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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ARGENTINA

 

«El poder de la ficción es tal que transforma al lector en el héroe de la novela».

Alain Mabanckou

 

 


Ilustración: Aradano

La vemos llegar como si fuera un destino casual, pero nada es casual en una estación de trenes, todos sabemos eso. Olivia mira la soledad parcial del andén y, es inevitable, la expresión se le endurece: allá, a unos quince metros, un hombre bajo no quita los ojos de un cartel de Non societas facere suspendido contra un alambrado; las letras despiden un amarillo febril sobre fondo negro. El sujeto se muerde el labio. Un vendedor ambulante exhibe en silencio cartones de lotería en el andén de enfrente; nos está mirando, o eso nos parece. Olivia toma asiento y apoya cuidadosamente una maleta entre sus pies.

Ahora que acaparó nuestra atención viajamos hasta el andén opuesto y hacemos un zoom en uno de los cartones de lotería. Dice: «Lotería Oficial de la Presidencia de la Victoria». En la letra chica, al pie, un recordatorio: cómprese este cupón en absoluto silencio. En el rostro del joven que los ofrece vemos una gota de sudor que cae desde la ceja y se detiene en la mejilla. No podemos saber en qué estación del año estamos, aunque hay varios indicios de que nos hallamos entre la primavera y el verano. ¿De qué año?, bueno, eso ya es imposible, a menos que lo veamos escrito en algún sitio. Ahora, antes de salir de esta escena, quisiéramos subrayar un hecho: la nuez del vendedor sube y baja a una velocidad temible, como una bomba de pozo. Casi nos parece oír una fricción. No nos enorgullece decirlo, pero nunca antes hemos visto algo tan apresado en un soporte natural; nos recuerda un cardumen en una red. Y a la red, como un vejestorio de hilachas.

 

Olivia suspira. No estamos al tanto de lo que piensa, aunque algo intuimos. Por lo pronto, sabemos que tomará el tren de las 08.15 hacia Casa de Gobierno, donde trabaja. Mientras ella juega con una pulsera de abalorios naranja que esconde bajo la camisa, nos toca descubrir una abertura en la maleta. En realidad, no deberíamos hacerlo… Muchas cosas no deberíamos estar haciendo. A pesar de ello, espiamos, y luego nos alejamos unos centímetros. La tenemos ahora a Olivia en contrapicado y advertimos un ligero temblor de mandíbula. Quisiéramos sonreírle y que ella lo supiera, pero hay límites que no podemos cruzar.

 

 

Echamos un ojo rápido a otros puntos de la ciudad y, desde el cielo, nos parece ver una extraña forma organizada. No es común ver alterado el régimen, y mucho menos con el modelo de otro orden: es como si de pronto se superpusieran dos esferas de distinto color.

En una plaza en la que hay un hombre sobre un caballo vemos que dos adolescentes se acuclillan para encender una bengala; otros, más allá, doblan una esquina y se pierden. Uno de nosotros nos obliga a viajar hasta la cima de un edificio bancario: en él, siete personas manipulan una tela de dimensiones soberbias. Entre el gentío hay una mujer que llora mientras otro le palmea el hombro para darle ánimo. Hay una ráfaga de sucesos que no alcanzaríamos a detallar en tan corto espacio y que son de vital importancia, sin embargo, vamos a conformarnos con este puñado de visiones.

Tenemos que regresar al andén.

 

Para nuestra sorpresa, Olivia ya no está. Miramos en derredor, la buscamos bajo el asiento que ocupaba, nos llama la atención un cesto de basura blanco y lo observamos: un zoom ligero y luego salimos de ahí. Pronto debemos aferrarnos a algo. Vemos que el tren de las 8.15 ha diseccionado la estación. La oruga es gris y sus ventanas pulcras revelan una multitud ordenada. Se oye la música del Himno Nacional que baja de los altoparlantes como una confesión secreta. La gente hace tiempo que anuló la música para sí.

Antes de treparnos al tren, nos llama poderosamente la atención el hombre frente al cartel de Non societas facere. Esto, en verdad, no lo esperábamos. La mano del sujeto se había perdido por un momento en un bolsillo, como si tal cosa, pero cuando emergió, extrajo con ella un resaltador verde oscuro, que destapa con la boca, que hace media sonrisa, que nos resulta alegre. Como es petiso, debe trepar un poco. No vamos a mentir: tuvo que hacer tres intentos hasta que por fin pudo aferrarse. En simultáneo, el tren comienza a moverse. Pegamos el ojo a la ventana y seguimos la escena. El hombre empuña hábilmente el marcador y reduce a una mancha el adverbio Non. El cartel, ahora permisivo, dice societas facere, que en castellano, por si alguien desconoce, significa hacer sociedad. Algunos miran desde el tren con horror; otros, con tímido regocijo. Un hombre de cara alargada no lo puede evitar y hace un comentario que despierta la risa de algunos pasajeros. Ese hombre es de los que vivieron el Viejo Sistema, en el cual el acto comunicativo verbal no se limitaba al ámbito privado del hogar o del trabajo, sino que podía hacerse en todos lados, adonde uno quisiera: en las plazas, en los colectivos, de terraza a terraza, de pie junto a una cabina telefónica, tirados boca abajo en el pasto, en el cine incluso.

Dejamos al viejo de cara alargada porque nos parece oír un grito. Ahora sí, la gente está asustada. La voz proviene de afuera, del otro lado del andén. Alcanzamos a ver un montón de cartones desparramados por el piso; el dueño desapareció. La intuición es nuestra forma de conocimiento.

 

¡Eh, y ahí está Olivia! Qué alivio… Temíamos no volver a saber de ella hasta mañana. Nos arrellanamos en el asiento a la par y viajamos en silencio. La mujer se calza unos lentes de aumento y saca un libro; escoge un cuento: «La venganza de los niños», de Pablo Dobrinin. Lee algunos pasajes como si ya los conociera de memoria y sonríe. El viaje transcurre sin otros hechos destacables.

Al llegar a las inmediaciones céntricas, más de uno se sorprende por las luces de bengala que estallan contra el cielo claro. Oímos al hombre de cara larga decir que ya era tiempo. Olivia asiente. También pensamos que es tiempo.

Cuando por fin descendemos en Plaza Histórica, la adrenalina nos conmueve. Podríamos escoger seguir a Olivia desde un plano cenital: la acción sería deslumbrante; pero qué va, entraremos con ella a la Casa de Gobierno y le haremos compañía hasta que el contador de la maleta llegue a cero y todo empiece a ordenarse, y se oigan voces. Más tarde, si ella se nos une, iremos a ver con más tranquilidad qué dice aquella enorme tela sobre el edificio bancario, aunque, como todo, medianamente lo intuimos.

 

 

Daniel Flores nació en Buenos Aires en julio de 1983, es músico, escritor y docente por vocación. Cursó estudios de Corrector Literario en el Instituto Superior de Letras Eduardo Mallea y, actualmente, cursa materias del Profesorado de Lengua y Literatura. Realizó varios cursos de escritura, con Alberto Laiseca y Cecilia Sperling, entre otros. A los 25 años decidió mudarse a la provincia de Tucumán (Argentina), en donde hoy reside, y en donde dirige un taller de escritura creativa y cuento breve. Es autor de Bajo un cielo carmesí, un libro compuesto por catorce cuentos que oscilan entre lo fantástico y el horror. Daniel mantiene su blog Verba et Umbra.

Hemos publicado en Axxón sus obras EL PEZ POR LA BOCA, DESTINO KOMALA EN TIEMPO y LUNA DE ARENA.


Este cuento se vincula temáticamente con LA SEMANA ALEATORIA. CRÓNICA DE UN EXPERIMENTO SOCIAL, de Fabián C. Casas; FRANCOTIRADORES, de Guillermo Osvaldo García y EL OLOR A ORINA, de Eduardo J. Carletti.


Axxón 221 – agosto de 2011

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Ciencia ficción : Distopía : Sociedad : Argentina : Argentino).

6 Respuestas a “«Todos los cautivos», Daniel Flores”
  1. ¡Groso!
    Cordialmente,
    Yo.

  2. dany dice:

    En algo me hace acordar a «V, for Vendetta».
    ¡Lindo relato!

  3. Pop Culture dice:

    Magnifico relato.
    Un punto de vista excelente.

    Saludos.

  4. Pop Culture dice:

    Magnifico relato.

    Un punto de vista excelente.

    Saludos

  5. Martín, Dany, Pop, ¡muchas gracias por su lectura y sus críticas! ;)

    Saludos,
    Daniel

  6. Pop Culture dice:

    El relato merece nuestro reconocimiento.

    Saludos.

  7.  
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