Revista Axxón » «La biblioteca del silencio», Mauricio del Castillo - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

MÉXICO

 

Hay tres clases de científicos. Están aquellos que siendo niños leyeron embelesados las teorías de Albert Einstein hasta el punto de desencadenar su imaginación. Otros utilizan de mala forma la ciencia para hacer detonar este mundo como una fruta podrida. Y, por último, se encuentran esos científicos que buscan alterar las leyes naturales por pura diversión y no escatiman gastos al hacerlo.

Por lo general, son expulsados de las universidades. Observan al mundo y sus maravillas como un gran patio de juegos para darle rienda suelta a sus excentricidades. No acuden a convenciones y sus nombres no aparecen en revistas de prestigio. Para ellos el Premio Nóbel es tan sólo una medalla que sirve como portavasos.

Si había alguien que perteneciera a este grupo de personas era Esteban Fucsia, un hombre demasiado incorregible para no ser tomado en serio. A pesar de conocerlo por más de quince años, aún no he visitado su departamento. Y no deseo hacerlo.

Ese día tuve la fortuna de llevar conmigo mi portafolio para emergencias. No suelo llevarlo pero, tratándose de Esteban, todo podía ocurrir. Su contenido era tan importante y vital para mí como el bisturí para un cirujano o el maquillaje para una bailarina. Pensé en Ma y me dije que sería la última vez.

Entonces apareció Esteban sobre la rampa lateral del boulevard, con su andar inconfundible y su corpulento cuerpo tratando de hacerse paso en un saco de mala calidad. Creo que sonrió. Digo «creo» porque debajo de ese brillante y grueso bigote es difícil saber cuál es el humor de Esteban. Lucía rebosante, con pómulos saltones y unos ojos castaño oscuro parecidos a los de un cocker spaniel. La escasez de su cabello era una solución práctica para la enredadera salvaje y alborotada que llevaba en la universidad.

Llegué hasta él y nos dimos la mano.

—Muy bien, Esteban —dije enseguida—. Fuera máscaras. ¿Qué significa eso de acudir a la biblioteca? ¿Qué piensas hacer ahí?

—Quiero probar algo, Norby —dijo con su característico tono de voz—. ¿Cómo te sentirías si te hicieran descender desde un helicóptero en medio de los Andes?

—Supongo que tendría mucho frío y escucharía el latido de mi corazón. No se puede hacer mucho en un lugar así.

—Y nada más, ¿verdad?

Asentí.

—Bien, Norby. En ese «nada más» yo doy por sentado que el silencio se haría presente. ¿Estoy en lo correcto? —No esperó mi respuesta y continuó—: Un ruido, Norby, un solo ruido necesitamos para saber qué ocurre a nuestro alrededor. El menor chasquido o balbuceo nos permite saber muchas cosas. La intensidad, el tono, el volumen; lo ruidoso, lo claro…

Entonces dije:

—Tú no inicias charlas sin propósito alguno, Esteban. ¿Qué tramas?

—Es un experimento —me explicó—. Esta es la segunda sesión que realizarán. Tú y yo estamos invitados.

Me había desconcertado, incluso asustado un poco.

—¿Tú y yo? ¿Sesión? ¿De qué estás hablando?

—Bueno…, por supuesto que habrá más personas. Disponemos de una hora antes de que cierren.

—Me fastidia preguntarlo pero, ¿a qué te refieres con «disponemos»?

Eludió mi mirada; cuando algo lo compromete suele hacer eso.

—No podrías creer lo que me cobraron por una sesión como ésta —dijo—. Mary y yo contactamos al genio detrás de tan fascinante…

Di media vuelta y lo dejé hablando solo.

—¡Hey! ¿Qué haces?

—Me voy. No te preocupes, pediré un taxi. —Esta vez no había tardado en adivinarlo.

Mary… Bien, Mary está loca. A ella se le habían perdido todos los tornillos de la cabeza, y supongo que cuando los encontró se halló con la sorpresa de que eran clavos, lo cual, a fin de cuentas, no le importó. Siempre tuvo una vida acomodada, gracias a la herencia de su tío abuelo, un importante empresario. Su menudo árbol genealógico invirtió adecuadamente los bienes, pero ella se ha empeñado en vivir cada día como una desatada niña consentida. Cuando la conocí, supe que tenía que estar clasificada en el grupo de «féminas compulsivas», por usar un término psicológico. Fue una pesadilla la ocasión en la que Esteban y yo acudimos a conocer a su círculo de amigos en un parque al este de la ciudad. Fuimos rodeados por una multitud de vagabundos, demasiado cálidos, demasiado amables, demasiado pintorescos y extravagantes… Me sentí presa del miedo, y terminé huyendo aterrado. Esa visita me demostró la clase de compañía que tenía Esteban. Me demostró también que no se necesita ir a un hospital psiquiátrico para conocer gente con el cerebro revuelto.

Esteban me sujetó del brazo.

—Mira, ésto no es una simple adicción ni un juego. Velo como una forma de romper la rutina.

—Cualquier cosa en la que esté implicada Mary no es razonable, Esteban. Es la prueba contundente del poco sentido común que le queda a la humanidad.

—¡Idiota!

—Tranquilízate. No era mi intención ofenderla. Es sólo que… Bien, es como aquella vez del parque…

—¿Sigues quejándote por éso? ¡Ya supéralo!

—… y de las llamadas obscenas, y del robo de gatos a la viuda del Comodoro, y del malogrado viaje al museo de cera, y del club de tramoyistas, y…

—Oye, si te sirve de consuelo, a Mary no le emocionaba la idea desde un principio. Pensó que sería aburrido. Cualquier cosa que tenga que ver con la policía, doctores, religión, ciencia y amas de casa, la fastidia.

El trayecto por la rampa fue corto. A manera de presentación, Esteban extendió una mano en dirección a la biblioteca. Me moví unos pasos hacia la luz que desprendía la recepción. «Bonitas luces», pensé, bien instaladas, otorgaban un ambiente óptimo a las decenas de personas que ahí se arremolinaban. Se trataba de seis o siete grupos de hombres barbudos charlando como los viejos colegas que eran después de dar cátedra. Reconocí a algunos debido a las revistas mensuales que llegaban a mi domicilio. Mi mirada se fijó en un hombre gordinflón y de cabello canoso, con un peculiar acento que se podía distinguir entre las alabanzas y las diatribas. El doctor Classius Higginbotham, por supuesto: un individuo capaz de hacer quedar a Esteban como un aficionado y a mí, como un hombre de Neanderthal. Y si uno lograba seguirle el paso hasta el final podía darse una vaga idea de la implicación existencial de una nuez.

—Mhh —dije, fascinado—. Esto se ve interesante…

—¿Te agrada? Espera a que estemos dentro. No se puede pedir nada mejor.

Tal vez no era tan mal idea, pensé. Esto debía ser algo serio y muy profesional.

Me decidí y entramos.

 

Fuimos directamente al mostrador. La encargada preguntó a Esteban si tenía invitación. Antes de que Esteban argumentara cualquier cosa, la mujer dijo:

—La biblioteca permanecerá cerrada el resto del día. Mañana reanudará sus actividades normales. Si piensan dejar un libro acudan a esa otra mesa.

Esteban se detuvo por un momento, pensando.

—Eh, pues no, señorita. Nosotros también estamos invitados. Conozco al doctor Higginbotham.

La mujer y yo miramos sorprendidos a Esteban.

—¿Usted lo conoce? —preguntó ella.

—Sí, lo conozco. No personalmente, sólo por visor telefónico. Pero no pretenderá usted negarnos la entrada, ¿o sí? Aquí está su tarjeta. —Esteban la colocó sobre el mostrador con un complaciente gesto. Los bordes de la tarjeta estaban seriamente deteriorados, pero aún eran legibles los datos del doctor Higginbotham.

La mujer se sobresaltó. Se recobró rápidamente y dijo en tono autoritario:

—Deben registrarse. Anoten también la hora de entrada y de salida. Aun tratándose de un evento, permítanme recordarles que las reglas habituales de la biblioteca siguen vigentes.

Dejé en paquetería el portafolio, aunque sin mucha confianza. No había forma de hacer desaparecer la bolsita de chammuabixol sin abrir un broche del portafolio. Quería inyectarme un poco ahí dentro, pero doscientos cincuenta gramos sueltos de chammuabixol no son algo que apruebe la sociedad. Ma tampoco estaría contenta, incluso tratándose de una medicina que me hacía bajar la horrible realidad que me asaltaba de vez en cuando.

La biblioteca era gigantesca. Desde la entrada podía ver un millar de asientos y mesas perfectamente alineados a todo lo largo del primer piso. El diseño deleitaba por la presencia de murales o por su calidad arquitectónica. La misma estética, supe más adelante, se repetía una y otra vez en cada piso. Estaba repleta de audiolibros, e-books, nanodiscos y píldoras de información. Disponía también de ingeniosas cámaras de consulta con un sorprendente acervo de alto valor documental en casi cualquier tema.

El aire estaba enrarecido. Por lo general, los lugares públicos están provistos de emanadores de olor opcionales, pero escuchamos que unos alborotadores habían provocado un cortocircuito en el sistema. Mi nariz comenzó a desear una descarga de lavanda.

Esteban me arrastró a un lugar que creía acogedor. Encima de una plataforma se hallaban unos taburetes de goma y felpa. Justo en el taburete del fondo, como depositada en el sobreprotector cobijo de mamá, Mary dormía plácidamente.

Durante un minuto Esteban miró con ternura y suma atención el rostro adormilado de Mary. Tenía el aspecto de una muñeca de porcelana recién creada por un artesano. Sus cabellos rubios, largos y finos, se enroscaban en dos ajustadas trenzas. Llevaba una falda azul que le caía graciosamente en pliegues sobre sus pantorrillas. Sus senos apenas abultaban, pero tenía un abdomen que haría envidiar a cualquier mujer. No llevaba ninguna clase de aditamentos en su rostro, lo cual la otorgaba una sensación de frescura y claridad.

Su encanto se desvaneció al despertar.

—Ah, eres tú —gruñó al verme. Sabía quién era yo, pero nunca recordaba mi nombre. Supongo que los nombres eran poca cosa para ella. Pero algo dentro de su bizarro ego había bloqueado permanentemente cualquier indicio de bondad o recato hacia mi persona.

Esteban la increpó:

—¡Mary! Mary, querida, dime… ¿cuánto tiempo llevas dormida?

—No lo sé. Supongo que unas dos horas.

—¡Dos horas! ¿Tienes idea del peligro que corriste?

—Peligro… ¿Qué peligro?

—¡Esto es una biblioteca, Mary! Me sorprende que no te hayan puesto una mano encima. ¿Cómo puede ser posible que duermas con un ruido como éste?

—Sé cuidarme sola. —Se alejó de él con cierto desprecio. Digna conducta de una princesa arrogante.

Miré a Esteban con una expresión de perplejidad tal que se echó a reír.

—¿Por qué la sigues, carajo? —pregunté.

—Yo la sigo —dijo—. Ahora ya no sabe como librarse de mí. Estoy en sus huesos. Simplemente me ha adoptado.

Las sillas y mesas comenzaron a llenarse. Cada uno de los presentes reptó hacia los asientos. Eran abejas en una colmena, con sus zumbidos en forma de quejidos y expresiones apagadas, como si todavía no pudieran adaptarse al olor y al aspecto decadente de la biblioteca. Los hombres de ciencia se mostraban desconcertados, pero algunos se resignaban con risitas y muecas alegres.

Justo del otro lado, asomándose por una ventana rota de las oficinas administrativas, varios hombres ataviados con botas militares, boinas negras y enfundados en chalecos de mil y un cierres, consiguieron con facilidad atraer la atención de todos. Me pregunté de dónde habrían salido.

El doctor Higginbotham se escurrió entre los asistentes con una energía superior a la de un animador de concursos. Se plantó en una tarima ubicada en medio de la sala principal, con sus ojos dirigidos hacia los presentes.

Esteban abrió la boca un centímetro y murmuró, fascinado:

—Aquí viene, va a decir algo.

Los espectadores aplaudieron y dieron palmadas en las mesas. Higginbotham no les hizo caso debido a que manipulaba un pequeño aparato en su mano izquierda.

—¿Qué está haciendo? —le pregunté a Esteban.

—Midiendo el número de decibeles —dijo, sin apartar los ojos del doctor—. ¿Ves eso que lleva en la mano? Es un sonómetro.

Higginbotham miró a su alrededor, y dijo:

—Buenas tardes, damas y caballeros. Soy el doctor Classius Higginbotham. No necesito decirles que este es un evento muy importante, un acontecimiento sin precedentes en la historia de la ciencia. Antes que nada agradecemos al director de la Biblioteca Nacional por hacernos el favor de facilitarnos el uso de este digno espacio para enseñarles… —e inició así una serie de consideraciones acerca de la credibilidad científica, manteniendo la introducción en un terreno lo suficientemente vago como para ser comprendido por todo mundo (considerando que no sólo se hallaban presentes científicos, sino gente de toda índole). Eso parecía preocuparle a Higginbotham en algún sentido: su pequeño discurso era más un mecanismo de defensa contra los ignorantes que una conferencia seria.

—Algunos de ustedes tienen la grata experiencia de haber estado presentes en la primera sesión experimental que repasaremos brevemente para el resto. Esa primera sesión fue tan sólo un pequeño examen en comparación con el que vamos a presentar hoy.

Tuvo que guardar silencio debido al escándalo de la gente en las primeras mesas. Los del segundo piso arrojaron papeles y botellas de plástico. Me asaltó la idea de que parecía a punto de gritar atropellos a su público.

—El mundo que nos rodea — continuó Higginbotham, casi gritando— está lleno de ruidos y sonidos. Sin embargo, ¿de qué forma un instrumento musical, la voz de un orador o el ruido del tráfico pueden actuar sobre nosotros? Tales estímulos llegan a nuestro cerebro, el cual los elabora e interpreta, operación que nos ayuda a comprender el mensaje de la persona que nos está hablando o a apreciar la calidad de una orquesta filarmónica. Y no sólo éso, también puede, de alguna forma, alterar o calmar nuestro comportamiento. Nosotros, los físicos, medimos el nivel de la…

Se interrumpió; al parecer, el público lo estaba retando.

—¡Sí, sí, sí! ¡No me importa el escándalo que hagan! Pronto sabrán lo que es bueno.

La audiencia cobró forma de ola humana. Varios gritos se escucharon desde el fondo:

—¡Charlatán! ¡Dedícate a la pintura, hijo de puta!

—¡Deje de perder el tiempo y a lo que le atañe!

Higginbotham no cabía en sí de la alegría. Miró despectivamente a la multitud como un dios griego, más parecido a Hades que a Zeus.

Continuó:

—Tengo la idea de que todos ustedes están familiarizados con el concepto de decibel. Si no es así, permítanme explicarlo.

»Las unidades de nivel acústico se llaman decibeles. Cada vez que un sonido aumenta su intensidad (digamos, a la décima potencia) su nivel aumenta en diez decibeles. Por lo tanto, el sonido es diez veces más intenso. Pero el oído no distingue el aumento de diez decibeles. El sonido diez veces más intenso sólo será percibido por el oído humano como dos o tres veces más fuerte. Lo que quiero decir es que el aumento objetivo en intensidad no corresponde al mismo aumento subjetivo en la percepción de tal intensidad. No es que nuestros sentidos tengan poca percepción o nos estén fallando. Lo que sucede es que nos proporcionan una información cómoda para nosotros, pero que no se adapta a la realidad. Nuestro oído nos protege de sonidos que serian desagradables o incluso de sonidos que no podemos interpretar. Al no poder interpretarlos el oído se satura y, por consiguiente, no hay ruidos. El aire es el principal medio por el cual se propaga el sonido. Sin un medio, no hay mensaje, justo lo que sucede en el espacio. El sonido se transmite gracias a la compresión y dilatación de sucesivas capas del aire que lo rodea. Lo que se propaga es la alternancia de compresiones y descompresiones.

»Ante ustedes, yo, Classius Higginbotham, demostraré que dichas capas pueden tener una comprensión infinita sin descomprimirse y sin transmitirse. Sus pequeños y lindos tímpanos estarán de vacaciones por un tiempo no definido. Ahora deseo que intenten visualizar esta idea. Damas y caballeros, juzguen por ustedes mismos.

Higginbotham aceleró la marcha junto a su gente. Cuando se topó con Mary le besó la mano. No podía creerlo: Classius Higginbotham, un científico de renombre; Mary, una desordenada social. No había forma de que estos dos congeniaran. O Mary tenía cierto interés hacia la ciencia o Higginbotham tenía debilidad por las rubias. Me incliné por lo segundo.

Esteban me miró burlonamente, esperando mis comentarios.

—Buen discurso —definió—. Tal vez tenga un diplomado en oratoria.

—No puedo creerlo —repuse, retorciendo el cuello dentro de mi camisa—. ¡Ese hombre se ha vuelto loco!

—Tengo la incondicional, completa, fuerte, absoluta, religiosa y precognitiva sensación —dijo Esteban— de que no eres nada objetivo.

Lo interrumpí bruscamente:

—Cabrón idiota… ¡De nuevo caí en tu trampa!

—¿En serio? Algún día me agradecerás que te incluya en mis planes.

Estuve a punto de ladrar de nuevo, pero una voz grave se interpuso:

—Encantado de conocerle.

Era el doctor Higginbotham, con Mary del brazo. En su mirada reconocí esa clase de personalidad que podía enamorar a las mujeres y hacer que los hombres obedecieran sus órdenes con facilidad.

Esteban sonrió después de que se dieran la mano.

—¡Hey, doctor! —exclamó—. ¿Cómo le va?

—¿Qué significó ese jarabe de labia, doctor Higginbotham? —pregunté.

Levantó un dedo y dijo:

—Es el propósito de una vida, estimado amigo. El relacionar conceptos divergentes es mi especialidad, pero también me gusta hacerles un favor a todos. Hay un beneficio para el hombre en esto. En fin, disfruten la velada.

Se retiró, no sin antes despedirse de Mary.

—No puedo entender lo que está diciendo este tipo con respecto al silencio —comenté a Esteban—. Y que sea amigo de Mary no ayuda mucho.

—Creo que son tus prejuicios hacia los profesionales, Norby. Cállate y búscate algo para leer.

Por primera vez le di la razón y me interné entre los estantes para darle una ojeada al material que había en la biblioteca. Lo único que pude encontrar en perfecto estado era una píldora de antología de poemas, una extensa biografía de Galileo Galilei en un archivo neuronal autocompatible y un periódico de pantalla que atrasaba tres meses.

Había pasado media hora y nada interesante había ocurrido. Aún así, tenía que estar atento: nunca se sabe cuando lo pueden apalear a uno o aprovechar el ruido para vaciarle la cartera.

Fuera de la biblioteca el lado nocturno del mundo apagaba la vela y se arrullaba, esperando la sacudida matinal del viernes. Aquélla no era la única biblioteca que abría en la ciudad, pero sí era la única con engendros y escorias a bordo. ¿Qué ocurría con los colegas del doctor Higginbotham? Supuse que muchos se habían saturado con tanta espera; apenas quedaba el número suficiente para contarlos con una mano y aún así sobraban dedos. Pero Higginbotham me sorprendía: permaneció estoico, sin inmutarse, como si se tratara tan sólo de una visita al zoológico en domingo. Algunos curiosos no afectos a la lectura se largaron, mientras que otros intentaban flirtear con las chicas.

Esteban ignoró lo que ocurría a su alrededor y consultó films cardiovasculares.

—Tengo el corazón roto, Norby —declaró, con una patética tristeza—. Una parte de mí quiere otorgarle a Higginbotham la medalla al mérito y otra parte estrangularlo por robarse a Mary.

«Si tuviera mi bolsita de chammuabixol», pensé. La saborearía y todos se convertirían instantáneamente en fantasmas, no quedaría ni una sola alma irracional en pie.

Mary parecía pasarla de mil maravillas. Había atraído la atención de algunos diablejos entrados en la pubertad cuando les quiso leer la mano. Estaban tan ensimismados como los mosquitos en la luz, y tan maravillados como lo estarían los nietos ante los cuentos de ultratumba de la abuela.

Luché contra el impulso de amarrarle la boca con un pañuelo. Eso hubiera sido divertido.

No había señales del anfitrión por ningún lado, posiblemente porque un científico de tanto renombre no podía codearse con las ratas de laboratorio. Podría decirse lo mismo de sus asistentes, pero el hecho es que nos miraban absortos. Sus expresiones seguían atentas a cada gesto, cada movimiento y cada oración. Nadie, excepto yo, parecía darse cuenta de ello.

Muy cerca de ahí ocurría algo que me hizo girar la cabeza. Un diminuto hombre se llevó las manos a la garganta. Su desesperación se dibujó en el rostro como si quisiera expulsar una aceituna entera.

—¡Auxilio! ¡Mi esposo se ahoga! —imploró la mujer al lado de él.

Los asistentes de Higginbotham se acercaron, pero tan sólo se limitaron a contemplar al desesperado hombre, como si fuera un caso perdido. Se empezaron a reír y emitieron una sonora música de viento. Un gordo grasiento aplaudió y lanzó una risotada de payaso. El hombre pequeño susurró con esfuerzo:

—¡Mi voz! ¡Estoy perdiendo mi voz!

Me puse de pie, pero Esteban intervino con aire ceñudo:

—¿Qué piensas hacer?

—Ayudarlo. Creo que aún hay tiempo.

—Él estará bien, no…

—¡Hijo de la…! —murmuré, entre dientes

El señor se inclinó con violencia. Sus ojos se abrieron como dos huevos recién empollados. Cayó al suelo, o al menos eso me pareció, porque no escuché nada.

Higginbotham surgió de ninguna parte en particular. Tomó el pulso del hombre y dijo, muy tranquilamente:

—Pulso: 110-70. Contracciones cardiovasculares: normales. Muy bien, aplíquenle un sedante y a todo aquel que lo requiera. Usted —se dirigió al hombre como si se tratara de un paciente y él fuera su médico de cabecera—, no intente forzar la voz; dañará su garganta.

La gente de la biblioteca se reunió en torno a Higginbotham.

—El primer síntoma —dijo—, si lo podemos calificar así, es una aparente sensación de asfixia. Pero es tan sólo psicosomático: el cerebro, al ver imposibilitada la capacidad del habla, hace trampa al resto del organismo. —Se volvió en dirección del hombre tirado en el suelo—. El señor tiene apenas una taquicardia. No hay necesidad inmediata de electroshocks o intervenciones drásticas. En poco tiempo volverá a la normalidad.

El rostro del hombre pequeño volvió a la calma. Ahora tenía el aspecto de un delfín bebé en un estanque nuevo.

—Cinco minutos de retraso, doctor —dijo Esteban, con una clara y fingida voz de barítono—. No coordinó los diapasones sónicos, supongo.

—Podría decirse que así es. Aún hay zonas de compresión que no han sido alternadas —respondió con indiferencia Higginbotham. Enseguida cloqueó. Su boca se abrió más de lo normal, pero ninguna palabra salió de ella. De sus bolsillos extrajo un juego de llaves. Las agitó en el aire, pero no hicieron ruido. Luego esbozó una sonrisa de satisfacción.

Levanté la cabeza y miré a mi alrededor. Poco a poco todos callaban; el sonido comenzaba a abandonarnos. Yo tenía miedo y, al igual que otras decenas de personas, no lo disimulé.

Sujeté el brazo de Esteban.

—¿Qué sucede? —me preguntó.

—Tú estuviste… —dije con estremecida voz—. Dios… ¿Hubo efectos secundarios en la primera sesión?

—No tan intensos —dijo—. Pero trata de acostumbrarte a ello…

—¿Qué dices?

—…

No lo escuché. Era inútil tratar de hacerlo hablar.

Esteban reventó en risas como un bulbo estropeado. Mis manos lo tomaron de las solapas fuertemente. Intenté sacarle las respuestas de entre sus viseras. Sí, por supuesto: otra de sus maquinaciones. Pero si había algo de justicia en este mundo el culpable era ese científico loco.

Mary comenzó a chasquear los dedos. En respuesta, se escuchó una leve fricción. Movió estúpidamente la cabeza, aún sin encontrar el sonido.

Esteban me abrazó, iluminado. Enseguida Mary danzó alrededor de nosotros, con difíciles pasos y flotando en su espacio mágico.

Un júbilo histérico colmó el aire. Los hombres trataban de armar escándalo inútilmente. Las mujeres zarandeaban los brazos, aplaudían sin resultado alguno y sonreían. Mary fue imitada en todos lados como un jefe indio al cual se le pagaban tributos.

Pero algunos no lo tomamos como un juego.

Todas las puertas estaban cerradas, sin excepción. La aglomerada gente bullía, corriendo y tropezando unos contra otros, al igual que una olla exprés que no deja escapar el vapor. Chocaban contra paredes y estantes en un baño de sudor y lágrimas. Observé a varios hombres regresar con las manos fracturadas, después de haber intentado inútilmente salir por sus propios medios. En un rincón, una muchacha, quizá de dieciséis años o menos, intentó sacarle el alma a una silla al estrellarla contra el suelo. Frustrada, se llevó las manos al rostro y comenzó a deambular como una zombie en busca del fresco sonido. Parecían escenas sacadas de alguna película de los hermanos Lumière, sin una pianola que las acompañara.

Miré frenético a mí alrededor. Ya me había quitado de encima a Esteban, pero aún podía percibir su pútrida loción en mí. Debía ser mi condenada imaginación, pensé, favorecida por la falta de chammuabixol. Sin embargo, la violencia era real.

Me dirigí hacia paquetería con el talón titilando en mi nerviosa mano, cuando mis ojos toparon con algo más.

Una pareja de jóvenes estaba sentada tranquilamente sobre una de las mesas, lejos del terror, con latas de refresco en las manos y las miradas puestas en las escenas que se sucedían una tras otra. Parecían salidos del mismo tubo de ensayo, uno encima del otro, ya que sus escasas indumentarias y sus cabellos largos y lacios hacían que se confundiera el sexo a cierta distancia. No parecían sentirse fascinados o atemorizados por lo que sucedía.

Al acercarme, pude distinguir a qué género pertenecía cada uno. El muchacho, aunque un poco hermafrodita, cascabeleaba su manzana de Adán sobre la garganta al pasar el líquido. Sus hombros eran cuadrados, al igual que su mentón. Su estatura era de casi un metro noventa. Era delgado como un lápiz, pero esa aparente debilidad estaba enmascarada por una correosa complexión fruto de un adiestramiento muscular sobresaliente.

La muchacha era menuda y más delicada. Esos ojos no podían pertenecerle a ninguna otra criatura que no fuera una mujer como ella, pensé. Eran azules como el zafiro y con unas pestañas que ella usaba como instrumento para seducir al instante. No llevaba ningún maquillaje, por lo que su rostro estaba exquisitamente pálido.

Eran hermanos, tal vez gemelos, y por el extraño y definido movimiento de sus manos y dedos, y la forma en la que articulaban la boca, supuse que eran sordomudos. Para ellos, toda esta implosión lúdica no era más que otra fiesta del montón. El hermano mayor me saludó con una mano, aunque pudo ser una señal de «aléjate de mi hermana y no te morderé». Sin embargo, escribió algo en un papel y me lo tendió.

Hola

decía ahí, claro y fuerte. Miré el papel intensamente hasta que me dolieron los ojos. Parpadeé, y algo parecido a una burbuja deambuló dentro de mis oídos. Aparté la mirada de la hoja. Estaba demasiado tenso. Lo oídos me zumbaron.

«¿Le sucede algo?», escribió la muchacha en la hoja.

En cuanto les hice saber lo que me sucedía, me desplomé. Sólo un hombre con esa tremenda corpulencia pudo haberme cargado a tal velocidad a través de la atestada sala de la biblioteca. Llegamos a los taburetes donde Mary había estado durmiendo. Sentí al tacto lo afelpado del asiento y me derrumbé.

El hermafrodita tomó el marcador y escribió:

«¿Cuál es su nombre?»

Se lo arrebaté, tratando de ignorar el zumbido. No tenía control de mis miembros; tuve la sensación de ser un niño indefenso arrojado a un mundo frío y hostil. Mi nombre… apenas tenía conciencia de que tenía un nombre.

Quise escribir, pero me interrumpieron:

«Mejor no escriba. Intente hablar. Podemos leer sus labios.»

Les dije que quería largarme de ahí.

Se enfrascaron en una discusión sin significado para mí. El hermafrodita parecía querer «dialogar» con mesura, pero la muchacha se proyectó en movimientos agresivos y violentos. Intenté pararme, pero el hermafrodita me tomó del brazo.

Esperé. La muchacha daba la impresión de haber salido victoriosa en la discusión. Se acuclilló y me hizo girar la cabeza casi a la fuerza para que pudiera ver lo que había escrito:

«¿Qué tiene en paquetería?»

No quería escribir la verdad, pero lo hice: «Un portafolio lleno de propaganda barata, dos bolígrafos y una bolsita de chammuabixol.»

El hermafrodita me dio una palmada amigable en el hombro, tomó el talón de paquetería que se asomaba del bolsillo de mi saco y se alejó sin balanceo en su caminar. Al poco tiempo regresó, sin el portafolio. Una sonrisa surcó su rostro, dejando ver una dentadura perfecta. Ella le devolvió la sonrisa. Supuse que eran buenas noticias.

Después de otro atropellado diálogo de manos, la muchacha escribió:

«Lo siento. Mi hermano no encontró nada. Al parecer irrumpieron y se llevaron muchas cosas.»

Crují por dentro.

«No se preocupe —escribió el muchacho, tan rápido como un taquígrafo—, encontré tirada una bolsa de chammuabixol. Es poco, pero le ayudará a combatir los efectos.»

 

Me hallaba en el lavamanos, con el hermafrodita terminando una meada de campeón. Aún me zumbaban los oídos, pero me sentía mejor. Una cara compungida en el sucio espejo me miró, con el cabello despeinado y los labios resecos. Entonces supe que era la mía. Ma tampoco la hubiera reconocido. Ahora podía levantarme sin ayuda de nadie. Supuse que los gemelos habían consumido algo de chammuabixol, pero fueron lo bastante generosos para dejarme una buena recarga en el cuello. No podía reprocharles nada: la mayor parte había sido extraída y se había esparcido como agua en el desierto.

Le di las gracias al andrógino que me acompañaba. Leyó mis labios y asintió.

Salimos al pasillo. La muchacha vino corriendo, con un rostro transformado de displicencia en alegría. El chammuabixol tiene el poder de hacer sonreír incluso a una vaca.

Se tendieron en brazos como dos animales exóticos. Ella besó a su hermano en la boca, sin la menor pizca de pasión y sin prisa. Supuse que estaba bien, aunque prefería no indagar mucho en esa relación.

Más adelante me revelaron sus nombres: Elihu y Betsabé, pero no me cabía duda de que podían cambiar los papeles en cualquier momento. Por ahora estaban bien así. Ella lucía encantadora, y yo no necesitaba que saliera al mundo con eso colgando entre sus piernas. Con él no podía ser indiferente: de veras me agradaba. Tenía el aspecto de un niñote a medio terminar.

Aún me dolía la cabeza. El brillo de las ropas se batía con el movimiento de los cuerpos. El suelo estaba invadido de basura y material de la biblioteca desecho. Todo parecía haber caído rodando. La intensidad de las luces menguaba, como las instaladas en los rancios hospitales de gobierno. Había cuerpos tendidos en el suelo, sin señales aparentes de vida; amontonados, con los miembros extendidos y las piernas descubiertas.

Tratamos de calmar a las personas. Una señora se mostró agresiva en todo momento. Apartó las manos de Elihu con enjundia y a todo lo que se le puso enfrente. Betsabé hacia lo mejor que podía: tenía a su cargo a dos jovencitos, no mayores que Mary. Lo que me sorprendía era la animosidad de Betsabé, su delicado trato. Podía decirse que era una mezcla de Florence Nightingale y la hermana Clara en el cuerpo de una entidad electroforme.

Alguien caminaba a mis espaldas; pude percibir el ligero tacto de los falsos adoquines sobre mis pies. Permanecí inmóvil, atento, con los ojos abiertos a la espera de un agresivo embiste. Elihu y Betsabé giraron, alarmados. Una mano se posó en mi hombro.

Era Esteban, contemplándome como si yo fuera una flor imperial.

«Mierda» expresé para mí, y le arrojé una mirada llena de centellas. Aspiré profundamente dos veces, mientras las aletas de mi nariz se hinchaban.

Levantó las cejas y abrió las palmas de las manos en una clara expresión de «¿Qué tal?». Hizo una pausa, sólo para meditar cómo abordarme sin recibir un golpe a cambio. Tomó sin pedir permiso un marcador y escribió en una tarjeta amarilla que llevaba:

«¿Cómo te encuentras?»

«Gracias por preguntar —escribí. Quise ser tan claro como fuera posible—. Me duele la cabeza. Quiero cerrar los ojos todo el tiempo. ¡Quiero escuchar, infeliz!»

Él respondió:

«Lee esto, pedazo de idiota: nadie te obligó a venir. A veces pienso que eres demasiado sensible.»

«Me siento felizmente embriagado en este momento, gracias. Podré soportarlo muy bien durante media hora, cuanto mucho. Pronto estaré pataleando y babeando dentro de una camisa de fuerza en un cuarto acolchado.»

«No me importa.»

«Nunca pensé lo contrario.»

«Tu fuerza deductiva me sorprende. Esa porquería que tomas es de veras efectiva, Norby.» Iba a devolverme la tarjeta para que la leyera pero, al ver mi irritación dibujada en mi cara, me la arrebató y continuó: «Piensa en las implicaciones de este descubrimiento. Maldita sea, ¿por qué no crees en ésto?»

«¿Y tú? ¿De veras crees en ésto?»

«Al principio no. El doctor Higginbotham nos pidió mantener la boca cerrada, sólo hasta este día. Acepté para corroborar que fuera cierto todo eso del silencio condicionado. Pero tú no crees que esto sea una burla de tu imaginación, ¿cierto? No tengas miedo de admitirlo, no me ofendes.»

Al principio no le creía, pero visto a través de los perceptivos y estrambóticos lentes del chammuabixol, mi escepticismo cambió. La única forma de anular un veneno era aplicando otro veneno. Hice todo lo posible por no dejarme convencer. La mente de Esteban era muy retorcida.

«¿Te das cuenta de lo que ha hecho Higginbotham? » escribí, esta vez sin importarme la caligrafía. «Ha hecho comercial su descubrimiento, cuando por prudencia debió encerrarse en un laboratorio y seguir practicando con conejillos de india. La gente común y corriente no entiende los alcances de la ciencia sino su aplicación en la cotidianeidad de sus vidas, por muy patéticas que éstas sean. Le ha dado una pistola cargada a un conjunto que no entiende su función y, en cualquier momento, se asomarán por el cañón.»

Esteban leyó esto último y, enfadado, me tiró la tarjeta al pecho. Lo hizo como si se tratara del as ganador descalificado por un truco de mangas.

Miré de reojo y descubrí en el fondo al doctor Higginbotham. Embelesado, contempló el caos que había creado con escasa sensatez.

Lo que más me sorprendía es que él perteneciera a este circo. Mi sentir era que la mayoría de los sabios que habían cambiado al mundo, a pesar de su brillantez, podían consentirse ser extravagantes de vez en cuando.

Higginbotham me cerró la visión. Estaba inalterable, como si después de los pros se encontrara de frente con los contras; a su lado se hallaban dos asistentes.

Saludó a Esteban con un movimiento de cabeza y me dirigió una mirada fulminante. Me entregó una tarjeta. Supuse que la había preparado exclusivamente para mí. Decía:

«Usted es un aguafiestas. ¿Acaso es periodista? Nunca ven el vaso a la mitad. O lo ven lleno o lo ven vacío.»

Tomé una libreta y escribí con letras grandes:

«Veo que el vaso está a punto de desparramarse y usted lo tiene al borde de la mesa.»

Pude percibir que rumió con acritud.

«Mucha gente quiere hacerme creer que usted tiene elementos y contactos para ponerle fin a esto. No puedo permitirlo.»

«Eso es ridículo. No soy periodista y no tengo influencias. ¿Quiénes se lo dijeron?»

Mary, supuse. Pero no esperaba la respuesta.

«Eso no importa. Debo pedirle que no siga.»

«Entonces, déjeme salir.»

«Eso es imposible. Ninguna puerta del exterior debe permanecer abierta. Las ondas deben ser simuladas a la perfección.»

Volví mis ojos a la libreta, pero me puso una sucia mano encima. Escribió y, con una expresión fastidiada, me entregó otra tarjeta.

«Sígame.»

Llegamos a la oficina administrativa. A Esteban se le iluminaron los ojos al ver a Mary ahí sentada, pero pronto su rostro se desdibujó ante la despreocupada mirada de ella. Cerraron la destartalada puerta y Higginbotham se sentó sobre una mesa de trabajo a un costado de Mary. La oficina estaba atiborrada de telarañas y mugre. Higginbotham extendió la mano hacia un mueble que tenía a un costado y hurgó buscando una hoja de papel y una caja de lápices que había allí.

«El espacio autocontenido obra como trampa», escribió. «Cuando se mezclan ondas de diferentes fuentes (compresión con compresión y refracción con refracción) hay reforzamiento y el sonido aumenta. Supongo que usted conoce esta teoría.»

Se levantó rápidamente de la mesa y arrojó algunos lápices hacia la pared. Todos lo miramos desconcertados, excepto Esteban.

Escribió y mostró la hoja.

«Imaginemos el sonido producido por esos lápices al chocar. En condiciones normales, el sonido del choque viajaría a través del aire debido a su compresión y refracción, sin ningún problema, hasta llegar a nuestros oídos. Pero al rebotar en una pared, tiende a anularse en ciertas zonas debido a que el sonido original y el alterado se sobreponen (compresión con refracción y refracción con compresión), hasta crear un «vacío». La intensidad del sonido disminuye hasta hacerse inaudible, pero esa intensidad es poco perceptible debido al fugaz y poco alterable volumen. Dispongo de simuladores de resonancia que pueden captar la esencia de los sonidos y representarlos hasta sobreponer las ondas. En este momento están captando todo a su alrededor y emanando el mismo sonido de mi respiración. Todo codificado y transmitido en microsegundos.»

Hubo un largo y meditabundo momento en el que nos miramos a los rostros. Creo que esperaba una objeción mía.

No quise defraudarlo:

«¿Cuál es el fin, doctor? Escríbame sobre las aplicaciones de ésto.»

Higginbotham no soltó la mirada hasta que su mano bailó de arriba hacia abajo, sujetando el lápiz con un vigor y una velocidad fabulosa.

«Expongamos las aplicaciones, entonces. Es sólo parte de un proceso para preservar el medio ambiente. El ruido es un contaminante. Las formas y aparatos de telecomunicaciones tienden a ser hoy en día muy estridentes, hasta hacer casi imposible la propia comunicación. ¿Por qué no dar, pues, el primer paso para librarnos de esa molestia? Antes, en una biblioteca como ésta, se tenía la costumbre de guardar silencio para poder estudiar a gusto. La decadencia del medio ambiente ha existido durante tanto tiempo, que ahora es parte de nuestra cotidianeidad.»

«A nadie le hace daño un poco de ruido. Déjelos que se acaben los tímpanos entre ellos.»

«No sea insolente. Esto tiende a incrementarse progresivamente. Se nos informó sobre unos resultados de una investigación realizada durante más de medio siglo por una organización internacional dedicada al estudio y la protección del ambiente. Los investigadores recorrieron todo el mundo a bordo de un laboratorio móvil, analizando los niveles de contaminación auditiva en diversas zonas urbanas. Las medidas alcanzaron hasta los cien decibeles en zonas de alta concurrencia. No estamos mejorando nada, esto empeora hasta que se nos atrofie el oído. ¿Después qué sigue?»

No me sentía aliviado pero tampoco tiendo a demostrar asombro ante el talento de los demás, así se empeñen en salvar al mundo.

«Mucha gente no entenderá este tipo de medidas —escribí—. No estamos preparados.»

El doctor Higginbotham tenía la cara hinchada y decrépitamente colorada. Escribió:

«¿Cree que esto es tan sólo un capricho mío? Quería probar este fenómeno, saber los índices de histeria y demencia colectivas. Y mi conclusión es que amamos el ruido y nos atemoriza el silencio. Somos unos malditos salvajes, y en el ruido es donde nos vemos identificados. Al principio se trataba de pregoneros gritando en las calles, después la estruendosa música de los aparatos portátiles. Todo eso se contenía a través de una serie de reglas acerca de la intimidad y el respeto. Pero ahora no encuentro esa intimidad y respeto en un lugar público como éste. ¿Qué sucedió durante todo este tiempo? Me he visto imposibilitado al querer cambiar las reglas a través del civismo, así que he tenido que recurrir a medidas más extremas. Algún día la gente como usted me lo agradecerá.»

Cuando terminó de escribir, el lápiz se hizo añicos en su mano izquierda. Mary se alejó de él.

Tomó otro y continuó:

«Me han dicho también que usted introdujo una droga. Más de doscientos cincuenta gramos han sido desparramados por toda la biblioteca. ¡Mierda! ¿Se da cuenta de que pudo elevar los índices de histeria hasta el doscientos por ciento? Es una suerte que nadie haya llegado a entrar en catarsis.»

Escribí:

«Funciona. He anulado los efectos del silencio.»

«Usted está tocado por esa porquería. Sabe cómo tratarla.»

«El experimento es el antecesor del éxito, doctor. La droga ha hecho que pueda mantenerme en pie y que logre escribir y leer con raciocinio.»

Higginbotham se revolvió en su asiento. Pude imaginarme sus dientes rechinar. Anotó algo sobre una tarjeta y se lo enseñó a Esteban. Enseguida se inclinó sobre la mesa y escribió:

«Creo que sé a dónde quiere llegar, amigo Norberto. Le teme a las consecuencias. Déjeme darle un consejo: las consecuencias terminan siendo obstáculos. Sólo así se aprende. —Hizo un ademán de que aguardara. Escribió por detrás de la tarjeta y me la mostró—: No creo, sinceramente, que usted pueda soportar más tiempo. ¿Sabe que puede recaer?»

Tomé una bocanada de aire y escribí:

«Tiene razón. Sólo me gustaría que pare esto a tiempo. Estoy comenzando a tener jaqueca de nuevo.»

 

Me senté en el lugar más apartado que pudiera existir en la biblioteca, sólo para esperar a que terminara el hechizo de Higginbotham. Tengo la fuerte convicción de que las pesadillas no terminan hasta que un impulso externo venga en nuestro auxilio. Esperaba que por lo menos se abrieran las puertas, sólo eso. Comenzó a meterse en mi cabeza la loca noción de que esto había durado mil años y no pasarían otros mil años hasta que volviera el sonido.

Allí había terminado yo, sin amigos, sin chammuabixol, con la cabeza apoyada en una mesa y con la primitiva necesidad de sacar algo desde el fondo mi garganta. Inseguro, metí las manos en los bolsillos, sin esperar ya nada de nadie. Todos estábamos cargando el maldito silencio a través del éter alterado.

La biblioteca comenzaba a olera orines y a basura ya putrefacta. Estaba desperdigada por todas partes, sobre las paredes descoloridas de salitre o por debajo de las mesas. Las luces habían reventado, sustituidas ahora por fogatas. Los únicos que saldrían de esto sin un rasguño eran Higginbotham ysus ayudantes, pensé. En definitiva, no querían ser parte de su experimento.

Siempre me he sentido cómodo en un mundo tecnológico que se empeña en transgredir a las sociedades. O todo lo contrario: puedo enfrentarme contra él y salir airoso. Sin embargo, aquel ideal comenzó a extinguirse y abandonarme, al igual que mi razón. Mi enojo era oscuro, tan oscuro que no podía mostrarlo. Debía controlarme…

Mi cabeza pulsaba dolorosamente. Permanecí ahí tendido, incapaz de lanzar gritos e imaginándome que no podía respirar. Me agité a pesar de estar sentado sobre una silla, con mis ojos girando sobre sus oquedades. Casi había ocurrido de pronto, pero como el doctor Higginbotham había sospechado, ya lo veía venir. El terrible entumecimiento se había apoderado de mí apenas me puse de pie.

De pronto vomité sobre la mesa. Inesperadamente dos hombres de Higginbotham salieron a atenderme. Me encontraron recostado en la mesa, nadando en mi propio vomito y mirando el techo. Noté unos gruesos dedos en mi brazo, y me dejé arrastrar. Una mirada me observó pacíficamente, aunque no escuchaba sus palabras. La sonrisa de uno de ellos parecía jovial, pero apretaba tanto los labios que casi no podían vérsele los dientes. El otro tenía una mirada inexpresiva, pero al sujetarme dejó ver una cruel satisfacción por lo que hacia. Me inyectaron un débil tranquilizante, me quitaron algunos restos de comida a medio procesar que colgaban de mi camisa y me dejaron en el elevador, sólo para alejarme de problemas, como si fuera un indigente.

Sentí que el elevador se movía, y cuando paró, salí por mis propios medios. Tenía la mirada tan vidriosa que apenas pude darme cuenta de lo que sucedía a mi alrededor. La luz era escasa debido a los destrozos, pero podía percibir movimientos. La biblioteca brillaba en fulgores móviles que se balanceaban de aquí para allá con un ritmo de lo más vertiginoso. Me pasé una palma sobre los ojos y noté que eran antorchas.

La gente estaba perdiendo la razón.

Me incliné, con las rodillas en el suelo y las manos en el estómago, tratando de llenar mis pulmones con aire. Me apoyé en un pasamano y miré hacia abajo. Cerca de la sección de derecho se estaba formando una masa de fumadores de marihuana. Algunos bailaban hipnotizados alrededor de una fogata, con sangre en sus pechos desnudos y los ojos en blanco.

Un grupo de muchachos excitados había salido del ascensor. Portaban tubos y cadenas que no dudaron en usar contra algunos indefensos. Otros saqueaban audiolibros de los estantes y los colocaban en bolsas de plástico. Las escaleras estaban cubiertas de botellas rotas y colillas de cigarro. Las cámaras de consulta estaban pintarrajeadas de aerosol y claramente estropeadas.

Los pasillos eran verdaderas trampas. La gente entraba en ellos y desaparecían. Si lograban salir era con heridas o en paños menores. Una delicada joven salió sin aliento, con un gesto de asco en su rostro. Trastabilló hasta una silla y se sentó como si pesara una tonelada.

A medida que pasaba el tiempo, el descontrol aumentaba; los grupos se deshacían y se formaban tomando diversas actitudes y se diseminaban corriendo como si en medio de ellos cayese una ojiva nuclear.

De pronto todos entraron en el mismo canal: era un zoológico en explosión, la furia colectiva marcada por un paso violento. Los estantes cayeron como piezas de dominó. Con los rostros trastornados en un gesto kamikaze, decenas de jóvenes alterados incitaban a la violencia en contraparte al mudo fenómeno. Los vidrios de las oficinas se desprendieron en miles de fragmentos. Los ayudantes de Higginbotham eran pocos e inútiles ante la desatada marabunta.

Rodeé una columna para hacerme cubrir por la oscuridad. Desprendí un tubo que colgaba de la vieja instalación de agua y lo aferré como si se tratara de mi única posesión. Moví los labios y murmuré en mi interior:

«Vengan por mí, vengan por mí…»


Ilustración: Claudio «Maléfico» Andaur

Arremetí contra el suelo antes de que mis ojos captaran la negra sombra que se había detenido sobre una rampa para minusválidos. Su figura se recortaba tras el fondo creado por el fulgor luminoso de las antorchas. Permaneció así por largo tiempo y al parecer me había visto. Su silueta no me llamaba la atención en el sentido de que fuera peligroso; pero al acercarse, sus brillantes ojos mostraron todo lo contrario. Podían causar una fuerte jaqueca con sólo fijarse en ellos. La expresión del sujeto ni siquiera reflejaba alteración alguna.

De su mano derecha hizo desprender un haz de luz. Revisó los rincones y arrojó la luz hacia mí. Dejé escapar un grito de alarma insonoro. Entonces pude ver que era tan sólo un renacuajo recién salido del estanque. Sus facciones eran solemnes y poco deterioradas, tan lisas como el trasero de un bebé.

Se dobló, con el fin de no llamar mucho la atención. Nunca sospeché sus intenciones, pero daba la impresión de saber lo que hacía. Bajo la luz de la linterna alcancé a ver su transfigurada linda cara. Portaba aretes en forma de hacha, las uñas pintadas y pantalones exageradamente entallados que le hacían bulto en la entrepierna.

Avanzó con pasos finos, adoptando una actitud que le debió haber parecido sumamente relacionada con sus gustos. Hizo un ademán de querer sacar algo de su chaqueta; se trataba de unos guantes de látex, los cuales se ajustó al entrelazarse los dedos.

Al ver su sonrisa no pude dejar de gritar. Esquivó la primera acometida del tubo y a la segunda la pescó como si jugara con un niño. El muchacho, en un vago momento, alargó la mano hasta frotar con delicadeza mi miembro.

Retrocedí con los pies, y en un arrojo de ira, me despedí de él con una patada en la boca. Se pasó una mano por los bordes y se miró los dedos ensangrentados. Era una fea cortada y me sentí orgulloso de ella, pero aquello pareció divertirlo aún más. Su rostro se transformó de pronto en una máscara regocijada, como si mi patada le hubiera llevado el deseo a otro nivel.

Me dio un rodillazo en el estómago. Me encogí en el suelo con fuertes jadeos. Mis pulmones trataban inútilmente de aspirar todo el aire que pudiera haber.

Tenía manos fuertes, y a pesar de mis intentos por golpearlo, me inmovilizó con una llave segura. Me solté y lo tumbé con todas mis fuerzas. Rodamos, y mientras yo intentaba aplastarlo y molerlo a golpes, él se entretenía más al hurgarme las nalgas. Se contorsionó y se liberó. Al instante comenzó a arriarme una serie de bofetadas, tan fuertes que parecían arrancarme la cabeza de cuajo. Antes de que pudiera contragolpearlo, se detuvo riendo y se apartó.

Supuse que su intención era buscar la sombra. Coloqué una rodilla en el suelo y blandí el tubo en mi mano derecha. Me sobrecogió una oleada de cansancio. Estaba en clara desventaja.

Al levantarme, me encontré fuera de balance, y eso fue suficiente para que él sacara provecho. Pareció surgir de la nada y atacó inmediatamente. Apreté los dientes, separé los píes para esquivar su embiste, pero ya estaba encima de mí. Logré abrazarlo y volvió a caer en el suelo en un medio giro.

Con pericia alcanzó a zafarse de mis brazos y de nuevo estaba de pie. Me soltó un puntapié en las costillas. En ese momento me surcó una punzada de dolor por todo el cuerpo.

Una inhalación fue todo lo que conseguí antes de desmoronarme en un instantáneo olvido. Lo único que mis ojos captaron fue su afinado rostro jactándose de placer y en un estado delirante, con la boca semiabierta dejando escapar burbujas de saliva. Automáticamente desprendió el velcro de sus pantalones.

Justo en ese momento un objeto se hizo trizas en su cabeza y se desplomó. Estaba lejos de convertirse en un cadáver, pero ese golpe debió ponerlo en una nueva órbita. El resto del excusado hecho añicos había rodado unos cuantos metros. Me guié por la tenue luz que salía del tocador un piso arriba de mí. Esteban y Mary me sonreían, apoyados en el barandal. Habían obtenido la mejor calificación en proyección de excusado.

Me tendí en el suelo con total alivio. No pasó ni un minuto cuando algo llamó mi atención.

Alguien echó a correr, justo en el piso donde yo estaba, directo hacia la sala infantil. Enseguida lo siguió otra persona. Trastabillé unos pocos pasos hasta la entrada. Lo que vi hizo que hirviera en sangre.

Betsabé estaba arrinconada en una esquina, hecha un ovillo, con los brazos ensangrentados en un rictus de dolor que no pude soportar ver. El brazo de un hombre corpulento descargaba su cinturón sobre ella.

Se lo arranqué de la mano. Giró, con una mirada de fuego. Las venas de su cuello brotaron al movimiento de su fuerte mentón. Dio un paso adelante, pero se apartó cuando giré el cinturón por encima de mí. Gruñó, o al menos eso me pareció. Yo tampoco estaba contento. Como medida de defensa hubiera tenido que escoger el mejor momento para atacarlo pero mi indignación me impidió que me contuviera. El sudor me empapaba el rostro.

Tracé una curva en el aire, con la hebilla en punta directo a su cabeza. Apenas lo rocé, lo suficiente como para abrirle una herida en la mejilla. Volví a alzar el cinturón, sin permitirle que me tocara siquiera. Esta vez me abalancé hacia él con toda furia.

De verdad no supe lo que hacía. Sólo me concentré en el blanco que tenía puesto frente a mí. Mi espina dorsal giraba bruscamente, como el ataque de una serpiente. Sentí el cinturón proyectarse sobre su cuerpo y tomar vuelo de nuevo.

En instantes sus fuerzas se agotaron.

Ayudé a Betsabé a que se incorporara. Enseguida salió de su letargo y se alejó de mí con brusquedad. Yo estaba muy exhausto, pero me volví hacia la poca luz lo suficiente para hacerle saber quién era. La silueta de Elihu apareció súbitamente. Al ver que Betsabé estaba bien no dejó de mostrar su afecto hacia ella. Se fusionaron en un cálido abrazo. Al poco tiempo me ayudaron a ponerme de pie.

El ascensor aún funcionaba. Cuando llegamos a la planta baja, el infierno aún seguía a tambor batiente. Miramos a nuestro alrededor sólo para cerciorarnos de nos ser atacados otra vez.

Alguien me tocó el hombro. Se trataba de Esteban, con Mary riendo tontamente detrás de él.

Y escuché lo que no podía creer:

—Qué tal, Norby —dijo, como si tuviera calculado el tiempo para saludarme.

—¡Esteban! Me alegra escuchar tu horrible voz —exclamé y le di un afectuoso puñetazo en la barbilla.

Escuchamos las sirenas de la policía; era música para mis oídos. Las puertas se abrieron a todo lo largo. El desencanto se reflejó claramente en todos los rostros.

 

Estábamos siendo atendidos por paramédicos en el estacionamiento de la biblioteca.

—¿Sordomudos, dices? —Esteban no podía creerlo. —Al doctor Higginbotham le interesará conocerlos.

Justo en ese momento los vi a lo lejos. Acababan de salir de la biblioteca: Betsabé en una camilla rodeada de paramédicos y Elihu a su lado. Al entrar al mundo de sonidos que se les había negado toda su vida, supe que estarían por encima de los demás. Hay personas que saben suplir sus carencias.

De Higginbotham no hubo señales, incluso ni se hablaba de él. Podía imaginármelo en esos momentos en su laboratorio, elucubrando en su retorcida y fabulosa mente una nueva forma de poner a prueba su experimento trasgresor.

Mary nos la develó:

—Higginbotham piensa implementar el mismo experimento en las misas de los domingos.

—Suena interesante —musité, con un claro tono sarcástico. Enseguida añadí con alivio—: Pero Ma no lo aprobará.

 

 

 

Mauricio del Castillo nació en la Ciudad de México, en 1979. Es licenciado en la carrera de comunicación por parte de la Universidad Nacional Autónoma de México. Pasa su tiempo libre dedicado a la lectura y a la imaginación. Entre sus escritores favoritos cita a Alfred Bester, Ray Bradbury, Cordwainer Smith, Philip K. Dick, Theodore Sturgeon, Harlan Ellison, Robert Sheckley, Stanislaw Lem, Ursula K. Le Guin, Robert Silverberg y John Varley. Ha colaborado para las páginas NGC 3660, Sitio de Ciencia Ficción y Otro Cielo.

Hemos publicado su cuento NEGOCIO DE RÉPLICA.


Este cuento se vincula temáticamente con LA ANOMALÍA, de Francisco José Ubau Gutiérrez; LA ESFERA DE INVISIBILIDAD, de Louis B. Shalako; LA SITUACIÓN GRAVITATORIA EN BERAZATEGUI, de Fabián C. Casas y YUI, de Juan Pablo Noroña Lamas.


Axxón 221 – agosto de 2011

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Ciencia Ficción : Sociedad : Experimento : México : Mexicano).

Una Respuesta a “«La biblioteca del silencio», Mauricio del Castillo”
  1. Arkane Trickster dice:

    Lo mejor que he leído en 2011! Muy agradecido!

    «su pequeño discurso era más un mecanismo de defensa contra los ignorantes que una conferencia seria.» XD

  2.  
Deja una Respuesta