Sobre la madurez de las ideas

La lectura de Suspense, de Patricia Highsmith (Plotting and Writing Suspense Fiction, un libro de 1966 que muestra el proceso de creación de un relato de suspenso) me levó a preguntarme en qué punto una idea muestra méritos suficientes como para que valga el esfuerzo convertirla en relato. O, en otras palabras, cuándo pasamos de idea germinal a proyecto (de lo que sea: cuento, novela corta, poema, guión). La categoría “proyecto” implica la decisión de invertir tiempo investigando, buscando conflictos en torno a esa idea, elaborando fichas de personajes tentativos y otros apuntes complementarios, o sea: pasar a la acción.

En posts anteriores tiré algunas pistas sobre la gestión de las ideas. Un sumario de esos posts (sabrán perdonar, pero en algunos posts viejos los colores del texto no son muy legibles, fruto del cambio de plataforma y template):

Claramente, la forma en que se trabajan las ideas y los proyectos es un tema personal, por lo cual la única orientación posible es precisamente ésta: tirar pistas, formas posibles de abordaje, y que la ecuación la resuelva cada escritor a su conveniencia. Pero en la medida que queremos “producir” relatos legibles de manera continuada, el manejo de las ideas se vuelve crítico. Tenemos poco tiempo para escribir, no es cuestión de andar perdiendo el tiempo.

La pregunta que me hago es si el “casting” de ideas para narraciones no se parece un poco a la pesca de truchas, y así la idea que no tenga cierto peso debería ser devuelta a su hábitat para que se siga desarrollando, o desaparezca de nuestra vida sin hacernos perder el tiempo. Se me dirá que la creación artística no puede ser tan estructurada… supongo que la respuesta a eso está en algún lugar entre la eficiencia productiva y el ocio creativo. Sin embargo, creo que la pregunta merece alguna consideración.

Patricia Highsmith dice que el origen de una idea (en este caso, para un relato de suspenso) puede estar en cualquier cosa: “un niño que al caer en la vereda derrama su helado (…) o una breve secuencia de acción que irrumpe inesperadamente sin que hayamos visto nada que hubiera podido provocarla. La mayor parte de mis ideas germinales pertenecen a esta última clase”. También explica que algunas ideas banales necesitan ser “pulidas” y “complicadas” (puse entre comillas las palabras de la traducción del texto al español, pero supongo que se refiere al proceso de refinamiento de la idea y a agregarle complejidad).

También existe una categoría de ideas “que no se desarrollan por el método partenogenético, sino que necesitan de la ayuda de una segunda idea para ponerse en marcha”. Vale decir que Highsmith distingue dos clases de ideas: las que crecen y se desarrollan por sí solas y las que necesitan una segunda idea para fecundar.

Implícitamente, las palabras de Highsmith revelan una serie de cualidades que las ideas deberían tener para considerarlas maduras. Partiendo de esto y agregando alguna cosa de cosecha propia, me animo a lanzar un listado incompleto de cualidades que debe tener una idea madura: 

  1. La idea debe ser nítida. Esto significa que debe poder desprenderse sin esfuerzo del fondo genérico de ideas similares. Esta característica implica, a mi juicio, dos cosas: que la idea debe poder expresarse con sencillez y que la idea tiene que tener una cuota de originalidad, ya sea en sus elementos constitutivos o en la manera en que podemos abordar esos elementos a la hora de narrarlos.   
  2. Debe tener un cierto nivel de complejidad, que en este caso es sinónimo de sofisticación. No se trata del simple agregado de elementos a la idea, sino de la multiplicidad de las relaciones entre los elementos de esa idea y los matices de esas relaciones. Esto es lo que hace que un escritor se obsesione con una idea y le dé vueltas, y finalmente necesite escribirla para recorrer sus recovecos. De esos recovecos pueden emerger naturalmente los escenarios, el tono general, los conflictos, los puntos de vista, las tramas y los personajes de una narración.
  3. En relación con el punto anterior, y profundizando en otro concepto que menciona al pasar Highsmith, la idea debería superar dos pruebas: debe ser capaz de crecer y desarrollarse de manera natural, sin mucho esfuerzo de nuestra parte (una cualidad que podríamos llamar fecundidad) y debe ser capaz de permanecer en nuestra cabeza mucho tiempo (persistencia). Al referirme a fecundidad, no digo que todo el relato se desarrolle solo y de manera casi inconsciente en nuestra mente, sino a que la plantita debe mostrar el brote, acaso las primeras hojitas. Luego, probada la validez, podremos abonar, injertar, poner tutores y podar cuando sea necesario. 
  4. La idea debe provocarnos alguna emoción o estímulo: inquietud, ansiedad, curiosidad, indignación, ira… Puede ser tan básica como la que nos provoca un acertijo —el deseo de superar esa prueba—, o más elaborada e incluso contradictorio, como la que nos puede provocar la historia de un niño de seis años que mata a otro. No se trata tan sólo del la catarsis que muchos escritores hacemos a través de lo que escribimos. De hecho, en este momento del desarrollo del relato, eso es casi irrelevante. Es otra cosa. Los puntos 1, 2 y 3 hacen a la motorización de relato, pero el punto 4 está directamente relacionado con la motivación que el escritor tenga para contar esa historia. Tengan en cuenta que vamos a pasar mucho tiempo atados al relato (más si es una novela), que tal vez tengamos que quitar horas al sueño para terminarlo, así que no me parece un tema menor.

Highsmith habla de la importancia de saber reconocer los gérmenes de las ideas para un relato. “Por mi parte, los reconozco por la exaltación que me provocan de inmediato, similar al placer y exaltación que me proporciona un buen poema o una buena línea dentro de un poema”, escribe. No creo que esa sensibilidad emotiva a las ideas potables sea del todo innata, tal vez requiera de cierta introspección para su desarrollo.

No hay que confundir la emoción que nos provoca una idea potente (de la que habla Highsmith, es la emoción de reconocer una cierta pauta estética) con la que nos lleva a involucrarnos con el relato y a desear hacerlo avanzar (la emoción motivadora del punto 4) o con la emoción que deseamos transmitir al lector en el relato terminado.

He tenido sueños que me provocaron inquietud o euforia. Eran historias más o menos coherentes, con principio, desarrollo y final, pero luego, al intentar volcarlas al papel (incluso en la fase temprana de elaboración) no conseguía hacerlas avanzar con la misma fuerza. Me llevó algún tiempo darme cuenta que, para que las ideas “funcionen” en un relato, necesito ser capaz de conducir al lector al mismo estado emotivo en que estuve yo al apreciar el valor de la idea. Incluso valdría la pena avanzar con una idea que sólo puede lograr ese nivel de sincronización emocional con una parte limitada del universo de lectores (ingenieros, amantes de las historias de vampiros, hermanos menores, viudas). Caso contrario, bien podríamos estar ante una idea incompleta (o directamente infértil), más apta para contársela al psicólogo o para anotarla en nuestro diario personal. No hay que desecharla: que no podamos llevar al lector hoy a ese estado de sincronización no significa que mañana no podamos. Tal vez no sea una idea para cuento, sino para una novela donde el lector transita una serie de emociones previas antes de llegar a este núcleo.

También sucede que muchos amigos, y también otros escritores, nos “regalan” ideas para cuentos. Highsmith dice: “Uno nunca espera que estas historias vayan a terminar generando algo, ya que no son propias. Las más excitante de las historias que un amigo pueda contarnos con el nefasto agregado de «sé que puedes escribir un estupendo relato a partir de eso», seguramente no vaya a servirnos para nada. Si es una historia, es ya una historia. No requiere de la imaginación de un escritor, y la imaginación e inteligencia de éste habrán de rechazarlo artísticamente, del mismo modo que su carne rechazaría que se le injerte un pedazo de carne ajena”.

La escritora cita el ejemplo del autor de Otra vuelta de tuerca, Henry James. Cuando su amigo comenzaba a contarle una historia, él lo hacía callar a las pocas palabras: ya no necesitaba más, su imaginación haría el resto. No estoy seguro de si esta necesidad de “incompletitud” del escritor ante una idea ajena —el vacío que nuestra imaginación desea llenar— se emparenta con lo que le sucede al lector ante una buena historia, o al espectador al ver una buena película. En ambos casos, no todo está predigerido y se requiere de la participación activa del destinatario, emocional e intelectual, para completar lo que el realizador sólo sugiere. Esa participación es lo que hace que una obra se transforme en una experiencia trascendente.

Hasta aquí, sólo algunos palos de ciego sobre el tema. Seguramente, si el tema les resulta interesante, podremos ampliarlo. ¿Cómo reconocen cuando una idea está madura para ser narrada?

Esta entrada fue publicada en escritura creativa, literatura, Sin categoría y etiquetada , , , , , , , . Guarda el enlace permanente.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos necesarios están marcados *

Puedes usar las siguientes etiquetas y atributos HTML: <a href="" title=""> <abbr title=""> <acronym title=""> <b> <blockquote cite=""> <cite> <code> <del datetime=""> <em> <i> <q cite=""> <strike> <strong>