Se levantó del barro luchando contra la viscosidad; temblándole las rodillas; resbalando una y otra vez sobre la arcilla empapada de una pequeña ladera rodeada de pinos. Se miró el cuerpo. Estaba cubierto por una complicada cota de cuero curtido y remachado en hierro. La suciedad opacaba el metal de los clavos. Hacia calor. La luz de lo alto, en el cielo grisáceo, le dañaba los ojos haciéndole parpadear.
No tenía idea ninguna en su mente, sólo remolinos de emociones apenas formuladas que giraban caóticamente sin lograr asirse a nada. Notó un tirón en el pelo y se tocó una enorme costra de sangre semicoagulada en una sien. Nada más hacerlo fue consciente del intenso latido de dolor que le sacudía todo ese costado de la cabeza. Estaba herido.
A su lado había un largo objeto de metal. Sin saber porqué, lo cogió y comenzó a andar. El cielo le deslumbraba con su intensa palidez lechosa. Debía ser poco más de mediodía. Los pinos goteaban agua y, de vez en cuando, alguna ráfaga de aire removía olores a tierra mojada, a aliaga y a algo más que no conseguía identificar. Caminó entre los árboles, aún con paso inseguro. Un poco más abajo había robles, cerca cantaba un arrollo. Se aproximó al agua y metió la cabeza dentro, intentando matar el latido de dolor que le torturaba. El agua estaba fría, sintió el golpe helado en el rostro subir hasta la nuca. El tirón de la corriente jugaba con su pelo, le acariciaba las mejillas como con dedos de acero afilado. Sacó la cabeza del agua notando como la sangre le acudía a la piel para calentarla y descubrió que tenía la boca pastosa, como anegada de polvo. Bebió largamente, directamente de la corriente.
Se sentó en una peña y, poco a poco, el remolino que era su mente empezó a dar señales de querer parar. Y casi fue peor, pues cuando las hilachas de incoherencia dejaron de moverse, descubrió que no había nada detrás de ellas, no recordaba quién era, cómo se llamaba, dónde estaba y porqué. Todavía tenía aquella pieza de hierro agarrada en la mano, sujeta por un mango cubierto de algo blando y de fácil agarre. "Espada" era su nombre. La blandió un par de veces en un gesto que su cuerpo reconocía como habitual. Recorrió la hoja buscando inscripciones.
No tenía ninguna. Era una delgada lámina de acero muy afilada, anónima y letal. Se tocó la sien herida, aturdido, mientras un pájaro carpintero repiqueteaba en la lejanía.
Tras un rato de reposo, comenzó a andar siguiendo el arroyuelo, sin ninguna idea fija, con la mirada todavía errabunda sobre aquel paisaje que no recordaba. En un par de kilómetros el arroyo dejó atrás peñas y abruptas pendientes, y se fue engrosando hasta terminar en una presa artificial: un remanso de agua rodeado de pinos y rocas sobre el que volaban las aves rozando con sus picos las aguas. Rodeó aquella masa acuática sintiendo que conocía todo aquello, pero sin poder recordar nada más. Se paralizó cuando escuchó un rebufo detrás de unas rocas. Se acercó lentamente, intentando no hacer ruido, hasta asomar la cabeza por encima de la peña.
Se extendía entre rocas y árboles un claro cubierto de hierba rala. El caballo piafaba mascando la hierba que crecía entre los cadáveres. Había cientos de ellos, ensartados en lanzas, cubiertos de sangre, con miembros, ojos y tripas arrancados, despojos teñidos de rojo. Algunos tordos y cornejas volaban de aquí para allá pellizcando carne con sus picos amarillos.
Se sentó sobre la peña mirando aquella escabechina, tocándose la sien que ya no sangraba, intentando hacer acudir a su cabeza palabras que explicasen aquello.
Bajó de la peña y caminó por el pequeño calvero espantando a los pájaros y al caballo. Los cadáveres descansaban en las mismas posturas en que habían caído. Ni uno solo de ellos estaba libre de terribles heridas, cabezas aplastadas, pechos hendidos, chuzos clavados en los ojos. Había dos uniformes diferentes entre los caídos, uno de los cuales era igual a las ropas que vestía, de color azul. Los otros estaban cosidos mezclando cuero sin teñir y terciopelo rojo. No vio pendones ni insignias en los pechos. ¿Tendría que haberlos?
Se detuvo delante de una de aquellas caras estragadas. Se sujetó la cabeza acariciando la herida en la sien con dedos nerviosos. Aquel rostro —ancho de mandíbulas, con una sombra de espesa barba, de nariz corta, de pómulos elevados y cejas pobladas— le era conocido... movimiento, gritos, dolor... recordaba un trazo de acero y luego la oscuridad. Aquella cara le producía malestar físico. A pesar de él, se obligó a mirarla, intentando descifrar el jeroglífico de los rasgos lívidos. El rostro le devolvía su ensangrentada y silenciosa mirada sin poder responder a sus preguntas.
Un sonido como un trueno lejano, le extrajo de su concentración. Miró al cielo sin saber porqué. De inmediato se sintió vulnerable en medio del claro y corrió al bosque a esconderse en la espesura. Al poco tiempo un gran objeto de metal y cristal, resoplando y manteniéndose en el aire sin ayuda de nada visible, se detuvo sobre el claro. Intentaba recordar, pero no conseguía adivinar qué era aquello, solo tenía la sensación de que no era peligroso. Sin embargo permaneció oculto. El objeto bajó hasta el suelo y se posó sobre unas patas flexibles. Enseguida se abrieron unas puertas y de ellas salieron cuatro cilindros pintados de blanco moviéndose sobre largas patas metálicas, como de araña. En el centro del cuerpo tenían estarcida una gran cruz roja.
Las patas delanteras de las arañas terminaban en garras. Usándolas, extrajeron cajas de metal de la parte de atrás de la máquina y metódicamente introdujeron en ellas toda la carne que se pudría en el calvero, una caja para cada hombre, algunas veces procurando que no se olvidase en el terreno ningún miembro.
Cuando acabaron, las cuatro arañas blancas se internaron en el bosque moviéndose rápidamente con sus ocho patas articuladas y apenas haciendo ruido sobre la pinaza. Una de ellas avanzó en su dirección. No era miedo, ya no, sino urgencia lo que le hizo subirse al pino. La araña pasó a su lado rastreando el suelo. Al rato volvieron arrastrando otro par de cuerpos que metieron en cajas. Sin transición ninguna, las arañas, el aparato y su estruendo desaparecieron dejando el claro vacío, extraño sin el ruido atronador y el viento.
Caminó por el desierto prado sin meta clara. Quedaban apenas jirones de tela, charcos oscuros, armas corroídas. Levantó del suelo un puñal herrumbroso. Hubiera jurado que poco antes aquel acero relucía. Un pinchazo de dolor le traspasó la sien. Intentó no pensar en el enigma, alejarse de aquel claro. Inmediatamente mejoró. Las luces del mediodía oscilaban desde el tamiz de las hojas mientras. las chicharras cantaban desde peñascos recalentados. El día, después del húmedo amanecer, era espléndido.
Pronto advirtió que estaba siguiendo inconscientemente el curso de un río. El bosque abrupto de la montaña había dado paso a un terreno llano y despejado en el que el río se expandía rodeado de juncos y broza. Repentinamente los árboles desaparecieron y el valle se abrió a una ancha zona de praderas y matorrales. En la orilla se erguía una casa de piedra. Instintivamente caminó con mas cautela. La casa tenía grandes ventanales de madera y una terraza que daba a las montañas. Estaba construida con grandes bloques superpuestos sin necesidad de argamasa, vigas de madera ennegrecida y pizarra en el techo. Se acerco lentamente —la puerta de la terraza parecía abierta—, conteniendo la respiración. No había nadie, no se escuchaba nada.
—¡Uhhhh!
Alguien le había puesto la mano en el hombro. Automáticamente su cuerpo desenvainó el acero y lanzó un tajo hacia atrás. Algo, oscuro y grande, se movió deprisa, esquivándole.
—¡Ehhh! Que no es para tanto. Tanto, tanto, tanto... tanto tiempo perdido, lejos, ayer vi una mariposa y la mariposa a mí.
Le miraba una extraña parodia de ser humano: ojillos negros, brillantes, perdidos en una mata de pelo, una maraña donde se confundían cejas, bigote, barba y melena. El inmenso pecho lo tenía ceñido de borrego, sujeto por hebillas de madera. Un rustico pantalón le cubría las piernas, anchas como columnas.
—Soy Iogo y me has cortado. Quizás tendría que matarte. ¡JA, JA, JA, JA, JA! ¡Qué chiste, que me muero de risa! ¡JA, JA!
Se estaba poniendo colorado por el esfuerzo. Cayó al suelo sujetándose las tripas, con la mandíbula excesivamente distendida, mostrando una perfecta y amenazadora dentadura. Tenía un rasguño en un brazo que sangraba profusamente regando el suelo al ritmo de sus espasmos de risa. Al cabo de un minuto pareció calmarse. Le miró con los ojos muy abiertos y después desapareció dentro de la casa. Tardó apenas un instante en volver con dos taburetes y un atado que desplegó en el suelo de la terraza, mostrando queso, pan y una bota de vino. Se sentó en uno de los taburetes, apoyando la espalda en la casa, y comenzó a comer a la sombra, mirando hacia las montañas y bebiendo vino con generosidad.
Él se sentó en el otro taburete y sólo entonces descubrió que estaba realmente cansado y hambriento. La situación le pareció irreal, pero por otra parte, todo se lo parecía, así que decidió dejar de preguntarse cosas y comer.
Cuando el queso iba promediado el barbudo habló:
—Esta noche lloverá. Tus amigos no podrán jugar. Quédate conmigo, en mi casa, que es de todos.
—¿Mis amigos?
—Azul eres, azul llevas en el cuerpo. Los rojos te buscarán, los azules te vengarán, los rojos te buscarán, los azules te vengarán, los rojos te buscarán, los azules te vengarán, los rojos te buscarán, los azules te vengarán. Y así hasta el final.
Continuaron comiendo en silencio. La larga cicatriz en el brazo del hombre tenía un aspecto rojo oscuro, cubierta de coágulos grandes y ya duros. Le pareció fascinante mirarla, ver como seguía el contorno de los músculos de debajo de la piel.
—Yo... no te envidio. Todo el día por ahí, a caballo, o sin caballo, esperando una flecha o una espada, o una maza, o una roca en la cabeza. Aburrido. Sin embargo yo aquí, lejos de la ciudad, de sus médicos hurgamentes. Feliz. JE, JE, JE.
Entre los dos acabaron el queso y el vino. Aquel hombretón volvió a desaparecer dentro de la casa y a aparecer con dos hamacas. Sin esperar a nadie, fijó una entre las columnas de la terraza.
Inmediatamente estaba durmiendo profundamente.
Miró aquel corpachón henchido de queso y vino, oscilando con profundas respiraciones. ¿Y porqué no?
También se tumbó y los ojos se le cerraron casi inmediatamente...
Oscuridad, un destello de hielo, un golpe, la necesidad de agarrarse, el suelo que venía corriendo y al final se abría en millones de flores microscópicas, una blanda cama de abrazos, de pieles rozadas, relámpagos sedosos que se deshacían en olas nerviosas, ondulaciones carnosas que nacían de sus nervios y dominaban el paisaje de su cuerpo. ¿Esto es la muerte? ¡Qué dulce! ¿Pero es la Gran Muerte, o sólo una más, una vulgar, de esas producidas en serie en las micrococinas de los muchos dioses?
Volvió nadando del océano desconocido, pero en el fondo, junto a las algas, junto a los sentimientos de muchos brazos y a las conchas rellenas de negritud, también se quedaron las palabras.
Se despertó con la agradable sensación de que todo estaba en su sitio. Abrió los ojos y vio una techumbre de madera, un nido de golondrinas en un rincón del tejadillo. Afuera el sol calentaba todavía con furia y el aire era un fluido de brillo resplandeciente. La brisa de la montaña refrescaba su cuerpo y las chicharras cantaban. Para confirmar su sensación placentera, buscó las palabras, el sitio, el tiempo, su nombre. No había nada, sólo angustia, mudez. Se irguió de golpe. El hombretón no estaba. Un golpe sordo y un salpicar monstruoso le hicieron volver la vista. Iogo estaba bañándose desnudo en una piscina formada por un remanso del río.
Recordó su anterior experiencia con el agua del río y su mano fue automáticamente a la sien. No había ya herida, sólo suciedad pegajosa, ninguna cicatriz ni abultamiento. El océano de vida.
Hacia calor, mucho, y la pesada cota le estorbaba. Se la quitó, también las botas y los pantalones de piel. Al dejar en el suelo la espada, miró al brazo de Iogo. No tenía ya vestigio ninguno de la herida.
El agua estaba meramente fría, no helada. Se sumergió y dio un par de brazadas para entrar en calor. Emergió del agua y, como si siempre hubiesen estado allí, contempló a unos hombres a caballo que lo miraban desde la orilla. Vestían uniformes rojos Pensó rápidamente en su ropa: estaba entre unas matas, oculta a su vista.
—Buen baño.
Hablaba el más alto de ellos, sin sonreír ni lo más mínimo.
—Buen baño, año, paño —respondió Iogo entre grandes risotadas y un gran aspaviento de agua y espuma.
—No nos importaría refrescarnos, pero de momento sólo nos detendremos unos instantes. ¿Quiénes sois?
—Turistas de ciudad, gente del campo, eremitas, nadie.
Como si no les diera importancia, Iogo salió del agua y se tendió en una peña a secarse. Él no supo qué hacer, sólo miraba los uniformes rojos, los tabardos tendidos sobre las pieles de los bayos, las grandes espadas, los arcos. Nadie hablaba, parecían cansados, aburridos. Sólo el hombre que había hablado exhibía una determinación oculta, ojos penetrantes constantemente sobre él. Quizás sospechasen. Sospechar, ¿sobre qué? ¿Quién era? ¿Los azules eran los suyos? ¿Lo matarían sólo como precaución? ¿Le valdrían sus explicaciones de que no recordaba nada? Le inundó una furia fría, un fluido medio congelado que se derramaba de su corazón. Apretó los puños y la mandíbula sin saber muy bien contra qué dirigir su rabia.
Al final, salió del agua y se tendió en la piedra caliente, con la cara al sol. Le costó cerrar los ojos, esperaba en cada momento el sonido de una espada cortando el aire. Sólo escuchó los cascos hendiendo las piedras. En ese momento de silencio, antes de escuchar la retirada, había logrado focalizar un movimiento, gritos, el recuerdo de un golpe, una honda invasión de dolor dentro de su cabeza y... la nada. Se incorporó luchando contra el resplandor del sol, intentando reconocer la zona. Sólo una rama tronchada y algunas bostas indicaban por dónde se habían marchado. Se vistió y siguió ese camino. Iogo ni siquiera había despertado de su segunda siesta.
Reía por dentro mientras descendía por una torrentera procurando no erguirse y no hacer mucho ruido. Se sentía bien físicamente, perfectamente capaz de moverse con agilidad por entre jaras y zarzas siguiendo a distancia a los hombres rojos. No sabía porqué los seguía, no recordaba motivos, palabras que le justificasen. Pero lo que sí reconocía era el placer de la caza, el ansia con la que sostenía el pomo de la espada.
Aquellos hombres se detuvieron al anochecer, en un calvero en el que había un campamento. Los contó: veinte. Muchos para él solo.
Desde lejos observó como desmontaban y se tendían a descansar. De las mochilas y bolsillos sacaron unas pequeñas cajas marrones y verdes. Algunos las colocaron cuidadosamente sobre el suelo y las activaron. Un resplandor tenue y azul salía de las cajas y se extendía por el suelo como una breve niebla a un palmo del terreno. Vio como alguno de ellos se sentaba encima y como la niebla cedía y se acomodaba a su cuerpo. No se sorprendió, podía imaginarse encima de uno de aquellos artefactos e incluso evocar su mullidez. Sin embargo no sabía su nombre.
Encendieron algo parecido a un fuego, una llama amarilla y amplia que salía de otra de aquellas cajitas. Aquella llama rompió la penumbra del anochecer y el relente húmedo del bosque, aunque no llegó hasta donde él estaba. Contempló como colocaban centinelas y empezó a sentirse incomodo y frío sobre la rama en que estaba encaramado. Su ánimo también se había enfriado. Había cada vez más preguntas rondándole la cabeza y el impulso que le hubiera llevado a atacar a aquellos hombres de los que nada sabía se estaba desvaneciendo con rapidez. Justo cuando estaba empezando a desplazarse para buscar un buen sitio donde pasar la noche un cono de luz blanca iluminó el claro. Era el ruido que ya conocía, ese trueno continuo, el aire desplazado y removiendo la quietud del bosque. El vehículo se posó con delicadeza en el escaso sitio que le quedaba libre entre los petates. De él salieron varios hombres con vestiduras rojas que fueron recibidos con calurosos abrazos y risas, otro misterio.
Esta vez no aparecieron las arañas y tras ver que los saludos y las conversaciones en voz alta disminuían y que los centinelas empezaban a patrullar, retrocedió dispuesto a buscarse un lecho nocturno. Se hizo una cama de brezos debajo de una peña, un sitio recogido y a resguardo de miradas y posibles lluvias. Ya en su refugio, la cabeza era de nuevo un remolino. Sabía que dentro de él estaban todavía las piezas sólo tenía que armar el rompecabezas. Cosa fácil sino le rehuyesen corriendo por laberintos de ideas y sensaciones. Cuanto más ímpetu ponía en ordenarlas y darles un sentido, más difícil era. Pronto las espirales de significados que se perseguían dejaron de importarle y, con el sueño, se hicieron difusas, lejanas.
La oscuridad le recubría. Él era la oscuridad, negritud de noes invadiendo el espacio, comiéndoselo para construir infinitas parcelas de nada, concentrados universos de ceros tan grandes como galaxias. Y en ese instante, enorme, apareció un movimiento peristáltico, el terciopelo negro de la nada se ondulaba, torcía su materia creando pliegues que lo extraían de su esencia, lo devolvían... ¿A dónde? ¿Al ruido de metal, al grito, al relámpago de dolor?
Era de noche aún. La luna estaba alta entre las ramas. Se arrebujó aún más en sus ropas mientras sentía cómo su cuerpo temblaba. El silencio del bosque no era total. Ululaba alguna ave lejana y un ábrego desagradable enfriaba a la par que removía las hojas de robles y brezos.
Y había algo más.
Moviéndose como pedazos de niebla, lentos y silenciosos, hombres anónimos resbalaban por la noche. Pálidos brillos de acero traspasaban como lanzazos de luz el tejido oscuro del bosque. Se levantó cautelosamente, oteando alrededor. No vio a nadie, pero los adivinó. Apenas un susurro allí, un roce mas allá. Sin pensarlo, comenzó a avanzar semiagachado, como alguien acostumbrado al acecho, nadando en sombras tan densas como la nada y esquivando pozos de delatora claridad lunar.
Eran una docena, no más, y caminaban delante de él, apenas pisando la hojarasca. Las caras y las armas no brillaban porque estaban oscurecidas de barro. De nuevo se adueñó de él un goce profundo incapaz de ser opacado por pensamientos; acechaba a los acechantes y hasta la última fibra de su cuerpo disfrutaba con el juego del ocultarse, del silencio y los amagos de luz y sombra.
Sin previo aviso, la silueta de un hombre agazapado se interpuso en su camino. Desenfundó e instintivamente inició el movimiento de un mandoble mortal. En la oscuridad del bosque distinguió una ballesta de hoja ancha con el cranequín tensado al máximo que le apuntaba al estómago. Se detuvo en seco. Recordaba esas facciones, esa cara llana, excesivamente lampiña, la nariz grande y los ojos muy juntos. No podía descargar el golpe y, al parecer, su contrincante tampoco podía disparar. El otro rompió la inmovilidad a la vez que una ancha sonrisa le iluminaba el rostro. Descargó la ballesta y después lanzó sobre él unos brazos enormes, fuertes, que le estrujaron con cariño. Sin saber porque se sintió bien, muy bien, como si estuviese regresando a su casa, una casa que no recordaba en un mundo que no comprendía. El otro -que ahora veía era rubio— bajo la capucha e intentó hablarle con tan poco volumen que casi no le entendió.
—¡Cuánto tiempo! Cuanto tiempo... menudo golpe te dieron, tardaste mucho en volver. Creíamos que lo habías dejado, y la verdad, nos haces falta, ya sabes. Después de la última batalla somos menos, menos que nunca. Es el mejor momento, ahora podemos igualar el tanteo.
Con un gesto de simpatía e ímpetu le indicó que siguieran avanzando. Se sentía tan feliz que asintió en silencio y continuó moviéndose en medio del laberinto de ramas, oscuridad y esquiva luz lunar. Se acercaban al sitio donde los hombres vestidos de rojo habían acampado. El rubio le hizo un gesto para que se detuviese, y luego señaló hacia arriba. Le costó trabajo al principio, pero al rato distinguió la silueta de un hombre subido en una alta rama. Era un centinela.
—Toma, dispara tú, que siempre has tenido mejor puntería.
En un primer momento no supo qué hacer con la ballesta, luego sus dedos encontraron el lugar apropiado y la madera y el metal se amoldaron a sus manos. Cargó el cranequín apoyando el pie en el estribo y tirando de la cuerda. Después colocó el dardo y apuntó cuidadosamente a la silueta. Sabía que apenas tendría parábola y que el viento no influiría. Aún así, se fijó bien en qué dirección se movían las ramas. Cuando sintió estabilizada la ballesta, tensó lentamente el dedo índice esperando que el gatillo saltase el resorte. Como una exhalación, el dardo cruzó el silencio del bosque y la silueta cayó al suelo apenas sin ruido.
Continuaron avanzando. Podía ver a los otros, manchas negras en medio del suave resplandor lunar. Avistaron el campamento en seguida. Todo estaba en silencio, el pequeño fuego, desgastado ya, apenas iluminaba con un resplandor rojizo los cuerpos tendidos; bultos informes que agitaban los pechos en la profundidad del sueño. Notaba como le sudaban las palmas y se las secaba continuamente para conseguir un mejor agarre de la espada. Esperaron unos instantes interminables. Miro a su amigo, el rubio del que no se acordaba ni del nombre, y éste le devolvió la mirada llena de excitación. Semiagachado, sus hombros le dolían por la tensión con que agarraba la espada. En esos momentos, mirando al claro, de nuevo cruzó por su visión una espesa línea de movimiento, un cegador resplandor y luego la nada. Había sido un golpe lo que le derribase, un golpe en la cabeza. Él pertenecía a aquella hueste de soldados, sólo que no lo recordaba, no recordaba nada.
Alguien gritó y todos se abalanzaron sobre el claro. Las espadas y mazas bajaron inmisericordes, destrozando huesos, cortando carne. Algunos de los de rojo lograron despertar y blandir sus armas y se debatían estupefactos, recién salidos del sueño. Perdió al rubio y, desde ese momento, abandonado a sus propios recursos, fue su cuerpo el que tomó las riendas manejando la espada, esquivando golpes, tajando a diestra y siniestra.
Al poco, el combate se encarnizó. Alguien había calculado mal la posición y el enemigo se estaba recuperando de la sorpresa y contraatacaba. Los hombres combatían en la oscuridad, se escuchaban gritos, sonaban los metales al chocar y las cuerdas de las ballestas al soltar los dardos.
En un momento dado se vio frente a un contendiente mas bajo que él, pero armado de un pesado espadón que manejaba con habilidad. Repelía sus golpes haciéndolos resbalar sobre el metal y lanzaba amplias circunferencias de muerte, de las que era muy difícil escapar, y mucho menos parar dada la inercia de aquella enorme espada. Una vez más le pareció que aquella situación no era nueva, sólo cambiaban las circunstancias. El ardor de la lucha sacó de su cabeza toda pregunta y se aplicó en buscar huecos por donde hender con rapidez, aprovechando la agilidad de su arma. Resoplaban los dos, revolviéndose entre penachos de vaho que salían de sus gargantas, cambiando mandobles, ataques y fintas que parecían puñados de luz plateada. Estuvo apunto de resultar alcanzado por dos o tres molinetes de su contrincante antes de lograr, al fin, meter el montante en una estocada terrible, directa al pecho, que entró traspasando el pulmón y saliendo por la espalda.
Escuchó el sonido agónico del otro, mientras caía de rodillas, y él desensartaba su espada. Repentinamente un resplandor amarillento se extendió por todo el bosque oscurecido. Se protegió los ojos como pudo. La luz cambió la escena brutalmente. La sangre que teñía su espada ya no era negra sino roja, como la que goteaba de la boca de su enemigo, que se negaba tercamente a caer al suelo a pesar que no podía respirar por tener el pulmón perforado. Pero lo que le paralizó fue la cara del otro. Recordaba esos rasgos, la mandíbula ancha, la nariz pequeña, las cejas espesas. Era la misma cara del cadáver que había visto tendido en el campo, con la garganta abierta hasta casi cercenarle el cuello, y era el mismo rostro, el resplandor borroso, lo último que vió antes de que la oscuridad le atrapase con sus fauces de negrura y despertase sin memoria.
Por fin aquel hombre cayó de bruces, todavía removiéndose un poco, y él pudo levantar la cara, llena de extrañeza, para mirar el nuevo bosque iluminado. Los hombres habían dejado caer flácidas sus armas al costado y se movían acercándose a la fuente de aquel resplandor. Escuchó el sonido de aire removido y el zumbido, esta vez mas leve. Una plataforma flotaba a la altura de las copas de los árboles. Subido a ella y sujeto a la barandilla, había un hombre vestido de negro, sin armas, con unas ropas del todo distintas a las que llevaban los demás. Cuando habló, lo hizo con una voz que tronaba entre los árboles.
—Se interrumpe aquí el partido. Hay una alegación comprobada sobre el uso de técnicas prohibidas.
Se elevó un murmullo de desaprobación entre los hombres. La lucha había cesado. Quedaron esparcidos por el suelo multitud de cadáveres de ambos bandos. Todavía estaba bajo el efecto del shock, del resucitado vuelto a morir, de ese flash, el rostro borroso, la espada describiendo un arco de acero hacía él. La desorientación iba mas allá de lo mental, la sentía como algo físico: una cadena que ataba su mente impidiéndole comprender aquello. Como en una consecuencia lógica, la furia llegó después, arrasadora, arrastrando tras ella los últimos intentos de comprender. Se abalanzó sobre el primero que paso cerca de él y le cortó el estómago con un rápido movimiento del arma. El hombre se fue al suelo sujetándose las tripas. Siguió atacando, fintando, corriendo, matando con velocidad porque los hombres no respondían a sus ataques, hasta que un pequeño dardo que zumbaba como una abeja se abalanzó sobre su cuello y una vez más la realidad se espesó en grumos de negrura a su alrededor.
Nada, se la escucha rugir como en una tormenta marina, nada. Negrura infinita, sin sueños, vacio. ¿Qué queda? Algunos pedazos sueltos, imágenes, tactos, sonidos, olores, azulejos rotos y flotando en el mar de esta noche interior.
Salió del sueño descansando en posición horizontal. Estaba en una habitación de suaves formas, pliegues de blancura y de azul pastel que se movían como agitados por un viento inexistente. No había líneas rectas en aquella sala, toda la geometría variaba como a impulsos de extrañas ondas líquidas. El ventanal, aproximadamente ovalado, daba a un jardín exterior iluminado por el sol.
No vio al hombre hasta que se fijó muy bien. Vestía de un color claro, que se confundía con las paredes. Además su cara, su actitud, todo era muy habitual, le daba tanta confianza que costaba percibirlo.
—Buenos días.
—Buee.. ¿Dónde estoy? ¿Quién es usted?
—Todo a su tiempo. Le informo rápidamente: ha sufrido un accidente jugando a Gesta. Un accidente del que su fauna de bioprotección no le ha logrado sacar con el cerebro completo. Si mantuviese esa parte de la memoria sabría que ahora es un Nomemo.
—¿Como ha podido ocurrir eso?
El hombre se levantó con exquisitos ademanes y cruzó hasta la ventana que daba al jardín.
—Ocurre con frecuencia en este juego. Una fractura de cráneo, el cerebro queda expuesto y se pierde sobre el terreno, o se lo come algún animal... pueden suceder muchas cosas.
El enfermo se levantó sacudiendo la cabeza, intentando comprender.
—Le contaré cómo suponemos que sucedió. Usted cayó muerto por un golpe del otro equipo y quedó tendido, lejos del área donde estaba la mayor parte de los muertos. A los otros los recogieron las unidades médicas y se recuperaron bajo condiciones controladas. A usted lo revivió su fauna de bioprotección..., ya sin memoria, claro.
—¿Qué es eso de la fauna de bioprotección?
—Sus nanoreparadores, que constantemente están chequeando el funcionamiento de sus células.
Sentado en la cama, mirando hacia aquel hombre, intentaba asimilar sus palabras. Muerto, vuelto a revivir, el juego de Gesta...
—Será duro volver a aprender tantas cosas de nuevo, pero piense que ha tenido suerte. Hay casos de personas recuperadas que no saben ni andar. Volveré luego para seguir charlando.
Observó como aquel hombre salía de la habitación por una puerta que más parecía un pliegue de tela. Se levantó caminando descalzo por el suelo elástico hasta pararse en la ventana que daba al jardín. Afuera crecían las plantas, se movían los transportes, edificios. Inmensas torres, que rivalizaban en tamaño y altura con las mismas nubes, se alzaban como los árboles de un bosque megalítico.
¡Tanto que aprender!
Eduardo participa asiduamente en los concursos Españoles de ciencia ficción y fue nominado finalista en varias oportunidades.
Nació en Madrid en 1967. Es Ingeniero Técnico Aeronáutico y actualmente trabaja en ello, aunque lo que realmente le parece entretenido es escribir.