varió: ahora lo veo agachado, mirando al frente. Detrás de él, el juez. La cara del doctor Breganti trasluce terror. La del juez, búsqueda. ¿Qué significará todo esto? ¿Significará algo?

Tengo sed, hambre no. Me levanto y golpeo a la puerta. La mirilla se descorre.

—¿Qué quiere?

—Tengo sed.

—Espere.

La mirilla se cierra, y enseguida vuelve a abrirse.

—Échese atrás.

Así lo hago.

La puerta se abre de una patada. Entra uno de los policías, el otro permanece atento a mis movimientos, garrote en mano. El agente deposita una bandeja de madera con un vaso enlozado y una jarra metálica llena de agua. Se retira sin hablarme.

Bebo un largo trago. No pensé que tuviera tanta sed.

—Señor Yahuati —sin mirar ya sé quién me habla—, vine para ayudarlo.

—Antes de seguir —digo desde mi angustiada curiosidad—, debo saber su nombre.

—¿Para qué desea saberlo, señor mío? No veo la necesidad.

—Mire: usted me esconde muchas cosas, y yo a mi vez deseo esconderle otras. Qué sé yo, dígame su nombre… y seguimos con lo nuestro.

—Como quiera: mi nombre es Marciano.

Y siento un golpe en el pecho: ¡No puede ser!

—¿Qué? —le digo—. No puede ser. Se burla de mí.

—Yo jamás bromeo, señor Yahuati —su voz suena sincera y convincente—. Ya lo averiguará con el tiempo. Las bromas no entran en mi naturaleza.

—Bromas aparte, entonces, ¿cómo piensa ayudarme? Dicen que yo asesiné a mi esposa, y tienen todas las pruebas.

—Lo primero que haré será sacarlo de aquí —lo dice con naturalidad, casi sin mover los labios.

—¿Usted es abogado? ¿Interpondrá un hábeas corpus? ¿Observó alguna falla en la causa? ¿Desea que se me fije una fianza razonable?

Y me doy cuenta de que mis preguntas suenas huecas, estúpidas. Como si buscara aferrarme a un imposible mundo de leyes, regulaciones, seguridades. Y le veo la cara a Marciano. Una cara que se va ensombreciendo, mientras los ojos traslucen incomprensión. Una inocente incomprensión. Como si Marciano fuese un niño.

—Nada de eso, señor Yahuati —me contesta, seco—, sólo lo voy a sacar de aquí. Si usted promete seguirme, claro.

—Lo prometo.

Sí: iré hasta las últimas consecuencias, lo tengo decidido.

Marciano gira y se dirige hacia uno de los ángulos de la habitación. Se agacha. Retira la mano derecha del bolsillo de la chaqueta. Le descubro una mano pequeña de tres dedos largos y nudosos. Solo tres dedos. ¿Qué tipo de marciano es Marciano? Es que salta a la vista que no se cortó dos dedos: la mano de Marciano simplemente es una mano de tres dedos. Congénita.

Y ahora introduce dos en el bolsillo superior del saco, donde suele llevarse el pañuelo, y saca una llave con un ojal en la punta. Aplica el ojal justo en una esquina de la celda, abajo, en la confluencia de paredes y piso. Gira la llave, y el piso se engancha tal cual lo haría el borde saliente de una lata de sardinas. A medida que la llave sigue girando, el piso se enrolla. Y puedo ver un espacio vacío y una escalera de piedra que desciende hacia la oscuridad. Queda suficiente espacio para los dos.

Marciano se levanta y vuelve a meterse la mano en la chaqueta.

—Puede usted pasar —me dice.

El asombro, la maravilla, la sorpresa no me permiten razonar con claridad.

—¿Adónde conduce esta escalera?

—Fuera de aquí, señor Yahuati —me dice, y me hace sentir flor de estúpido.

Y claro, ¿dónde va a conducir? ¿Al mismísimo despacho del juez?

No me conviene pensar. Debo moverme por instinto, alejarme de esta locura.

Marciano me sigue escaleras abajo. Antes de bajar más escalones, retira la llave, y el piso vuelve a desenrollarse y nos deja a oscuras.

—No tenga miedo, señor Yahuati, la luz viene en camino.

A lo lejos y desde abajo, lo prometido se acerca: una luz azul, que realza de irrealidad los contornos de Marciano. Un gran insecto volador generando su propia luminosidad desde el centro del vientre.

¿Qué no tenga miedo? Más que aterrado estoy. Pero debo seguir. No pensar me ayuda.

La monotonía de una escalera recta de pequeños escalones idénticos no me permite controlar el tiempo del descenso, pero resulta largo.

Y llegamos al final de la escalera. Como fondo de un pequeño descanso nos topamos con un muro.

Marciano saca la mano de la chaqueta: empuña un cortante con hoja retráctil, igualito a los que se venden en cualquier librería.

Despliega la cuchilla y me observa —¿me mide?— de arriba abajo.

Camina hasta la pared. Con el cortante practica en el muro una incisión rectangular. Un chasquido, y la zona cortada se desvanece. Es como en las películas de animación. Del otro lado veo un hermoso, ondulado prado rodeado de árboles inmensos. Zumbando, el insecto volador se va por donde vinimos.

—Voy a pasar primero, señor Yahuati —dice Marciano señalando la abertura que acaba de crear—. Cuando sea su turno, por ninguna razón debe ni siquiera rozar el muro. ¿Me comprende?

Asiento.

Pasa primero y se da vuelta para esperarme.

El muro flamea. Y sisea, además, como agua que se pierde por la rejilla.

—Debe apurarse, señor Yahuati. No deseará estar de ese lado por lo que le resta de vida.

No aguardo más. Tomando precauciones, paso a través del corte. Justo a tiempo: a mis espaldas oigo como si alguien se zambullera.

Giro y giro, y ni señales del muro. Ahora estoy parado en medio del claro de un bosque. Sonrío de alivio y satisfacción.

—Gracias —digo, y es todo lo que se me ocurre decir.

—Debemos caminar un largo trecho, señor Yahuati —sigue hablando sin mover los labios—. La noche no debe alcanzarnos en el bosque.

Nos ponemos a caminar. Rápido caminamos.

Y reflexiono sobre tres importantes fenómenos:

1. Ya no ando esposado.

2. No me di cuenta de cuándo me quitaron, o se me cayeron, las esposas.

3. No reconozco ninguna de las especies de árboles que me rodean.

 

 

A pesar de su escasa estatura, Marciano camina rápido. El trayecto es difícil. El bosque se extiende entre pliegues de terreno que cuesta subir y bajar. Aún así, mi compañero no saca las manos de los bolsillos.

Hace calor. Tengo sed y un poco de hambre. Seguimos la marcha sin hablar. Me viene bien viajar en silencio. Debo reconstruir mi vida. Aunque una cosa es el deber, y otra muy diferente el poder. Una pregunta me atormenta: ¿quién soy? Sé muy bien que yo soy yo, pero no puedo descifrar mi identidad. Soy un misterio para mí mismo.

—Nos estamos retrasando —dice Marciano, que me apura sin dejar de caminar—. La noche no debe alcanzarnos en el bosque, ya se lo dije.

—Por supuesto —le respondo, amoscado porque me trata de estúpido—. Esto de noche debe ser un lugar frío y húmedo. Y aparte usted no trajo víveres, que yo sepa. ¿Qué clase de huida planeó?

—No me preocupan las nimiedades, señor Yahuati. —Me resulta hipnótico verlo caminar con las manos en los bolsillos y hablando sin mover los labios—. El día esconde rostros que se sueltan de noche: no le gustará descubrirlos.

—¿Qué me quiere decir, Marciano?

—Tiempo al tiempo, señor Yahuati. Todas sus preguntas le serán respondidas cuando lleguemos al Fuerte Capitales.

—¿Capitales? ¿Cómo las capitales del mundo? ¿Cómo… como los Pecados Capitales? Extraño nombre para un fuerte, ¿no?

—No sé distinguir lo extraño de lo normal, señor Yahuati.

—En fin… —digo, cada vez más intrigado—, vamos hacia una fortaleza. ¿Por qué es necesaria una fortaleza?

—A su tiempo, señor Yahuati —Marciano acelera el paso.

La sed me molesta, el hambre todavía lo controlo.

—Marciano, tengo mucha sed.

—¿Hambre también, señor Yahuati?

Y a pesar del apuro con que caminamos, se frena.

—Un poco —digo.

Saca la mano izquierda del bolsillo de la chaqueta y me muestra una caja de madera. La abre usando en pinza esos largos dedos. Píldoras rosas, celestes, rojas y azules, separadas en cuatro divisiones interiores. Me extiende una píldora azul y una rosa. Por poco se me caen: pesan más que si fuesen de plomo. Me quedo con ellas en la mano. No sé qué hacer.

—¿Usted primero come y luego bebe, o viceversa?

—Por lo general, Marciano —y me siento un ganso al responderle—, primero como… y luego bebo.

—Trague la píldora rosa, cuente hasta treinta, y después trague la azul —sin darme tiempo a contestar, avanza hacia adelante entre la espesura—. No debemos retrasarnos, señor Yahuati.

Mientras lo sigo, obedezco. A los pocos minutos, la sed desaparece. Voy comprendiendo que me enredo en algo incomprensible para mí. Algo que va más allá de lo vivido. ¿Vivido, dije? Si no recuerdo mi vida.

El terreno se vuelve llano, hay menos árboles. Oigo un murmullo apagado, viene de lejos: voces humanas.

—Ahora veremos fenómenos que pueden perturbarlo, señor Yahuati. Pero no tenemos más remedio que cruzar por acá. Vamos con retraso, ya se lo vengo advirtiendo: si nos alcanza la noche, estaremos perdidos.

—¿Y qué vamos a ver?

—A su…

—…sí ya sé, no me diga nada: a su debido tiempo.

Salimos a un claro. Un diámetro de veinte metros, no más. En medio del claro, un arbusto con algún tipo de frutos colgando del ramaje. Tres hombres desnudos, de piel colorida, a los pies de la planta. Los reconocí: ¡personificaciones del doctor Breganti! Al menos, sus facciones resultan un calco.

¿Qué magia es esta?

El más voluminoso, que tiene la piel azul —y, como también lo creo en los demás, no parece que se haya pintado o tatuado—, se entretiene devorando los frutos. Otro, con piel amarilla, en lánguida postura se recuesta boca abajo sobre la hierba. Encima de él, ahora sodomizándolo, un tercer individuo, de piel rojiza. No nos han visto. Los dos del suelo discuten:

—Basta, Breganti —dice el amarillo, bostezando—. Ve a hacer tu trabajo con Breganti. Yo estoy harto, sabes que todo me cansa.

—Ya lo he intentado varias veces, Breganti —responde entre jadeos el rojizo—, pero él siempre está comiendo. No deja nunca de comer. Y yo no puedo… —ríe—, no puedo comérmelo.

—Es su condena, Breganti —de nuevo el amarillo—. Cada uno de nosotros tiene una.

Tratamos de pasar lo más lejos posible de esas aberraciones, pero nos descubren. El fauno rojo se levanta. Camina hacia nosotros dando pequeños saltos. Tiene una potente erección.

—¡Qué joven tan agraciado! —dice señalándome, y me doy cuenta de que su voz femenil trata de ser cautivadora, aunque a mí me resulta repulsiva—. Pasa la tarde con nosotros, por favor.

—Siga caminando, señor Yahuati. No se me detenga, no debemos retrasarnos.

¿Y qué se cree? ¿Que me voy a quedar? Habré perdido la memoria, pero algo me dice que estúpido nunca fui. Por primera vez desde que salí de la celda, acelero y lo paso.

—Oye, Marciano —ahora la voz del Breganti rojo suena desilusionada—: ¿siempre debes jugar de aguafiestas?

—Nunca juego, Breganti, no está en mi naturaleza jugar.

El fauno nos sigue durante un trecho, pero cuando llegamos al límite del claro se vuelve con sus compañeros de orgía.

¿Qué papel juega el doctor Breganti? Ahora pongo en duda mi detención. ¿No me habrán montado una comedia? Pero solo tengo a Marciano para preguntar, y entonces me arriesgo a recibir un nuevo y odioso «A su tiempo»:

—Quiero saber lo que está pasando, Marciano. ¡Y ya!

—Calma —me contesta sin aminorar la marcha—. En el Fuerte Capitales le responderán a todas sus preguntas.

—¡Pero exijo…!

—Señor Yahuati, lo que acaba de ver es lo más suave que este bosque puede ofrecerle. Y le recuerdo que usted no está en posición de exigir nada.

De nuevo nos internamos en la floresta, y el bosque vuelve a plagarse de ondulaciones, de rocas y raíces a flor de tierra. A los tropezones, sigo pensando que estoy fuera de mi dimensión conocida. Y ya no por mí y mi pérdida de memoria, sino por el mundo que he dejado atrás, quizá para siempre.

 

 

Otra vez el terreno se aplana, la vegetación deja de ser tupida. Pisamos… ¿arena? ¡Sí, arena de una playa!

A unas decenas de metros espera el mar, y más allá de la orilla veo que en medio del mar se levanta un muro almenado. Cada tanto sobresale una torreta, picada de orificios. ¿Desde ahí lanzarán flechas? ¿Los usarán como guías para apuntar con armas de fuego? ¿Tendrán enemigos? Demasiadas preguntas que Marciano no me contestará.

Intento contar las torretas, pero pierdo la cuenta. Y, respecto a las dimensiones del muro, no puedo calcularlas.

—¿Fuerte Capitales? —pregunto señalando semejante monstruosidad.

—Sí, señor Yahuati. Y no le tema a la distancia que debemos atravesar por mar, pues disponemos de un bote.

La arena es cada vez más suave, húmeda. Queda adherida al calzado, pero no me hundo mucho en ella.

Anochece. Recién ahora percibo el silencio del bosque. ¿En esta dimensión —si es que estamos en una dimensión diferente— no habrá animales, acaso insectos?

Con Marciano caminamos paralelo a la orilla, me conduce directo a una escollera. En el extremo veo una escalinata de piedra cuyos últimos peldaños son ocultados por las olas que baten la muralla. Amarrado a una argolla del muro, se sacude un bote de remos. Lo ocupa un pasajero a quien no le distingo la cara, pues se mantiene de espaldas a nosotros. Se lo ve incómodo, como el que no encuentra su posición. El rumor de los topetazos de la quilla contra los escalones de piedra me traslada a unas vacaciones de verano junto a mi esposa. Y todo sigue siendo extraño: sé que fui de vacaciones, pero nada recuerdo de ellas.

Oigo gritos, alaridos y gruñidos. En un primer momento, pienso que por fin los animales salvajes se revelan de una vez. Prestando más atención, descubro que esos primitivos aullidos provienen de gargantas humanas. De espaldas al mar y a la muralla que lo divide, mi terror me lleva a atisbar en la espesura de la costa.

—Se nos ha hecho muy tarde, señor Yahuati —Marciano me apura—. Debemos ir a la punta del muelle.

—¿Usted ha oído lo mismo que yo?

—Sí, señor Yahuati. Yo puedo oír tal cual oye usted.

—Quise decir que…

—Sé lo que quiso decir, señor Yahuati. El bote nos espera.

Ya el pasajero se ha acomodado del todo, sentado en uno de los tablones transversales. Debía haberlo imaginado: el mismísimo Breganti en carne y hueso, y vestido de lo más elegante, aunque su compostura dista mucho del doctor Breganti que conocí en la sede judicial. Y me resulta evidente que no ignora nuestro inminente abordaje.

—Gusto en volverlo a ver, señor Yahuati —dice, sin levantar la vista del fondo del bote. Me saluda con amistosa displicencia, como si fuera de lo más natural que yo esté en semejante sitio.

—Hola —le contesto seco, aunque en realidad no sé qué decir. ¿Cómo reclamarle sobre ese juego siniestro de «abogado defensor» que protagonizó delante del juez?

Marciano aborda primero, se sienta en el tablón central. Me deja espacio para que yo ocupe el de proa. El doctor Breganti agarra los remos de popa, y yo hago lo mismo con los míos. Mientras, Marciano se limita a meterse las manos en los bolsillos.

Enfilamos hacia Fuerte Capitales. El destino de nuestro viaje permanece a mi espalda, y el bosque de la orilla a mi frente.

Gritando, desfigurado por la más intensa ira, un individuo de piel verde corre por la escollera tanto como se lo permiten las piernas. Y se zambulle en el mar y nada hacia nosotros. Aunque el bote es más rápido, él no desiste.

—¡Terminará ahogándose!

—Siempre termina ahogándose, señor Yahuati — responde Marciano, inmutable.

—¿Usted ya lo conoce, no va a hacer nada?

—Por aquí nos conocemos todos, señor Yahuati.

Aunque el bote se bambolee hendiendo las olas, él sigue hablando sin mover los labios, las manos en los bolsillos.

—Podría haberme dicho qué cosa es este lugar, señor Marciano.

—En Fuerte Capitales le explicarán todo lo que usted desee saber, señor Yahuati.

—Yo quiero respuestas ahora, señor Marciano.

—Espere a llegar a Fuerte Capitales, señor Yahuati.

—¡Claro que sí, ya verá! —estalla el doctor Breganti—. Le responderán a todas sus putas preguntas, ya lo creo que lo harán. Pero jamás le dirán nada de nada de lo que usted ignora y que no puede preguntarle a nadie en aquella mierda de Fuerte.

—Doctor Breganti —interviene Marciano, más solemne si cabe—: usted sabe muy bien que…

—Sí, sí, ya lo sé —Breganti, rojo como un camarón, dobla la cerviz y sigue remando—. Le ruego, señor mío, que acepte las disculpas de este humilde postulante.

 

 

 

IV

 

 

La habitación es confortable. Acabo de tomar una extensa y cálida ducha. Cansado después de la caminata y de remar, los párpados me pesan. La cama me llama presentándose como una esperada ofrenda. En medio del cuarto hay una mesa y sobre ella, alimentos y bebidas exóticas.

No tengo hambre, quizás un poco de sed. Destapo una botella con un líquido cristalino que sisea como si fuese una gaseosa común. Pruebo un poco. Me resulta exquisito. Como si ese sorbo hubiese roto algún dique, el hambre y la sed me atacan. Devoro lo que han puesto frente a mí.

Al rato, me siento repleto como nunca. Pero… ¿cómo sé que nunca estuve así de repleto? No puedo aseverarlo.

Me recuesto. Ah, qué cama confortable.

No sé cuánto tiempo he dormido, pero me despierto de noche. Hambre y sed. Claro: como me han tenido mucho tiempo sin comida, lo de anoche no ha sido suficiente.

Me levanto de la cama para beber algo de lo que haya sobrado. Me encuentro con la mesa puesta: manjares y bebidas. ¿Los mismos que los de horas atrás? Es como si no los hubiese tocado.

Qué buen servicio de habitación, pienso, y me sirvo un vaso de aquella efervescencia. Otra vez el hambre y la sed. Y entonces, igual que la primera vez, lo devoro todo.

Satisfecho, vuelvo a la cama. Y de inmediato me duermo.

No sé cuánto tiempo he dormido, pero me despierto de noche. Hambre y sed. Me doy cuenta de que algo anda mal. Trato de permanecer en la cama. Pero, al cabo de un rato, las desarmadas cobijas me molestan.

Me levanto y, tal como lo había supuesto, la mesa me espera con sus manjares y sus exóticas bebidas. Pero esta vez voy hasta el baño y bebo agua directo del grifo… y el estómago se transforma en un grito desesperado.

Salgo de la habitación. Avanzo como puedo en el silencio y las penumbras de Fuerte Capitales. Avanzo doblado, las manos en el vientre, que tira de mí como si en él llevara un yunque. Ahora un vacío me succiona desde adentro… y de la sensación de vacío paso al dolor. Un dolor supremo que me hace tambalear, que me obliga a caminar sin ver por dónde camino.

Desesperado, entro en una habitación vacía. Ya en el baño, me tomo una ducha helada.

Ocupo una silla.

La silla pertenece a una mesa.

La mesa está servida.

Manjares sin nombre y bebidas fulgurantes.

Pienso en mandar todo al mismísimo demonio, dejarme vencer por la desaforada gula. Es que el dolor no cede, al contrario.

Pero barro con los brazos lo de la mesa. Me levanto y destrozo la silla sobre ella. Elevo la mesa y la arrojo contra la ventana, que estalla en esquirlas.

La furia es tan grande que me hace sollozar. El vacío doloroso del estómago no se rinde. ¡Qué hacer, Dios mío, qué hacer!

—Señor Yahuati —la conocida voz actúa de bálsamo—, vine para ayudarlo.

—¿Puede usted salvarme de mí mismo, amigo Marciano?

—Eso ya lo ha hecho usted mismo, señor Yahuati. Yo sólo puedo ayudarlo con lo otro.

—¿Con qué puede ayudarme, entonces?

—Con el dolor.

Y cuando nombra al dolor, el dolor me vuelve en espantosas oleadas.

—Por favor, sí. ¡Por favor se lo pido!

Y ahí me doy cuenta: Marciano está sosteniendo una caja metálica, acaso de peltre. Cuando la abre, descubro que contiene pequeñas píldoras. Blancas píldoras. Me extiende una. Con la experiencia de las anteriores, me preparo para su descomunal peso. La mano tensa se lanza súbita hacia arriba: el peso es el de cualquier píldora normal.

—Tómela con agua del grifo, señor Yahuati.

Voy presuroso al baño.

El dolor corroe, lacera, y la desesperación me lleva a frotarme el estómago.

—Debe darle tiempo a que haga efecto, señor Yahuati.

—¿Qué me está pasando?

—Eso se lo puedo contestar en la sala de las imágenes.

Lo ha pronunciado como si de una institución se tratase: La Sala de las Imágenes.

—¿La Sala de las Imágenes? ¿De qué imágenes me habla?

No me contesta. Se queda mirándome, como si esperara a que me decida a seguirlo.

Poco a poco, el dolor amengua. Sólo un soportable vacío en mi estómago me recuerda el horror.

—Bueno, Marciano… —digo, y hasta la voz suena más saludable—. Permítame acompañarlo entonces: quiero saber de qué se trata todo este misterio.

El hombrecito entra a una habitación. Vuelve con dos antorchas y me entrega una. ¿No conocen las baterías en este universo? Nos ponemos en marcha.

A través de múltiples habitaciones llegamos a una arcada. ¿Qué hay más allá? La temblorosa luz de las antorchas me descubren… me revelan… ¿criptas? ¿En las honduras de Fuerte Capitales hay criptas? Pero esa no es nuestra meta.

Descendemos una larga escalera de caracol, mientras yo le ruego a Dios que me procure la precaución necesaria para no resbalarme, para no dejar mis huesos ahí.

Llegamos por fin al fondo, pisamos el húmedo suelo de las catacumbas. Porque resulta innegable: esto que pisamos son catacumbas.

Una pequeña habitación con paredes de piedra y sin mobiliario. Marciano vuelve a sacar de su chaqueta el cortante de hoja retráctil y, sin siquiera medirme —ni aunque sea a ojo me mide—, practica una incisión rectangular en el muro. Vuelve mi sensación de estar adentro de un dibujo animado: es como si Marciano hubiese creado el vano de una puerta. La luz que viene del otro lado me enceguece. No distingo qué hay más allá del agujero, que ya empieza a flamear y a sisear.

Marciano deja en el piso la antorcha y pasa hacia la luminosidad y me espera. Así, a contraluz, evoca una extraña marioneta.

—Señor Yahuati, debe apresurarse.

Imitándolo, paso a mi vez. Oigo de nuevo el siseo acuoso.

Con los ojos ya acostumbrados a la luz del pleno día, me descubro cobijado por una enorme cúpula que, si mis cálculos no fallan ante la falta de puntos de referencia, se extiende a unos cincuenta metros por encima de mí. Acabo de entrar en la base de una torre colosal, de acaso treinta metros de diámetro. ¿A qué maravilla me ha traído Marciano? La cúpula que remata la torre, de cristal resplandeciente y bajo la cual me siento insignificante, me permite apreciar un cielo verde de nubes rosadas. A mi alrededor circundan el perímetro interno de la torre ventanas que cuatro elefantes podrían transponer al mismo tiempo. Voy a una de ellas, la más cercana a mí, y quedo impactado por el paisaje: un desierto rojo se extiende hasta perderse de vista. Rectos canales lo cruzan acá y allá.

Alternándose con las ventanas, flotan láminas de un finísimo material refulgente. Me acerco, pero no logro descubrir su asidero. ¿De qué se sostienen? ¿Cuál es el artilugio? Se mantienen a la altura de mis ojos, como flexibles espejos flotantes.

Marciano marcha decidido hacia una de aquellas láminas. ¿Por qué justo a esa? ¿Qué tiene de diferente? Saca del bolsillo un frasco con gotero. ¿Cuántas cosas guardará en los bolsillos, que extrañamente no lucen abultados? Desenrosca el gotero y deposita una gota sobre la lustrosa superficie. Cierra el frasco.

En lugar de resbalar, la gota se ensancha, se expande en todas direcciones. Y la superficie de la lámina titila. La luz queda fija, enceguece. Y, al amenguar su intensidad, en esa especie de pantalla se va delineando una habitación… ¿es la mía, mi pieza? —salvo por algunos detalles, podría aseverarlo—. Y en la cama descansa un cuerpo rechoncho, en apariencias dormido. Fijo mejor la vista: el doctor Breganti.

—¿Para ver a Breganti roncando a más no poder hicimos semejante camino?

—¿Desea ver los detalles, o sólo un muestreo general? —me dice ignorando el sarcasmo.

—Lo que usted quiera está bien.

—Entonces iremos a lo superficial. La pantalla nos mostrará al doctor Breganti desde un momento previo, cuando entra en la habitación. La faceta superficial, como ya he dicho. Y todo será a su propio riesgo, señor Yahuati.

Esas palabras logran evocar en mí otra reminiscencia: cierto prólogo, prefacio o primer capítulo de una gran novela de Oscar Wilde. Pero el título de la historia se me escapa, al igual que mi propia historia. Mi completa historia.

—No sé qué puedo obtener espiando a Breganti, Marciano. ¿Qué enseñanza pueden darme los momentos más íntimos de ese gordo con cara de estafador?

—Espere, déjeme en paz un instante, que no es fácil dominar las pantallas —y Marciano manipula en un ángulo como… como pellizcándolo—. ¡Listo!

La pantalla se vuelve blanca en un destello que precede a nuevas imágenes: Breganti ingresando en la habitación, Breganti yendo al baño, Breganti lavándose a conciencia las manos, Breganti sentándose a una mesa servida a lo monarca. Come muchísimo más que yo. Satisfecho, entra otra vez en el baño y se desnuda. Se da una ducha caliente.

El doctor Breganti alcanza una respetable erección, que el cerdo no deja pasar por alto: se soba el miembro mientras completa la ducha. Se envuelve en una bata de toalla, que deja «provocativamente» abierta: es evidente que le gusta mostrar, aunque lo haga para sí mismo. Enfrenta la silla a una de las paredes. Del cajón de la mesa de luz saca un frasco con gotero. Lo desenrosca y salpica un poco del contenido sobre una zona de la pared. Al instante esa zona parpadea como lo acaba de hacer nuestra pantalla. La pared, entonces, emite pornografía: sexo sucio y barato. El doctor Breganti vuelve a degradarse, y en esta parte evito mirar.

—No puedo creer que hayamos venido hasta aquí a ver cómo un grasoso de tres al cuarto desciende al nivel de un primate, Marciano. ¡Lo que acabamos de hacer no es digno!

—No deje de mirar —me responde lacónico.

No sé por qué observo la pantalla. Ahora Breganti duerme.

—Mírelo, qué prodigio —digo con sorna—: un cerdo durmiendo como un tronco aserrado.

—¿Le parece, señor Yahuati? ¿Por qué no mira mejor, usted que es tan suspicaz?

Displicente, presto mayor atención a la imagen. Al principio no distingo nada de interés. Pero llega un momento en que me doy cuenta: la silla se desplaza hacia su posición original en la mesa. Arriba de la mesa, los alimentos se regeneran por sí solos. Cuando todo está listo como al principio, el doctor Breganti se despierta. Da vueltas en la cama, remolonea hasta que se decide levantarse. Se viste con la bata, que vuelve a dejar abierta. Va a la mesa y devora a dentelladas engrasándose el mentón, la cara, las manos. Ni la panza se salva de la invasión de salsas y sustancias mantecosas. Se repite entonces el mismo ciclo masturbatorio-onírico-gastronómico: cuando Breganti se retira a dormir, la habitación cobra vida de nuevo. Una vez más.

Es un espectáculo, pienso, en continuado. Eterno. Satánico. Una trampa diabólica.

—No quiero seguir mirando.

Lo he dicho en voz alta, apesadumbrado, aunque lo he dicho más para mí mismo.

—Como usted diga, señor Yahuati. Ya mismo detengo las imágenes.

Cuando Marciano vuelve a manipular la pantalla, queda de espaldas a mí. Y un sentimiento homicida me acomete: ¡quiero golpearlo, me siento mal por haber presenciado ese triste espectáculo! ¡Golpearlo! ¡Morderlo y que sangre!

Ira. ¿Así era yo? ¿Un colérico? ¿Un violento?

—¿Por qué…? —digo, y respiro profundo—. ¿Por qué el doctor Breganti es castigado de esa manera?

—No es un castigo, señor Yahuati —corrige Marciano, y creo distinguir en su tono un matiz de sorpresa.

—Si no es un castigo… ¿qué es? Me recuerda a algo. ¿El suplicio de Sísifo? ¡No! ¡El suplicio de Tántalo!

Él menea la cabeza y frunce los labios.

—Es una prueba —me dice—. Una prueba que puede desembocar en una enseñanza —por primera vez vislumbro una pizca de emoción en su voz—. Una experiencia que puede hacer que el sujeto evolucione, que alcance una libertad total. —Y, después de una pausa, acaso espoleado por mi actitud escéptica, repite, reflexivo—: Total. ¿Me comprende?

—¿Una prueba, dice usted?

—Así es.

—¿Y él sabe que es una prueba?

—No creo.

Ya no puedo callarlo más, y lo confieso abiertamente:

—Me dan ganas de pegarte —digo, y la inesperada familiaridad me sorprende incluso a mí: ¡acabo de tutearlo!—. ¿Y por qué no se lo has dicho?

—Él no preguntó, señor Yahuati.

—Yo pasé por lo mismo, es horrible.

—Pero usted se dio cuenta de inmediato. Ya ha vencido a su primer enemigo, señor Yahuati.

—Te equivocas, Marciano: yo no tengo enemigos.

—Sí que los tiene. Venció a uno. Le queda otro.

—No recuerdo haber luchado contra ningún «enemigo». Y ese otro, ¿quién es?

Marciano sonríe. Apenas mueve los labios.

—Mañana lo deberá enfrentar, le recomiendo que esta noche descanse.

—»En Fuerte Capitales —remedo su voz— le contestarán todo lo que usted desee saber».

—Ya se lo he dicho, señor Yahuati —y se vuelve hacia el centro de la bóveda. Pero gira imprevistamente y me enfrenta—. ¿No era usted el perspicaz?

Pero yo no lo escucho. Se me presenta en mi imaginación la mesa de exóticos manjares. Y eso me atemoriza.

—Temo volver a mi habitación —le digo.

Y lo digo con recelo, sospechando que esta vez no podré vencer la tentación ante esas delicias.

Le cambia la mirada.

—La mesa ya no estará servida, señor Yahuati.

Se da vuelta de nuevo y camina. Lo sigo.

En el centro de la torre distingo por primera vez, desde esta nueva posición, algo dorado y refulgente, suspendido a metro y medio del piso. A medida que me aproximo, me doy cuenta: una argolla. Descubro que un finísimo hilo parduzco la sostiene desde las alturas. Marciano me indica que pase mi anular por ese aro y que jale con fuerza.

—¿Por qué debo hacerlo yo?

—Yo soy demasiado liviano, señor Yahuati.

Hago lo que me dice. Frente a mí, un sector del piso, de un metro cuadrado, se esfuma. Una escalera de mármol nos aguarda. Bajamos pocos escalones hasta un recodo que desemboca en una puerta vaivén. Al abrir, veo un pasillo del Fuerte Capitales. Y por ese corredor accedemos a mi habitación. Tirando de una simple argolla, así de fácil en comparación con la ida laberíntica. ¿Qué es esto, mi Dios? ¿En qué me he metido? ¿Quiénes son los que me trajeron aquí? Y por qué.

Ingreso con recelo en el cuarto, pero ni noticias de la mesa y la silla.

Bebo agua del grifo. Me tiro en la cama. Tardo un poco, pero al fin me duermo pensando en quién será ese enemigo que mañana deberé enfrentar.

 

 

V

 

 

—Señor Yahuati —no he oído entrar a Marciano—, es hora.

Dormí muy bien. Sin desperezarme, salto de la cama. No recuerdo una mañana en que me haya levantado con tanta energía.

Tomo una ducha caliente. La barba me raspa. Debería afeitarme, pero en el baño no hay espejo. En realidad, ahora que lo pienso, en ningún lugar de Fuerte Capitales he visto un espejo.

—¿Marciano, por qué no hay esp…? —digo al salir del baño, pero no puedo terminar la pregunta.

Porque Marciano ha desaparecido.

Me visto con la ropa limpia que veo colgada del picaporte. ¿Dónde habrá ido a parar mi ropa anterior? Bah, para qué investigar esa tontería.

Pasan los minutos y las horas, y la espera me resulta insufrible. No hay señales de Marciano ni de nadie.

Salgo al pasillo, y tampoco veo movimiento. Voy abriendo la puerta de cada cuarto, sin encontrar ni una mísera laucha. Llego así al final del pasillo, que se abre en un extenso hall. Frente a mí, veo el tramo de la escalera descendente. A mi derecha, perpendicular al pasillo, el tramo ascendente. Me detiene la duda, la falta total de certezas. Siento temor a perderme si me interno en cualquiera de las dos direcciones. Pero no me queda opción si quiero salir de aquí, o al menos encontrar a alguien. La pregunta es: ¿para arriba o para abajo? Fácil sería decidirlo si tuviese una moneda conmigo. No sé por qué, pero hacia arriba me tienta más.

Subo, y se van sucediendo los extenuados pisos. Al principio los he contado, pero ya no me molesto. Cada tanto dejo las escaleras y me arriesgo a revisar las habitaciones. En algunas me encuentro con la nefasta comida: aguarda, seguro, a algún incauto. En ningún momento me he topado con un ser vivo.

Mis piernas flaquean, la respiración se me vuelve más entrecortada.

Al fin, la escalera me deposita en una habitación redonda, de techo plano. En el centro, una escalera tipo caracol se pierde en el techo. ¡Cuántas escaleras en esta aventura!

¿Y ahora qué?

Me viene una idea, una imagen: la cinta de Moebius.

Un escalofrío me recorre la columna hasta la base del cráneo. Un espasmo que me doblega y muta en certeza: Fuerte Capitales —sus escaleras, sus habitaciones y dédalos, su laberíntico entramado surreal— es en sí mismo un universo que se tuerce y se retuerce sobre su ajustada singularidad. Orbe con leyes diferentes a las leyes que rigen la Tierra, Fuerte Capitales cuenta con sus propias y exclusivas leyes. Una dimensión desconocida que me atrae y me repele… Atraer y repeler y sus infinitos estadios intermedios: la idea de Moebius otra vez. O la del Yin y el Yan. O… no sé, sólo estoy seguro de que si yo hubiese elegido ir escaleras abajo, ahora me encontraría en la misma habitación. No una habitación similar o igual: la misma, esta en la que estoy parado, la que ocupa un solo espacio en el universo Fuerte Capitales.

Aparte de no saber quién soy, ¿me volveré loco? ¿Me someterá el Fuerte Capitales? No, de ninguna manera: ¡lucharé! Sí, lo tengo decidido. Ahora lo he decidido: lucharé por reconquistar lo que me pertenece. No sé si es mucho o poco, pero es mío.

A medida que me acerco a la escalera caracol, el ambiente se vuelve glacial. Al subir por los peldaños, me duelen las articulaciones, me crujen las piernas, se me endurecen los dedos. Y no toco el pasamanos metálico por temor a que mi mano quede adherida.

En el final me encuentro con un angosto descanso. En mi torpeza, me golpeo la cabeza contra el techo, que está demasiado bajo. Debo agacharme. Sobre una mesa ratona descansa una cuchilla de hoja retráctil semejante a la que usa Marciano. ¿Qué tengo qué hacer ahora?

Tomo la cuchilla. El frío me vuelve torpe, me doy cuenta. Miro el techo una vez más, tan cercano. ¿Qué objeto tiene esta escalera hacia ninguna parte? Me decido: la cuchilla penetra con facilidad la argamasa. Practico un gran corte circular. Al momento, y con un siseo, esa porción del techo desaparece. Del otro lado veo oscuridad. De este lado, el frío me está congelando. Sin pensarlo pego un salto ascendente a través del techo. Me zambullo en la oscuridad, y la ley de la gravedad no ejerce su poder en mí: sigo y sigo, como cuando me sumerjo, pero ahora lo hago hacia arriba… y me recibe el agua. Agua caliente. ¡Muy caliente! ¡Morir hervido, qué horrible! El terror me gana, y grito con la fuerza del espanto.

—Tranquilo, señor Yahuati —en medio del terror, oigo la voz de Marciano, siempre en el mismo tono, que flota cerca de mí. Al igual que yo, conserva su ropa—. Es sólo la reacción de pasar de una temperatura tan fría a algo cálido: el agua tiene alrededor de treinta y dos grados centígrados.

Poco a poco, mi cuerpo se va normalizando. Me gana una agradable sensación de bienestar. Hay oscuridad, pero no es total. Me dejo flotar suavemente.

—¿Adónde me has traído, Marciano?

—Le recuerdo que ha sido usted el que ha venido, señor Yahuati.

Lo miro con ansias asesinas.

—Bueno, está bien: ¿adónde he caído?

—Estamos en medio de un enorme lago de aguas termales —me dice, tan humilde y sincero que me arrepiento de haber querido liquidarlo.

—¿Por qué haces todo esto, Marciano?

—¿Disculpe?

—Desde que te conocí, has sido poco menos que mi niñera.

La cara se le transforma, como a quien está a punto de llorar. Se da vuelta, seguro para que yo no lo vea.

—Es mi tarea, señor Yahuati.

—Vamos, Marciano. Alguna ventaja debes sacar.

Ahora me enfrenta, y en sus ojos leo dolor.

—La vida es una cadena, señor Yahuati. Si pasa esta prueba, quizá yo pueda necesitar de usted en el futuro.

—Si salgo de esto (y no sé qué es esto), puedes contar conmigo.

Marciano niega con la cabeza.

—Usted nada recordará. Para usted, yo seré un extraño.

No puedo soportar esos ojos. Así que soy yo el que se da vuelta. Y cambio a propósito de conversación.

—¿Hacia dónde nadamos, entonces?

—Debemos quedarnos a esperar a que nos rescaten.

Por suerte las aguas son salinas, y se puede flotar sin esfuerzo. Como contrapartida me da sed, siento que me estoy llenando de sal.

 

 

He perdido la noción del tiempo, pero supongo que llevamos bastante esperando. A lo lejos veo varias luces azules que se acercan en una danza. Las luces iluminan un tronco que se dirige hacia nosotros.

—Por fin llega la ayuda —digo—, ha tardado mucho.

—Es que usted trazó un agujero muy grande, señor Yahuati, debieron buscar por todo el lago.

—Pero caí justo donde estabas tú.

—Porque el agujero lo hizo con mi cuchilla. A propósito, ya puede devolvérmela.

—Lo siento mucho, Marciano. La debo haber dejado caer cuando creí que moría hervido.

Su gesto de decepción me hace sentir como un niño torpe al que no se lo puede dejar solo.

—Bueno, no se preocupe —dice finalmente—. Siempre puedo conseguir una nueva.

El tronco avanza, gira un poco y frena lento: justo delante de nosotros.

Las luces vuelven a ser insectos voladores. Siete, para ser precisos. Del medio del tronco una abertura desciende, como puente levadizo, hasta introducirse en el agua. Una rampa ascendente.

—Suba usted, señor Yahuati —me invita Marciano.

—Mira, Marciano, disculpa, pero… ¿por qué tanta rusticidad? ¿Un tronco con una puerta? Parece cosa de gnomos.

—Es que debemos guardar las apariencias: hay ojos que no deben ver nuestras tecnologías.

—¿Dónde estamos, Marciano?

—Señor Yahuati (y conste que voy a romper una regla por usted), la pregunta tendría que ser: «¿Para qué estamos?».

—Eso —digo, esperanzado—: ¿para qué hemos venido aquí?

—Pronto lo sabrá, señor Yahuati.

Como si la rampa fuese el borde de una pileta, mis manos se aseguran a ella y me impulso hacia arriba y hacia delante. Una vez con medio cuerpo sobre la rampa, me ayudo cruzando una pierna por sobre el filo. Por fin quedo tendido, boca arriba. Ahora es sencillo: la rampa tiene peldaños. Sólo resta levantarme y caminar.

Ya adentro de la nave-tronco, me doy vuelta al oír que Marciano está por entrar él también. Con las manos en los bolsillos y el traje empapado —una baba cubriendo su cuerpo esquelético—, me impresiona. La rampa se eleva hasta cerrarse. El tronco toma velocidad.

La oquedad del tronco semeja una habitación como las del Fuerte Capitales. Marciano me pide que espere aquí. Empapado, el salitre hormiguea en mi piel como urticaria. Necesito una ducha. Entro decidido a lo que parece un toilette. Nada de eso. Alguien conocido, sentado en un sofá, le hace dar un vuelco a mi corazón. Me siento burlado, y un escalofrío de indignación me atenaza. El Juez parece advertirlo.

—Hola, muchacho —me saluda, jovial, y se arrellana aún más en el sofá—. Gusto de conocerte en persona.

No atino siquiera a moverme. Si no fuese dramática, la situación me parecería un chiste de mal gusto: aunque le ha variado algo el corte de pelo, sin lugar a dudas se trata del Juez.

—Hola, Su Señoría —lo saludo, entre irónico y resignado, con una reverencia burlona.

—No se confunda, joven —dice, y lo noto jocoso—. No soy Juez.

—Pero si yo mismo estuve hablando con usted cuando me detuvieron.

Marciano aparece ya seco y con las manos en los bolsillos. El Juez no le presta atención, y sigue diciendo:

—Usted estuvo hablando con mi reflejo, muchacho.

—¿Con quién?

—¿Es sordo? No me gusta repetir las cosas —y, girando la cabeza hacia Marciano, le ordena, juguetón—: Trae el espejo, pequeño.

Con actitud servil, Marciano se retira. Al minuto, vuelve empujando un gran espejo de pie montado sobre ruedas. Noto —y me sonrío por lo insólito— que por primera vez le veo las dos manos fuera de los bolsillos.

—Venga, joven —me dice el Juez en un divertido tono—. Acerquémonos los tres a ver nuestro reflejo.

Me quedo alelado mirando las imágenes que el espejo devuelve: de este lado somos un trío, pero en el espejo veo solamente dos figuras. ¡Como si fuese un vampiro, el Juez no se refleja! Sí aparece Marciano, y aparece tal cual es de este lado. ¿Y yo, que ni recuerdo mi cara? Una persona que desconozco se mueve cuando me muevo, así que ese debo ser yo mismo. ¡Por primera vez contemplo mis rasgos, mis facciones, mi tez! Me acerco para mirarme mejor, para estudiarme: soy flaco, fibroso, de cara filosa, y abundante y rebelde pelo negro.

¿Qué es más importante? ¿Seguir reconociéndome… o averiguar por qué el Juez no se refleja? Y, lo primero es más importante: tiene que ver con recuperar mi memoria. Pero lo segundo me intriga. Me intriga mucho.

Entonces miro de nuevo al Juez, parado a mi lado, y constato que en el espejo no aparece su imagen.

¿Será, efectivamente, un vampiro? ¿Algún ser sobrenatural? No lo parece. Bueno, en el universo de Fuerte Capitales, nada aparenta lo que termina siendo al final.

Me viene el recuerdo de cuando me arrestaron. Las veces que Marciano entró y salió de la celda. Las conversaciones con el cerdo de Breganti. El interrogatorio del Juez, y mi consecuente temor ante su presencia.

Cierro los ojos. Pienso. Revivo esos momentos que me marcaron a fuego. Aquel continuo examen en la mirada del Juez, sus gestos, su cara… y entonces, mi primer pensamiento cuando entré a este cuarto me golpea: el peinado del Juez. Lo vi distinto… como con un corte diferente… No, no: más bien como… ¡Claro! Tiene la raya del otro costado. Tal como nuestras caras reflejadas en los espejos nos muestran los propios peinados al revés de como nos ven los demás. ¿Será cierto lo que me dijo? ¿Es posible semejante portento? ¿Estaremos del otro lado, en lugar de este lado? ¿Estaremos dentro de la dimensión del espejo?

No puedo resistirme a la tentación de acercarme, de palpar el resplandeciente azogue. Estoy por alzar la mano, cuando Marciano me advierte:

—¡Cuidado! No debe tocar el espejo, señor Yahuati.

—¿Por?

—Es peligroso…

—¿Porqué es peligroso? Además, ¿cómo es que no se refleja el señor Juez, a quién veo aquí, entre nosotros?

—Usted… —refunfuña el Juez, dando un puñetazo al brazo del sillón—, ¿usted tiene algún problema mental o auditivo, joven?

—No, creo que no. ¿Por qué lo pregunta?

—Ya le dije que no soy Juez.

—Ya sé que usted me dijo que no es Juez. Lo que no me dijo es por qué no se refleja como cualquier hijo de vecino.

—He perdido a mi reflejo.

—¿Cómo?

—Así es. Ya no tengo reflejo. Se fue. El que usted conoció en la Sede Judicial, ese que es igualito a mí, y se hace llamar Juez, es en realidad (o era) mi reflejo. Mi taimado reflejo. Escapó aprovechando mi fase menguante.

Me cuesta entenderlo.

Marciano se lleva el espejo por donde lo ha traído.

—Un reflejo… —digo—. ¿Un reflejo corpóreo?

—¿Y qué? No me diga que por acá no vio trucos más espectaculares que un simple reflejo corporizándose y escapando de su dueño.

—Si usted no es el Juez, ¿qué es?

—Soy… —dice, y salta del sillón y se planta ante mí en una pose solemne—. Soy El Hacedor.

¡Ah, bueno!, pienso.

La nave frena despacio.

Saber que hay reflejos que pueden corporizarse —o cuerpos que no pueden reflejarse— no va a devolverme la memoria. Acabo de verme en el espejo. ¿Cómo es que no puedo recordar mi propia cara, que es lo que verdaderamente importa?

La nave-tronco frena.

—Muchacho —El tal Hacedor me sonríe con ganas—: es hora de despedirnos. A ti te resta el tramo final del camino.

—Sí, ya sé: ahora deberemos bajar con Marciano nuevas escaleras, pasar por muros que se evaporan, caer en una oscuridad espeluznante sólo iluminada por la panza de un insecto o desembocar en algún otro lugar remoto y desconocido regido por leyes diferentes a las leyes que rigen a la Tierra. ¿No es verdad?

—Hijo —me dice—: usted lee muchos relatos fantásticos —y la puerta levadiza baja con lentitud, invitándonos a salir.

—¿Entonces? —digo, mientras la abertura ya deja ver un muelle unido a una corta playa, con un palmar de fondo: el típico islote de los náufragos.

—Aquí nos separamos, muchacho —El Hacedor deja de ser jocoso y pretende solemnidad, lo cual es aún peor—. Para bien o para mal, esta es nuestra primera y última vez juntos.

—O sea que yo me bajo aquí, y soy dejado a la buena de Dios.

—Mejor digamos que es dejado aquí a la buena de Yahuati —se sonríe ante su propia ironía.

Deseo pegarle.

—Buenos días, señor Yahuati —se despide Marciano con su tono invariable. Ya le he tomado aprecio a esa persona pequeña, pero que intuyo de gran corazón—. Un honor haberlo servido.

—Una pregunta antes de bajar —le digo a El Hacedor.

—Diga usted, joven Yahuati.

—¿Por qué el doctor Breganti puede pasar por lo mismo noche tras noche, y a mí se me da una sola oportunidad?

—Si bien es cierto que por culpa de la indolencia de Breganti murió gente —El Hacedor ya no muestra su sonrisa, sino una mirada suspicaz—, el buen doctor no mató a nadie con sus propias manos.

¿Y yo? ¿Yo sí maté? Entonces… ¿las acusaciones eran fundadas?

—Bien, ya me cansé —digo para darme fuerzas mientras salto del tronco al muelle—. Veremos qué hay por aquí. ¿Con qué nuevos fenómenos pretenden deslumbrarme?

Me envuelve una tenue luminosidad. El tronco parte y se desvanece entre brumas.

Silencio.

No veo nada vivo, nada que se mueva siquiera. Parece que por acá sólo crecen las palmeras y algunas pocas hierbas. Si bien la ropa se secó, persiste el molesto escozor. Camino en busca de agua dulce.

Me interno en el palmar. El débil resplandor deja paso a mucha luz y bastante calor. No distingo de dónde proviene la luz: los objetos no hacen sombra. En el cenit no distingo nada: el cielo permanece lechoso. Llego a un pequeño manantial de agua surgente. La pruebo.

¡Es dulce!

Mientras bebo, oigo un alarido y me paro de golpe. El alarido proviene de algo que se está moviendo. Corro hacia la playa.

Ahora los gruñidos me persiguen, y sigo corriendo por la orilla. Los gritos son cada vez más cercanos. Miro hacia atrás: un sujeto de piel violeta me persigue. Su cara desfigurada por la ira va más allá de cualquier razonamiento. Me freno.

Lo espero plantado en la arena. Me ataca, y lo esquivo, y pasa de largo y cae al agua y se levanta y se me viene de nuevo. Lo recibo con un puñetazo en la nariz. Trastabilla, abre los brazos como para sujetarme. Le pego en el plexo solar y en el mentón —desconocía mi propia fuerza— con golpes que hubiesen derribado a un burro. Veo cómo sangra de la nariz ese hombre violeta. Insólitamente, la sangre es roja, igual que la de cualquier cristiano. Eso me desconcentra, y él aprovecha para sujetarme. Intenta morderme el cuello. De un rodillazo en los genitales logro que me suelte. Lanza otro alarido estremecedor y extiende sus manos tratando de arañarme. Sangro yo también. Doy dos saltos hacia atrás y rearmo la guardia. Espero.

Él se abalanza con más furia, gruñendo y aullando. Lo sacudo en forma, tomando conciencia de lo que estoy haciendo. Elijo con precisión los lugares más expuestos. Pero los efectos de mis golpes no duran. Ya estoy cansado. Me enoja la situación. Al rato los dos estamos gruñendo y golpeándonos en aquella playa desierta. La ira me llena. Pego y recibo, ya me da lo mismo.

Entramos al lago, y entonces se me ocurre una idea.

Me voy internando hasta que las aguas me llegan a la cintura. Sostengo a mi oponente por el cuello, lo levanto y le sumerjo la cabeza. Giro para que no pueda hacer pie. A través del agua puedo ver su muerte: la máscara de la intensa ira que lo desfigura va cediendo poco a poco. Y una cara conocida emerge desde el abismo. ¿Cómo es que me resulta conocida? No puedo bucear en mi vida anterior, pues poco y nada recuerdo de ella. ¿Dónde vi antes ese rostro? Una certeza me golpea el pecho: la he visto recién. Estaba ahí, muy cerca de mí, enfrentándome en un espejo.

Era yo.

Camino hacia la orilla. La imaginación se dispersa, no me deja concentrar. ¿He matado mi ira, corporizada en el violeta? O, por el contrario, ¿he acumulado más, para un futuro?

Comparo lo que me pasó con la comida y lo que acaba de sucederme. ¿Observo diferencias apreciables entre una y otra situación? En la primera luché contra mí mismo, contra mi apetito y mi gula. ¿Y ahora no luché contra mí mismo? Me acuesto sobre la arena. Algo no encaja. Algo…

Un gruñido, seguido de un alarido, confirman mis sospechas: emergiendo del lago, el violeta se dirige otra vez hacia mí, la cara desfigurada por la más intensa ira. Una cara que ya sé de quién es.

Y, mientras nos golpeamos, mi vida pasa ante mí montada en un carrusel siniestro. Y llega el momento de mi iluminación, de mi propia anagnórisis. Y esa estupidez de ser prolijo con los cuadernos, de que sé diferenciar un traje a medida de otro de vidriera, de que hice el servicio militar con honores… queda opacado por la realidad de lo que fui en realidad. Yo fui un amargo violento. Un aprovechador de mierda que se cagaba una y otra vez en el más débil. Un hijo de puta que saltaba ante la mínima provocación sin importarle las consecuencias. Hasta golpeaba a las mujeres. ¡A mi propia esposa, puta madre!

Y me llega la imagen del curita. ¿Justo ahora, justo en este momento me llega? Sí, justo ahora, justo en este momento: aquel Padre Francisco de mi temprana adolescencia. El mismo a quien escarnecíamos mientras él nos hablaba del Perdón. El mismo del que nos reíamos en su propia cara mientras él, imperturbable… —y, ahora me doy cuenta, con infinito amor—, nos hablaba del Perdón.

Y, en el pleno de acto dar y recibir odio, de morder, de gruñir, me arrepiento. Me arrepiento como jamás hubiera creído posible arrepentirme.

Ya sé qué debo hacer.

La primera mordedura duele. De verdad, duele. Pero me dejo ir. Me entrego manso como un cordero.

Un cordero consciente.

Y me escapo de la realidad, de lo que me rodea.

Y floto. Floto en una oscuridad cálida, que me reconforta.

Y la oscuridad se apaga.

 

 

 

VI

 

 

—¡Arnaldo, levántate! —le dice su esposa como todas las semanas de lunes a viernes—.Ya son las 7:00.

—Sí, ya voy —dice Arnaldo Yahuati, y salta de la cama sin la consabida pesadez matinal.

La mente le manda un mensaje: ha tenido un sueño. Sabe que ha sido un sueño largo e importante, pero no consigue recordar nada de ello. ¡Nada!

Se dirige al baño, mira el espejo: la cara cubierta de… ¡de marcas! Se acerca al espejo y constata huellas sobre la piel. ¿Arañazos, mordeduras? Ya parecen haber cicatrizado. Son vestigios de heridas. ¿Heridas de qué?

¿Qué habría sucedido? Anoche no tuvo sexo con Ernestina. Y encima la barba parece tan crecida que le cuesta creer que la mañana anterior se ha afeitado. ¿Qué estará pasando?

Toma una ducha. Desayuna algo frugal, solo. No le apetece la abundancia diaria que Ernestina le prepara. Esquiva a su esposa. La saluda de lejos, para no preocuparla por las marcas. Y parte hacia el trabajo. Y a todo esto: ¿qué significarán esas marcas? No puede ser que no recuerde haberse lastimado durante la noche.

Sube al auto convencido de que lo espera la consabida montaña de tarea atrasada. Pero hoy se levantó con ganas de ponerse al día. No entiende esta nueva energía que reemplaza a su antigua pereza. Ni siquiera tiene hambre, ya no necesita la enorme cantidad de golosinas de todos los días. Ha cambiado y no entiende cómo.

Una vez en la oficina, se cubre con el pañuelo como si fuese a estornudar, le balbucea una excusa a su secretaria y se interna en la oficina. No quiere que nadie le pregunte por las marcas.

A media mañana suena el intercomunicador.

—Diga, Silvina.

—Señor Yahuati, hay un señor en la línea tres que no quiere decirme su nombre. Dice que se trata de un asunto personal.

—Bien, pásemelo.

—Como usted diga, señor —cuando ella termina de hablar, oye el característico clic de la llamada entrante.

—Hola —dice.

—Señor Yahuati —una voz impostada, alguien que conoce su apellido—, tengo algo para usted.

—¿Quién habla?

—Usted me contrató —y su voz hiere como cuchillo—. ¿No lo recuerda?

—Ah, sí, es usted: hable.

—Ruta Nacional 576, kilómetro 69, cuarto 18 —y corta.

Escapa de la oficina. Antes de entrar en el ascensor, le indica a su secretaria que le cancele los compromisos. Baja hasta el subsuelo. Arranca el auto y parte.

Sale de la ciudad por la Ruta 3 y empalma la 576: el kilómetro 69 está cerca. Por el espejo retrovisor se da cuenta de que por lo menos las marcas en la cara ya no son tan visibles.

Ruta 576, kilómetro 69: un motel. Y es uno de esos nuevos, de moda, plagado de luces de colores y ocultando un arsenal de juguetes sexuales.

Frena contra la valla de entrada. Baja del coche. El cuidador viene corriendo hacia él.

—Ya vengo, es sólo un minuto. Mi mujer se encuentra en el cuarto 18.

Al oírlo, retrocede. Le sonríe.

Arnaldo patea la puerta del cuarto 18. Y en efecto, al patear la puerta, descubre a su esposa, desnuda, en la cama, y con un hombre arriba.

—¡Arnaldo! —grita ella, en una mezcla de sorpresa y horror—. ¡No!

El tipo recoge su ropa y se pierde fuera del cuarto a una velocidad asombrosa. De ser la Huida del Cornificante una disciplina olímpica, se llevaría el oro.

—¡Arnaldo! ¡No! —repite ella— ¡Puedo explicarlo!

Él ve terror en sus ojos. Y eso lo apena pues le hace recordar a su antigua ira.

—¿Qué vas a explicar? ¿Que eres una puta?

—No, mi amor… —le dice, cada vez más asustada—. ¡Me obligó!

Arnaldo le sonríe desde su sarcasmo y su asco. Y se sorprende: la vieja ira no aparece. Su lugar lo llena un calmo sentimiento de pena y desapego por la persona que lo acompañó los últimos cinco años. Mete la mano en el bolsillo interior de la chaqueta. Al ver ese movimiento, Ernestina se sienta en la cama y se tapa hasta las tetas con la sábana. Lo mira más aterrorizada, si eso es posible.

—No, Arnaldo… no… no… ¡Perdón! —habla y solloza. Solloza y habla mientras estruja la sábana—. Te juro que fui obligada, perdóname.

Del bolsillo de la chaqueta él extrae una rosa blanca, que deposita sobre la cama.

¿Una rosa blanca?

Ve incomprensión en sus ojos. Se cuida de que no la lea en los de él.

—Te va a llamar mi abogado, Ernestina —le dice mientras se retira—. Es la última vez que estamos juntos.

—¡No me dejes sola, Arnaldo! —grita a sus espaldas.

Sube al coche y frena en la entrada. Le entrega su tarjeta al cuidador.

—Para que me pasen los gastos de reparación de la puerta —le dice.

Y a lo lejos escucha una sirena policial. Se sonríe al pensar que no van a encontrar ningún cuadro de sangre. Sólo una pobre mujer que de seguro estará llorando.

Pero… ¿Una rosa blanca? Es otra persona, y no se explica el cambio.

Maneja de nuevo hacia la oficina con un sentimiento de paz y libertad jamás experimentado.

Le encierra un auto. Volantea para que no lo choque. Se pone a la par: una mujer al volante. Le sonríe. Me sonríe.

—Perdón —le grita a través de la ventanilla abierta.

—La culpa fue mía —le dice.

Y sigue adelante.

A partir de ahora, Arnaldo Yahuati será un íntegro caballero, se dice. ¿Qué fue lo que me cambió? Me encojo de hombros: poco importa. ¡Estoy tan contento!

Y se siente tan feliz, tan pleno, tan henchido de júbilo, que cruza con el semáforo en rojo en el mismo momento que un enorme camión con acoplado pasaba con su luz en verde.

Y los bomberos que rescataron el cuerpo sin vida de Arnaldo Yahuati de entre los hierros retorcidos, confesaron que la sonrisa aún permanecía inalterable.

 

 


Este cuento se vincula temáticamente con ALGUNAS COSAS QUE VI EN EL DESIERTO, de Pablo Dobrinin; DESPOJOS, de Pé de J. Pauner y SOBRE LOS DIVERSOS USOS DEL CEDRO, de Geoffrey W. Cole.


Axxón 248 – noviembre de 2013

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Fantasía : maltrato, castigo : Bucle temporal : Argentina : Argentino).