El establishment literario parece no estar dispuesto o ser capaz de reconocer que la ciencia ficción británica está pasando por una edad de oro. Opinión, por Adam Roberts
Cuando me enteré de que Kim Stanley Robinson pensaba que era probable que mi novela de ciencia ficción, Yellow Blue Tibia, ganara el premio Man Booker de este año, casi me caigo de mi silla. Es una silla bastante destartalada, pero aún sirve. El hecho de que Robinson es uno de los cinco más grandes escritores de ciencia ficción hoy vivo (probablemente junto con Brian Aldiss, Samuel Delany, Ursula Le Guin y Gene Wolfe) significó que mi reacción estuviese compuesta de una parte de vanidad y ego, una parte de legítimo orgullo, y tres partes de entusiasmo de joven fan.
En realidad, el argumento de Robinson no es por mi novela:, más bien es un elocuente golpe que lanza sobre el apartheid literario que mantiene a la literatura del género de ciencia ficción fuera de la creación literaria respetable. Ni una sola novela de ciencia ficción foma parte de la lista de nominaciones del Man Booker de este año, esto a pesar, como señala Robinson, de la extraordinaria calidad de la buena ciencia ficción contemporánea que se está publicando: «el alcance, la profundidad, la intensidad, el ingenio y la belleza de la ciencia ficción en el Reino Unido en estos días es simplemente increíble … uno tiene que preguntarse, ¿cómo es que un grupo de semejante poder intelectual puede estar trabajando al mismo tiempo, y en nuestro tiempo, en eso?» Obviamente no estoy en condiciones de decir si su generosa evaluación de mi novela es correcta, pero apoyo con entusiasmo su tesis más amplia. La ciencia ficción del Reino Unido está, de hecho, pasando por una edad de oro.
Como muchos escritores de ciencia ficción, tengo mucha experiencia en la hostilidad inconsciente que evidencia, por ejemplo, mi colega profesional de la Universidad de Londres y jurado del Booker John Mullan en su reacción contra el artículo de Robinson. Sin llegar a leer nada de ciencia ficción contemporánea, desestima el género como «comprado por un tipo especial de persona con cosas raras y especiales que los mueve a reunirse unos con otros». ¡Ay, John! (Además, ¿usar «especial» de esta torpe manera eufemística? No es lindo.)
Por supuesto, la ciencia ficción tiene sus propios premios, en particular el Hugo y los premios Nebula en los EE.UU., y el Arthur C Clarke y los premios BSFA en el Reino Unido. Más, se puede argumentar que el premio Booker en realidad es sólo otro premio a un género; el género, en este caso es «ficción histórica y contemporánea». Tal vez los escritores con un alcance más imaginativo —los autores no constreñidos por la desgastada y tibia línea del realismo Victoriano-Eduardiano, la autobiografía novelada y lo mundano en general— deberían ver la preselección anual del Booker con un cortés desinterés. Pero no estoy convencido. En el Reino Unido, este premio tiene el más alto perfil para cualquier aficionado a los libros fuera de, tal vez, el Nobel. Para muchas personas, es un indicador anual sobre lo que es bueno en novela. Esto le hace un flaco favor al público lector en general al implicar, como es el caso de este año, que la buena ficción actual está bastante limitada a la novela histórica. Imagínese si el Premio Mercury a la Música preseleccionara sólo discos de jazz. Además, no hay nada dicho en las categorias del propio Booker que limite al estrecho abanico de tipos de ficción que, en general, recortan.
He estado leyendo la lista del Booker de este año, como de costumbre, y ha sido una experiencia interesante. Como los comentaristas han señalado, los títulos de casi todas las de este año son ejemplos de novela histórica, todos ellas muy bien manejadas. Wolf Hall, de Hilary Mantel, en particular, me pareció una pieza de ficción magníficamente construida. Pero una de las cosas más impresionantes en el libro de Mantel es precisamente la creación de un mundo, una inmersión creíble en la Inglaterra del siglo 16. Esta es una habilidad fundamental de los escritores de ciencia ficción y fantasía. Si Mantel hubiese puesto un dragón o dos, podría haber sido echada hacia el British Fantasy Award. Es un premio que podría haber tenido el orgullo de ganar.
De hecho, encontré que una cantidad [de obras] de la lista de este año está construida esencialmente en torno a conceptos de ciencia ficción, aunque la mayoría en formas sofocadas: Summertime de Coetzee trata, entre otras cosas, acerca de la incertidumbre en el rostro de las versiones de la realidad, el tema que Philip K Dick llevó adelante de esa manera tan brillante. El absorbente The Children’s Book de Byatt, aunque tiene raíces en un detallado Eduardismo, es en parte sobre la fantasía, y se estructura en torno a la entrada y expulsión de paraísos del tipo de Narnia, o infiernos anti-Narnia. The Quickening Maze, de Adam Foulds, está ambientada en la década de 1840, y habla sobre trascender la realidad y destila momentos intensos que se acercan al sentido de la maravilla de la ciencia ficción. Son todas buenas novelas. Pero cuán mejores habrían sido si sus autores se hubiesen permitido jugar con la paleta de pintor completa de la ciencia ficción y fantasía.
Otra ironía es que mi libro, Yellow Blue Tibia, también es una novela histórica, ambientada en la URSS en 1986. Mi 1986, sin embargo, sufre de una invasión extraterrestre, mi personaje principal es un escritor de ciencia ficción preocupado por la naturaleza de la realidad y de los universos múltiples [que surgen] de la interpretación de la teoría cuántica. Eso es lo que el «realismo» o la «realidad» debería ser, yo diría: que no una camisa de fuerza, sino la arcilla en las manos del escultor.
Sobre el autor de este artículo de opinión:
Adam Roberts es profesor de literatura del siglo 19 en Royal Holloway, Universidad de Londres, y autor de varias novelas de ciencia ficción. Su último libro, I Am Scrooge: A Zombie Story for Christmas, será publicado por Gollancz el 1 de octubre.
Fuente: The Guardian. Aportado por Eduardo J. Carletti
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