Anzuelos

De regreso al blog, luego de una impremeditada pausa. El tema de este post me cayó de casualidad: haciendo limpieza me encontré con una página llena de “frases-gancho” de Eduardo Carletti. Se trata de un ejercicio que realizamos en el taller de Axxón hace muchos años, probablemente hace más de una década. La página está amarilla, tiene anotaciones y subrayados (que yo no hice), y unos numeritos a los costados que, presumo, fueron el orden de predilección de esas frases (el de Eduardo o el del grupo, difícil saber ahora).

Escribir frases gancho, sin tener una historia que contar, es un ejercicio de fascinante levedad. Es como ver el paisaje desde la montaña, pero sin necesidad de bajar y recorrerlo. Una frase-gancho es todo promesa. Por eso, a menudo, conviene tenerla en cuenta a la hora de escribir un cuento.

Transcribo las frases de Eduardo en el orden que estaban en el papel:

  • Siguiendo las marcas, pintamos un círculo de treinta metros de diámetro. Más tarde, como dudaban de nosotros, volvimos a buscar las marcas: no estaban.
  • Ciento cinco años después, alzaron la gigantesca piedra y la volvieron a su lugar. Cuando el poderoso sistema de elevación despegó la mole de piso, los ingenieros vieron lo que había debajo y se quedaron helados.
  • Nunca se sabrá cómo llegaron allí, pero ahí están. Nadie puede explicar qué son, de dónde provienen, para qué les han dado un lugar en este universo donde todo, excepto el caos, parece tener una funcionalidad. De lo que sí se tiene una idea aproximada es de lo que hacen y de lo que pueden hacerle a la gente.
  • Cayendo desde lo más lejano, arribó ella. Nunca nada fue igual. Mil años después es la generadora de casi todas las leyendas, y también de lo que surge en este momento de mi corazón…
  • Corrió por la arena desesperadamente. Trepó la ladera, se lanzó desde el acantilado, se dejó golpear brutalmente por las olas contra las piedras. Volvió a correr y a trepar. Volvió a arrojarse. El mar lo golpeó de nuevo. En pocos segundos estaba reconstituido y sin ningún dolor. No era humano, pero quería serlo. Quería sentir dolor, quería cansarse… Quería morir.

En la sección teórica de taller Máquinas y Monos, Eduardo Carletti explica en qué radica la importancia de estas frases y cita un ejemplo extraído del taller Clarion (uno de los más influyentes en materia de ciencia-ficción de los Estados Unidos). Al pie de página, Eduardo cuenta la experiencia surgida de aquella jornada del taller Axxón, fruto de un análisis realizado sobre sus frases y sobre las del resto del grupo.

En un ejercicio de Taller realizado entre colaboradores de Axxón descubrimos que las frases gancho que más nos gustaban a todos tenían algún tipo de afirmación con medidas físicas (ejemplo: “A cien metros de allí [...]“, o “Luego de treinta años [...]“). Quizás estos valores, tan conectados con la realidad, le daban credibilidad al resto de la frase, que siempre —o por lo general— presentaba algún elemento fantástico para crear el “gancho”.

Puedo dar mi propia experiencia de aquel día. Jamás recuperé la hoja con mis frases, pero una de esas frases quedó dando vueltas en mi cabeza. No recuerdo su formulación exacta. Se refería a un ómnibus incendiado, donde los cadáveres carbonizados estaban en sus asientos, con los brazos en alto y, en la punta de los dedos, el pasaje. La frase se quedó clavada en mi memoria, y durante mucho tiempo me pregunté cuáles podrían ser las condiciones necesarias para que esa escena ocurriera. Finalmente la idea quedó plasmada (ya no como frase-gancho) en el capítulo 4 de “La ruta a Trascendencia”.

Más allá de mis obsesiones, lo interesante es analizar cuando una frase-gancho es necesaria, o qué elementos debe tener una frase-gancho para ser efectiva. Lo primero, mucho depende del tipo de relato que queramos encarar y de cuál es nuestra estrategia para meter al lector en el relato. ¿Queremos que se vaya metiendo de a poco, o decidimos empezar el cuento en medio de la acción? ¿Necesita el lector información previa para que esa frase sea eficaz? ¿Nos sirve plantear un misterio en el primer párrafo? ¿Cómo se llevan entre sí la frase-gancho y el punto de vista, o el narrador, elegidos?

Los invito a releer el post “El primer párrafo”, donde se da un ejemplo con el relato “Incursión aérea”, de John Varley: probablemente la mejor frase-gancho que haya visto en los relatos de ciencia-ficción. O tal vez no: Greg Egan logra un efecto de similar eficacia con los primeros párrafos de El instante Aleph, algo que descubrí (una vez más) gracias a Eduardo.

Acerca de los elementos y las características que debería tener una frase-gancho, se me ocurren los siguientes cuatro (pero seguramente habrá más):

  1. Debe ser capaz de ubicar al lector. Lanzarle algunas coordenadas para que sepa dónde está parado (y dónde NO está parado). En El instante Aleph, Egan arranca con el siguiente diálogo: “De acuerdo. Está muerto. Adelante, habla con él”. John Varley, en Playas de acero, abre con otra declaración: “Dentro de cinco años el pene será obsoleto”. En ambos casos, los autores dan pistas de que no estamos en nuestra realidad cotidiana y que las diferencias con el universo de la narración son drásticas.
  2. Debe plantear algún misterio. Esto queda claro con las dos frases que cité en el primer punto. Como decía en este post, dos coordenadas disímiles o de distinto potencial (pene-obsoleto, muerto-habla) plantean una brecha, y el lector seguirá leyendo para cruzar ese abismo. La esfera narrativa comienza a rodar.
  3. En muchos casos, la efectividad de estas frases nace de su valor descriptivo. A veces son personas con cierta peculiaridad, a veces son paisajes extraños, otras veces son procesos. Pueden encontrar un ejemplo bastante bueno de esto, aquí.
  4. En la frase/párrafo-gancho deberían estar incluidos, aunque más no fuera embrionariamente tres características del relato: el lenguaje, el ritmo y el tono. William Gibson trabaja muy bien esto en el inicio de Mundo espejo: “Cinco horas de jet lag, y Cayce Pollard se despierta en Camdem Town para hacer frente a los temibles predadores de sus trastocados ritmos circadianos dando vueltas y más vueltas”.

Por supuesto el análisis no se agota aquí, como dice Eduardo, se podrían escribir libros enteros sobre las frases-gancho. De hecho, me pregunto: ¿Cuáles son vuestras frases-gancho favoritas y por qué?

Nos vemos la próxima.

Publicado en Uncategorized | 13 comentarios

Dos preguntas (y algunos balbuceos) sobre universos literarios y de ciencia ficción

Publicado originalmente en Literatura Prospectiva (3/2/2010, en mi columna La Trama Celeste).

¿Qué es un universo, cuando hablamos de un relato de ciencia ficción?

No encontré hasta ahora una definición que me satisficiera y, aunque me considero un creador de universos (de ciencia ficción), no estoy seguro de poder dar una definición clara, que no esté llena de reglas ad hoc y excepciones. Pero tal vez podamos aproximarnos a una idea si intentamos definir qué cosas deben ser abarcadas por ese universo:

  1. El ambiente (escenario, entorno), en que se desarrolla el relato.
  2. Las características de los personajes. No sólo las físicas, sino también las mentales, las sociales y las psicológicas.
  3. El tono y el punto de vista (y a menudo el narrador mismo, si lo consideramos un personaje).
  4. El conflicto debería ser propio de ese universo, o al menos estar fuertemente teñido por la óptica que impone ese universo.

(El resto de la nota, aquí).

Publicado en Uncategorized | 5 comentarios

Preparen, apunten, disparen

Los universos de ficción a menudo surgen a través de disparadores. Como expliqué en el post referido a “Exhalation” (el cuento de Ted Chiang ganador del Premio Hugo 2009, y del Premio Locus y del BSFA), a partir de ese disparador se deben desarrollar las reglas de ese universo “a fuerza de pura especulación (plantar coordenadas, deducir, extrapolar); y también avanzar sobre las motivaciones de los personajes, su biología, su filosofía, su sociedad, imaginar los conflictos y las crisis. Incluso plantear una forma de narrar que resulte propia del personaje, pero comprensible para el lector. Crear un universo es también dilucidar metáforas nuevas y enriquecedoras, que aplican a ese universo”.

Pero esto se ve mejor en la práctica. Tomemos un disparador que nos resulte provocador. Asumamos, por ejemplo, que en el mediano plazo, merced al desarrollo de las tecnologías de realidad aumentada, o por alguna extraña y generalizada mutación que aumenta notablemente la empatía entre los individuos (los medios se los dejo a ustedes), todas las personas se conocen entre sí. Nos cruzamos con un tipo cualquiera en la calle y sabemos quién es, de la misma forma en que conocemos a un hermano o a un amigo cercano.

El tipo y nivel de conocimiento dependerá del proceso por el cual se llega a ese estado de las cosas. Si es a través de la realidad aumentada, por ejemplo, un sistema informático omnipresente será capaz de reconocer los rostros que nos vamos cruzando y comenzar a escupir información sobre esa persona: nombre, profesión, edad, domicilio, actividades a las que se dedica, relaciones, simpatías deportivas, lugares de veraneo, antecedentes policiales, opiniones políticas… Si es a través de un medio “empático”, entonces ese conocimiento será más analógico: de alguna manera sabremos quién es esa persona y qué podemos esperar de ella, e incluso podríamos acceder a los rasgos en los que se apoya su identidad, y a sus gustos o preocupaciones.

Lo que les dejo aquí es apenas el disparador: el primer escalón. Para construir un universo, hay que comenzar a remontar la escalera. La metáfora de la escalera no es caprichosa. En la medida en que comencemos a deducir y a extrapolar características de esta sociedad del conocimiento interpersonal absoluto, que delineemos posibles conflictos, que encontremos formas de organización, tabúes, protocolos de comportamiento, etcétera, entonces podremos ascender al siguiente escalón. Cuanto más alto nos ubiquemos, más lejos podremos llegar a ver. Y todo esto antes de escribir siquiera una palabra.

Muchos escritores que recién empiezan en esto de la ciencia-ficción se quedan en los disparadores. Creen que contar un cuento es reseñar el proceso por el que se llegó al nuevo estado de las cosas, y poco más. Están parados en el primer escalón, y por lo tanto el cuento suele ser chato, lleno de datos y precisiones poco literarias, con prescindencia de personajes, de conflictos que motiven a seguir leyendo, y sobre todo de una “historia”.

El método que yo uso para desarrollar los disparadores es someterlo a toda clase de preguntas. Generalmente hago esto de manera secuencial, una pregunta a la vez, porque cada respuesta debe ser coherente con la anterior. Por ejemplo: ¿Cómo impacta este “conocimiento interpersonal” en la organización de una sociedad? ¿De qué manera facilita o dificulta la convivencia? ¿Es una sociedad más permisiva? Y así hasta lograr construir el siguiente escalón. Sólo cuando llego a ver esa sociedad “funcionando”, comienzo a buscar la historia y los personajes.

A menudo, involucro a otros en estas especulaciones. O escribo cuentos donde ensayo estas ideas y hago leer y discutir esos cuentos.

El objetivo está seis o siete escalones más arriba. Toda esa sociedad, ese universo ficcional que construimos escalón por escalón, es apenas el telón de fondo. Me gustan los cuentos donde el lector tiene que ir “armando” ese escenario extraño a su experiencia, basado en las pistas que el escritor dejó estratégicamente dispuestas. Son cuentos que comienzan en acción, con eje en los personajes, sus interacciones y sus conflictos.

Son cuentos muy difíciles de escribir. Sobre todo porque sabemos “mucho” de ese universo que creamos, y no todo lo que sabemos en funcional a la historia.

Si quieren experimentar, les regalo el disparador. Intenten un universo a partir de esta idea. Y cuenten una historia a partir de ese universo. No es necesario que me citen o me atribuyan la idea en ningún punto: tal vez yo esté inspirándome, sin saberlo, en otro que propuso algo parecido.

Publicado en Uncategorized | 4 comentarios

Reflexiones sobre el tiempo y saludos nevideños

En estas fechas, uno se obsesiona con encasillar los días y definir ciclos. Esas marcas del tiempo generan emociones diversas, que van desde la ansiedad a un sentimiento de plenitud… cada quien sabe de qué lado cae la moneda.

Escribiendo La canción de Maguerra (era un momento especial de mi vida, aunque no vale la pena entrar en detalles), descubrí algunas cosas sobre el tiempo. Me ayudó el hecho de que, en la novela, apareciera un púlsar como elemento dominante. La canción de la que habla del título deriva de las señales de ese púlsar, y fueron tan fuertes en la ficción que catárticamente me ayudaron a superar en parte algunas crisis que tuve en la vida real.

Por eso, para estas Fiestas, quiero regalarles algunas frases que me resultaron especialmente reveladoras (pero no en el momento en que las escribí, sino meses después, al entenderlas cabalmente… así que no intenten atribuirme rasgos de sabiduría porque no los hay).

Y entonces volvía a cantar la letanía cronométrica:
Maguerra-uh.

Maguerra-uh.
Maguerra-uh.

(…)
Cuando no contaba, pensaba en los nombres. Su padre había vuelto. César Milstein, oficinista de un pueblo chico, pasaba algunas tardes con él, hablando del único tema posible: el tiempo.
—El tiempo transcurre, Lucio. Indefectiblemente. Y al transcurrir sobre tu rostro, sobre las manos de los tequis del pabellón dos, o los hombros de los peones del pabellón cinco, en el clima, en el ánimo de los porteros, deja una marca que nadie puede borrar. Es irreversible. Y eso le da sentido al motor de la historia y del universo.
—¿Adónde querés llegar?
—A veces, tratamos de bebernos todas las horas de una vez porque sentimos que no pertenecemos al espacio y al tiempo en que estamos. Queremos que el tiempo pase, para que sea él quien nos empuje a otro lugar, a otra circunstancia. Pero no nos damos cuenta de que el tiempo pasa sobre nosotros. Nos gasta, nos aplasta. —La voz de César Milstein fue cambiando de dirección: el hombre caminaba de una esquina a otra de la celda—. Primero te provoca ansiedad la oficina, porque no es tu lugar, nadie quiere que una oficina de mierda sea su lugar, o que las horas del trabajo sean su tiempo. Pero la ansiedad es adictiva: después sentís que tampoco pertenecés a tu propia casa, o que el tiempo que pasás con tus amigos es tiempo perdido. Nunca termina… —Milstein suspiró—. El tiempo no se deja manipular, ni puede cambiar mágicamente nuestra eterna insatisfacción de Gata Flora. Intentar controlar el tiempo es una soberana estupidez.
—Eso lo decís vos, que tenés reloj.
—¿Sabés cuál es la mejor forma de pasar el tiempo en la oficina?
—No.
—Trabajar en lo tuyo, compartir una charla con tus compañeros, imaginar qué harás cuando salgas, almorzar, ir al baño las veces que haga falta, atender los llamados telefónicos, solucionar problemas… Y nunca, nunca, nunca mirar el reloj. Si pensás en el tiempo, la oficina se vuelve una prisión.
—Pero ésta es una prisión.
—Razón de más para seguir mi consejo.
—¿Y el ritmo?
—El ritmo es otra cosa. El ritmo no deja marcas, no es irreversible. El ritmo es otra cosa…
 
(…)
 
La memoria y el tiempo seguían siendo temas de preocupación para Lucio, pero el ritmo de la canción de Maguerra actuaba como sedante. A veces, Lucio entraba en una especie de trance y veía cosas. Soñaba mientras estaba sentado en la oscuridad del agujero. Soñaba mientras se alimentaba, mientras defecaba. Oía esa canción mientras dormía y cuando estaba en vela.
Veía el faro con prístina claridad. No un edificio de ladrillos o piedra, sino una secuencia ondulatoria de luces y sombras. Profunda, palpitante, idéntica a sí misma.
(…)
Según los cálculos de Lucio, hacía más de diez minutos que el loco estaba perdido en aquella peculiar ceremonia. Quiso gritarle que era inútil insistir, que la cuenta del tiempo era como una prisión. Quiso decirle que los hitos del paso del tiempo se marcaban en la piel de su rostro, sobre las manos de los tequis del pabellón dos, en los hombros de los peones del pabellón cinco, en el clima, en el ánimo de los porteros, en la memoria, en los huesos descarnados. Había que ser un johnson para resistir con éxito la cuenta del ábaco corporal. Quiso advertirle que aquel intento de controlar el tiempo despertaría fantasmas, temores, ansiedades. Lo lastimaría.
El ritmo, en cambio, era otra cosa. Era un susurro profundo, palpitante, idéntico a sí mismo y por lo tanto no podía herirlo. Era la conciencia de cada momento, con prescindencia del pasado y del futuro. Porque, al igual que los huéspedes, el ritmo no tenía memoria ni esperanza. Por eso tenía que abandonar aquella pretensión absurda de controlar el tiempo: no podía. César Milstein, su padre, sabía de qué hablaba cuando trató de advertirle allá, en el agujero. Lucio quería contarle todo esto al loco, pero en cuanto decidió hacerlo el loco dejó de cantar…

Tal vez sea como dice el ínclito Don Isaac Stanislaw Casares:

En las profundidades del espacio, el Tiempo se encoge, se estira, se despereza, pero gusta de viajar en primera clase sobre las espaldas de los pobres seres humanos.
 
¡Felices Fiestas!
 
Publicado en Uncategorized | 1 comentario

Interludio 6: Apuntes sobre la investigación

Estos son algunos apuntes en relación con el proceso de investigación, que presenté en el Tercer Encuentro sobre experiencias y escritura en la Cultura del Consumo, celebrado en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Más precisamente en una mesa redonda de la que participaron editores y escritores, coordinada por Laura Ponce y el profesor Armando Capalbo. La idea está presentada escuetamente pero, por lo que me manifestaron algunos asistentes, coincide con sus propias experiencias.

Néstor Darío Figueiras, Teresa Mira, Laura Ponce, Luis Pestarini,
Hernán Domínguez Nimo y Alejandro Alonso.

No todos los escritores trabajan de la misma manera, ni todos los escritores (incluyéndome) pueden decir a ciencia cierta de qué manera procesan la información, o cómo surgen las ideas para sus relatos cuentos. Hay factores azarosos en el proceso, intuiciones, asociaciones de las que uno se da cuenta sólo a posteriori. En mi caso pasa lo mismo con la cuestión de la investigación y la documentación.

En un intento por sistematizar ese proceso, encontré tres momentos en los cuales el escritor acude a documentación. Son tres etapas distintas.

En la primera de estas etapas no podemos hablar de investigación. Es frecuente que quien escribe ciencia-ficción o ficción histórica también disfrute de la lectura de artículos científicos, noticias, ensayos históricos y textos por el estilo. En el principio está la lectura. En ese punto uno ni siquiera sabe que va a escribir un cuento con ese material. Pero en algún punto uno empieza a ver que hay algo. Aparecen elementos, que son como las coordenadas de un mapa, o las estrellas de una constelación. En algún punto encontramos un patrón.

Hace varios años, una amiga me había fotocopiado una nota sobre cómo funcionan el cerebro y la memoria, de qué manera se organizaban las redes neuronales para almacenar los recuerdos, qué pasaba en caso de una parte de esas redes se dañara. Mientras lo leía, incluso antes de llegar a la mistad del artículo, me di cuenta de que iba a usar esa idea. Pero no de manera directa, no quería escribir un cuento sobre alguien con alguna afección en el cerebro. Me interesaban más bien las reglas de ese proceso. Me atraía la idea de cambiar las neuronas por personas, es decir: mostrar el mismo proceso pero en otra escala.

Tenía ciertas reglas para jugar, pero me faltaba bastante para plasmarlo en un relato. Estando de vacaciones, no sé por qué, me surgió otra idea. Un combate entre dioses o semidioses, pero que transcurría en un conventillo del principios del siglo XX, un duelo de esgrima criolla, con cuchillo o facón.

Junté ambas ideas. Tenía un escenario, había imaginado algunas escenas, pero todavía no tenía ni personajes, ni argumento. El Fausto vino en mi ayuda, o al menos la idea general del un pacto fáustico. Escribiría la historia de una mujer que le vende su alma a Mandinga para empezar una vida nueva (seguramente había una mácula ignominiosa en su pasado, quería deshacerse de ese pasado). La historia transcurriría justo cuando el enviado del diablo empezaba a buscarla para cobrarse. Pero esa mujer había hecho trampa. A medida que iba conociendo hombres dejaba en ellos parte de sus recuerdos, como si fuera una gigantesca red neural. Para encontrarla, el enviado de Mandinga tenía que batirse a duelo con esos hombres y matarlos, o dejarlos muy malheridos. De esa forma los recuerdos eran liberados y el emisario podía seguir el rastro de la mujer.

Esas ideas no surgieron todas de golpe. Fueron apareciendo de a poco. A partir de este punto siempre es más fácil imaginar que la historia ya está escrita, que nosotros tenemos que rastrearla, desenterrarla, esculpirla.

Lo cierto es que para escribir esta historia no necesitaba documentarme sobre redes neuronales, la lectura de ese artículo sólo me dio una estructura, una serie de reglas para que mis personajes jugaran. Para escribir esa historia tenía que releer libros como Un guapo del 900 de Samuel Eichelbaum, o El reñidero de Sergio De Cecco. O el Fausto, de Estanislao del Campo. Lo que buscaba en estos libros era el tono general del cuento, un lenguaje, un conjunto de personajes. También me documenté sobre la llamada esgrima criolla, con un libro de Mario López Osorio.

En este punto, la investigación es diferente. Acá ya no leo por curiosidad o entretenimiento, acá se trata de desenterrar la historia, de descubrir el David que hay dentro del mármol. Y yo leo con muy mala leche, a veces ni siquiera leo todo el libro: me urge encontrar esa historia. Y voy llegando a esa historia por pistas que están en muchos lugares, asociaciones ilícitas de ideas casi.

El cuento se llamó “De memorias ajenas”.

Me pasó también en otro cuento, “1807”, que es una crónica de las Invasiones Inglesas con un componente fantástico. Partí de un librito del teniente coronel inglés Lancelot Holland. Pero lo leí con la clara intención de intervenir en lo que contaba, del mismo modo que un artista “interviene” un espacio urbano. Yo quería meter cuchara, y leía con esa intención.

Y la historia va emergiendo. Vamos logrando el tono, vamos construyendo personajes y situaciones, y aquí llega el tercer momento en que investigamos o acudimos a la investigación. Porque tanto en la ciencia-ficción como en la fantasía histórica necesitamos desesperadamente que el lector no ponga reparos a nuestro relato, al menos no en aquellas partes que forman parte del escenario, las costumbres… En los relatos históricos, para que el lector acepte el elemento fantástico, tenemos que ser rigurosos en la parte histórica. En ciencia-ficción, para que el lector nos siga a través de nuestras especulaciones, tenemos que partir de bases sólidas.

Recientemente, escribí un cuento que trata de enfermedades y de nanotecnología. Ciencia-ficción dura. Una zona de Buenos Aires invadida por una plaga de insectos que portan nanomáquinas. Algunas de esas nanomáquinas diagnostican, otras transportan el tratamiento para cada tipo de cáncer. Había insectos artificiales y naturales. Todo controlado por una inteligencia artificial, capaz de aprender de sus errores. Una pesadilla ambientada en un Buenos Aires del futuro cercano.

Casi todo el esfuerzo de investigación de este cuento estuvo en lograr verosimilitud. Reuní artículos sobre marcadores basados en una ciencia relativamente nueva (la optogenética), investigaciones de nanomedicina, artículos donde se sugieren nuevas formas de diagnóstico sistémicos a través de modelos computacionales del cuerpo humano (donde analizando proteínas específicas se puede saber qué es lo que está mal), y hasta encontré un artículo que describe una radio construida con un solo nanotubo. Con todo esto, comprobé que la concepción del cuento no era para nada loca, que era verosímil, y que mi especulación era válida.

La idea aquí es pararse en el borde, crear, distorsionar un poco, adelantarse. En muchos casos se trata de un acto de ilusionismo. Sabemos que ese escenario que planteamos es imposible, pero lo presentamos de manera convincente, ya sea porque acudimos a un lenguaje científico convincente o porque lo relacionamos estrechamente con otros elementos de la realidad científica, técnica o histórica.

Con todo, y en última instancia, el valor de un cuento casi siempre pasa por el factor humano. En ciencia-ficción tenemos muchos cuentos que son mera especulación, jugar con las ideas, empujarlas, hacerlas explotar. Pero creo que la literatura que trasciende, la que toca al lector, tiene que ver con el ser humano, con lo que le pasa al ser humano.

Sobre las formas de documentarse, no puedo decirles mucho, porque hoy, más que nunca documentarse es relativamente fácil. Se pueden buscar datos en Internet, en revistas de divulgación que se compran en kioscos, en libros, en documentales… Traigo a colación otras dos formas de documentarme que uso con cierta frecuencia. La primera es hacer uso de las redes sociales (y digo esto en referencia, no a Twitter o Facebook, sino a nuestra comunidad: a la gente que conocemos). Tengo amigos que se interesan por la historia mucho más que yo, médicos que pueden pasarme información sobre ciertos procesos del cuerpo, ingenieros, biólogos, periodistas, otros escritores…

La segunda forma es usar las entrevistas. Hace poco, para escribir un relato policial basado en una ucronía, que se ambientaba a fines del la década del 50, entrevisté al director del Museo Policial y a un fotógrafo de la policía: ¿Cómo eran los cuadros de la policía en ese momento? ¿Quién encaraba la investigación? ¿Cómo se abordaba en ese entonces la escena del crimen?

No hay que se un genio para leer sobre estas cosas. Revistas de divulgación como Scientific American, Ciencia Hoy, Nature, Todo es Historia, o decenas de miles de páginas de la Web incluyen información sobre estos temas. Y es también la causa por la cual una revista de ciencia-ficción y fantasía, como es Axxón, incluye noticias sobre ciencia y tecnología. Porque, para que el factor humano llegue al lector, tenemos que hacer que todo lo demás sea creíble. La investigación, la documentación y la lectura forman parte del proceso de escribir relatos como éstos que mencionamos. Son una pata de la mesa solamente, pero sin esa pata lo que está sobre la mesa se cae.

Publicado en Uncategorized | 3 comentarios

Interludio 5: María Negroni, sobre Cortázar y “Las babas del diablo”

Ya hablé en este blog de María Negroni, en este pequeño ensayo sobre “Lenguaje poético”. Ahora, quiero compartir con ustedes este clip, que tomé durante la presentación de su nuevo libro de ensayos, Galería fantástica, presentado el 26 de Noviembre en el Centro Cultural de España en Buenos Aires. Allí, María lee el capítulo dedicado a Julio Cortázar, y en particular a su cuento “Las babas del diablo”. El video recoge un fragmento de dicha lectura.

Próximamente (apenas termine de editarlo), Axxón publicará un reportaje a la escritora, donde habla del Gótico, tratado en su anterior volumen de ensayos, Museo negro, y sobre esta nueva obra que ganó el Premio Universidad de Sinaloa – México / Editorial Siglo XXI, entre otros temas.

En la contratapa de Galería fantástica reza:

En este libro de ensayos, la autora argentina María Negroni interroga los textos más importantes de la literatura latinoamericana del siglo XX –entre ellos Aura de Carlos Fuentes, “La muñeca menor” de Rosario Ferré, “Las hortensias” de Felisberto Hernández, La invención de Morel de Adolfo Bioy Casares, “El impostor” de Silvina Ocampo o “Las babas del diablos” de Julio Cortázar”– para postular una poética de oposición a la moral soleada (y petrificante) del status quo. Leyendo dichos textos como una suerte de deriva del gótico europeo y norteamericano del siglo XIX, que abrió, en su tiempo, una gangrena en el costado del Iluminismo, consigue una mirada nueva sobre un género tan fértil como díscolo dentro del panorama literario continental.

 

Y en esos “teatros del mundo miniaturizados, en esos pequeños teatros del yo” que son los relatos, consigue formular algunas preguntas poco frecuentes (o poco articulables) que hacen trastabillar la realidad, ampliando de ese modo el abanico de lo concebible. En palabras de la autora: “Por un instante, algo invade algo y las jerarquías se borran. Entra el aire por alguna rendija invisible. Como en la poesía, en este tipo de relatos, la incredulidad queda, por un instante, suspendida y lo menos temeroso de nosotros mismos halla consuelo y agradece.”

La seguimos luego.

 

Publicado en Uncategorized | Deja un comentario

El revés de la trama 4: Las estelas como recurso narrativo

Al escribir “La ruta a Trascendencia” tenía una ventaja, no empezaba de cero. Como comenté en un post anterior, ya había escrito el cuento “Demasiado tiempo”, y sabía que no había explotado el tema lo suficiente. Una de las cosas que definitivamente había desaprovechado era las posibilidades narrativas que se abrían a partir de la existencia de las estelas temporales.

Tal vez convenga aclarar que, para graficar esas estelas temporales en el relato, intercalé los ecos de lo que los personajes decían (en la primera edición de la novela usé los signos “” para delimitar esas estelas, pero en la edición argentina, por cuestiones de estética, primó el criterio de usar itálicas. Por limitaciones de la interfaz de Blogger, que malinterpreta los signos “>” y “<”, aquí usaré corchetes).

Es así que una particularidad del contenido del relato —que algunos personajes vivieran extensamente en el tiempo, y que los “ecos” de lo que decían volvieran a aparecer en el texto— ponía en mis manos una herramienta narrativa eficaz: la posibilidad de usar esos ecos para pasar información de contexto al lector, retomar ideas durante un diálogo, crear evocaciones, e incluso asociaciones y recontextualizaciones caprichosas. Y es que, entre lo que pasa y el eco de lo que pasó se produce un diálogo, una tensión: las mismas palabras pueden significar cosas diferentes en la medida que los diálogos evolucionan.

Creo que esta herramienta le dio una consistencia particular al relato, una cierta originalidad expresiva, incluso una poética que, entonces y ahora, me parece novedosa (uno nunca sabe del todo a quién le está robando ideas, dicen que todo esta inventado).

Repasando el primer capítulo, aparecen varios ejemplos.

1) Apenas llega Tony a Trascendencia, sufre un extraño incidente automovilístico. Es su primer encuentro con un híbrido temporal y sus estelas. No está en condiciones de seguir manejando y Eduardo se ofrece a llevarlo al pueblo. El diálogo sigue. La estela de esa sugerencia permite retomar la idea (la oferta de Eduardo de llevarlo al pueblo) para justificar una acción al final de la escena.

(…habla Tony)
—Apague el proyector, señor —dije—. Es un peligro.
—No hay ningún proyector. —El tipo, no sé cuál de todos, me miró y diagnosticó acertadamente que yo estaba en estado de shock—. Hagamos una cosa: déjeme el coche acá y yo lo llevo al pueblo. Manejar por esta ruta puede ser peligroso para usted, con esto de las estelas.
—¿Qué son las estelas?
[¿Quién quiere saberlo?]
—Bueno, quisiera explicarle bien para que lo entienda. Pero seguro que su primo puede hacerlo mejor —dijo el hombre—. Somos nosotros, pero en otro tiempo. Aguante un cachito que saco la camioneta.
La mujer también se acercó a la tranquera. Era morocha, menuda y bastante atractiva. Frotaba una taza de café con un repasador viejo, como si pretendiera sacar un genio de aquel pocillo. Usaba un enorme reloj de pulsera. Noté que el hombre también tenía uno similar.
—Me llamo Clara y mi marido se llama Eduardo —dijo—. Fuimos de los primeros trascendis. No como su primo, que llegó después.
—¿Trascendis?
—Como dice mi marido, va a ser mejor que le explique su primo.
—¿Tiene algo que ver con las estelas? —pregunté.
—Sí, y con el primer epicentro.
El hombre interrumpió la conversación.
—Eduardo Sanguineti —dijo, extendiendo la mano para presentarse—. Cuando usted quiera nos vamos.
[No hay ningún proyector… déjeme el coche acá.]
Vacilé con la llave del auto en la mano.
—Déjele la llave a Clara… Entrá el auto, amor, que ya vengo. —El granjero me miró con aire divertido—. Voy a llevar al nuevo ayudante del comisario.


2) Otra posibilidad es usar las estelas para traer a colación una parte de la conversación anterior a la escena. En el texto no aparece en ningún momento la conversación de la que provienen esas estelas, pero ese fragmento de información llega de todos modos al lector.

(…)
Lando enfrentaba un dilema. Y a pesar de su intrínseca cobardía (que lo llevó a dilatar una decisión por dos o tres años) se las había ingeniado para encontrar un camino de salida. No era un asunto sencillo. Para entenderlo tuve que remontarme veintidós años hacia el pasado y pedir explicaciones sobre ese secreto que la milicia y los tracs se empecinaban en guardar.
Ante todo, decidí entrevistar a mi propio hermano. Es decir, a mi primo. Lando. Yo buscaba certezas que me permitieran conocer la verdad sobre Trascendencia. No me sentía cómodo interrogando a mi jefe, pero Lando me había llamado para eso.
[No, no estamos encerrados contra nuestra voluntad. ¿Me dejás que te explique?]
—Caminemos, Tony. Así podemos dejar atrás las estelas por un rato. Para mí es más difícil, pero ya estoy acostumbrado.

3) Las estelas permiten en el texto que sigue recalcar algunas ideas antes de la revelación. Nótese que cuando Lando dice “Todavía está funcionando”, el lector ya sabe de qué está hablando, el lector acaba de recibir el resto de la información a través de la estela.

(…habla Tony)
—¿Cómo es eso?
—El motor que impulsaba esa nave podía manejar el espacio-tiempo. ¿Se entiende? Los tripulantes de la nave, si los había, tenían que actuar en ese espacio-tiempo distorsionado. Es posible que ellos también estuviesen distorsionados.
—¿Distorsionados cómo?
—Así, como yo. Cuando la nave chocó en Primer Epicentro, esa distorsión que traía alcanzó a todos en un radio de diez kilómetros a la redonda. Los habitantes de Redención empezaron a desdoblarse en estelas.
Tragué saliva, conmocionado. Lando siguió caminando en silencio y tuve que apurarme para no perderle el paso.
—Recuerdo que los diarios hablaban de una epidemia cerebral o algo así —dije cuando lo alcancé.
—Ese desdoblamiento en estelas vuelve loco a cualquiera. —Rolando alzó la vista y miró en derredor, como si ese pasado estuviera todavía ahí—. Porque no es solamente la apariencia: toda la conciencia empieza a desdoblarse. Es terrible al principio.
Noté que cuando Lando hablaba de las estelas no se refería a los hologramas ni a los ecos que tanto me molestaban. Tal vez era como me había resumido Eduardo: eran ellos, pero en otro tiempo.
—Y si no sabés lo que te pasa —siguió Lando—, el pasaje de tridi a trascendi es un infierno.
—Ya me vas a contar —dije para evitarle el mal trago—. Después llegaron los militares.
—Sí. Dijeron que había una epidemia, lo cual no era del todo errado, y cercaron el pueblo. Así estamos desde entonces. Pero si no lo abrieron hasta ahora fue por mutuo acuerdo.
Lando se detuvo una vez más y saludó a una mujer que pasaba de la mano de sus dos hijos.
—Clara los puede cuidar —dijo. La mujer asintió y siguió su camino.
—¿A qué viene eso? —pregunté.
—Ayer me hizo una pregunta y se la estoy respondiendo.
—Buena memoria.
—No, Tony. Estamos ahí, en la puerta de la comisaría, charlando. Acaba de hacerme esa pregunta. Ahora sé la respuesta, eso es todo.
Me quedé pensando y Lando aprovechó para encender un segundo cigarrillo.
—Tengo que dejar esta mierda.
—¿El pueblo?
—Los cigarrillos.
La pausa duró dos o tres minutos, y en ese tiempo dos de sus estelas se acoplaron al original. Oí el eco de las explicaciones que me había dado.
[Cuando la nave chocó en Primer Epicentro, esa distorsión…]
[El motor que impulsaba esa nave podía manejar el espacio-tiempo. ¿Se entiende?]
—Todavía está funcionando —dijo Lando—. Los físicos que analizaron el proceso eran tridis, pero ya no lo son. Yo tampoco.


4) Las estelas me permitieron también poner el énfasis en un hecho que después sería importante en la novela: el amor de Lando por una mujer. Inmediatamente después de la porción de diálogo que acabo de citar arriba, surge el eco de una estela de Lando: “Clara los puede cuidar”. La estela nos dice en qué está pensando Lando. De esta forma, el narrador atestigua un hecho, pero no le da ningún valor. El valor puede dárselo el lector, o sencillamente queda el antecedente para cuando se revelen más detalles, hacia el final de la novela.

(…)
—Todavía está funcionando —dijo Lando—. Los físicos que analizaron el proceso eran tridis, pero ya no lo son. Yo tampoco.
—Dijiste que habías sido el primero.
—El primer voluntario, sí. Lo de los físicos fue un accidente. Pero gracias a esas transformaciones logramos avanzar en la investigación.
—Un sacrificio en aras de la ciencia —dije.
—Algo así.
[Clara los puede cuidar.]
—Sí, un sacrificio en aras de la ciencia —repitió Lando con la mirada perdida en la dirección en que se había ido la mujer.


5) Al final del capítulo. Las revelaciones llegan a Tony, pero después de que Lando se fue, así que no puede retrucarle.

(…)
Dijo algo más, pero en voz tan baja que no le entendí. Alguien se acercaba y evidentemente Lando no quería que oyera nuestra conversación.
—Ahora la seguimos —dijo, y se fue a atender al trascendi.
Estuve en vilo durante un minuto, hasta que la estela de Lando llegó a mi posición.
[Cuando les ofrecí un plan, una posible salida, aceptaron sin vacilar. Y los demás tracs también… Vos sos la parte principal de mi plan.]
Y yo que creía que me había llamado porque me extrañaba.

Avancemos un poco.

6) En el capítulo 4, las estelas sonoras del tango “Por una cabeza” (una serie de fragmentos tramposamente escogidos para que sugirieran otra cosa) me permiten mostrar, no explicar, las asociaciones de ideas que llevan luego a resolver el misterio del salón de baile de Hastings. Allí, unos jóvenes se habían incendiado, literalmente, comenzando por la cabeza. ¿La razón? Habían especulado (habían jugado a cambiar una y otra vez el futuro, iterativamente). La mecánica de ese proceso especulativo se explica más adelante. Lo interesante es que puedo sugerir las pistas sin detener la acción: Tony vuelve a casa y Susana está llorando.

(…)
Lando dormía en la habitación de al lado. Cerré la puerta que comunicaba ambos cuartos y bajé el volumen del amplificador. De poco me sirvió: los ecos del tango atravesaban la bruma eventual y llegaban hasta mis oídos con la misma sonoridad.
[No olvides, hermano, vos sabés, no hay que jugar…]
Susana estaba llorando.
[Por una cabeza, metejón de un día…]
—¿Qué te pasa? —le pregunté.
—Nada. Me voy a dar un baño.
[Quema en una hoguera todo mi querer.]
—¿Por qué llorás?
—No importa. Tengo sueño y quiero darme un baño.
Cuando volvió del baño, se metió en la cama y se hizo la dormida. La canción empezó otra vez. O tal vez eran las estelas.
[No olvides, hermano, vos sabés, no hay que jugar…]
[Por una cabeza…]
[Quema en una hoguera…]
—Apagálo —me pidió de mala gana—. Ya escuché bastante, no hace falta más.
No pegué un ojo en toda la noche.

7) ¿Puede una charla científica volverse romántica? ¿Ayudan las estelas a ello? Esta escena (perdonen la extensión de la cita) juega a cambiar el contexto de lo que se dijo para hacer que fragmentos de una explicación delaten, en otro contexto, intenciones románticas. Pero en esta escena suceden más cosas. Las estelas intercaladas permiten retomar ideas para avanzar con las explicaciones, hacen parecer que los personajes se “justifican” mentalmente antes de “atajarse” verbalmente, o que demandan la atención de su interlocutor sin hacerlo verbalmente, entre otros efectos. Es como si un duende invisible hiciera acotaciones, a veces con fines didácticos, otras simplemente para mofarse, de puro juguetón.

(…habla Susana)
—El espacio-tiempo puede ser comprimido o expandido —me explicó—, al menos en teoría. Una nave como la de los epics, que quiera moverse «más rápido que la luz», comprime el espacio-tiempo delante de ella y lo expande detrás.
Susana vio mi perplejidad y confusión, o quizá vio un futuro cercano donde al final de su trabajosa explicación yo le decía que no había entendido. Se puso en el papel de maestra y me dio un ejemplo.
—Mirá esa hormiga.
Esa hormiga era tres hormigas caminando en perfecta hilera.
—Las veo.
—Ahora imaginemos que esa hormiga puede moverse, con toda la furia, a dos centímetros por segundo. Y que se aleja de nosotros a esa velocidad.
—Sí.
—Pero, de repente, se sube a una oruga como ésta. —Me mostró una oruga tridi, en una hoja trascendi que ella acababa de sacar vaya a saber de dónde—. Y esta oruga también se mueve a dos centímetros por segundo, y se aleja de nosotros. ¿Me seguís, bachiller?
—Sí gordi, te sigo.
—¿A cuánto se mueve la hormiga?
—A cuatro.
—No, amor. Localmente se sigue moviendo a dos centímetros por segundo, pero se aleja de nosotros a cuatro centímetros por segundo.
—Retorcido, pero muy gráfico.
—Ahora lo voy a hacer más complicado. —Dejó la hoja en el piso—. Digamos que la oruga se queda quieta y lo que se mueve es el piso. Entonces la oruga arruga el piso que está por delante y estira el que está por detrás.
—Pobre hormiga.
—Chistoso. Bien, si la oruga fuera la nave, y la velocidad de la luz fuera de dos centímetros por segundo, y el piso fuera el espacio-tiempo que la nave comprime y expande, entonces se podría mover de un punto a otro más rápidamente de lo que lo haría la luz en un espacio-tiempo sin comprimir.
Tardé medio minuto en deglutir todo lo que me había dicho. Hay libros enteros con fórmulas matemáticas que explican este fenómeno, pero eso lo supe luego. Siempre que pienso en el plegamiento del espacio-tiempo, se me aparecen la hormiguita viajera y el gusanito arrugador.
—¿Y cómo llegamos desde ese gusanito a los trascendis? —pregunté.
[El espacio-tiempo puede ser comprimido o expandido…]
—Eso es más complejo. La mayoría son suposiciones, premisas.
Vaciló, y esa vacilación la pintó de cuerpo entero: por momentos muy segura, y por momentos endeble y llena de dudas.
Una mujer adorable.
—Lo primero a considerar —dijo Susana, jugando con la hormiguita viajera—, es que se necesita mucha energía para comprimir y dilatar el espacio-tiempo. Probablemente en el mismo orden que una pequeña nova. Así que tal vez la compresión no se hiciera con energía continua, sino con picos de energía pulsatoria. Eso explicaría la existencia de estelas puntuales, que bien podrían coincidir con los picos máximos de esos pulsos. Probablemente, si esa energía fuera continua, nuestra extensión temporal también sería continua. ¿Me seguís, Tony?
—Hasta la Luna.
[Con toda la furia…]
—Por otra parte, nada que estuviera dentro de la nave podría sobrevivir a una emisión de energía de ese tipo. Nada físico, quiero decir. Yo creo que si estos tipos tienen la habilidad de manipular más finamente el espacio-tiempo, podrían trascender y poner el eje de trascención en su pasado. De esa forma estarían a salvo de las emisiones de energía.
Susana hizo una pausa mientras yo trataba de digerir esa idea.
[La mayoría son suposiciones, premisas.]
—Todo esto es muy loco —se atajó. Tal vez pensaba que yo estaba en condiciones de objetar algo de su explicación—. La verdad es que no tengo la menor idea de cómo se puede distribuir toda esa cantidad de energía en distintos ejes de trascención. Pero eso explicaría por qué el impacto no acabó con media provincia. O con todo el planeta. El núcleo de la nave está cien metros bajo tierra. Una de las dudas que todavía tenemos es dónde fue a parar toda la energía cinética del impacto.
—No dónde, sino cuándo —objeté con tono triunfal.
—Sí, eso —concedió Susana.
[¿Me seguís, Tony?]
—O sea que manejaban la nave, previendo eventos futuros y corrigiéndolos mucho antes —arriesgué yo—. En ejes de trascención anteriores al de la nave.
—O no, quizá tuvieran multimotricidad absoluta y manejasen las naves directamente con sus estelas. Y esas estelas terminaran consumiéndose, sólo para se crearan estelas nuevas. No sabemos de qué están hechos estos tipos. Para eso habría que llegar al corazón de la nave y hasta ahora no pudimos. En ese caso tendrían que lidiar con las paradojas, pero sería en medio del espacio vacío. Donde no hay nada, o casi nada, tal vez haya menos consecuencias paradojales… No tengo idea.
—¿Por qué razón el equipo no pudo llegar a la nave?
—Encontramos fragmentos, incluso parte del mando de la nave, pero no pudimos llegar al motor. Hay radiaciones, la temperatura aumenta abruptamente a medida que excavamos. Los sonares no pueden detectar el núcleo. En temporada alta parece cambiar de posición o los instrumentos derivan.
[El espacio-tiempo puede ser comprimido o expandido…]
—¿Cuerpos?
—No. No había nada que pudiéramos considerar cuerpo.
—O sea que era manejada a control remoto.
—O esos cuerpos están en otro eje de trascención.
—¡Mierda!
—¿Ya te estás cansando, amor?
—No, pero cambiemos de tema.
[Al corazón de la nave.]
[Con toda la furia.]
[Los instrumentos derivan… Al corazón de la nave.]
Susana siempre supo cambiar de tema sin decir palabra.

La seguimos luego.

Publicado en Uncategorized | 3 comentarios

El revés de la trama 3: Tony y Lando

Tenía dos elementos entonces: la base (la idea de la trascención y las estelas) y un abordaje posible (el viaje iniciático). ¿Qué clase de personaje podía usar para jugar con estos elementos? Por el cuento sabía que tendría un componente denso de especulación científica o pseudocientífica, por lo tanto necesitaría un personaje que fuera capaz de decodificarla para el lector, o que al menos supiera hacer las preguntas correctas. Además, el personaje tenía que soportar sobre sus hombros, de manera no muy artificiosa, la narración del relato (en primera persona).

Más por vagancia que por otra cosa, decidí que fuera periodista, como yo. De esa manera, al menos al principio, directamente le daría mi propia voz, y luego, en la medida que lo fuera conociendo en acción, tal vez podría ajustar su discurso. Decidí también que el personaje tuviera poco background: unas ciertas obsesiones, algunos antecedentes familiares que justificaran el viaje a Trascendencia y no mucho más. Y con estas coordenadas iniciales, como en los ejercicios que propuse en “Limitaciones en los personajes” y en “Dominó”, el personaje se fue construyendo solo.

De esas impremeditadas inferencias que iban vistiendo al personaje (sobre la acción, prácticamente en el mismo momento en que escribía la historia), nació en retrospectiva, durante la reescritura, uno de los patrones o esquemas predominantes de “La ruta…”. De hecho, un mecanismo que resume toda la historia: el protagonista siempre termina ocupando el lugar de su primo. Esto sucede dos veces. La primera, contada en retrospectiva, cuando el protagonista queda huérfano y se va a vivir con los tíos. Lando se va de la casa, deja un vacante un rol que Tony, el protagonista, terminará asumiendo.

Después de la muerte de mamá, me mudé a la casa de mis tíos maternos y mi primo Rolando. Esa nueva vida en familia fue buena por un tiempo. Después, Lando-Rolando se fue. Era mayor que yo y cuando cumplió los veintiuno decidió enrolarse en la Gendarmería. Yo ocupé su lugar, pasé a ser el hijo oficial, pero todos sentimos su partida como una pérdida.

La segunda cuando llega a Trascendencia, el primo Lando comienza a apartarse de este mundo y, metafóricamente, vuelve a abandonarlo. El ciclo se cierra:

Cuando Trascendencia se quedó sin comisario, el ayudante se hizo cargo. El ayudante era yo. No era el más capacitado, pero así son las cosas en Trascendencia.

No hubo ceremonia. Fue tan discreto como había sido el comienzo de mi viaje. Esa travesía que empezó con la búsqueda de un trabajo y de un hermano perdido terminaba con mi conversión en trascendi y mi sumisión total a una religión donde ser inocuo es el valor máximo…

La seguimos luego.

Publicado en Uncategorized | 2 comentarios

Interludio 4: “La duna del 40° aniversario” (y las arenas que cantan)

Este post surge de una lectura organizada en el bar de FM La Tribu, el pasado 8 de Octubre. Allí leí el cuento “La duna del 40º aniversario”, y muchos me preguntaron de dónde salió. El siguiente artículo fue escrito para la sección Zapping de la revista Axxón en noviembre de 2002, y cuenta la idea germinal del cuento. Para ver ilustraciones, referencias bibliográficas, links a material multimedia y demás, pueden visitar el artículo original.

Durante milenios, los nómadas del desierto han oído voces y

sonidos misteriosos provocados, a su decir, por fantasmas y
demonios. Marco Polo creía que a veces los espíritus malignos
“llenaban el aire con sones de instrumentos musicales de todo
tipo, redobles de tambor y chasquidos de espadas”.
Investigación y Ciencia, dic. 1997. “Los sonidos de la arena”

Un día cualquiera, de paseo a la hora del almuerzo por la avenida Corrientes, entro a un local de venta de libros y revistas viejas y, por unos pocos pesos, me llevo cuatro o cinco Investigación y Ciencia —la versión en español de la reputada Scientific American—. Y ése es precisamente el principio de todo. Como dice Eduardo Carletti, a menudo el punto de partida de un argumento de Ciencia Ficción está en los artículos científicos, los documentales, los libros de divulgación y las obras de consulta. En mi caso, el punto de partida para “La duna del 40° aniversario” fue un artículo de una de esas revistas Investigación y Ciencia titulado: “Los sonidos de la arena” (Franco Nori, Paul Sholtz y Michael Bretz de la Universidad de Michigan; Investigación y Ciencia, diciembre de 1997), originalmente aparecido en Scientific American (septiembre de 1997).

¿A qué sonidos se refiere este artículo? ¿Cómo se forman? De eso se trata este Zapping.

Los sonidos originados por los arenales en algunos desiertos y playas constituyen uno de los fenómenos más desconcertantes de la naturaleza. Los habitantes de esas zonas creen oír campanas, trompetas, sirenas, órganos, tambores, murmullos, gemidos, ruido de motores, truenos e incluso golpes metálicos. Obviamente, no falta quien crea que las arenas del desierto están pobladas por fantasmas y demonios que reclaman la atención de los vivos. Los científicos prefieren explicaciones menos esotéricas. Hasta hoy han sido localizadas al menos 30 “dunas retumbantes” en desiertos y playas de África, América y Asia. Una lista incompleta de esos sitios incluye:

La Montaña de Arena (Estados Unidos)
Las Dunas de Kelso (Estados Unidos)
La Montaña del Cascabel (México)
Las Arenas Crujientes de Kauai (Hawai)
El Bramador (Chile)
El Punto de Diablo (Chile)
Las Dunas del Kalahari (Sudáfrica)
Las Dunas de Namibia
Bir el Abbés (Argelia)
Um Said (Qatar)
Dunhuang (China)

Sin embargo, los científicos todavía no saben cuál es el mecanismo por el cual, en determinadas condiciones, esas dunas “cantan”. ¿Depende del tamaño y forma de los granos? ¿De la interacción dinámica de estas partículas durante una avalancha?

Los sonidos de la arena no siempre son espectaculares. Cuando alguien pasea por una playa, la arena cruje. Este tipo de arena se denomina “crujiente” o “silbante”. Pero existe otro tipo de arena “retumbante”, que en su momento llamó la atención de Marco Polo y de Charles Darwin. En el libro The Voyage of the Beagle, Darwin hace algunos comentarios cortos sobre este fenómeno en Brasil y Chile. En el capítulo XVI del diario, dice:

El primero de julio (de 1832) alcanzamos el valle de Copiapó. El aroma del trébol fresco era realmente delicioso, después del aire inodoro de la zona seca, estéril, Despoblado (sic). Mientras estábamos en la ciudad, pude oír una historia de parte de varios de los pobladores, acerca de una colina en las inmediaciones que ellos llaman “El Bramador”, el rugidor. No presté suficiente atención en ese momento al cuento pero, por lo que pude entender, la colina está cubierta de arena y el ruido se produce sólo cuando la gente, al ascenderla, pone la arena en movimiento. La misma circunstancia se describe en detalle con la autoridad de Seetzen y Ehrenberg, como la causa de los sonidos escuchados por muchos viajeros en el Monte Sinaí, cerca del Mar Rojo. Una persona con la que conversé, escuchó ella misma el ruido: lo describe como muy sorprendente y estableció claramente que, aunque no podría explicar cómo es causado, para que se produzca es necesario que la arena ruede pendiente abajo. Un caballo caminando sobre arena de grano grueso seca causa un peculiar ruido de “chirping” debido a la fricción de las partículas, una circunstancia que advertí varias veces en la costa del Brasil…

Según los científicos, este sonido se oye en dunas que están lejos del agua, en desiertos o en las llamadas “playas traseras”, alcanzando distancias de hasta 10 kilómetros del lugar donde se producen.

Las arenas retumbantes crean sonidos sordos, de entre 50 y 300 Hertz (ciclos por segundo) y que duran un máximo de 15 minutos en las dunas más grandes (lo normal es sólo segundos). Como bien sospechaban los habitantes del valle de Copiapó, el secreto del sonido parece estar en las avalanchas. Antes de que se desencadene una avalancha los vientos arrastran la arena hasta construir una duna con una cierta pendiente. En el caso del desierto, alcanzan unos 35°. Llegado este punto, la arena a sotavento de la duna inicia el desplome, de forma que las capas de arena se deslizan sobre otras inferiores como en un mazo de naipes. Los granos de las capas superiores caen sobre los inferiores y, transitoriamente, en los intersticios que hay entre ellos, para rebotar y seguir su descenso. Se cree que la fuente de sonido está en ese movimiento vertical de vaivén.

Esta primera aproximación al fenómeno no es suficiente y queda mucho por explicar a propósito de las vibraciones. De hecho, todavía no se sabe demasiado sobre las frecuencias de las arenas retumbantes. La Montaña de Arena (Desierto de Nevada, Estados Unidos) retumba entre los 50 y 80 Hz. Los autores del trabajo publicado en Scientific American sostienen que allí se producían sonidos similares al del didgeridoo: un instrumento de los aborígenes australianos que se caracteriza por una baja y monótona cadencia. En los arenales de Korizo (Libia) y en el desierto del Kalahari (Sudafrica) ese rango de frecuencias va de los 130 a los 300 Hz. En casi todos estos casos el resultado es un sonido estridente.

Si bien el diámetro de los granos de arena, sean activos acústicamente o no, ronda los 300 micrones, los científicos notaron que los retumbantes se distinguen por su superficie alisada y no todos muestran morfología esférica, como se creía en un principio.

La humedad es otro factor clave. Si bien las dunas retienen humedad con notable eficiencia, los retumbos se producen en las partes en que la duna se seca antes. Con todo, los científicos presumen que las precipitaciones hacen decantar el polvo que impide el movimiento de los granos de mayor tamaño. La secuencia de formación de las dunas retumbantes (que el cuento reproduce artificialmente) sería:
  • El viento transporta la arena a través de largas distancias, la pule y la acumula formando la duna.
  • La lluvia elimina el polvo que impide el movimiento de los granos más grandes.
  • La duna se seca en pocas semanas.
  • Cuando la pendiente supera los 34°, la duna comienza a derrumbarse.
Otro de los factores que podría tener alguna incidencia en el proceso, aunque los científicos lo han desestimado por el momento, es que en las avalanchas se suelen producir fenómenos electrostáticos: los granos se unen formando filamentos. En 1936, en el desierto del Kalahari, fueron observados filamentos de hasta 13 milímetros, cargados electrostáticamente. Al momento del artículo, no existían trabajos serios en esta línea de investigación.

Mientras los científicos tratan de llegar a un modelo convincente del fenómeno de las arenas retumbantes en el laboratorio y en campo, la imaginación puede llevarnos a escuchar esas arenas que cantan (graves, estridentes) y que quieren decir algo a quienes tienen la suerte de escucharlas.

Publicado en Uncategorized | 3 comentarios

Interludio 3: Paisajes inquietantes

Este relato pertenece a Héctor Ángel Benedetti, escritor, ensayista, investigador, conductor radial y coleccionista, pero que ha incursionado poco en la ficción. Sin embargo se animó con varios cuentos que reflejan su pasión por las estaciones ferroviarias, los pueblos del interior de la Argentina y sus misterios. De este cuento (más bien un “sucedido”) rescato el lenguaje, el tono y el escenario. Me gusta mucho, espero que ustedes lo disfruten.
 
 
 
El pueblo de metal
 
por Héctor Ángel Benedetti

Conservo la memoria vívida, exacta en todos sus detalles, de la época en que estuve haciendo un relevamiento del Ferrocarril Provincial que iba desde La Plata hasta el Meridiano Quinto, en Mira Pampa. Fue durante el primer semestre de 1961, luego que el balance del año anterior, como todos desde hacía décadas, informara que la relación entre gastos del ramal e ingresos del sistema había sido negativa. Las cifras, por demás elocuentes, apoyaban la decisión del Ministerio de cerrarlo definitivamente; aunque aún no se había anunciado en forma oficial, en la administración ya se sabía que a más tardar hacia julio saldría el decreto determinando la clausura de, por lo menos, los cuatrocientos kilómetros entre Carlos Beguerie y la punta de rieles, pues era el tramo con mayor déficit. Por ser ingeniero de vías y obras, me encargaron recorrer la línea y evaluar qué podía recuperarse tras su inminente desactivación; tarea que debía cumplir en secreto, porque los empleados de aquella sección intuían su futuro y empezaban a inquietarse. El sindicato poco podía hacer mientras no hubiera una notificación formal, pero por precaución la gerencia prefirió que mi peritaje se hiciera en medio de un total hermetismo.
Un martes a las diez de la noche el tren me dejó en una estación que se llamaba Galo Llorente. Catorce paradas había visitado contando desde Mira Pampa, más el jerarquizado edificio del ramal a Pehuajó; ¿qué sorpresa podría esperarme? Sería, pensé, lo rutinario; un informe calcado de los otros. Como muchos puntos del itinerario del Provincial, Galo Llorente no tenía pueblo en torno suyo; pero el ferrocarril le había puesto una importante construcción con la esperanza que algún día se formase allí un caserío. Esto jamás ocurrió, y la estación sobrevivía plantada en campo raso, para un mínimo tráfico de cargas y el casi nulo movimiento de pasajeros. De hecho fui el único en apearse. Me identifiqué ante el jefe (como hiciera con los demás, me limité a decirle que inspeccionaba la enrieladura) y pedí hacer noche allí mismo, para no tener que andar yendo y viniendo desde Carlos Casares o Nueve de Julio. El encargado arregló para mí un catre en una dependencia.
Por la mañana, caminando sobre el terraplén en dirección a La Plata (quiero decir, entre Galo Llorente y Amalia), detecté una irregularidad: había, un kilómetro adelante, restos de un desvío particular, aparentemente clandestino; saliendo de la vía única se dirigía hacia el nordeste y moría tras unos pocos metros. Eso era lo que veía entonces; originalmente debió ser mucho más largo. Como sabe cualquiera que esté iniciado en cuestiones del ferrocarril, construir un desvío no es cosa sencilla ni barata; requiere materiales, mano de obra y tecnología, y desde luego no puede tenderse sin aprobación. Sin embargo ese desvío no figuraba en ningún manual, ni siquiera en los más antiguos; no estaba inventariado, y a efectos administrativos no existía. Antes de telegrafiar a la cabecera le pregunté al jefe de Galo Llorente por aquella rareza, ciertamente única. El buen hombre se excusó con inocencia: él hacía solo dos años que operaba en ese paraje; por supuesto que tenía conocimiento del desvío desafectado, pero nunca se preocupó porque sus cambios estaban anulados desde hacía mucho tiempo y, francamente, ignoraba en qué época estuvo activo y quién había sido su propietario. No obstante, quizá comprendiendo que era una lejana y gravísima infracción, me dijo que mejor podría informarme un hombre de la zona; un viejo de apellido Castro, cuidador de un campo vecino que aquella misma tarde, hacia las tres, iría por la estación a retirar una encomienda.
A las tres en punto estaba esa persona por su trámite; treinta años de ver pasar al ferrocarril le habían contagiado puntualidad. El jefe nos presentó: era un criollo antiguo, que venía con ropa de fajina rural; curtido, circunspecto. Su ceño inspiraba, o más bien exigía, el silencio. Entendí que su respeto lo encerraba y le entorpecía cualquier conversación; cuando le pregunté por el desvío, miró el suelo cinco segundos, como buscando las palabras, y lentamente empezó a explicarse.
—Sí; ya sé de qué me está hablando usted. Nací en Quiroga, señor, pero me crié en estos campos; todavía me acuerdo que el tren no estaba la vez que pasó Marcelino Ugarte, y eso que yo era un chico; también me acuerdo de Casares vieja, y de la lluvia que inundó las chacras de La Aurora. ¡Cómo puedo olvidarme del desvío, si trabajé poniéndolo! Fue en el año quince; nos conchabaron a todos porque hacía falta gente. Mi madre, señor, tenía sesenta años y cocinaba para la cuadrilla. El desvío se hizo para llevar materiales hasta una empresa; esto era dos kilómetros adentro. Nadie se enteró a qué se dedicaría ese establecimiento, ni creo que tuviera nombre; o por lo menos no lo supe yo.
Me extrañó que, siendo de la región y habiendo trabajado ahí, después de cuatro décadas y media solo conservara una referencia vaga.
—Lo que fuera, nunca terminó de hacerse; pero llegaron a montar una cosa muy rara. Nos hicieron levantar en medio de la nada un campamento de metal. De metal, como lo oye. Doscientas varas por otras doscientas, y un claro en el centro; todo en fierro de segunda mano, con planchas, barras, varillas, alambres. Tenía casuchas (ni dos iguales) y letrinas; había depósitos, garitas, varios despachos y otras construcciones, algunas sin sentido; recuerdo un vallado de perfiles, que no era muy largo y que terminaba como había empezado: sin cerrarse. Tuvimos que poner un molino, y unos rieles podridos clavados a pique que eran columnas cortas, o quizá palenques. El desvío llegaba hasta el costado de un tinglado que no tenía paredes. Todo estaba colorado por la herrumbre; jamás vi madera o ladrillo. En los pisos de tierra, por donde mirase, topaba uno con escoria, limaduras, y piezas más grandes también: bulones, ganchos, bisagras, eslabones; hasta herraduras tiradas había, y eran completamente inservibles. ¿Me cree si le digo que era como una isla de fierro en mitad del campo? Ni los capataces sabían para qué era todo eso. Y como si fuera poco lo extraño, más de una vez aparecieron chucherías en los alrededores. Una estatuita de acero, por ejemplo; figúrese desenterrar algo así mientras se palea un pozo. Y otro día, macheteando pastizales para hacer el terraplén, dimos con una bola que parecía de bronce; bronce macizo y verdinoso, y que tenía una raya profunda pegándole toda la vuelta. Si me atiende la comparación le dire que era como una bocha, pero de medio metro, más o menos. ¿Para qué serviría, por qué estaba ahí? Ni esa vez ni ahora encontramos contestación, aunque (créame) le dedicamos bastante al asunto. Pero no sé si era lo más extraordinario de ese lugar; a mí en realidad me intrigaba aquel asentamiento sin lógica. Parecía más el obrador de un loco que el de un ingeniero. Y para qué negarle que las construcciones nos daban un poco de miedo, porque no las entendíamos; de lejos se veían puestas sobre la llanura casi pelada y formaban una cosa vieja, oxidada, monstruosa. No nos gustaba mirarla de noche, cuando le pegaba la luna. Dos peones desertaron y se fueron a trabajar a otro lado, y supongo que hicieron bien.
Le aseguré que me interesaba visitar el campamento.
—De eso no quedó nada: como le dije, no llegó a funcionar; quedó abandonado y un tornado en el treinta y dos tiró abajo lo poco que se mantenía en pie, y después vinieron unos chatarreros a desmantelar y llevarse el resto. Se hicieron de una buena cantidad, señor; eso se lo puedo firmar. Si nunca terminó de hacerse el establecimiento, habrá sido por lo que pasó al final de aquel año quince.
El viejo lo dijo con un tono conclusivo, pero a propósito dejó abierta nuestra curiosidad y el jefe de la estación le preguntó qué había acontecido.
—Era diciembre; una tarde de mucho calor. Casualmente era la primera vez que mandaban una locomotora al desvío, pero solo para probar. Desde la mañana venían formándose unas nubes gordas, cargaditas; el viento del este trajo unas cuantas más. El aire estaba muy pesado y respirábamos la tormenta. Cuando el cielo se puso negro cayeron unas gotas para aliviarnos, aunque nada del otro mundo; a las seis sentimos un bramido espantoso, y lo que vino a continuación fue terrible. La lluvia no era tanta; eran los rayos, señor. Nunca vi una cosa así. Caían con una fuerza tremenda, uno atrás del otro sobre el campamento; estábamos aterrados y no nos animábamos a guarecernos en las casillas o en los galpones, porque todos los lugares eran alcanzados, y corríamos de aquí para allá sin saber dónde ir. ¿Sabe lo que era eso? Los refucilos parecían quedarse un rato, y algunos se movían sobre los fierros antes de borrarse. Uno cayó sobre una argolla que estaba tirada: la levantó en el aire y la pulverizó. Otro de esos rayos que duraban bastante dio contra el costado de la locomotora y le dibujó una línea de izquierda a derecha, como una gran soldadura. Se olía la electricidad. No teníamos a dónde escapar, pero era claro que las descargas no nos buscaban a nosotros, sino a las construcciones; así que disparamos al campo abierto, y aunque digan que es el peor sitio cuando hay tormenta, no era el caso de aquel día. Vimos una centella que brotó al revés, desde una columna hacia las nubes; también unas chispas que se elevaban para reventar en el aire, y cantidad de relámpagos que se abrazaban al molino, a las vallas, a los perfiles; retumbaban en el techo de las habitaciones, y era un infierno. Mi madre rezaba y todos, peones y capataces, estábamos como petrificados. Una hora habrá durado aquello. Cuando se despejó ya era de noche, y la luna y las estrellas iluminaban otra vez el campamento y lo hacían parecer un fantasma.
Impresionados por el relato, el jefe de la estación y yo no supimos qué decir. Los tres permanecimos callados un instante, una eternidad. Le ofecí un cigarrillo al viejo; no lo aceptó. Luego respiró hondo, esperó otro poco y agregó:
—Hubo algo más, después. Bajo el tinglado, ese que no tenía paredes, estaba la bola de bronce que encontramos haciendo el terraplén. Los rayos se habían ensañado con ella; ahí cayeron más refucilos que en cualquier otra parte. Por algún motivo que nunca nos explicamos, la bola los atrajo más; pero seguía en su sitio cuando volvimos: le veíamos unas marcas negras por las quemaduras, unos manchones como los que quedarían en un cuchillo puesto al fuego, pero ninguna deformación. Se notaba que ya estaba fría, y no sé qué aprensión nos quedaba que nadie quiso ni siquiera tocarla. Uno de los peones (el más chico de los Duarte, que venía de trabajar en Chivilcoy, o en Bragado) decidió alzársela para recuerdo. “Zonceras del muchacho”, pensé; “si de pesada, nomás, mañana la deja tirada otra vez”. Yo estaba mirando a unos metros, señor. El peón, como le cuento, probó de agarrarla; apenas la tocó cayó fulminado.

-.-

Publicado en Uncategorized | Deja un comentario