Revista Axxón » «El lápiz», Andrea y Ricardo Giorno - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ARGENTINA

 


Ilustración: Guillermo Vidal

En su cuarto, Mayra sufría la tarea de matemáticas. Permanecía con la cabeza doblada sobre el escritorio, los hombros cargados, la espalda arqueada. Jamás se sentaba derecha, por más que le insistiesen. Tan confortable en aquella posición, a Mayra no le importaba que su mamá le dijera a diario:

—Ponete derechita, nena, así la espalda te queda como un palito cuando seas grande.

Aquella tarde de tormenta, Mayra la pasaba mal, muy mal, entre sumas y restas. Bah, mucho menos mal que a aquel señor al que fusi… fusi… ¿cómo era la palabra que le había dicho papá? Bueno, no importaba: la holo se displayaba en la calle a cada vuelta de esquina mostrando el momento en que cuatro señores vestidos de verde aceituna hacían echar humo por sus antiguas armas, directo a un hombre, y el hombre se dormía atado a un palo gordo. «¡Para que la juventud se discipline!», gritaba después ese señor de gorra también verde aceituna, el Presidente de los Argentinos, y al que no se debía nombrar porque atraía la mala suerte. Mayra no entendía nada de la mala suerte ni de los fusi… fusi… Igual le parecían asuntos muy importantes. Y peligrosos, además.

Volvió al cuaderno. Odiaba hacer esas cuentas una y otra vez. Si las unidades IA se las sabían todas, ¿para qué complicarla a ella con tantos cálculos? Es que Mayra no comprendía el proceso de la aritmética. Uno más uno, dos. Más tres, es cinco. Más ocho es trece… ¡bien! Pero enseguida había que restar. ¡Una pesadilla! Trece menos seis es ocho… no. ¡Seis! ¡No, no, no! Entonces contó con los dedos: siete, ¡eso es! Siete es el resultado. Y anotó la respuesta correcta: siete, al lado del signo igual.

Listo.

Ahora podría dedicarse a soñar despierta. Adoraba ir a la ventana, sentarse en el sillón de cuero —qué rico olor—, mirar hacia la calle y divertirse con aquellos sueños. Siempre y cuando Danila no entrara como loca al cuarto trayendo sus estúpidas quejas. ¿Por qué la vida «regala» hermanas mayores?

La lluvia caía en gotas gordas. Desde su decimosexto piso, Mayra podía ver muy bien la cuadra de Billinghurst hasta el cruce con Güemes. ¡Qué linda y qué triste, la lluvia! Apoyó la mano contra la ventana. A pesar de estar del otro lado del vidrio, algunas gotas de lluvia le contornearon la palma y las yemas de los dedos, como si su mano irradiase una energía que obligaba a las gotas a recorrer un camino extraño. Ella creyó verse unos delicados guantes de plata: ahora era una princesa, y en su castillo de cristal lo poseía todo.

Apoyó la otra mano y observó el cielo: tan negro y encapotado, volvía noche al día. Apenas se veía la casa de enfrente, una silueta lejana y misteriosa. Un dinosaurio caído, con dos pequeñas luces a los lados: los ojos amarillos del monstruo. Y la puerta de madera, oscura y sin dientes le formaba la boca.

Un camión verde del Ejército Patriota pasó por Billinghurst y dobló en Güemes.

—Un gato buscando a un ratón —dijo Mayra—. Eso me imagino. Porque no hace nada de ruido: ¡igual que los gatos!

Volvió a mirar la casa de enfrente: unos fierros como las vías del tren le sobresalían del techo roto. Ahí se escondía gente mala, le había dicho varias veces papá. Nuestro Ejército debió usar armas poderosas para sacar de ahí a esas ratas, mi amorcito.

—Y dejaron la casa así —concluía siempre papá—, sin arreglar, como recordatorio. Los de la casa eran ratas, ¿sabés? Nada que ver con gente como uno.

—¿Gente como uno, papi?

—Gente como uno: ciudadanos modelos, tesoro.

Y pensar que Mayra siempre había creído que los modelos eran los lindos que aparecían en la holoTV. ¿Quiénes serían entonces los ciudadanos modelo?

Como le sucedía desde la primera vez que escuchó la historia, ella se inmovilizó ante esa perspectiva de destrucción que le paraba los pelos de la nuca. Cuando pensaba en aquellas ratas malditas, comprendía lo peligroso que era alejarse de su castillo de cristal, de su mundo. ¿Y cuál era su mundo? Apenas las cuatro cuadras por las que iba a la escuela todos los días: Billinghurst, Güemes, Coronel Díaz y Vidt.

Se le ocurrió que, como ella era una princesa, podría combatir la injusticia y el dolor y las bombas y las ratas desgraciadas. ¿O tendría que ser una gran maga, una hechicera poderosa? No, mejor que esta vez fuese una princesa, porque las princesas pueden darles órdenes a las magas. Como dice papá, órdenes son órdenes. Y todos debemos obedecer.

Levantó la mano derecha y apoyó la izquierda sobre el pecho, como quien está por formular un juramento. Y dictaminó, exagerando solemnidad:

—Yo, Mayra Alicia Gianorosso, princesa de este reino, ordeno que no habrá en él más cosas malas. Voy a terminar con la injusticia. Le daré a mi pueblo todo lo que necesita: ropa de buena marca, comida rica de delivery, una casa grande para vivir, padres cariñosos para hijos cariñosos, una mascota en cada hogar. Y eso sí: nunca más habrá tarea para el hogar, especialmente de matemática.

La princesa sacó del bolsillo un chocolate. Desgarraba el envoltorio, cuando un relámpago iluminó la cuadra. El trueno la ensordeció, y el brillante papel cayó al suelo girando como hélices de helicóptero. O como las alas de una mariposa medio muerta, que cae sin hacer ruido.

Mayra aplastó el papel con la suela de la zapatilla: se sentía poderosa, era una princesa. Les ordenaría a sus súbditos que nunca más nadie le dijera lo que tenía que hacer. Salvo su padre: órdenes son órdenes. Cuando ella fuese grande, lo ayudaría a papá a limpiar de ratas su reino.

—¡A comer! —chilló mamá desde la cocina, y Mayra la imaginó yendo al comedor diario seguida por las dos criadas—. La mesa ya está servida. ¡Vamos!

Danila entró en el cuarto a lo bestia, siempre quejándose de sus profesores, siempre buscando cosas que había dejado quién sabe dónde, y siempre acusando a Mayra de meterse en su vida.

Cuando Danila terminó con su tormenta de quejas, Mayra vio que se quedaba a la espera de… ¿de qué? ¿De alguna reacción de ella? Como fuese, Mayra optó por darle un mordisco a su chocolate y se fue.

Aquella noche, papá no vino a cenar. Y ella quiso saber la razón.

—Papá tiene mucho trabajo en el Ministerio, nena —explicó mamá—. Hoy va a llegar muy tarde.

Sí, papá trabajaba en un ministerio. ¿Cómo se llamaba el ministerio donde trabajaba papá? Un nombre largo… ya está: Recursos Esenciales para los Derechos Humanos de la Patria Soberana. Eso. Y papá era jefe o algo por el estilo, pero a ella no le importaba ningún cargo. Para Mayra, papá era una persona vip. Aunque él no resultaba para nada buen mozo: era de estatura mediana, no muy delgado, de cara redonda y grasosa. Con ojos indefinidos y una enorme y redonda nariz y labios finitos, siempre se escondía detrás de gruesos anteojos. ¿Por qué no se habría operado, si ya nadie los usaba? Y algo que le molestaba a Mayra: el bigote. Cada vez que papá le daba un beso, ella le pegaba un empujón porque le picaba. Sí: a Mayra no le gustaban para nada aquellos besos picosos. ¿Por qué papá se dejaba el bigote? Se parecía al de un señor que asomaba en una holog… ¡No! Papá le había dicho que se llamaba «foto», y que ya no se hacía más. Lo que Mayra no se acordaba era de cómo se lo llamaba a ese escudo raro —de algún club, a lo mejor— que ese señor llevaba en una cinta alrededor del brazo. Parecía una hélice quebrada.

Se encogió de hombros y suspiró.

Terminada la cena, se retiró de la mesa con la excusa de que tenía sueño. Pero no fue a dormir. El estudio de papá quedaba de camino. Le gustaba entrar ahí, el lugar desde donde el cerebro principal de la IA gobernaba las tareas rutinarias de… ¿cómo le había explicado papi? Ah, sí: «un amplio sector de Buenos Aires». Gov —como gustaba ella de llamarla— era muy eficaz: gobernaba los semáforos inteligentes, las luces, las holocámaras, los vigi-bots que filmaban a la espera de registrar algún crimen… Esta noche, Mayra le pediría a la IA que le explicase todo sobre las ratas. Sobre qué o quiénes eran, por ejemplo. Le pediría que le mostrara holos, eso haría. A Mayra le intrigaba el aspecto de las ratas, su vestimenta. ¿Se diferenciarían de, a lo mejor, las hijas del Pastor del colegio?

—Bienvenida, Mayra —le dijo la IA.

—¡Qué tal, Gov!

A ella le encantaba charlar con esa vara plateada que salía del piso, justo en medio del estudio. Le gustaba ver el brillo del teclado holográfico desplegable suspendido en el extremo.

—¿Qué deseas hoy?

Mayra contestó que quería acceder al teclado, pero le resultaba demasiado alto.

—Mi Amo me programó en modo voz para que tú no tengas problemas. Así que dime: ¿qué deseas hoy?

—Saber quiénes son las ratas.

—¿Cómo «quiénes»? Habrás querido decir «qué».

—No, no, dije bien. ¿Quiénes son las ratas asquerosas, inmundas? Las ratas que hacen daño a la Argentina. Son personas, lo sé. Papá siempre me cuenta. Quiénes son, eso quiero saber.

Mayra oyó un chasquido proveniente de la IA. Y el teclado holográfico parpadeó.

—Una rata —dijo la IA— nunca puede ser equivalente a una persona. No entiendo. Datos insuficientes. Reformula tu pregunta.

Mayra quedó pensativa: la IA se lo estaba poniendo difícil. ¡Mejor! ¡Más divertido! Las preguntas desarmarían a Gov, si ella se las formulase distinto. Engañaría a la máquina.

—¿Qué está haciendo mi papá?

—Está trabajando.

—No, no. Yo digo aquí. Qué está haciendo mi papá aquí.

—Aquí no está haciendo nada, pues el Amo no se encuentra.

—Dime qué hizo ayer a la noche. Qué hizo aquí, digo, antes de irse a dormir.

—Información clasificada.

—¿Clasificada?

—Así es. Información secreta. No puedo expedirme. Ni ante ti ni ante nadie. No puedo decirte nada.

Ella sonrió: ya se la estaba por ganar a la IA. Estúpida como toda máquina.

—¿Sobre qué no puedes decirme nada, Gov?

—Sobre nanomáquinas y nanobots.

—¡Qué nombres raros! Nunca los escuché.

Gov disparó unos chirridos.

—¿O sea que estoy frente a un caso de insuficiencia educativa? Un caso de insuficiencia educativa amerita que accedamos al sistema.

Entonces la IA displayó, a la altura de los ojos de Mayra, un compendio larguísimo proveniente de la Enciclopedia Nacional. Así que esas eran las unidades nanobots. Ella solo miró las ilustraciones que las representaban. Al final, los nanobots y las nanomáquinas se parecían bastante a esos insectos que ella había estudiado en el colegio: los ácaros.

¿Y qué hacía papá con esas inmundicias? Mayra cerró los ojos. En las noches sin sueño, le oía decir: «Ya voy, flaca. Este tema de los nanobots es apasionante, va en ello mi carrera. Termino de leer otro rts, y listo». Y mamá lo retaba, le reclamaba atención. Si hasta una vez le dijo: «Dejate de joder con esos bichitos electrónicos. Vos no cazás una». Y papá, enojado, le había contestado que solo al principio no entendía. Que el mismísimo Comandante General y Presidente lo había puesto al frente de cientos de científicos. Papá siempre terminaba diciendo lo mismo: «El futuro de la Patria radica en el avance de la Fabricación Molecular. Y los informes rts me mantienen al frente, ¿entendiste?».

El «¿entendiste?» era siempre para mamá, porque Mayra no entendía nada de nada de lo que su papá decía. Pero ahora, frente a la ia, quizá pudiese averiguar algo.

—¿Qué es un informe rts? —le preguntó Mayra a Gov—. Papá siempre habla de ellos como de algo muy importante. Parece que a él le sirven muchísimo.

—Un informe—precisó la IA—, en términos generales es un trabajo cuyos resultados o producto es esperado por personas distintas a quien lo realiza, o bien es encargado por terceros pudiendo ser un profesor o un jefe quien lo solicite. En cualquier caso, siempre es necesario preparar todo el material que le permita al informante redactarlo. Lo esencial de cualquier informe es dar cuenta de algo que sucedió, con una explicación para comprenderlo. rts es una sigla que me aprueba distinguirlo como altamente clasificado.

Otra vez esa palabra: clasificado. Igual, todo le estaba resultando aburrido a Mayra. ¡Muy aburrido! Encima que no entendía nada, esos bichos le daban asco. Había pensado que se encontraría con las caras de los malos. Aquellos a las que papá les decía «ratas». ¡Eso sí sería divertido! Pero no: solo se topó con bichos, y bichos muy feos.

Le dio las buenas noches a Gov, y fue a su cuarto.

Apoyó la cabeza en la almohada. Cerró los ojos, pesados de agotamiento. ¿Nanomáquinas? No, mejor viajar hacia la tierra de los sueños, plena de felicidad.

Al día siguiente, mamá las despertó con aquella voz chillona de todos los días. Daba órdenes aquí y allá:

—Vamos, chicas, arriba. Mayra, ponete los zoquetes primero y el chalequito debajo del pulóver. Cubrite bien la espalda y el pecho, que hoy es un día muy frío. ¡Ni se te ocurra maquillarte, Danila! Yo no voy a pasar papelones otra vez cuando la esposa del Pastor me rete a mí como a una nena porque vos querés ser una modelo a los trece.

—¡Pero hoy Jerry me viene a buscar a la escuela!

—¿Y a mí qué me importa? ¡No te maquillás y punto! Y cuidado con la pollerita, nena, que los de Moral Argentina te llevan por cualquier cosa.

—Pero si los moar ni pueden tocarme. Después va Hilario y…

—¡Y después nada! ¡Y no le digas «Hilario», que es tu papá! Y tu papá es un hombre muy ocupado, ¿sabés? Vamos, muevan el culito: el desayuno ya está.

—Parece mentira —refunfuñó Danila—: vivimos peor que en la década de 1970.

—¿Y eso de dónde lo sacaste? —la madre se volvió un fantasma en gris y blanco—. No estarás viendo holos prohibidas vos, ¿no?

Y la madre y Danila se mandaron para la cocina, tirándose de las mechas.

Mayra se dijo: ¡Por fin sola! Y se ponía el chaleco de lana cuando descubrió sobre la mesita de luz algo nuevo, que ella nunca tuvo aunque lo había visto en el colegio. Un lápiz distinto, más grueso que los comunes. Y venía con dos puntas bien afiladas: una roja y la otra azul.

Tomó el lápiz con cuidado, porque se lo veía tan frágil… Resultó muy livianito, y su olor a madera la fascinaba. Entonces la mano que sostenía el lápiz empezó a temblarle. De alguna manera, ese temblor la transportaba, entre canciones de cuna, hacia una tierra encantada de color y vida.

—¿Y este lápiz de dónde vino? —se dijo en voz alta—. ¿Y qué me pasa?

El temblor se había desparramado del brazo al torso. Y Mayra se sentía cada vez más plena y recontenta.

Corrió a la cocina. Cuando le preguntó por el lápiz, su mamá ni siquiera se dio vuelta. Sólo dijo:

—Ah, es un regalo de papá. Te lo dejó antes de irse a dormir. Dijo que esperaba que te gustase.

«¿Que te gustase?». ¡Mayra, lo a-do-ra-ba!

Lo metió en su cartuchera con el mismo cuidado que una mamá pondría en acostar a su bebé. Y se fue al colegio, olvidándose de desayunar.

Pura rutina, aquella mañana en la escuela. Después de cantar el Neohimno, levantando la palma derecha hacia la Casa Rosada, chequearon la tarea de matemática. Por suerte todas las sumas y restas que ella había hecho la tarde anterior resultaron correctas.

En la hora de lengua, la maestra les dio una hoja llena de palabras escritas en forma horizontal, diagonal y vertical. Tenían que encerrar en un círculo aquellas palabras que pertenecían al rubro «comidas». ¡Tantas palabras que Mayra no conocía! ¿Qué significaría perdigón… y observancia… y escalafón? Parecían esas palabras que los hombres de gorra y uniforme color aceituna decían por la holoTV. Lo mejor sería ponerse a trabajar y no perder más tiempo. Intentaría hacer algo, aunque no estaba muy segura de cómo le saldría.

Sacó de la cartuchera su nuevo lápiz. Mmm…, qué rico. Ese olor tan agradable y tan fresco. A partir de un sobresalto inicial, la mano se movió suave sobre la hoja, como si el lápiz hiciera al revés y la comandase a ella. Y, una a una, esa especie de varita mágica fue englobando palabras. Dejaba a su paso una estela carmesí de chispas titilantes.

Mayra quedó fascinada: no sólo había elegido bien las palabras, sino que las comprendía y todo. Siempre creyó que ella tenía poderes mágicos. Una princesa y una poderosa maga al mismo tiempo. ¿Una princesa maga? Y este pensamiento le sacó otra sonrisa. Y un recuerdo.

No mucho tiempo atrás, una tarde de otoño y en medio de sus deberes, cuando Mayra escribía una y otra vez su nombre en una hoja de borrador, se convenció del asunto de los poderes mágicos: Mayra Alicia Gianorosso, m. a. gianorosso, m.a.gia… ¡magia!¡Ella era en verdad una maga, lo probaba su nombre! Seguro poseía poderes extraordinarios que todavía se encontrarían dormidos. Embobada ante el descubrimiento, no le había dicho nada a nadie. Este era su secreto.

Y ahora, con el lápiz todavía en la mano, decidió que debía seguir siéndolo. Miró con recelo las holografías de los hombres de gorra a los que su papá, emocionado, llamaba solemnemente «patriotas». Y ahí estaban ellos, mirándola a Mayra. Seis eran, y casi todos le recordaban a esos pájaros de la holoTV que rondan a los animales enfermos.

Ella suspiró: era una suerte que las holografías —al menos por ahora— no leyeran el pensamiento. Su secreto permanecía seguro.

 

Un día, saliendo de la escuela y ya doblando por Güemes, se le acercó alguien… O algo, pensándolo mejor. Algo que ella nunca había visto. Parecía una persona, una mujer. Quizá fuese una mujer, sí. Pero el olor que le llegó a Mayra por poco la hizo caer. Y la ropa —si a eso se le podía llamar ropa— tenía más agujeros que costuras. Y —¡horror!— no era ni siquiera de marca.

La mujer le balbuceó palabras incomprensibles —algo así como aúda… aúda pima— y estiró un brazo, la palma de la mano hacia arriba. Mayra justo iba a preguntarle, a decirle que no le entendía nada, cuando apareció un moar.

—¡¿Otra vez vos por acá?! —le dijo el moar a la mujer, y ese vozarrón asustó a la niña—. Ya te dije que si te veía de nuevo la ibas a pasar peor que una rata.

Sacó de su cinto el garrote con esa luz azul en la punta que a Mayra siempre la hacía gritar de espanto. El moar seguro que vio algo en la expresión de ella, porque guardó el garrote. Antes de sujetar a la mujer —que no paraba de gritar eso de aúda-aúda-pima—, pulsó sobre el device de la muñeca. Mayra vio que él tenía pelitos en el brazo, iguales a los de papá. Eso le había vuelto más real la situación.

No hubo que esperar mucho para que se detuviera un deslizador verde, de esos sin insignias ni patente que pudieran identificarlo. Bajaron dos forzudos de impecable traje negro. Levantaron uno de cada brazo a la mujer, que ahora era puros alaridos. Alaridos que le hicieron doler el pecho a Mayra, por más que no los comprendiera. Jamás había oído gritar así. Ni siquiera por la holoTV.

Del deslizador también bajó una señora joven. Toda sonrisas, se dirigió directo a Mayra.

—Qué niña tan bonita —le dijo acariciándole la cabeza con una ternura que evidentemente fingía—. ¿Cómo te llamás?

—¡Mayra Alicia Gianorosso, y mi papá trabaja en el Ministerio!

Al escuchar eso, la boca de aquella falluta se convirtió en una azorada o.

Hasta Mayra misma se sorprendió de haber dicho eso de corrido. Pero la mujer se repuso de inmediato.

—¿Y Mayra Alicia Gianorosso tiene identificación disponible? —y le presentó una caja cúbica, como de plata por el brillo, con las aristas redondas y una ranura en una de sus caras.

¡El chanchito!

Con dedos temblorosos, Mayra se extrajo el chip de detrás de la oreja. Tuvo que probar tres veces antes de conseguir introducirlo en la ranura.

—Hola, Mayra —le dijo la señora al leer el chanchito—. ¿Qué querés contarme? Si viste algo que te haya parecido mal, podés decírmelo.

Y a Mayra esa mirada de víbora con hambre la asustó aun más que el palo del moar con la odiosa luz azul.

—N-no —dijo.

—¿No qué?

—Nada. No tengo nada que decirle.

La víbora sacó el chip del chanchito y se lo entregó.

Mayra lo encerró en un puño y echó a correr.

—Chau, preciosa —oyó a sus espaldas—. Cualquier cosa le preguntamos a tu papito, eh —Mayra se detuvo, y le quedaron fuerzas para mirar hacia atrás—. El que trabaja en el Ministerio —y esa serpiente de cascabel le regaló una sonrisa que le hizo doler la panza.

 

Ahora, cada vez más contenta con su nuevo lápiz, Mayra dibujaba intrincados bosques, poderosos castillos y prósperos sembradíos. En aquel reino de ensueño, príncipes y princesas, junto a clementes reyes y reinas, perdonaban los errores de su pueblo —porque, según papá, el pueblo siempre se equivoca—. Y, tras el perdón, esos príncipes y princesas les pedían a poderosas magas que hicieran aparecer comidas ricas.

Había también en aquel reino dragones de metal que aterrorizaban a los más débiles con sus chorros de fuego. Mayra nunca los dibujaba. Pero los dragones aparecían igual, ellos solos. Tenían unas colas largas, nada que ver con las ilustraciones que Gov le proyectaba. Aunque esas colas… Sí: Mayra las tenía vistas.

Los dibujos que partían del lápiz resultaban demasiado vívidos. Ella hubiera jurado que las luces del castillo se encendían y apagaban, que las puertas se abrían y cerraban por el viento frío, que los caballos hacían ruido al galopar a través del bosque, que los campesinos cantaban junto al arado, sembrando y oliendo a sudor y cebolla cruda.

Y también podía ver que a los dragones al final se les rompían esas orugas —dragones con orugas en lugar de patas, qué extraño— con que pisoteaban todo.

Debía ser gracias a la magia, ¿no?

Tenía que averiguar sobre esas colas tan extrañas de los dragones. Así que se dirigió hacia el estudio de papá.

—Buenas tardes, Mayra —la saludó Gov.

—Hola, cascajo. Mirá estas colas. Decime de qué son.

Luego de un leve silbido, Gov displayó la holografía de un ejemplar de la rata del bambú.

—Aquí tienes, Mayra. Las colas de tus dibujos corresponden a la especie de rata más grande del mundo.

—¿Las colas de los dragones venían a ser de rata? —dijo Mayra enrollando su dibujo mientras salía del estudio—. ¡Increíble!

 

 

Mayra decidió compartir con su mejor compañera el secreto del lápiz. Las dos se habían quedado en el aula durante uno de los recreos.

—Tengo algo importante que decirte, Moni.

—¿Qué?—Mónica abrió sus enormes ojos azules, ávidos de información.

—Mirá —dijo Mayra, y sacó del bolsillo del guardapolvo su lápiz mágico.

—¿Y qué tiene? —dijo la otra, con la cara aburrida ante la visión—. Es un lápiz.

—Sí, es un lápiz. Pero es mi lápiz. Y no es un lápiz común. Es un lápiz mágico.

—¿Cómo va a ser un lápiz mágico, boluda?

—Mirá —dijo Mayra—: te voy a mostrar algo, pero ojito con decírselo a alguien.

Apoyó la punta del lápiz sobre una hoja del cuaderno y dibujó una casita. El humo —un humo denso, con aroma de tortas recién horneadas— salió de la chimenea, y las nubes se mecieron movidas por el viento de un bosque cercano. Cuando la puerta de la casa se abría, podían ver una doncella, vestida de rosa y con un bebito en brazos.

Mónica permanecía boquiabierta, parpadeando.

—¡No puedo creerlo! —dijo—. ¡El dibujo vive! ¿Me dejás probar a mí? ¡Porfi! ¡Porfi!

Mayra lo pensó un poco. Pero Mónica era su mejor compañera, su amiga del alma.

—Tenés que tener la mente en blanco y dejarte llevar. Tomá, Moni.

Mónica agarró el lápiz y puso una cara como de miedo. Como de… ¿como qué? ¿Dónde había visto Mayra poner una cara así? Ah, ya está: la misma cara que puso Judas cuando se dio cuenta de que había vendido a Jesús. A ella le gustaba mucho ver las holos de las pinturas viejas: esas caras antiguas, esos vestidos que parecían sábanas la disparaban a un mundo que ella no entendía, pero al que no le tenía miedo.

Y ahora, a diferencia de lo que le había sucedido a Mayra —aquel temblor leve al tocar el lápiz—, a Mónica se le sacudió la mano, y por un costado de la boca le caía baba.

—Sentí como una electricidad —dijo.

Abrió su cuaderno y dibujó un círculo en el centro de una de las últimas hojas. Y la mano, adentro de ese círculo, empezó a moverse con fluidez, y pronto el lápiz se deslizó sin interrupción.

El dibujo resultó un animal. Un saurio grotesco y de azules ojos malvados que miraban fijo a Mayra. ¡La misma mirada azul de Mónica!

Mayra le arrebató el lápiz.

—Por favor, Moni: no le digas a nadie mi secreto. ¿Puedo confiar en vos?

—Claro, nena —dijo Mónica—, mis labios están sellados —y confirmó sus palabras con la solemne postura del juramento: su mano izquierda sobre su corazón y la derecha hacia arriba, palma adelante.

—Gracias, Mónica —Y Mayra la abrazó, feliz—. Sos mi mejor amiga.

 

Al día siguiente, prueba de matemáticas. Los ejercicios eran más difíciles que nunca. Los problemas hacían tiritar a Mayra, su cabeza ardía.

No bien terminó de resolver las cuentas, buscó en su cartuchera el lápiz rojo y azul: subrayaría los resultados. Revolvió los lápices, marcadores, lapicera, goma, sacapuntas. Gotas de sudor le corrieron por la espalda y un miedo hasta ahora desconocido se apoderó de ella: su lápiz no aparecía.

¡Estaba segura, segurísima, de que lo había guardado la noche anterior, junto a sus útiles! Necesitada de ayuda, miró en dirección a Mónica. La encontró muy concentrada resolviendo los problemas, con la espalda arqueada sobre la hoja, subrayando las respuestas con un lápiz azul y rojo. ¡El lápiz!

Mayra se levantó y fue hasta el pupitre de Mónica. Le torció la muñeca y le arrebató el lápiz.

—Este es mi lápiz —y su propia voz le sonó extraña.

—¡No, nena, es mío!

Abrumada, defraudada por semejante mentirosa a la que había considerado su mejor amiga, Mayra le pegó un mordisco en aquel cachete rosado. Le sacó sangre y todo. Pero Mónica no se quedó atrás: rasguñó a Mayra en la mejilla y le tiró de los pelos. Los compañeros se dieron vuelta para ver qué pasaba. Y la maestra dejó su escritorio y se acercó.

—¡Basta, basta! —dijo, separándolas—. ¿Qué pasa acá?

Mayra habló primero, con lágrimas en los ojos:

—Mónica me robó el lápiz y no me lo quiere devolver.

—¡Mentira! ¡Es mi lápiz, no el tuyo! ¡Dámelo! —y al oír ese grito, Mayra en su indignación recordó otros gritos: los de la pobre mujer que se habían llevado los moar.

—Deme el lápiz a mí, Gianorosso —ordenó la maestra—. ¡Ya mismo!

Sin muchas ganas, refunfuñando, Mayra entregó el lápiz y suspiró.

La seño lo inspeccionó de punta a punta diciendo:

—¿Su lápiz tiene alguna marca, Gianorosso? ¿Algo que lo pueda identificar como suyo?

—Sí, sí —dijo Mayra con confianza, porque ahora probaría, delante de esa rata de ojos azules, que el lápiz era suyo—. Tiene grabadas tres letras que forman la palabra m a g.

—Tus iniciales, querrás decir.

—Eso, mis iniciales. Yo misma se las hice la mañana que mi papá me lo regaló.

—Pues entonces no es su lápiz, alumna —dijo la señorita con una sonrisa torcida—. Aquí está grabado M.Adler. Es el lápiz de Mónica Adler, no el suyo. Debe estar confundida.

Un fuego le partía del estómago a Mayra y le inundaba la cara. De un tirón volvió a hacerse del lápiz y verificó el grabado. ¡Qué grotesco! La m y la a eran las que ella misma había trazado con un cuchillo de la alacena. Y notó que lo demás había sido raspado para agregarle dler encima.

Mayra miró a Mónica con asco, como a la rata que era.

—No mientas más, Adler. Este es mi lápiz. Y yo te lo hubiera prestado en cualquier momento. Ahora… ¡te jodés!

—¡Gianorosso, maleducada! —interrumpió la señorita—. Deme el lápiz ya mismo, es de Mónica. Y acá la única que está mintiendo es usted.

Ella vio cómo Mónica la miraba sonriendo, con una ceja levantada expresando superioridad: una cara reluciente de triunfo. Eso era el colmo, no soportaba tanta injusticia.

Aprovechando su furiosa distracción, la señorita le quitó el lápiz de las manos y se lo dio a Mónica. No sólo eso: le ordenó a Mayra que le entregara el chip-legajo para citar a su pobre madre.

—Una mentira de esta magnitud, Gianorosso —dijo la maestra—, debería ser comunicada a los moar. No lo hago porque hasta ahora se me ha comportado como una alumna obediente y muy aplicada.

El mundo se volvía brumoso para Mayra, las caras de sus compañeros recordaban máscaras de carnaval. La voz de la maestra se convertía en un eco que reverberaba distante.

Mayra se sentó en su pupitre y se agarró la cabeza. Cerró los ojos y resopló: ¡ya no tenía su lápiz! ¡El lápiz! ¿Qué diría papá cuando se enterase? ¿Se acordaría de aquella noche que le regalo el lápiz rojo y azul? ¿Sabría él todo lo que ese lápiz significaba para ella? ¡Su lápiz acababa de irse para siempre! También se fue su vida, tal como la había conocido hasta ese momento: ese incidente la había hecho crecer de golpe.

Esa noche, después de haber juntado fuerzas durante el día, Mayra no se durmió. Fue a la cama cuando se lo ordenó mamá, pero no quiso dormirse. No, señor.

Por fin oyó ruidos, diferentes a los de la holoTV: papá llegaba a casa. Mayra esperó un poco antes de levantarse.

Y fue hasta el comedor diario.

Al verla, mamá arrugó la cara. Pero papá le sonrió, los ojos brillándole.

—¿Qué hace mi princesita levantada a estas horas? —y le dio en la frente un beso picoso, que a Mayra por primera vez le supo a gloria.

—¡Mónica me robó el lápiz mágico!

—Esa pendeja… —y mamá fue acallada por papá.

—¿Mágico decís? —papá dejó de sonreír, la frente se le cubrió de arrugas. Chasqueó los dedos—. ¡Ahora comprendo, carajo!

—¡Hilario!

—No entiendo, papi.

—Te quiero mucho, hijita, no te preocupes: papá mañana te va a traer otro lápiz. Uno verde y naranja. Y vas a ver que el de Mónica va a perder la «magia».

—Pero… pero…

Papá la abrazó, volvió a darle otro picoso y le revolvió los pelos.

—¿Escuchaste alguna vez la palabra «nanomáquinas», tesorito?

Cuidado: papá la miraba con esa cara rara que ponía a veces. ¿Se habría enterado de que ella hurgaba en Gov cosas prohibidas?

—N-no, papi —Mayra optó por colgársele del cuello y llenarlo de besos—. Qué palabra larga.

—Bueno, andá a dormir. Mañana se va a arreglar todo. Tu papá te lo promete.

—¡Hasta mañana, papi!

Antes de correr a la cama, Mayra se detuvo a escucharlos: volvió sobre sus pasos, en puntas de pie, y se escondió detrás del cortinado de la sala.

—¿Nanomáquinas? —decía mamá—. ¿No me digás que usaste a la nena de conejillo de indias?

—Despreocupate: estos bichitos de la nena son inofensivos. Hasta beneficiosos son. Completamente comprobados. Ya te voy a avisar cuándo tenés que dejar de comprar mercadería en el súper.

—¿Te volviste loco? Bah, en realidad jamás piso un súper. Para eso tenemos servidumbre.

—Oíme, flaca: ¿te hablo en chino cuando te digo las cosas?

—Bueno, está bien. ¿Por qué voy a dejar de comprar en el súper, eh?

—Los envases de plástico van a rebosar de otro tipo de nanomáquinas. ¡En el Ministerio estamos a un paso del control total! ¿Te imaginás a los marrones? ¿Te imaginás el sueño de una negrada totalmente mansa, obediente?

—¡Qué sé yo, Hilario! Vos me venís con cada cosa, viejo. Sabés que me importa tres pitos lo relacionado con los marrones, el pueblo y todas esas putadas de la política.

—No, si cuando te querés hacer la tarada no hay caso: te sale perfecto…

Aunque la conversación no tenía pinta de terminarse, Mayra dejó de espiar. Tenía sueño y, además, no entendía lo que decía papá.

Fue a su cama. Se arropó. Buscó la mejor posición para recibir al sueño. Y en ese momento, justo en ese momento, Mayra pensó en aquella mujer sucia y gritona. Esa que los moar cargaron en el deslizador. La mujer que al principio le pareció desagradable. Y por fin pudo comprender lo que ella le había dicho.

—Ayudame, piba… —le había dicho, y ahora ella misma repetía esas palabras.

Eso mismo: «Ayudame, piba». Y Mayra no la había ayudado, todo lo contrario. Es que había sentido miedo de los moar, de los deslizadores sin marcas ni patentes.

Sí: tener miedo era una porquería.

Se hizo la firme promesa de que jamás volvería a sentir miedo ante otra persona, y que cuando fuese grande iría a buscar a esa señora y la ayudaría. Total, sería fácil encontrarla: debería ser la única de toda Argentina en vestirse con esas ropas. Porque en la HoloTV no mostraban personas así, y, por lo tanto, no existían. ¿Y si no existían, cómo haría para encontrar a la mujer?

—¡Ya sé! Le pediré a Gov que se enlace con todas las holocámaras del país y que la busque.

Mayra quedó conforme: ella le brindaría una descripción tan detallada de esas ropas, que para Gov sería un trabajo sencillo.

Ahora pensó en los moar, y por primera vez en su vida las enseñanzas de papá le sonaron… ¿falsas? ¡No! Papá no decía mentiras. ¿Entonces? Quizá lo estarían engañando a él. ¡Eso mismo! ¡Un engaño!

Se sentó en la cama.

Quizá las verdaderas ratas fuesen otros, otras personas… ¡Como la señora que bajó del deslizador, por ejemplo! Esa víbora que le mostró el chanchito para que se identificase. ¿Por qué papá creía que estúpidas como esa eran de los buenos? ¡Qué complicado, Diosito!

Pero recordó la promesa de papá de un lápiz nuevo y sonrió gozosa.

Se acostó y bostezó. Pronto lo recibiría, y la princesa Mayra volvería a ser la princesa Mayra, y tendría algo grandioso a su favor: magia.

Y cuando ella fuese grande, sería esta misma magia la que la ayudaría a descubrir, a sacarles la careta a las verdaderas ratas.

—Te lo prometo, papá.

 

 

Andrea Giorno nació en la ciudad de Buenos Aires en 1959. Es casada, tiene dos hijas, dos nietos y un gato. Vive desde hace 13 años en Mar del Plata. Es Licenciada en Servicio Social (UBA) y Profesora de Inglés (UNMdP). Ha escrito varios cuentos en inglés. Es miembro de primer grupo de Teatro en Inglés de la Ciudad de Mar del Plata donde se desarrolla como actriz y mimo. Practica yoga y meditación, amante de la música, vegetariana, defensora de los derechos del animal y voluntaria de APAA (Asociación Pro Ayuda al Animal Abandonado). Y es fanática de Chaca.

Ricardo Germán Giorno nació en 1952 en Núñez, ciudad de Buenos Aires. Es casado con dos hijos. Empezó a escribir a los 48 años, pero recién a los 52 decidió dedicarse a la literatura. Gracias a un trabajo continuo y tenaz, Ricardo Germán Giorno se supera día a día.

Es miembro activo de varios talleres literarios. Ha publicado cuentos de ciencia ficción en AXXÓN, ALFA ERIDIANI, NGC 3660, LA IDEA FIJA, NM, y un libro propio de relatos Subyacente Inesperado y otros cuentos (Alumni, Buenos Aires, 2004).

Su cuento Pulsante apareció en la antología Desde el Taller y Parábola de la Yarará en Cuentos de la Abadía de Carfax 2. Puede conocer más de este autor en la Enciclopedia.

Hemos publicado en Axxón sus cuentos JINETES, SEOL (bajo el seudónimo colectivo “Américo C. España” con Erath Juárez Hernández, David Moniño y Eduardo M. Laens Aguiar), TANGOSPACIO, ROBOPSIQUIATRA 10.203.911, PAN-RAKIB, CERRADA, EL EFECTO TORTUGA, EL G, DEVENIR, LA INMUTABILIDAD DE LOS CICLOS, EL REGRESO DE MANÉ, PARÁBOLA DE LA YARARÁ y LA GARRA DEL JAGUAR. También ha entrevistado, para Axxón, a MARCELO DI MARCO, YOSS, EDUARDO CARLETTI, VÍCTOR CONDE, PABLO DOBRININ, M. C. CARPER, ANTONIO MORA VÉLEZ, FRAGA, LAURA PONCE, LUIS PESTARINI y TERESA PILAR MIRA DE ECHEVERRÍA.


Este cuento se vincula temáticamente con UNA BATALLA PERSONAL, de María Laura Sánchez; TODOS LOS CAUTIVOS, de Daniel Flores y LA VACA NO ES UNA VACA, de Javier Goffman.


Axxón 243 – junio de 2013

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción: Ucronía: política: Argentina: Argentinos).

6 Respuestas a “«El lápiz», Andrea y Ricardo Giorno”
  1. Sofie dice:

    Muy bueno! Felicitaciones a los autores. Un abrazo grande!

  2. Qué cuentazo se mandarton los hermanos Giorno!!!
    Será así el futo que nos espera?

  3. Daniel dice:

    Me ha gustado… ¡ Gracias, Andrea y Ricardo ! ¡Quedo a la espera del proximo!

  4. Ermanno Fiorucci dice:

    ¡Qué cuento más bueno Ricardo!… pero no sé por qué tengo una sensación muy parecida al «dèjá vu»… ¿no lo publicaste en otra parte, o alguna vez hiciste algún comentario al respecto?… Hay un programa, en lo más escondido de mi «disco duro» que trata de decirme que alguna vez leí o escuché algo que involucraba a un lápiz milagroso… Repito: ¡Es un cuento muy bueno, los felicito!

  5. Ricardo Gioirno dice:

    Gracias a todos por sus buenas ondas.
    Ermanno, el cuento es inédito. Así que no sé qué será ese dejá vu que te produjo.

    Un abrazo grande y nos seguimos viendo en Axxón

  6. Viviana Quesada dice:

    Muy atrapante historia… te deja pensando… Bravo!

  7.  
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